CAPÍTULO PRIMERO

 

UN GOLPE TERRIBLE

 

Inclinada ávidamente sobre el lecho de la moribunda Ana Weber, Margaret Astor escuchaba con infinito asombro las revelaciones de la enferma. Por un fenómeno inexplicable de la naturaleza, su cerebro parecía dividido en aquellos momentos en dos completamente antagónicos. La mitad sorbía más que escuchaba las palabras de la moribunda y la otra mitad trabajaba activamente, proyectando sobre los últimos meses de su vida los más dolorosos y amargos recuerdos ligados fatalmente al relato que escuchaba.

Margaret había estado a punto de desdeñar la cita que Ana le hiciera, ya que era la persona que más odiaba en el mundo, y, sin embargo, se había decidido a acudir a la llamada y era ahora cuando pensaba con espanto qué habría sucedido si hubiese dejado de acudir a la llamada.

Aquella parte de su pensamiento que se hallaba muy lejos de la alcoba de la moribunda estaba recordando sucesos de su vida reciente, momentos crueles que habían estado a punto de marchitar para siempre las ilusiones de su joven corazón, por algo que ahora sabía que sólo había sido un acto impulsivo de venganza en la que ella accidentalmente fuera elegida como inocente víctima.

El suceso cumbre tenía su raíz en una fecha de medio año atrás. Margaret, comprometida amorosamente con Ike Taurog, se sentía feliz y dichosa en aquel noviazgo que parecía augurarle una dicha completa.

Al morir el padre de la joven, un rico agricultor de Montana, Margaret decidió deshacerse de sus propiedades, y depositando el dinero en un Banco del Estado, se fue a vivir a una preciosa finca que su tía Mima poseía al pie de la línea férrea, en un bonito valle.

Allí se había considerado feliz y dichosa cuidando el jardín y los animales domésticos, sin más preocupaciones. Margaret contaba ya veintitrés años y era toda una mujer fuerte y enérgica. Durante su niñez había ayudado a su padre en las faenas de la tierra, endureciendo sus músculos y tostando su piel al sol y al aire.

Nunca había pensado en serio en el amor. Cuando se hallaba a punto de sentir latir ese gusanillo, ocurrió la muerte de su padre y se entregó por entero al recuerdo del muerto, olvidando cualquier otra ilusión.

Pero poco a poco, la herida del dolor fue cicatrizando y de nuevo Margaret fue la muchacha alegre, dispuesta a dar a la vida lo que la vida exigiese.

Y un día surgió Ike Taurog como podía haber surgido cualquier otro. Era su momento psicológico y él fue el afortunado que abrió la rosa del amor en su pecho, propicio a la floración.

Ike era un muchacho guapo, bien plantado, de sonrisa simpática, de serio porte, honrado y trabajador, dedicado a laborar en su pequeño rancho enclavado a un par de millas de la hacienda de la tía de Margaret.

Ella le conoció accidentalmente en la senda, un día que se le estropeó el cubo de una rueda del calesín cuando se dirigía a Helena. Ike pasaba casualmente a caballo y trabajó de lo lindo para recomponer la avería.

Cuando la rueda estuvo en orden, dijo:

—Señorita, no creo que la rueda esté muy segura, pero aquí no puedo hacer más. Sin embargo, para evitarle un accidente, si sabe montar a caballo le cederé el mío y yo me cuidaré de su calesín hasta llegar a Helena. Allí podemos dejarlo en un taller para su arreglo.

Ella aceptó sin remilgos. Era una apasionada de los caballos y el de Ike denunciaba a simple vista ser un magnífico ejemplar.

Se puso al lado del calesín guiado por Ike, y ambos entablaron una animada charla.

Por lo que él dijo, Margaret se enteró de que Ike había adquirido el pequeño rancho con sus ahorros y con el crédito que le abriera un tío suyo establecido cerca de la frontera. El joven, amante del ganado y de los espacios libres, había escapado de Colorado hacía ocho años, renunciando a la vida reposada de los poblados densos, y como era un excelente jinete, se colocó de vaquero en un rancho.

