Capítulo III
LOU CUMPLE UNA AMENAZA
OY quedó muy preocupado
con la entrevista sostenida con el áspero bandido. Sabía algo de él
a través de pasquines y hechos que se le atribuían y le juzgaba
demasiado peligroso para no tomarle en consideración. Pero él tenía
un concepto muy rígido de la moral y de su prestigio. Le había
costado muchas fatigas llegar donde había llegado y ni por una
ganancia de mil dólares ni por mucho más, se apartaría del camino
rígido que llevaba.
Esto iba a constituir para él un serio peligro. Lou no le perdonaría haberle dejado en la estacada con aquel alijo que no sólo le iba a suponer muchos dólares, sino que mientras no pasase la frontera, estaría expuesto a ser descubierto y su venganza por la negativa podía ser dura.
Le cabía la solución de variar las rutas de su negocio, olvidándose de El Paso y de la divisoria, pero su amor propio le impedía tal prudencia. Con peligro o sin él, continuaría su negocio como hasta la fecha y si un día tenía que vérselas con Lou, no rehuiría el cuerpo y ya se vería quién se llevaba el gato al agua. Si Lou contaba con una cuadrilla temeraria, él tenía a sus órdenes hombres en los que confiaba ciegamente. Todo lo que podía suceder era que en los próximos viajes aumentase aún más la dotación de servidores para en caso de peligro contar con más defensores en la caravana.
La cena estaba lista y Roy se sentó preocupado en una piedra y mientras cenaba parecía alejado de allí en el pensamiento.
Terminada la colación, Eddy Ogg, el hombre de confianza que cuidaba de todos los detalles de la organización, se acercó a Roy, preguntando:
—¿Alguna orden especial, patrón?
Roy, tras un momento de duda, contestó:
—Sí, acaso… que aumentes la guardia esta noche. Destaca a algún hombre por la llanura por si descubre algo anormal.
—¿Hay algún peligro a la vista?
—Pues no creo, pero nunca están de más las precauciones.
—De acuerdo. No me gustaron esos tipos que han venido, patrón. Tienen aspecto de bandidos.
—Los elogias con la comparación, Ogg. Pertenecen a la cuadrilla de Lou Stugard y el que habló conmigo es el propio Lou.
—¡Diablo, eso es grave! ¿Tienen algo contra nosotros?
—No. Sólo pretendía darnos trabajo. Quiere que nos hagamos cargo de unos bultos que tienen que trasladar a El Paso.
—¡Malo! ¿Lou traficante? Si no son armas, será algo parecido. De un tipo así no se puede esperar nada legal.
—En efecto, son armas. Me he negado y ha lanzado ciertas amenazas. Dice que si no le servimos nos cortará el paso por las montañas la próxima vez.
—¿Ha contado con nosotros?
—Ya se lo he advertido, pero al parecer no nos ha dado mucha importancia.
—Pues que lo ponga a prueba y verá.
—Déjalo, de momento no me preocupa. Refuerza la guardia y que la gente se acueste. Cuando llegue el momento de preocuparse de ello, lo haremos.
La noche transcurrió sin novedad y al rayar el sol, la reata se puso en camino abandonando las estribaciones del monte.
Durante varios días rodaron en línea recta camino de la ciudad fronteriza, sin que sucediese nada. Roy no temía de momento ningún ataque, porque Lou aun debía abrigar la esperanza de que cambiase de parecer y aceptase transportar el alijo.
Cuando entró en El Paso, se apresuró a hacer entrega de cuanto portaba y una vez libres las carretas, decidió demorar para otro viaje la recogida de bultos con destino al interior. Temía que Lou, que no le perdería de vista, le saliese al encuentro y como esta vez no llevaba gente en abundancia para decidir un encuentro con el bandido, no quería exponerse a perder las mercancías.
Si se veía obligado a pelear con él, lo haría, pero si ganaba, podía retroceder en busca de los bultos sin riesgo alguno y si perdía, no se quedaría con ellos aparte de que con los vehículos libres podría moverse con más libertad y defenderse mejor.
Como de costumbre, dio libertad a sus hombres para que durante un día completo gozasen de asueto para divertirse.
Por su parte decidió aprovechar el día para hacer algunas compras de carácter personal. También tenía varios encargos menudos para algunos vecinos del poblado. Consultó la lista de compras y empleó la mañana en liquidar aquel asunto. No era mucho y los bultos apenas si ocuparían espacio dentro de su propia carreta. Al pasar por uno de los mejores establecimientos de la calle Principal, se detuvo ante el escaparate contemplando una bonita cadena de oro con la imagen de la Virgen de Guadalupe grabada en el medallón y, tras dudar un momento, entró en el establecimiento y preguntó el precio.
