CAPÍTULO IV

 

RAUL TOMA UNA DECISION

 

Raúl y Max llegaron a su cabaña, silenciosos y cabizbajos.

Raúl no había querido extremar sus censuras a su hermano durante el trayecto, y Max, reconcentrado en el suceso, no estaba tampoco para diálogos agrios.

Pero cuando llegaron a la cabaña, Max se vio rodeado de toda la familia, que le contemplaba ansiosamente, ya que no había podido ocultar las lesiones recibidas, y el padre preguntó:

—¿Quieres decirme qué ha sucedido?

—Nada que se salga de lo vulgar, padre. Cuando entre dos —en este caso entre tres— existen antagonismos y rivalidades, en cualquier momento se produce el roce, y llegan las consecuencias.

—Eso no es explicación, Max. Algo tuvo que suceder para provocar la riña.

—Lo que sucedió supongo que os lo explicaría Isaac, que fue el encargado por su tío para daros la noticia. Yo estaba jugando al póquer con unos amigos; entraron en la taberna los Gilbert, y nadie les hizo caso, pero ellos trataron de insultarme para provocarme a pelear, y lo consiguieron, pero se creyeron más fuertes que son, y, si yo salí mal librado, ellos salieron peor.

—De acuerdo, pero quisiera saber por qué los Gilbert y tú estáis enfrentados como el perro y el gato.

—Los motivos se los buscan ellos, no sólo conmigo sino con otros. Lo que sucede es que esos otros les tienen miedo, se achican, no les hacen frente, y ellos se recrean, humillándoles.

—Están acostumbrados a que nadie se revuelva contra esa pareja, y abusan del miedo de los demás para divertirse, poniéndoles en situación ridícula.

—¿Y a ti por qué te odian y te buscan para armar camorra?

—Hay muchos motivos. Primero, porque saben que soy de distinta manera que muchos, y, para ellos, sería un placer hacerme morder el polvo como a otros, y segundo... porque cuando el asunto de Elsa, la hija del señor Wilson, no me mordí la lengua en afirmar que si a mí me hubiese tocado algo, en relación de parentesco, les habría volado la cabeza a los dos, sin remordimientos de conciencia.

—¿Por qué te metiste en un asunto que no te importaba?

—Me importaba, en parte. Primero, porque Elsa me gustaba, y estaba pensando en pedirle relaciones, cosa que no llegué a hacer porque ellos se adelantaron a atropellarla cobardemente, y segundo, porque no teniendo detrás de ella un hombre con energías para buscarlos y destrozarlos a tiros, me parecía un deber manifestar mi repulsa hacia dos tipos tan ruines como ellos.

—Y lo lancé a los cuatro vientos. Dije que si la chica hubiese sido algo mío, no lo habrían arreglado con un puñado de dólares como el que compra una vulgar mercancía, sino que se lo hubiese hecho pagar con la vida. Esto parece ser que les picó y, como son tan vanidosos, creyeron que, con buscarme las cosquillas, podrían darme la réplica a golpes.

—Les he demostrado que en ese terreno soy más fuerte que ellos, y espero que aprendan la lección.

—¿Tú crees que lo vas a conseguir? ¿Olvidas que son los más fuertes y los más osados, y que buscarán el modo de vengarse de ti, si no cara a cara, de alguna otra manera menos noble?

—No les tengo miedo en ningún terreno, y que miren bien lo que hacen, porque les pueden fallar sus cálculos.

—Les pueden fallar o no les pueden fallar, y yo no estoy dispuesto a encajar que, por una cosa u otra, me pueda costar la vida de uno de mis hijos, o, en el mejor de los casos, verlo detrás de los hierros de una celda para lo mejor de su vida.

—Te advertí muchas veces que no me agradaba tu comportamiento, marchando todas las noches al poblado y viniendo a casa a altas horas de la noche. En esos escarceos abusivos se pueden encender muchos conflictos, y yo no cumpliría mi deber de padre si no pusiese coto a tales excesos.

—Bien está que un sábado o un domingo busques un esparcimiento, como todos, pero no a diario. Estás dando la impresión de convertirte en un tipo juerguista, poco sensato, y he decidido que esto se acabe, sobre todo después de lo ocurrido anoche.

