Capítulo IX

CON CARNE ENTRE LAS UÑAS

ImagenOR el estrecho vano de una calleja lateral, surgió de repente una voz ronca, vibrante, alterada por la emoción:

—¡Atención! ¡Señor Wilson, muchachos, atención! La cuadrilla de Lou está en el pueblo. Vino a atacar los almacenes.

El aviso produjo la confusión más espantosa, las mujeres, aterradas, abandonaron a sus parejas para intentar la huida, mientras Roy y sus hombres, dominados por la más fiera sorpresa, tuvieron un momento de indecisión sin saber qué debían hacer en tan apurado trance.

Pero súbitamente, la oleada de mujeres y viejos que habían emprendido la huida, retrocedían aterrados al chocar con los caballos de los bandidos que avanzaban hacia la plaza. La confusión se hizo más dramática y varias mujeres, presas de agudos ataques de nervios, caían desmayadas, en tanto otras gritaban agudamente, contribuyendo con su pánico a hacer más dramática la situación.

Y, de repente, un huracán de disparos brotó de una de las callejas. Los hombres de Roy, que se habían reunido en torno a su jefe, estaban tomando posiciones detrás del tablado de los músicos, cuando vibró la descarga y varios de los proyectiles les rozaron al buscarles en su refugio.

Parte del elemento femenino que llenaba la plaza se replegó hacia otra de las salidas libre al parecer de bandidos y por ella, como la catarata de un río, se desbordaron para huir en todas direcciones.

Era lo que Lou pretendía. Con tanta mujer allí, le resultaba difícil localizar a Roy y sus hombres y lo que deseaba era enfrentarse con los que tenían que rendirles cuenta de su pasado fracaso.

De los hombres que había en el baile, no todos huyeron ante el peligro. Algunos, creyendo que era más peligroso huir al azar para encontrarse con el plomo a boca de jarro que quedarse allí a la espera del ataque, decidieron permanecer en la plaza y unos tirados en la arena para ofrecer menor blanco y otros, amparándose tras los pilares de los soportales formaron una ayuda inopinada a favor de Roy, con la que Lou no había contado.

Y pronto se estableció un impresionante tiroteo que daba al lance todas las características de una verdadera batalla. Los hombres de Lou disparaban desde la entrada de las dos callejas que habían tomado por baluarte y trataban de avanzar para inundar la plaza, pero los disparos concentrados de sus contrarios batían aquel estrecho vano y era peligroso intentar salvarlo para ganar un espacio más libre.

Roy, dándose cuenta de la situación, bramó:

—Duro con ellos, muchachos, no les dejéis entrar. A las callejas. Disparad sin compasión.

Y los proyectiles volaban como saetas de muerte buscando a los asaltantes, mientras éstos, furiosos por aquel obstáculo, respondían un poco precariamente, pues desde su estrecho encierro no podían abrir los disparos en abanico para alcanzar todos los ángulos de la gran plaza.

Algunos de los más osados, al intentar pasar aquella barrera, habían mascado plomo, dos caballos tocados retrocedieron provocando un conato de confusión y Lou empezaba a arrepentirse de haber intentado acorralar a sus enemigos en aquel cuadrilátero peligroso, donde no podía entrar sin exponerse a ser barrido a tiros. Tenía que forzar la pelea en terreno más favorable, pero ignoraba cómo. Sólo atrayéndose a sus contrarios a un lugar más propicio acaso lo consiguiese.

Y rabioso, dio una orden:

—Atrás, salgamos a la calle Principal. Si tratan de seguirnos allí, tomando posiciones en las calles laterales podremos batirles mejor.

La cuadrilla retrocedió y Roy, al darse cuenta, rugió:

—Cuidado, ese tipo no renuncia así como así a su venganza. Trata de llevarnos a su terreno. Cuidado.

Los más vehementes se habían detenido al intentar la persecución y Roy, tras un momento de duda, gritó:

—A mí todos, oíd.

Se le acercaron. Ya no peleaban sólo sus carreros, sino más de docena y media dé hombres animosos que no vacilaban en correr el peligro por ayudarle.

Roy transmitió órdenes en voz baja para que no fuesen captadas por su contrario. Las órdenes eran para que los que quisieran prestarle ayuda se diseminasen por diferentes callejas y fuesen apareciendo en la calle Principal por los vanos de ellas para coger por la espalda a los bandidos, si, como suponía, trataban de luchar allí por el sistema de encrucijada.

Ogg se encargó de forzar el paso por donde habían escapado los bandidos. Le seguirían diez hombres, pero se limitarían a hostigarlos sin exponerse mucho. Tenían que dar tiempo a los demás a surgir por todos los sitios rompiendo el bloque de bandidos y obligándoles a aceptar la lucha donde ellos se la presentasen.

Y seguido de otro grupo compacto desapareció en sentido contrario, para más tarde surgir por donde menos podían esperarle.

Pronto la plaza quedó desierta. Sólo media docena de mujeres privadas de sentido y un hombre herido en una pierna quedaban en ella, los demás se habían evaporado como el humo.

Roy, tenso, con los dientes apretados, capitaneaba su grupo e iba pensando en Rosalind. No la había visto desde que se separase de él al oír la voz de alarma e ignoraba cómo habría podido escapar del peligro.

