CAPÍTULO VII

 

UN ASALTO FRUSTRADO

 

Paul, galante, preguntó cuándo ella abrió la puerta:

—¿Durmió usted?

—Un poco —se atrevió a mentir—, pero estoy nerviosa. Lo que pueda suceder esta noche me inquieta.

—Si viviese aquí se acostumbraría. Todas las emociones, cuando no son familiares, asustan. Nosotros tratamos esto como sucesos vulgares.¿Quiere que cenemos?

Ella no tenía ganas de probar bocado, pero asintió. Se trasladaron de nuevo al comedor, y ella preguntó:

—¿Alguna novedad?

—Ninguna, aún es pronto. Lo que sea estallará tarde y sólo se podrá hablar de ello al final.

Paul cenó con buen apetito, pero Margaret apenas si probó los manjares. La preocupación podía en ella más que cualquier otro sentimiento.

Cuando fue recogida la vajilla, él advirtió:

—Debería acostarse de nuevo. Si sucede algo, quizá no den señales de vida hasta la madrugada.

—No podría, señor Oakie. Mis nervios son muelles saltando.

—Comprendo. Ese estúpido de Ben no debió hablar delante de usted, pero ya no tiene remedio. Sin embargo...

—Es igual. No me quedaré aquí, aunque considero esto un poco lejos de los pastos.

—Bien, si cree que va a ser peor la espera, venga conmigo. No para llevarla a la línea del posible fuego, sino para brindarle un refugio relativamente próximo Mis hombres tienen algunas chozas en los pastos.

—Eso me agrada más. Se lo agradezco.

Paul fue en busca de una caja donde guardaba su pequeño botiquín y se la entregó, diciendo:

—Tome, puesto que se adjudicó una misión, justo es que le facilite los medios de cumplirla.

Ambos salieron al patio. La noche era fresca y perfumada y en el cielo brillaban millares de estrellas plateadas.

Paul guio a Margaret a una de las chozas que servían de refugio a sus hombres en las noches frías o de lluvia y la aposentó en ella. Antes de salir, advirtió:

—Si siente vibrar disparos, no cometa la imprudencia de salir al exterior. Las balas no llevan escrito un lugar de destino y podría encontrarse con alguna no dirigida a usted.

Ella no acertó a responder, y Paul saludó graciosamente para alejarse después con sus peones.

Poco después, aquella parte de los pastos quedaba en un absoluto silencio. Sólo se captaba el rastrear de los gusanos por la reseca tierra y el graznido de algún ave nocturna oculta entre las hojas de los árboles.

 

* * *

 

Paul, desentendiéndose de Margaret a la que en aquel momento no daba más importancia que daría a un huésped de su rancho, se preocupó solamente de apostar a sus hombres en los mejores lugares para ponerles a cubierto del peligro. Conocía a los abigeos cuando se decidían a dar un golpe serio y presumía que esta vez el ataque sería duro, pues no obstante estar seguro de su firmeza y valentía, se habían decidido a hacerle objeto de sus expolios por primera vez desde hacía mucho tiempo.

Paul estaba pensando en la clase de intervención que Jimmy podía tener en aquel presunto golpe. El ladrón de ganado debía odiarle ahora más que nunca, y acaso aquello sólo fuese un pretexto para obligarle a dar la cara buscando la manera de eliminarle.

Pero fuese lo que fuera, podía estar seguro que le encontrarían y tendrían que ser muchos y muy duros para ganarle la partida.

Los lugares de emboscamiento para los peones estaban muy bien escogidos. Paul pasó la tarde buscándolos y hasta los que consideró menos seguros, ordenó reforzarlos para mejor proteger a sus bravos peones.

El buscó un lugar próximo adonde había sido cortado el espino, y con la paciencia de un indio, cubrió su puesto a la espera de que se produjese lo que los abigeos tuviesen dispuesto.

Y las horas fueron transcurriendo lentas y monótonas. Los pastos aquella noche parecían completamente desiertos. Nadie, desde el patrón al último vaquero, producían el más leve ruido y cualquier espía que lograse introducirse como un lagarto, sacaría la impresión de que nadie acechaba en aquellos lugares.