Sesenta dólares valía y sin vacilar la adquirió.
Aquel era un delicado obsequio que pensaba hacer a Rosalind Driscoll, la hija del notario de Lamesa, donde estaba establecido.
El padre de Rosalind no sólo le había resuelto algunos asuntos de carácter legal, sino que en cierta ocasión, cuando peleaba por aumentar su flota de carretas sin conseguir reunir lo necesario, le brindó sin interés alguno unos cientos de dólares para que la completase. El notario, que había tomado mucho afecto a Roy, se los ofreció diciendo:
—Tome, Wilson, yo no soy usurero y, por lo tanto, no le voy a cobrar réditos ni a atosigarle para que me lo devuelva. Usted es un muchacho obstinado y trabajador digno de toda ayuda y como su proyecto es además beneficioso para la gente de aquí, tengo mucho gusto en contribuir a que expansione usted su negocio.
»A mí no me hace falta por ahora ese dinero y por ello no me causa perjuicio prestárselo. Cuando las cosas prosperen, me lo devuelve y en paz.
Roy lo aceptó agradecido, amplió el número de carretas y con ellos el tráfico de mercancías y al cabo de seis meses había devuelto el préstamo con mayores ganancias para él.
Roy no sabía cómo corresponder a tal gentileza. Driscoll no quiso admitir réditos y él se creía en deuda espiritual con el notario que debía saldar.
Y ahora, al descubrir la cadena con la medalla en el escaparate, encontró un modo delicado de devolver la fineza. Rosalind, además de ser una muchacha muy linda y atractiva, era muy cristiana y el regalo sería para ella más agradable que un corte de vestido, un bolso u otro objeto de adorno personal, aparte de que éste no resultaba tan mundano y llamativo.
Aún se hallaba la cadena sobre el mostrador, cuando alguien entró en la tienda y una mano ruda se apoyó en el hombro de Roy, al tiempo que una voz que él no podía olvidar ya nunca, comentaba:
—Hola, Wilson, ¿adquiriendo regalitos para la novia? Vaya, veo que tiene usted buen gusto.
Roy se volvió tenso, el que estaba a su lado era Lou.
—No es para novia alguna —comentó desabrido—, sino un encargo que me han hecho.
—Bien, pero la que sea, demuestra tener mucha confianza en usted cuando deja a su gusto la elección.
—Fué su padre y no ella, aunque creo que no estoy obligado a dar explicaciones.
—Desde luego que no. Pasaba por aquí y le vi contemplando algo en el escaparate. Ello picó mi curiosidad y entré, más que nada, porque tenía mucho interés en saludarle y despedirme de usted antes de que parta.
—Muy galante, Lou.
—Sí, pero termine, yo no tengo prisa.
Roy abonó el importe de la cadena, se la prepararon en un estuche muy bien envuelta y se la guardó en el bolsillo.
Lou, paciente, esperaba y cuando al fin salieron a la calle, el bandido, dijo:
—Como recordará, prometí verle aquí. Es algo que no debía hacer porque no estoy libre de que algún rural me eche la vista encima y tenga que provocar un incidente desagradable, pero necesitaba saber si había meditado bien en mi proposición y le andaba buscando.
—¿Para qué se ha molestado? Mi contestación se la di al pie del monte y no tengo otra.
—Es usted un poco testarudo, Wilson, y no medita en las consecuencias. ¿Por qué, si no evitará con eso que los bultos lleguen a su destino de una manera o de otra?
—Eso no me importa, no siendo yo quien los traslade.
—A mí sí me importa, porque usted es el único hombre de garantía para llevarlos al río. Piénselo, que aún es tiempo, pues de lo contrario, se expondrá a cosas que no le van a agradar.
—Ya lo sé, pero hice tantas cosas que no me agradaban en el mundo, que para una vez que puedo librarme de hacer una más no quiero privarme de ese gusto. No trasladaré sus bultos ni a tiros.
—Es usted muy soberbio, Wilson. La soberbia es un pecado que suele pagarse a buen precio.
—Hay muchas cosas que tienen precios elevados y… se pagan alguna vez.
—Le comprendo. Por ejemplo, el robar ganado, el hacer contrabando… eso lo tengo olvidado, pero hasta ahora no he recibido factura alguna.
—Ni yo.