—Ahora, las cosas se han enconado, y cualquier noche, cuando intentes regresar a casa, puedes recibir la sorpresa de un tiro en la sombra, sin que se pueda acusar a nadie, pues aquí no sirven sospechas sino pruebas fehacientes. Así es que hazte a la idea de que, de hoy en adelante, cuando acabes tus faenas, te quedarás aquí con los demás, y te acostarás a la hora que todos.

 

* * *

 

—Pero, padre, yo soy ya una hombre y...

—Tú eres un estúpido con fachada de hombre, y cuando de hombre sólo se tiene el aspecto, y la cabeza es de chorlito, no se te puede dejar que campes por tus respetos porque sólo cometes insensateces.

—Te he dado una norma de conducta para de hoy en adelante, y la cumples como yo la impongo, o te largas de aquí, sin que yo tenga remordimientos de conciencia, dejando que te comportes estúpidamente, con sobresalto para todos nosotros.

—Las cosas han adquirido un matiz demasiado dramático y, conociendo a esos dos tipos, tengo que admitir que son capaces de cualquier disparate, sólo para satisfacer su orgullo y su vanidad. No consentiré que lo consigan a costa de la vida de un hijo mío.

—O a costa de la vida de ellos.

—Igual de malo porque, si no cayeses a tiros, terminarías en una cárcel.

—Por lo tanto, piensa bien lo que haces porque éste es mi ultimátum.

Max iba a protestar, pero Raúl, tomándole de un brazo, tiró de él con fuerza para sacarle de la sala y evitar que la discusión adquiriese tonos más violentos.

Max salió al exterior, forcejeando con su hermano, pero éste, furioso, bramó:

—Estate quieto, y no te rebeles, si no quieres que haga lo que no ha hecho nuestro padre.

—¿El qué?

—Apagarte esos humos a puñetazos

—¿Te atreverías?

—No me incites con preguntas estúpidas, pues me conoces bien, y sabes que lo haría.

—No puedo consentir que te rebeles contra una orden de nuestro padre, cuando esa orden es sensata y va en tu propio beneficio.

—Los Gilbert y tú habéis puesto las cosas demasiado tirantes, y cualquier imprudencia rompería la cuerda en perjuicio tuyo, tanto si te vieses obligado a matar a alguno de los Gilbert, como si fuesen ellos los que te matasen.

—Hay que abrir una sima entre ellos y tú para que los nervios se calmen y los ánimos se apacigüen.

—¿Tú crees que, haga lo que haga, eso se calma o se olvida?

—¿Por qué no?

—Porque no los conoces como yo. Me han lanzado la firme amenaza de que me matarán para cobrarse la paliza, y yo les he devuelto la amenaza en el mismo tono. En algún momento, alguno tratará de tomar la delantera, y si alguien ha de anticiparse, seré yo.

—No digas tonterías. Tú sabes lo que te jugarías en un lance como ése, y debes pensar en nuestros padres. El disgusto podría matarles, y tú debes ser lo suficientemente sensato para no provocar su muerte.

—¿Cruzándome de brazos y permitiendo que sean ellos los que se anticipen y me tiendan la emboscada?

—Si ése es tu temor, deja que yo arregle eso.

—¿Tú, cómo?

—Advirtiéndoles personalmente que no cuenten con llevar adelante un plan de esa naturaleza, porque entonces tendrán que contar conmigo.

—Tú no debes meterte en esto. Es cosa mía y... 

—Es cosa de todos, y yo no puedo consentir que pretendan tomar iniciativas en tu contra, creyendo que, con eliminarte, todo quedaría resuelto. Tienen que saber que no sería así, y que sus planes se verían averiados en ese sentido. Esto les obligará a meditar mucho lo que hacen. Y haz el favor de no poner más objeciones porque no te las admito. Se hará lo que se deba hacer, y tú harás también lo que padre te ha ordenado. No consentiremos que le brindes ocasiones al enemigo. 

Max no se atrevió a contradecir a su hermano. Le conocía bien, y sabía de su carácter duro y enérgico, cuando tomaba una decisión.

Aquella tarde, se presentó en la cabaña Isaac, el sobrino del sheriff. Con el pretexto de dar ciertos informes a la familia, podía aprovechar la visita para estar junto a Martha el tiempo que le fuese posible.