Serían casi las tres de la madrugada cuando se produjo algo indicador de que el momento culminante había llegado. El superpuesto espino, como arrancado por manos invisibles, desapareció de los soportes donde se mostraba débilmente sujeto y una ancha brecha quedó abierta en el seto de alambre espinoso.

Poco después se captaron unos leves roces que crecían en rumor lentamente. Eran los abigeos, que no muy confiados, avanzaban reptando por la tierra para introducirse clandestinamente en los pastos.

Se adelantaron un buen trecho.

Paul, situado en un lugar estratégico, alcanzaba a descubrir levemente algunos bultos y captaba la situación de otros a través de la ondulación delas altas hierbas que flotaban a la luz de la luna al ser apartadas. Pero firme de nervios, aguardaba la invasión sin dar señales de haberla descubierto.

Quería dejarles avanzar, que se mostrasen todos los que intentaban dar el golpe, para evitar la sorpresa de un inesperado refuerzo, y luego, cuando estuviesen todos metidos en los pastos, atacarlos de firme.

Les dejaría avanzar hasta donde la prudencia lo aconsejase, y después sería lo que Dios quisiera que fuese.

Sus hombres, cumpliendo la consigna recibida, no se habían movido para nada. Oteaban el peligro cercano, sabían que se iban acercando en la sombra, pero duros como su patrón, esperaban con los ojos fulgurantes con el deseo de dar comienzo a la lucha cuanto antes.

Paul hacía un recuento mental de los que creía metidos en su terreno y los calculaba en dos docenas, asombrándole tal recuento, pues no creía que hubiese en Bombay tal número de indeseables dispuestos a darle cara, y se preguntaba de dónde procederían para acometer semejante empresa.

Por un momento pensó que acaso fuesen las dispersas huestes del Bizco guiadas por Jimmy. Cabía en lo posible y no ignoraba que eran hombres temibles.

Por fin se decidió, los salteadores estaban avanzando y había sonado la hora de proceder.

Levantó el revólver que brilló levemente al pálido resplandor de la luna y buscó entre la hierba un blanco que no se le pudiese escapar. La sorpresa valdría una vida.

Bruscamente, el silencio de la noche fue quebrado por el ronco ladrido de un «Colt», y unido a él, vibró un alarido de muerte.

El asaltante saltó en la hierba como si la pequeña pieza de plomo hubiese sido un muelle en sus carnes. Se elevó un momento por la fuerza del dolor y cayó pesadamente para quedar aplastado en tierra.

De modo inmediato, un tableteo de detonaciones casi simultáneas vibró en un radio de acción de muchas yardas en derredor. Los que habían conseguido captar el avance reptante de algún intruso, disparaban casi sobre seguro, buscándoles en la hierba, y los demás cubrían el frente con la esperanza de eliminar a algún otro.

Dos docenas de roncos gritos de rabia e impotencia se alzaron entre el estruendo de los disparos, y éstos crecieron en intensidad, cuando los abigeos contestaron al estruendoso recibimiento.

Un extraño y curioso duelo se entabló en aquella parte de los pastos. Los asaltantes, sin decidirse a dar la cara, disparaban tumbados entre la hierba, buscando a ciegas a sus enemigos y éstos replicaban en igual forma protegidos por sus defensas.

Las llamas rojizas, azules y amarillas de los disparos brotaban como extrañas luciérnagas de la ondulante hierba, nubes insignificantes de humo blanco flotaban por un instante señalando la presencia de un luchador, y de modo inmediato la hierba caía segada por el plomo al servir de blanco de los disparos.

De vez en cuando, un rugido o un clamor de angustia y agonía se mezclaban con el ronco crepitar delas armas. El alarido sobrecogía de momento a los luchadores, preguntándose íntimamente quién sería el caído, pero seguidamente el ansia de vengar al compañero ponía más ira en sus disparos y más arrojo en su acción.

Ninguno de los peones de Paul se movía de sus posiciones; antes de exponerse, tendrían que recibir la orden de su patrón, y éste, frío y sereno, cargaba el arma con rapidez, pero sin nerviosismo y disparaba cuando creía vislumbrar un blanco seguro.