—Alguno la recibiremos el primero.
—Es posible. Yo cuidaré de no serlo.
—Bien, pues no se hable más. He tratado por todos los medios de ser su amigo, pero usted no quiere.
—Mis amistades las escojo yo.
—A veces se equivoca uno; en fin, creo inútil seguir tratando el asunto con usted. Puede vanagloriarse de haber sido el único hombre a quien yo le he suplicado algo. Para una vez que lo intenté no he tenido mucho éxito y esto me convence que son mejores mis métodos personales.
—¿Cuáles?
—Ordenar y no suplicar. Es menos humillante y más seguro.
—No siempre, téngalo en cuenta.
—Bien, hasta que nos veamos, Wilson.
Tenía el caballo cerca y saltando a la silla picó espuelas y desapareció como un rayo entre nubes de polvo.
Roy no quedó muy satisfecho de aquella última conversación con el bandido. Sabía que le había herido en lo más vivo de su amor propio y que no se lo perdonaría.
Pero él no estaba dispuesto a ser juguete de nadie y menos a echar un borrón sobre su buena conducta. Una vez las circunstancias le habían movido a ensuciar su hoja de servicios, aunque sin culpa, y esto no se produciría más.
Después de cumplimentar los pequeños encargos que había recibido y trasladarlos a la fonda, hizo con ellos un paquete bastante regular, excluyendo de él la cadena y lo dejó en orden para trasladarlo a su carreta. Al amanecer emprenderían la marcha y quién sabía si en bastante tiempo se decidiría a volver a El Paso. Aunque esta claudicación le doliese sería preferible a sufrir un encuentro dramático con Lou. Después de todo, en el interior de la cuenca no le faltaban bultos que acarrear y aunque fuese un contratiempo renunciar a sus viajes a la ciudad fronteriza, podía defender bien su negocio y dejar pasar el tiempo.
Lou terminaría por resignarse y olvidarle, o también podía suceder que un día le descubriesen los rurales y acabasen con él y su cuadrilla.
Las carretas en lastre tomaron el camino del Este con dirección a Lamela, un viaje pesado de más de doscientas millas que le consumiría quince días aproximadamente.
El noveno día acamparon en un lugar hosco de las estribaciones de la montaña. Roy escogió un vano rodeado de altos pedregales para mejor camuflar sus carretas y aquella noche, tras montar la guardia como de costumbre, se acostaron.
Al amanecer se encendieron hogueras para preparar el café y emprender la marcha. El día amenazaba con ser caluroso y hasta la hora plena de sol rodarían para a las doce tomarse un descanso y dejar pasar las horas más duras de sol.
Roy y sus hombres se encontraban próximos a las hogueras en tanto hervía el agua en los potes, cuando desde la cima de un farallón una voz ordenó secamente:
—Todos con los brazos arriba o dispararemos sin compasión.
El movimiento defensivo de sus hombres quedó cortado al descubrir en torno al vano dos docenas de hombres armados de rifles que les apuntaban siniestramente. Intentar replicar hubiese sido suicida, porque los atacantes se encontraban a cubierto por los salientes rocosos, mientras ellos, al descubierto en el centro del vano y algunos sin el cinto con el revólver a las caderas, poco podían hacer sino dejarse matar.
Roy lo comprendió así, porque ordenó imperioso:
—Quietos todos. Nada se puede hacer, porque nos han sorprendido como a conejos en una ratonera.
Poco después, por una mella hacía su aparición Lou seguido de su lugarteniente, un tipo grande y siniestro, cuyas fuerzas debían de ser terribles.
Lou, sonriendo con humorismo, avanzó saludando:
—Hola, Wilson, buenos días. Siento haberles amargado aún más el café, pero las circunstancias mandan. Me desdeñó usted como enemigo y he querido demostrarle su equivocación.
—El equivocado es usted, Lou. Nunca le he desdeñado, pero sufrí un error que debo pagar. No creí que me esperase usted viajando en lastre al regreso y tan lejos de El Paso. Yo mismo he metido a mis hombres en esta trampa y no me lo perdonaré nunca.
—De hombres leales es reconocer sus errores. Nunca creí poder sorprenderle en tan excelentes condiciones, pero cuando usted me lo dio todo hecho, decidí no desaprovechar el momento. Le hemos seguido desde que salió usted de la ciudad, aunque no nos haya visto. En eso estamos muy prácticos.
—Bien, es usted el amo y puede hacer y deshacer a su antojo. ¿Qué va a pasar?
