CAPÍTULO IX
DUELO A MUERTE
Pasar Paul por delante del hotel Montana en compañía de Margaret fue una imprudencia que más tarde debía lamentar dolorosamente. Había afirmado a la joven que aquel reto era una necesidad y no se había equivocado, pero también era una provocación cuando los ánimos se hallaban más exaltados. Así, cuando el grupo le vio desaparecer, uno de ellos se introdujo violentamente en el interior, y subiendo al primer piso, empujó una puerta, penetrando en la estancia.
En ella, tumbado sobre el lecho, se encontraba Jimmy. No se había atrevido a salir a la calle porque hubiese denunciado su actuación en el asalto. Tenía una rozadura de bala en la frente y otra en un costado. La primera no podría disimularla, y en cuanto a la segunda, después de curado se la vendaron reciamente.
Por esta causa no salía a la calle. Suponía que el sheriff estaría realizando gestiones cerca de los más sospechosos y todos debían negar su presencia allí.
Pero esta inmovilidad, el fracaso y los peligros corridos la noche anterior y la rabia de saber que su enemigo había salido indemne de la refriega, habían acreditado su odio hacia el ranchero.
Ahora se sabía en muy difícil situación en el poblado. El más leve movimiento mal hecho podría dar con sus huesos en las jaulas del sheriff y de allí a una celda de la cárcel de la demarcación, y estaba decidido a aprovechar la ocasión para salir de Bombay y no volver.
Pero se había jurado no hacerlo sin antes buscar a su enemigo y dejarle tumbado de un tiro.
Cuando el feroz abigeo vio entrar a su compañero, se irguió llevando la mano al revólver y preguntando:
—¿Qué sucede?¿Acaso el sheriff...?
—No, lo que pasa es que Paul acaba de cruzar insolente por delante del hotel acompañando a la moza.
Jimmy rechinó los dientes, bramando:
—¿Y no le habéis tumbado a tiros?
—Eres muy impetuoso, Jimmy; no podíamos hacerlo tan descaradamente. Había testigos que nos hubiesen acusado de asesinato a traición. Por ganas no lo dejamos.
—Sois unos cobardes —rugió Jimmy.
—Pues demuestra tú que eres más valiente que nosotros.
—¿Creéis que eso me asusta? Me he jugado la vida muchas veces, y una más...
—Bueno, allá tú con tu cuello. Es tuyo.
Jimmy quedó un momento callado, y luego preguntó:
—¿Dices que iba con esa estúpida forastera?
—Sí, han pasado a caballo. Ella montaba una bonita jaca que ha debido regalársela él.
—Quién sabe cómo se la habrá pagado ella.¿Dónde iban?
—Por la dirección, al hotel donde ella se hospeda.
Jimmy volvió a enmudecer, pero súbitamente se dejó deslizar del lecho, y resueltamente se dirigió a la puerta.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó su compañero.
—No lo sé, pero si la suerte me ayuda, acabar con Paul. Luego, si es posible, haré que esa hija de loba me pague la humillación que sufrí delante de ella. Es algo que no perdonaré nunca, aunque me juegue la vida en ello.
—Escucha, Jimmy, creo que las heridas te han desquiciado. Debes reposar hasta tranquilizarte, y entonces...
—Es inútil. De cualquier forma sospecharán de mí, así es que si le sorprendo ahora, llevaré ventaja.
Y sin hacer caso de las prudentes advertencias de su compañero, descendió al vestíbulo y salió a la calzada.
Uno de sus secuaces preguntó, extrañado:
—¿Dónde vas, Jimmy?
—Al maldito infierno —rugió el abigeo.
Y pegándose a las fachadas, se dirigió al hotel donde se hospedaba Margaret, con la esperanza de encontrar en él a Paul.
Al llegar a él, descubrió a Margaret acariciando la jaca y al verla sola, una salvaje sonrisa floreció en sus labios. La ocasión era propicia para vengarse de ella y lo haría sin medir las posibles consecuencias.
Avanzó cautamente sin denunciarse y parecía un lobo en acecho para saltar sobre su víctima.
Esto, ayudado por la abstracción de la joven, le permitió situarse a su espalda, y solamente cuando estiró el brazo y aferró a la joven, ella se dio cuenta de la presencia del odioso indeseable.
Sobresaltada, emitió un grito de espanto y trató de librar su brazo de la dura presión, intentando la huida. Había leído en los turbios ojos del abigeo las malas intenciones que le guiaban.
Fue un tirón por sorpresa que tomó desprevenido a Jimmy. Margaret consiguió librarse de la presión y como loca subió las escaleras, ganando el vestíbulo del hotel, Jimmy, al verse burlado, reaccionó con rabia y en dos saltos alcanzó la puerta, consiguiendo aferrar de nuevo a la asustada muchacha, cuando ésta trataba de ascender al piso para ganar su habitación.