Luego adquirió aquella pequeña hacienda hasta sacarla a flote, aunque su valor positivo, por el momento, no era muy tentador.

Cuando ambos llegaron a Helena, Ike trasladó el calesín a un taller donde tardarían dos días en su arreglo.

Margaret declaró que había ido a Helena con el propósito de realizar unas compras y regresar en seguida, pero el accidente la obligaría a quedarse dos días más.

Él le propuso buscar un hotel donde hospedarse hasta su regreso. Su misión en Helena era tratar con un traficante de ganado sobre la venta de unas reses y regresar a su rancho el lunes, dos días más tarde.

Ya hospedados, cada cual se dedicó a sus asuntos y por la noche se reunieron en el hotel a la hora de la cena.

Él le propuso visitar al día siguiente alguno de los bailes de la ciudad para matar unas horas, y ella aceptó. Ike se mostraba galante, pero respetuoso; poseía una charla alegre y sugestiva y algo especial parecía atraerles.

Margaret bailaba bastante bien, e Ike resultó un consumado bailarín, lo que ella recalcó diciendo:

—Baila muy bien, señor Taurog. Supongo que no lo habrá aprendido a caballo con el lazo en la mano.

—¡Oh, no! —repuso él, divertido—. Confieso que me gusta el baile, y como paso meses enteros sin salir del rancho, cuando vengo a la capital procuro divertirme un poco.

—¿En las tabernas también?

—No soy bebedor ni camorrista. Manejo los puños, si es preciso, pero rehuyo encender peleas. El alcohol no me va.

—¿Y las muchachas?

—Menos que el alcohol —afirmó él, riendo.

Durante el baile ocurrió un pequeño incidente, que ahora, en medio de sus pensamientos, armonizaba con su evocación.

Una muchacha joven, morena, bonita y graciosa, pero quizá demasiado desenvuelta, penetró en el salón en el momento en que en el descanso ambos charlaban.

La joven, dirigiéndose al ranchero, exclamó:

—¡Ike!¡Ike!

El volvió la cabeza, y al reconocerla, pareció un tanto contrariado, pero reaccionando, suplicó:

—¿Me permite unos minutos? Es una muchacha conocida.

—Pues claro, conmigo no tiene compromiso alguno—repuso Margaret, aunque en el fondo se sintió contrariada.

Ike se alejó presuroso para salir al encuentro de la recién llegada, y Margaret les siguió con la mirada de modo insistente. Su espíritu analítico de mujer se cebó en la joven buscando en ella, no sus gracias, sino sus defectos, y se sintió contrariada al descubrir que eran pocos y leves.

Todo el reparo que podía poner a su belleza era que tenía la nariz un poco respingona, el pelo poco sedoso, aunque bien rizado y el aire demasiado desenvuelto.

Pero en conjunto, era bella y atrayente y formaba una digna pareja junto al ranchero.

Esta observación molestó a Margaret. Aquella intrusa había sido una inoportuna y una mala educada, pues estando él en su compañía, cualquier mujer discreta se hubiese abstenido de llamarle.

El diálogo del que no pudo captar una palabra fue breve y algo seco. Ella debió pedir a Ike algo a lo que él se negó con un gesto ambiguo, y en los ojos de la joven brilló un destello de coraje.

Poco después se despedían con un ademán frío y el ranchero se apresuró a volver junto a Margaret.

Esta se sintió halagada por la preferencia. A fin de cuentas, aunque sólo fuese por un deber de cortesía, Ike desdeñaba a tan agradable pareja para dedicarse a ella.

Una sonrisa de reto floreció en sus labios, sonrisa que fue captada por la otra, cuando siguiendo a Ike con la mirada le vio acercarse de nuevo a Margaret, pero de modo indiferente abandonó el salón.