Cuando apareció en la cabaña, Raúl preguntó: 

—¿Qué te trae de nuevo por aquí, Isaac? 

—Venía a saber cómo marchan las cosas, y a daros algunos informes, que serán de vuestro agrado. 

—¿Respecto a qué? 

—A la visita que Gilbert hizo a mi tío para rescatar a sus hijos.

—Cuando me presenté en el rancho para darle cuenta del aviso de mi tío, me acogió como si tratase de comerme. Tuve que ponerme serio con él para hacerle comprender que iba en nombre del sheriff, y que no estaba dispuesto a que nadie tratase de amenazarme. 

—Pero lo bueno fue cuando se presentó en las oficinas de mi tío, como si estuviese dispuesto a comerse los muebles de una dentellada. Creía que mi tío se había marcado un farol amenazándole, y que le iba a meter en un puño, pero su sorpresa fue grande cuando mi tío le hizo saber que se habían acabado las contemplaciones con sus preciosos vástagos y que, a partir de ese momento, las cosas iban a transcurrir de manera distinta.

No podéis haceros una idea de la ira que le acometió cuando mi tío le dijo que la pareja no saldría de sus jaulas, sin antes abonar cincuenta dólares de multa por cada uno, amén de la factura del médico y de liquidar los destrozos causados en la taberna. No sólo puso el grito en el cielo, sino que quiso meter a mi tío en un puño, tirando de revólver, pero aquél, que estaba preparado, fue más rápido que él y le mostró el cañón del suyo, que tenía sobre la mesa.

El final fue que le obligó a soltar el arma y le impuso otros cincuenta dólares de multa, por intento de agresión a la autoridad. Tuvo que pagar las tres multas, y si salió de allí con el revólver al cinto, fue porque mi tío se lo devolvió vacío, lo mismo que a sus hijos. Podéis figuraros con qué humor se fue después de aquella humillación a su soberbia. Si no ha cogido un cólico de bilis, que le ponga al borde de la sepultura, no será por falta de bilis tragada.

—Y he querido venir a daros cuenta de todo, para que sepáis que mi tío se ha mostrado tan duro como exigía la situación, y no ha perdonado la multa a esos buharros.

—Te agradezco la información, Isaac. De verdad me costaba trabajo creer que tu tío fuese capaz de mostrarse tan enérgico con esos tipos, y que sería mi hermano quien pagase el pato y la multa; pero después de lo que me cuentas, veo que ha dado un gran cambiazo. Veremos cómo lo toman, y qué es lo que sucede, de aquí en adelante.

—Eso quería advertiros. Los Gilbert han amenazado de muerte a tu hermano, pero su padre también lo hizo con mi tío; tendremos que vivir muy alerta, pues, tratándose de esa gente, cabe esperarlo todo.

—Así es, pero como a mí me gusta tomar los toros por los cuernos, voy a hacerles una seria advertencia a esos buharros. Que lo piensen antes de tocar el pelo de la ropa a Max, o tendrán que vérselas conmigo.

—Yo no me expondría a enfrentarme con ellos, después del vapuleo que han recibido.

—Me importa poco su estado de ánimo. Yo también sé hacerme fuerte en cualquier caso, y a mí no me intimidarán, por soberbios que sean.

—De todas formas, Raúl, más vale prevenir que lamentar.

—Creo que no debías ir solo, por si acaso.

—¿Qué quieres, que me acompañe mi hermano?

—Claro que no, sería contraproducente, pero... yo podría ir contigo. Siendo dos, cuidarán mucho lo que hacen.

—Y creerían que les tengo miedo, y por eso llevo quién me guarde las espaldas. Te lo agradezco, pero no puedo aceptarlo.

—Como quieras, pero a mí me importaría poco lo que pensasen; me importaría más lo que pudiesen hacer.

—No te preocupes. Impresiona más que alguien dé la cara por propia voluntad, que le obliguen a darla.

Y aprovechando que Raúl iba a preparar su caballo para visitar a los Gilbert, se dirigió a la huerta, donde Martha, fingiendo cuidar sus plantaciones, esperaba que su pretendiente se presentase a charlar un rato con ella.