El encargado del hotel, al observar la brutalidad de Jimmy, abandonó el mostrador tratando de auxiliar a la joven. La recomendación que Paul le había hecho parecía obligarle a intervenir contra viento y marea.
Se lanzó sobre Jimmy tratando de obligarle a soltar su presa, pero el rufián, que se hallaba poseído del más exaltado furor, se revolvió como un reptil y de un feroz puntapié, mandó al encargado contra el mostrador. Luego, arrastrando a Margaret, que a causa de la impresión había perdido todo su ánimo, pretendió sacarla del hotel, rugiendo:
—¡Me las pagarás, mosquita muerta! El puñetazo que ese cobarde me dio delante de ti para que te sirviese de distracción, lo vais a pagar caro los dos.
La arrastró hacia la puerta brutalmente, dispuesto a llevársela a su hotel, y así, en una pugna violenta, llegaron a la puerta, ante la cual Jimmy, perdido el control de sus nervios, empujó a la muchacha con fiereza haciéndola caer ante los escalones de entrada.
Fue en aquel momento preciso cuando el caballo de Paul entraba de nuevo en la calle de regreso de las oficinas del sheriff. Este no se encontraba en ellas, por lo que su visita fue muy breve. Y llegó cuando Jimmy arrojaba al suelo a Margaret y, rabioso, mientras el caballo se lanzaba hacia delante, sacó el revólver y disparó.
La precipitación y la sorpresa le hicieron errar el disparo y la bala pasó rozando al indeseable sin alcanzar a herirle.
Jimmy, reaccionando brutalmente al reconocer a su enemigo, tiró veloz de su «Colt», disparando rabiosamente.
La bala se clavó en el pecho del caballo. Paul, comprendiendo que le arrojaría de modo desesperante, saltó a tierra desde donde disparó de nuevo.
Jimmy sintió como si unas terribles tenazas enrojecidas e hubiesen clavado en su pierna derecha y flaqueó hundiendo la rodilla en el polvo, desde donde disparó contra su contrario buscándole ansiosamente. Buen tirador como Paul no perdió la bala, y el ranchero se estremeció al recibir en el pecho la caricia de la bala.
Pero despreciando el peligro, buscó a su enemigo, alcanzándole de nuevo. Jimmy esta vez se inclinó hacia adelante y se volcó sobre la tierra, desde la que siguió disparando furiosamente.
Margaret, pasado el primer momento de sorpresa y pánico, se incorporó al descubrir a Paul, acudiendo en su auxilio, pero al verle caer del caballo y rodar por el polvo de la calzada, sintió una honda punzada en el corazón, estando a punto de desmayarse.
El vibrar del revólver del ranchero la obligó a reaccionar. Paul no había muerto, puesto que disparaba sobre su enemigo, y una alegría salvaje sustituyó al momentáneo dolor que le produjo su caída.
Las balas silbaban junto a ella y el instinto la obligó a pegarse a la polvorienta tierra, para evitar ser alcanzada, pero reptando por ella, trató de avanzar hacia el lugar donde había caído el ranchero.
Este, embargado por la rabia de acabar con su enemigo, apenas si hacia aprecio de ella. Lo primero era eliminar a aquel sapo venenoso y después...
Por dos veces había sentido en sus carnes el dolor del plomo fundido, pero una energía inusitada le mantenía firme y entero despreciando el dolor. Sabía que la suerte de la muchacha dependía de su vitalidad y no quería rendirse mientras ella estuviese en peligro. El último proyectil del tambor salió por el cañón buscando a Jimmy. Este, que había realizado un esfuerzo para levantarse y asegurar el disparo, recibió la bala en pleno pecho, se dobló de bruces clavando el contraído rostro en el polvo. Adquirió una postura grotesca hasta que, perdido el último aliento, quedo rígido.
Margaret se dio cuenta de la definitiva caída del rufián, e incorporándose con ansia, corrió alocada hacia el lugar donde el ranchero permanecía tirado con el humeante revólver en la mano y el pecho sangrando.
Margaret emitió un aullido, y clamó:
—¡Paul!¡Paul!¡Por todos los santos!¡Dios, todo por mí!
Él sonrió forzadamente, murmurando:
—No diga tonterías. Fue por él. Estaba escrito que...
En aquel momento, gritos roncos y rabiosos brotaron del otro lado de la calle y el grupo de indeseables, comprendiendo que los dos rivales se habían enfrentado, corrían al lugar de la lucha dispuestos a intervenir en favor de Jimmy.
Paul, al darse cuenta, murmuró:
—El revólver... Margaret, el revólver. Me buscan.