—¿Su novia? —preguntó Margaret, intencionadamente.

—Tanto como mi novia, no. Sabía que vendría aquí y me buscaba; es una buena amiga y siempre es bueno tener amigas aquí, pues de lo contrario se expone uno a venir a un baile y no encontrar pareja. Casi todas las muchachas vienen con sus novios y es difícil encontrar pareja.¿Quiere que bailemos y olvidemos a Ana?

Ella aceptó y de nuevo se enlazaron y Margaret consideró no hacer más preguntas sobre la llamada Ana. Ike podía interpretar mal su curiosidad y quería evitarlo.

El incidente pareció olvidarse y continuaron bailando hasta que al anochecer, cuando estaban a punto de abandonar el baile, Margaret hizo un descubrimiento.

Ana había vuelto al salón. Ahora bailaba con un vaquero alto y fachendoso, que lucía con empaque su rojo pañuelo al cuello, sus brillantes espuelas y su negro y rizado cabello. El vaquero la llevaba sujeta como si temiese que se le pudiese escapar, y ella, medio sofocada, tenía siempre vuelta la cabeza como buscando a Ike.

Al descubrirla, Margaret advirtió:

—Ahí tiene otra vez a su amiga Ana.

El volvió la cabeza, reparó en la pareja y comentó:

—Debe haber comido fuerte y necesita alguien que le ayude a hacer bien la digestión. Sam Currie es una buena apisonadora para rebajar grasas. Espero que cuando la suelte haya perdido una docena de libras.

Y rió, al parecer sin muchas ganas de broma.

Margaret, molesta sin saber por qué, decidió retirarse y él se brindó a acompañarla al hotel.

Cuando salían, Ana medio asfixiada entre los brazos del vaquero que la manejaba como una pluma, gritó:

—¡Adiós, Ike, hasta la próxima!

Ike no contestó y la pareja salió a la plaza.

Al día siguiente, arreglado el calesín, partieron para sus respectivas haciendas, y cuando llegaron a la de ella, Margaret, que sentía la separación, le ofreció:

—¿No desea entrar, Ike? Le presentaré a mi tía y ella le agradecerá su excelente ayuda.

—Si es sólo por eso, no merece la pena. Nada de lo que hice por usted tiene valor, sino es el de haberme proporcionado una grata compañía durante unas horas.

—A pesar de eso, a ella le agradará conocerle.

Ike fue presentado a tía Mirna, la cual acogió al ranchero con toda cordialidad, y durante una hora estuvieron charlando, y al final le invitó a volver.

Cuando Ike se despedía de Margaret, ella comentó:

—Espero que no hará a mi tía el desaire de no volver.

—Daré gusto a su tía, aunque en realidad mi visita estará dedicada a su sobrina. Me ha sido usted altamente simpática y su excelente amistad será para mi algo muy valioso en mi soledad cotidiana.

Y él se alejó, tras estrecharse las manos.

 ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde aquella primera visita? Ahora, puntualizando las fechas, Margaret la situaba en año y medio atrás. Parte de este tiempo se había evaporado como un soplo y la otra parte había constituido una larga y dolorosa etapa que empezaba a culminar en aquel mismo instante al pie del lecho de muerte de Ana.

Pasando rápida revista al primer año, recordaba la noche en que él le declaró su amor en el jardín, bajo la plateada luz de la luna, luego los cortos días de idilio, intenso y hondo, en el que él parecía locamente enamorado de ella y ella se sentía intensamente enamorada también.

El idilio apenas si había tenido paréntesis. Juntos habían estado dos veces en Helena, pero esta vez sin asistir a baile alguno, y él, en cambio, acudía a Helena para asuntos de sus negocios. Una vez estuvo ausente más de una semana y Margaret apuró el cáliz dela impaciencia preguntándose qué le retendría en la capital tantos días, y sin saber por qué, el recuerdo de Ana acudió a su mente, encendiendo la llama de los celos. Y molesta, decidió averiguar lo que él había hecho.