—Algo que usted no sospecha, pero que en medio de todo no será para usted todo lo desagradable que se merece, pero… permítame que antes que hablemos tome mis precauciones.
Se dirigió a su segundo, ordenando:
—Haz que se coloquen en fila y aléjate del grupo por si acaso. Que se adelanten de uno en uno y despojarles de las armas. Cuando no les quede ninguna, registra las carretas y apodérate de las que queden por allí. No deseo que se derrame sangre por esta vez si no es absolutamente necesario.
Y adelantándose a Roy, añadió:
—Perdone, pero como usted es el más peligroso, no puedo dejarle con el revólver al cinto.
Y sin vacilar, se apoderó del arma del caravanero.
—Se lo devolveré a su debido tiempo, Wilson.
—Ya será tarde para rectificar, Lou. Conservo quizá un poco tontamente el espíritu disciplinario de la academia allá cuando yo estudiaba para militar. La mayor deshonra según nuestro código era dejarse desarmar sin defenderse y ésta es la primera vez que me veo en ese trance. Será algo que añada a la factura si algún día me encuentro en condiciones de pasársela.
—No sea estúpido. Cuando las circunstancias mandan más que el poder y la voluntad de uno, no es humillación esto y mucho más. Yo he sido desarmado algunas veces y hasta tratado con fiereza y como la fuerza estaba en manos de mis enemigos, no sentí desdoro. Cuando he podido me lo he cobrado y en paz.
—Seguiré su consejo.
Cuando todos los hombres de Roy se vieron privados de las armas, a una orden del bandido sus secuaces desaparecieron de las cresterías y poco después irrumpían en el vano desparramándose por él. Lou les ordenó vigilar simplemente a los peones y luego, tomando uno de los potes de café que hervía a borbotones, dijo:
—Con su permiso. Tomaremos café juntos por si no se nos presenta la ocasión de alternar nuevamente.
Roy se encogió de hombros y flemáticamente se sentó en una piedra. Lou sirvió la infusión en los dos potes ya preparados y se sentó frente a él.
Ambos parecían enemigos dignos el uno del otro. Los dos eran valientes, flemáticos, dominadores de sus nervios y los dos parecían hechos para doblarse a las circunstancias.
Lou, tomando la palabra, dijo:
—Debería tomar serias represalias sobre usted por haberme despreciado tan tontamente, pero yo tengo buen ojo para calibrar a los hombres y a usted le he juzgado algo superior a muchos de los que he tratado. Es valiente, duro, sereno, tiene agallas y… hubiese sido usted un segundo en mi cuadrilla digno de mí.
—Demasiado honor para poder digerirlo.
—Ya lo sé. Cada uno estamos en un polo distinto y nunca nos aproximaríamos el uno al otro.
»Pero dejándonos de divagaciones, vamos al grano. He podido, como habrá apreciado, barrerles y no dejar ni uno vivo. Para mí eso carece de importancia, pero no lo hice porque no entra en mis proyectos, a menos que ustedes quieran que suceda así.
»Les voy a dejar con vida, les dejaré sus carretas y hasta les pagaré según ofrecimiento, pero a condición de que lo que no quiso hacer por propia voluntad lo haga forzado. Ustedes y sus carretas van a seguir la ruta que yo les indique, van a cargar los bultos de que le hablé y los van a trasladar a El Paso. Hasta que entremos en la ciudad, mejor dicho, hasta que nos aproximemos a ella, les daremos escolta cerca o a distancia según las necesidades y cuando nos aproximemos a El Paso usted se dirigirá al río por la ruta que yo le ordene y allí le recibirán para hacerse cargo de los bultos. Una vez entregados y desaparecidos, les devolveremos sus armas y le pagaré el porte. Después pueden irse por donde quieran y como quieran sin temor a ser molestados por mí.
»Creo que lo que exijo a cambio de lo que podía tomar es poco. ¿Tiene algo que oponer ahora?
—Nada en absoluto —repuso Roy—. Usted tiene la fuerza y yo ninguna.
—Me alegro que lo tome con esa calma porque evitará cosas muy desagradables. Y puesto que estamos de acuerdo, invite a sus hombres a que desayunen, porque en cuanto lo hagan vamos a emprender la marcha.
Se levantó dejando su pote vacío sobre la piedra. Roy, calmoso, llamó:
—Muchachos, a desayunar. En cuanto terminéis, a preparar las carretas, que empezamos a rodar.
Y encendiendo su pipa con flema, esperó a que sus hombres terminasen el desayuno.