La joven, al darse cuenta del peligro, aferró el arma y apuntando al grupo, bramó:
—¡Atrás! Al primero que haga un movimiento mal hecho le acribillo a tiros.
Por un momento, los amigos del muerto se detuvieron indecisos. Aunque no eran precisamente unos ángeles, el verse enfrentados con una mujer decidida era para ellos algo insólito que les cohibía.
Se detuvieron a unos pasos, y uno gritó:
—Señorita, haga el favor de apartarse de ahí. Estos son asuntos de hombres y está usted estorbando.
Margaret, con energía, replicó:
—¿De hombres?¿Y ustedes se consideran hombres cuando se disponen a acabar con uno que lo es de verdad, pero que está en inferioridad de condiciones? Ustedes no son hombres, sino unos coyotes.
Los rufianes se miraron indecisos, no sabían qué decisión tomar, aunque se sentían rabiosos al verse así insultados.
—Le repito que se retire de ahí —ordenó uno, furioso.
—Le repito que no se mueva o disparo —bramó ella. —Ustedes tendrán que matarme antes de acercarse a él.
Pero el más decidido se dispuso a saltar sobre ella para arrebatarle el revólver, despreciando el peligro, cuando alguien gritó:
—¡Cuidado, viene el sheriff!
Todos se apresuraron a apartar las manos de sus revólveres retirándose lentamente con intención de desaparecer, pero la montura del sheriff les alcanzó y al abarcar el dramático cuadro, desenfundó gritando:
—¿Qué diablos sucede aquí?
Margaret, al descubrir la identidad del sheriff, vio el cielo abierto ante sus ojos, pues ello significaba la salvación del ranchero, y encarándose con el hombre de la estrella, rugió:
—Detenga a esos sapos sarnosos, querían rematar al señor Oakie.
El grupo se apresuró a denegar, gritando:
—No le haga caso, sheriff. Escuchamos disparos y acudimos al estruendo. Al comprobar que Jimmy y Oakie se habían peleado cayendo los dos a tierra, nos apresuramos a ayudar al herido y esta damisela creyó que...
—¡Embustero!¡Cobarde!¡Asesino! Venían a matarle, y si no está muerto aún, es porque yo me opuse a ello.
La primera autoridad, adivinando lo sucedido, señaló a los cinco con su revólver y ordenó:
—Parker y tú, Sam, y los demás también... Tenéis ocho horas para salir del poblado. Si vuelvo a encontraros aquí, quizá lo más suntuoso para vosotros será aparecer como la figura más atractiva de un entierro.
Los cinco quedaron tensos. No sabían si obedecer o sacar el revólver y emprenderla a tiros con el sheriff, pero al observar que ya se había congregado mucha gente en torno, optaron por dar media vuelta.
Margaret, al darse cuenta del triunfo del sheriff, dejó caer el revólver y se arrojó sobre el ensangrentado cuerpo del ranchero, quien se agitaba entre el polvo tratando de contener la sangre de sus heridas.
Y realizando un supremo esfuerzo, comentó:
—Gracias, Margaret. Le debo la vida. Es usted una muchacha que...
No nudo decir más. Perdió el conocimiento, y ella, creyendo que había muerto, emitió un gemido desgarrador y se abrazó a él llorando intensamente.
Pero el sheriff, que había saltado del caballo, se acercó, y apartándola con esfuerzo, dijo:
—Déjeme que le examine, puede ser un desmayo.
Rasgó la ensangrentada camisa y aplicó el oído al pecho del ranchero. Una sonrisa iluminó su semblante.
—No se preocupe, señorita, vive aún.¡A ver, muchachos, ayudadme! Cogedle con cuidado y llevadle a casa del doctor Jordy; él dirá lo que puede hacer.
Entre media docena de curiosos tomaron el inanimado cuerpo de Paul y lo trasladaron a una casa cercana.
El doctor Jordy, un anciano menudo y barbudo, se hizo cargo del herido y ordenando que desalojasen la casa, se encerró con Paul en la sala de visitas.
Margaret se resistía a separarse del ranchero. Temía por su vida y quería estar a su lado hasta el último instante, pero el sheriff sacándola a la fuerza dijo:
—Señorita, no sea absurda.¿No comprende que el doctor no trabajaría eficazmente con su presencia? Necesita libertad de movimientos. Jordy es un buen carnicero con el bisturí en la mano y lo que él no pueda hacer no lo podría hacer nadie.
—pero puede morirse.
—Todos podemos morir. Tenga confianza y espere, porque cuando Jordy termine me enviará aviso Entonces sabremos si ha de quedar en la tierra o andan los diablos rondando su alma. Ahora cuénteme todo lo ocurrido.