Durante más de un cuarto de hora, el duelo se limitó a buscarse a ras de tierra sin ninguna garantía de éxito, pero nadie se decidía a iniciar el avance, que resultaría muy peligroso al tener que abandonar sus problemáticos refugios y mostrarse al descubierto.

De todos modos, el intento estaba fracasado. A los abigeos sólo les cabía la leve esperanza de un brioso ataque, desalojar a los peones de sus escondites y hacerles retroceder para despejar a su espalda el camino de la huida, ya que no ignoraban que el equipo de Paul no sólo era nutrido, sino muy bravo.

Quien dirigía el ataque se daba cuenta del peligro mortal de dar el pecho a las balas y prolongaba aquella situación.

Pero Paul no era hombre que hacía las cosas a medias, y cuando estimó que los nervios de los asaltantes debían estar más que desquiciados, emitió un agudísimo silbido que vibró de un modo penetrante, proyectándose a lo lejos, y dos minutos más tarde, el fragor de los cascos de una docena de caballos avanzando de terreno adentro hacia el lugar de la lucha, anunció a ambos bandos que llegaban refuerzos, y refuerzos muy peligrosos por su ímpetu y movilidad, así como por el dominio del terreno desde lo alto de sus monturas.

Alguien entre los abigeos ponderó la catástrofe que iba a significar para ellos aquel aluvión de jinetes irrumpiendo en el lugar de la lucha, y lanzó la orden desesperada de retroceder.

Varios hombres, presos del más terrible pánico, se irguieron confusamente en las azuladas sombras, tratando de huir amparados en la velocidad de sus piernas y corrieron hacia la brecha seguidos de los que aún estaban en condiciones de escapar.

Fue una caza brutal y sangrienta la que se produjo al iniciarse la desbandada. Los disparos de los peones se conectaban con la masa de fugitivos y era un espectáculo impresionante ver cómo de vez en cuando, algunos de los bultos que corrían inclinados saltaban grotescamente en la fuga, se inclinaban a un lado o a otro y terminaban por caer como podía hacerlo un conejo alcanzado en su alocada carrera.

Los jinetes llegaban rebasando los lugares donde sus compañeros se hallaban emboscados y éstos cesaban en sus disparos para no herirles.

Poco después, el rumor de cascos de caballo batiendo sobre el reseco y áspero terreno, se alejó seguido de disparos que se iban apagando en la distancia, y por el momento, un silencio que parecía ensordecer después del fragor de la batalla reinó en los pastos.

Pero aquel paréntesis de respiro fue breve. Paul, con el revólver empuñado, abandonó su refugio para efectuar una requisa por el terreno. Sufría la angustiosa duda de las bajas que podía haber sufrido su equipo y anhelaba comprobarlas.

Sus hombres le imitaron surgiendo como fantasmas para unirse a él. Ben, el capataz, fue el primero en correr a su encuentro.

Paul, tenso, pensando en sus hombres, preguntó:

—¿Cuántos han caído?

—No sé, pero sospecho que bastantes.

—Me refiero a nuestros hombres.

—No lo sé aún, patrón, aunque algunos han mascado plomo. Charles, al menos, que estaba a mi derecha, dejó de disparar en plena fiesta.

—Bien, requisa a nuestros hombres. Cuidado no ande oculto algún chacal de esos y os dispare a traición.

Ben empezó a dar gritos llamando a sus peones, y éstos se adelantaron agrupándose en torno a él.

—¿Quién falta? —preguntó el capataz.

Empezó a repasar sus rostros ávidamente. De repente, exclamó:

—Buscad a Charles, a Thimoty, a Jesse y a Briand. Creo que los demás estamos todos aquí.

Empezó la búsqueda, y poco a poco fueron apareciendo los ausentes.

Charles tenía una pierna atravesada y mordía el pañuelo con rabia, para aguantar el dolor. Thimoty tenía una bala alojada en un hombro. Jesse había recibido una profunda raspadura en la cabeza, cosa que le hizo perder el sentido, y Briand presentaba un tiro en el costado.

Por fortuna, hasta los dos heridos más graves podían sanar de sus lesiones. El porcentaje de bajas había sido mínimo ante la envergadura del asalto.