Pero esta vez la conversación no iba a ser de tono amoroso y sentimental. Martha estaba muy preocupada con los acontecimientos, y estaba más interesada en la situación de su hermano que en sus sentimientos amorosos.

Por ello, lo primero que hizo fue preguntar a Isaac:

—¿Qué crees que va a suceder?

—No lo sé, Martha. Todo ha estallado tan precipitadamente, que nadie es capaz de saber hasta dónde llegarán las reacciones de esos tipos.

—Pero, si sirve mi consejo, no perdáis de vista a Max. Tú le conoces, sabes lo explosivo y lo cabezota que es,y podía dar algún paso en falso, que le costase un serio disgusto.

—Por lo menos, hay que dejar pasar algún tiempo, a ver si los ánimos se calman, y eso sólo se puede conseguir evitando que vuelvan a encontrarse.

—Pero ahora, lo que me preocupa es la actitud de Raúl. Se ha propuesto visitar a Gilbert para hacerle ciertas advertencias por si le sucediese algo a su hermano y, aunque Raúl es más frío y menos alocado que Max, le temo más que a éste, si termina por perder el control de sus nervios.

—Me he brindado a acompañarle, pero se ha negado. Su amor propio le impide dar la sensación de miedo afrontando solo la escabrosa entrevista.

Martha, asustada, clamó:

—Eso no puede ser, Isaac. No consiento que Raúl...

—No te molestes en intervenir. Te mandaría a paseo, y no conseguirías nada. Mejor es confiar en él.

—Pero cuando se trata de gente tan rastrera como ésa, no juegan con deportividad.

—Pero tampoco pueden echar las patas por alto, cuando se ven ante un hombre de cuerpo entero, que demuestra su valor yendo al enemigo de cara. Esto impresiona mucho, sobre todo ahora que saben que mi tío no es un ser pasivo, y que intervendría con todo su poder.

—Un poder relativo, cuando se tropieza con gente tan rastrera como ésa, no juegan con deportividad.

—El posee autoridad para usar de las armas, sin peligro de que le puedan procesar. Ellos lo saben.

—Pero, aparte esto, pienso darme una vuelta por los alrededores del rancho de Gilbert, a la espera de que tu hermano haga la visita. Si me ven rondando por allí, les servirá de aviso para que sepan que Raúl no va solo.

—Bueno, hazlo, y cuida de él, Isaac. Tú sabes lo que quiero a mis hermanos y que daría hasta mi vida por la de ellos.

—Lo sé, y tú sabes que te quiero demasiado para no ayudarte en lo que esté al alcance de mi mano. Ya no se trata de que sea ayudante de mi tío, se trata de que tú serás mi mujer en algún momento, y que por ti también soy capaz de todo.

—Lo sé, Isaac, y te lo agradezco en lo que vale. Si no fuese por la presencia de esos tipos estúpidos y engreídos, viviríamos todos tan contentos y felices, sin contratiempos ni sobresaltos.

—Así es, pero no se puede evitar que existan hombres tan fuera de lo normal, que se crean dueños del mundo, y estimen que todos debemos estar bajo la suela de sus botas para que ellos vivan como ambicionan.

—De todas formas, esto ha estallado tontamente, y ya no puede uno solo detener la marcha de los acontecimientos. Acaso sea mejor así, porque las cosas se decidan de un modo rápido y terminen las amenazas.

—Terminar, sí, pero, ¿cómo? ¿Acaso costándole la vida a quien menos le corresponda perderla? Esto es lo que más me asusta.

—No hay que ser pesimista, Martha.

—Pero hay motivo para ello. Primero, porque mi hermano Max es un polvorín difícil de controlar, y segundo, porque ahora, si Raúl interviene, las cosas van a empeorar más.

—O no. Ahora sabrán que Max no está solo, y eso puede ser un freno.

Ojalá aciertes, pero el corazón me dice que no será así, y que vamos a pasar muchos días de sobresalto.

—Yo te ruego que no te pongas también nerviosa. Tú sabes ahora que también mi tío estará a vuestro lado, y que las cosas no se presentarán tan fáciles paralelos. Y ahora, te dejo. Mi tío me estará esperando, y puede necesitarme.

—Adiós, Isaac, y gracias. Hasta la vista.