Ella, llena de angustia y con el pensamiento puesto en el hombre que se había jugado la vida por salvarla, relató el trágico incidente. El sheriff la escuchó con atención y cuando terminó de escuchar, dijo:
—Bien, este asunto está liquidado, Jimmy puede viajar tranquilamente a los infiernos que nadie se molestará en llorarle. Fue un caso de legítima defensa, por lo que no hay que preocuparse del muerto. Espero que Paul cure, pues es joven y fuerte. A fin de cuentas, esto estaba previsto y no pudo solucionarse mejor.
—¿Y si muere el señor Oakie?
—Mala suerte entonces, señorita, pero sepa que de no haber mediado este incidente, ese sapo le hubiese buscado las vueltas para eliminarle a traición.
—Pero todo ha sido por mi culpa. Yo soy responsable.
—De nada. Paul y Jimmy no se tragaban hacía tiempo. Paul conocía bien las actividades de su enemigo y los varios intentos realizados para robarle sus reses. Con usted o sin usted, se habrían enfrentado un día. De no ocurrir algo imprevisto que me hubiese permitido detener a Jimmy, nada hubiera podido hacer contra él fundadamente.
El sheriff estuvo entreteniendo a Margaret durante casi dos horas, contándole hechos y anécdotas de la vida del ranchero y ella le escuchaba con avidez. A través de aquel relato, estaba robusteciendo su impresión personal sobre la clase de hombre que era y con ello su valor se elevaba en un ciento por ciento.
Por fin, una vieja sirvienta acudió a las oficinas del sheriff con una nota del médico. El sheriff se la ofreció a Margaret diciendo:
—Aquí tiene el diagnóstico de ese viejo buharro. No es un modelo de diagnóstico profesional, pero sí expresivo.
Margaret tomó ávidamente el papel y leyó:
«Querido sheriff:
»Me temo que la cura del amigo Oakie me cueste tener que dormir la borrachera dos días seguidos, pues he necesitado tres botellas de whisky para terminar de remendarle dignamente. Tiene la carne de jabalí y el alma más pegada al cuerpo que un cangrejo a las peñas. Ha encajado dos bonitas onzas de plomo en el pecho, que le han abierto dos agujeros por los que se podría ver el nacimiento del Milk, aunque está a muchas millas de aquí. Por fortuna, los destrozos no han sido mortales y he podido aplicarles unas lañas efectivas.
»Lo peor es la sangre perdida y algo de infección en las heridas que he tratado de eliminar, pero tenía un emplasto de polvo que tuve que arrancar con espátula. Usted dispondrá lo que se ha de hacer con él, pues mi misión ha terminado por hoy. Pasado mañana levantaré el vendaje y examinaré las heridas.
»No me envíe más coladores en estas cuarenta y ocho horas, pues creo que no podrán despertarme ni a tiros. Un abrazo de su viejo amigo,
Jordy»
Margaret leyó entre lágrimas contenidas el pintoresco parte y poniéndose en pie, afirmó:
—Sheriff, yo me encargo de su cuidado. Le juro que no habrá persona capaz de hacer por él lo que yo haga, siquiera sea para pagar la deuda de gratitud que tengo contraída con él.¡Por favor, ocúpese de su traslado al rancho y yo me ocuparé de lo demás!
—Bien, jovencita, creo en usted para cuidarle y sacarle adelante. Usted le salvó la vida oponiéndose a esos rufianes hasta mi llegada y ahora completará la obra.
—¡Oh, así es! Estaba dispuesta a disparar sobre ellos aunque me hubiesen acribillado a balazos.
—Lo creo, pero lo malo para usted habría sido que su sacrificio no hubiese valido para nada. El revólver de Paul estaba ya completamente descargado.
Ella le miró con asombro y balbució:
—¿Qué... dice usted?
—Que estaba descargado, pero por fortuna, usted no lo sabía; de haberlo sabido, su amenaza hubiese carecido de valor, pues ellos lo habrían adivinado.
»Les amenazó con un pedazo de hierro, pero para el caso, como si hubiese sido un cañón de grueso calibre. Su decidida actitud les contuvo el tiempo suficiente para que yo hiciese acto de presencia. A veces, la providencia también toma parte en estos avatares.
Ella quedó anonadada al conocer la trágica verdad, pero todo ya estaba pasado. Descargado o no, aquel revólver en sus fieras manos había sido la salvaguardia de la vida de Paul durante unos angustiosos y decisivos minutos y daba gracias a Dios por haberla inspirado a tomarlo para amenazar a aquella horda de rufianes.
Y se dispuso para prepararse a acompañar el cuerpo del herido hasta el rancho y hacerse cargo de su cuidado, aunque tuviese que pasarse los días en vela pendiente de las reacciones del herido.
Nada mejor podía hacer para pagarle todo lo que él había hecho por ella.