Mientras los heridos eran recogidos, los que habían resultado indemnes se dedicaron a buscar a los caídos del bando contrario. Tenían que localizarlos a la luz de la luna, en un radio de acción de doscientas yardas.

Paul, indicando con la mano, exclamó:

—Recoged a los nuestros y llevadlos a la cabaña más próxima. Allí está la señorita Astor que se ha brindado generosamente a prestar auxilio a los heridos. No sé cómo resistirá el espectáculo, pero confío en que sea más fuerte que lo que ella misma se juzga.

Los peones, con toda la delicadeza posible, cargaron con los sangrantes cuerpos de sus compañeros, dirigiéndose hacia la cabaña. Era una dolorosa procesión que debía impresionar a la joven más que por la dolorosa realidad del resultado, por el aparato que la rodeaba.

Paul, mordiéndose los labios, sumido en hondos pensamientos, seguían al grupo. En aquellos momentos se estaba haciendo consideraciones extrañas que nada tenían que ver con la pelea tan favorablemente resuelta, pues iban proyectados hacia la joven Margaret, en un sentido personal que hasta entonces no se había manifestado en él.

 

* * *

 

Las sombras azuladas de la noche invadían la cabaña donde Margaret se había refugiado, y la joven, como sumida en un sopor, permanecía sentada en el tosco banco con las manos cruzadas descansando en su falda.

 ¿Cuánto tiempo llevaba en aquella rígida postura? No podía calcularlo, le parecía que semanas o meses, tal era la lentitud con que corría el tiempo; pero ella se alegraba de aquella calma y aquel silencio aplastante, que le advertía que el peligro no había estallado aún.

Hasta que la seca y sorda detonación de un arma llevó hasta ella el eco de muerte, eco que de modo inmediato se multiplicó con nuevos disparos.

La muchacha, pálida como una muerta, se irguió y olvidando la recomendación de Paul, se atrevió a asomar la cabeza fuera de la cabaña.

Ahora sentía las detonaciones más secas, más lúgubres y más esparcidas por el terreno. Sus ojos dilatados buscaban en las sombras plateadas y sólo alcanzaban a ver lejos los fugaces resplandores de los disparos al encenderse a flor de tierra, como veloces fuegos fatuos para morir con la misma rapidez que habían nacido.

Llena de angustia, pareciéndole que aquello duraba una eternidad, asistió al terrible duelo de revólveres entablado entre ambos bandos. Adivinaba que nadie se atrevía a exponerse a un avance mortal y se preguntaba hasta cuándo duraría aquella zozobra.

Fueron minutos de agonía que vivió de un modo mecánico aferrada con ambas manos a la jamba de la puerta de la cabaña y sintiendo a veces como un aviso siniestro el silbido de un proyectil escapado al azar hacia aquella parte. Pero ella no se daba cuenta del peligro. Sólo tenía ojos para seguir las llamitas fugaces de los disparos y el ronco tableteo de las detonaciones.

Luego, los caballos avanzaron como sombras espesas entre la penumbra de la noche; gritos, órdenes, nuevos disparos, gemidos de dolor, juramentos, imprecaciones y el galope de los jinetes que se alejaban hasta desvanecerse como un trueno lejano.

Después, un silencio de vacío que parecía atenazarla. Era ese silencio angustioso que produce la muerte cuando ha consumado su obra.

Por fin, confusamente, escuchó voces y llamadas y empezaron a surgir sombras en los pastos. Adivinó que se trataba de los peones del rancho y suspiró con alivio.

Pero súbitamente, quedó tensa llevándose las manos al pecho para contener los atormentantes latidos de su azorado corazón. No sabía nada de Paul y temía que hubiese sido uno de los caídos en la feroz pelea.

Tras un momento de vacilación, echó a correr hacia el lugar de la contienda. Quería saber, necesitaba saber qué le había sucedido a aquel hombre bravo y excepcional, que era el único hilo que la retenía en aquellos lugares, y en su alocada carrera se enfrentó con el grupo de vaqueros que transportaba a sus compañeros heridos.

Al ver los cuerpos flotando en el vacío aferrados por las callosas manos de los peones, adivinó que aquello era la contribución pagada a la muerte, y en un arranque de angustia, se acercó a ellos trémula de miedo.