Así, la primera noche que se vieron después del viaje, Margaret, seria y tirante, preguntó:

—¿Dónde has estado que tardaste tanto en venir?

—En la capital, ¿no te lo dije? Me había citado un cliente, se retrasó y aproveché para visitar a unos amigos.

—Y para bailar algunos ratos en el Salón Azul,¿no?

El, con franqueza, repuso:

—No tengo por qué negarlo. Estuve el domingo y me aburrí soberanamente.

—Para eso tendrías allí a Ana, que con menos grasas no necesitaría vaqueros pesados y zafios.

El quedó un momento tenso y replicó:

—¿Quién te ha contado...?

—¿Tendré que descubrir a mi confidente? —replicó ella, rabiosa—.¿No basta con que sea verdad?

—Bien, pues no lo niego. Creí que Ana andaría fuera de Helena, pero estaba allí. No bailé con ella más que un par de veces por no desairarla en público y para dejar aclaradas ciertas cosas añejas.

—No sigas. Irás a contarme que habéis sido novios, que no os conveníais, que regañasteis y que ya no te interesa lo más mínimo.

—Algo parecido, Margaret. Te juro que así fue.

—¡Y yo me lo voy a creer!

—No sé qué motivos tienes para dudarlo.

—Eso es cuenta mía. Si necesitas para tus viajes quien te haga gratas las horas, harás muy bien en no romper con ella, pero como yo no he quedado para complementar el entretenimiento, será mejor que no vuelvas por aquí.

Y violenta, echando fuego por los ojos, le dejó abandonado sin querer escuchar sus explicaciones.

Ahora recordaba el tesón de él para borrar aquel incidente y los esfuerzos que hizo para conseguirlo. Ella fingió resistirse, pero como también lo ansiaba, accedió.

Ike pareció rehusar toda necesidad de ir a Helena y cuando no tenía otro remedio, realizaba los viajes fugazmente, para no dar a Margaret motivos de nuevos celos, hasta que en cierta ocasión, un negocio importante le retuvo en la capital cuatro días.

Volvió ansiosamente jurando que le había sido imposible regresar antes y afirmando que ella no tenía motivos para aquellos celos infundados.

Esta vez, ella pareció mostrarse más razonable y la cosa pareció zanjada sin más regaños.

Pero días más tarde, el correo trajo una carta de Helena dirigida a Margaret, pero suplicando que la hiciese llegar a manos de Ike, por tratarse de un asunto personal.

La intuición o el temor hicieron que ella sospechase que la misiva estuviese escrita por una mano femenina, y su temperamento exaltado la obligó a cometer una imperdonable indiscreción. La de abrir el sobre.

Fue para ella como un puñal clavado en su corazón. La carta estaba firmada por Ana Weber y decía:

 

«Queridísimo Ike:

»El otro día te fuiste sin querer decirme cuándo pensabas volver, y como he de salir de Helena con mi tía durante un par de semanas, te escribo estas líneas para advertírtelo.

»Como ignoro la dirección exacta de tu rancho, para que ésta llegue a tus manos, la dirijo a la hacienda de tu novia, confiando en que será, como dices, lo suficientemente educada para respetarla y entregártela intacta.

»Ya sabes que como te quiero tanto, me he resignado a que, por conveniencias del negocio, te cases con ella. Yo sólo te puedo ofrecer amor y no el dinero que necesitas para salvar tu situación.

»No quiero decir más porque me ahoga la pena. Dentro de tres semanas volveré y espero estrecharte en mis brazos con todo cariño.

»Ana»

 

Margaret, como si estuviese entre sus dedos un carbón encendido que la estuviese abrasando, dejó caer la fatal misiva, y sin poder contener el dolor que rebosaba su alma, se dirigió a su alcoba, se dejó caer en el lecho hipando con una angustia que parecía que iba a ahogarla.