Dando un gran rodeo para salir casi del poblado por un extremo y alcanzar la parte contraria, cruzaron varios callejones, repartiéndose por ellos. Confiaban en poder coger por la espalda a varios componentes de la cuadrilla si les esperaban refugiados en las esquinas.

Cuando avanzaban, alguien indicó:

—Roy, huele a quemado. ¿No lo nota?

Roy rechinó los dientes. Lo había notado y adivinaba el motivo. Mientras unos les atacaban, otros habían prendido fuego a todo su patrimonio.

Y esto le hacía más furioso y dispuesto a llevar la pelea al límite. Él podía quedar arruinado de aquel ataque inopinado, pero aunque le costase la vida, Lou no escaparía con la suya intacta.

Cuando desembocaban por una calleja descubrieron al otro extremo dos jinetes que, emboscados allí, disparaban contra la gran calzada. Sin vacilar, echó a correr seguido de sus compañeros y disparó con rabia.

Uno de los bandidos salió despedido del caballo y el otro se vio obligado a saltar al enorme vano antes que caer acribillado por la espalda.

Animados por el éxito, siguieron avanzando hasta alcanzar la salida. Su estratagema había dado resultado, porque de todos los cruces de calle brotaban disparos y la cuadrilla de Lou, acosada por diversos sitios, se había visto obligada a exponerse saliendo a la calle Principal a hacer frente a tanto enemigo disperso.

Cuando Roy se asomó a ella, el humo se hacía denso, de los cobertizos de almacenaje brotaba la inanición del fuego y la puerta de las oficinas estaba ardiendo. Con voz vibrante, clamó:

—Adelante todos, no dejad que uno solo pueda escapar.

Lou peleaba fieramente con ojos de loco. Le habían opuesto una estrategia casi militar contra la que nada podía y ya había perdido media docena de hombres sin obtener et resultado fulminante que había previsto, viéndose en cambio expuesto a ser metido en un cerco de fuego del que no podrían escapar si no se daban prisa a romperlo.

Y con la desesperación en el alma a causa del fracaso, bramó:

—¡Todos por aquella calleja! Hay que abrirse paso como sea o nos coparán.

Sus hombres, que ya se daban cuenta del fracaso, apenas recibieron la orden, se lanzaron en tropel hacia el lugar indicado, siendo recibidos a tiros por los que les hostilizaban desde el interior.

Pero montaban caballos y sus contrarios estaban a pie. Lanzándose a un galope arrollador que impresionó a sus contrarios, se abrieron paso a tiros, no sin dejarse otros dos hombres en el intento, pero arrollando a media docena que trataban de contenerlos y tras torcer por otra calleja lateral buscaron la salida del poblado.

Sus efectivos habían quedado reducidos a la mitad, en tanto Roy había sumado a su favor a bastantes vecinos de Lamela. La desigualdad era tal, que no había medio de hacerlos frente de ninguna manera.

Se imponía la huida a todo galope antes de que se organizase la persecución. Roy no encajaría el ataque cruzado de brazos e intentaría cuanto estuviese a su alcance para acabar con el resto de su diezmada cuadrilla.

Cuando Roy les vio huir a la desesperada por aquella calle, adivinó que ya sólo tratarían de huir y se sentía impotente para atender a las dos cosas que más le preocupaban. Una, no dejar escapar con vida al contrabandista y otra acudir en socorro de su patrimonio, si aún era tiempo de conseguirlo.

Y furioso, empezó a llamar gente y a dar órdenes:

—¡Ogg… Ogg!, cuídate del incendio. Reúne los voluntarios que puedas y trata de atajar ese maldito fuego. Los demás a por los caballos, tenemos que darles alcance, aunque haya que perseguirlos hasta los montes Guadalupe.

Con la huida de los bandidos empezaba a iniciarse una medio calma. Los más decididos buscaban a los caídos entre los que había algunos del poblado para atenderlos, mientras otros secundaban a Ogg en la tarea de dar batalla al incendio.

Algunas mujeres, animosas, acudían al lugar del siniestro y llamaban a las demás para que prestasen su ayuda a los hombres. Había que portar baldes, llenarlos en el pilón de la plaza e irlos pasando de mano en mano para volcarlos sobre el fuego.

En el corral, dos carretas ardían y los caballos, aterrados, pateaban recorriendo el recinto en busca de la salida. Los bandidos los habían dejado cerrados y los pobres animales, amenazados de morir achicharrados, trataban de huir por todas partes sin encontrar salida.

A duras penas pudieron ir rescatando los que necesitaban para la persecución, dejando sueltos al resto. Ya los encontrarían cuando calmasen sus nervios.

Roy se preparaba para la persecución. Un peón le entregó un caballo y saltó a la silla impaciente, acuciando a sus peones para que se diesen prisa a seguirle.

Y cuando se disponía a emprender la marcha, Driscoll, el notario, apareció en la calzada, pálido y demudado, clamando:

—Roy… Roy… por todos los santos, galopa, dales alcance, haz lo que puedas, pero inténtalo todo. Se han llevado a Rosalind.

—¿Eh? —gritó Roy creyendo que iba a volverse loco con la trágica noticia—. ¿Está usted seguro?

—Eso me han dicho, Roy. No la encuentro por parte alguna. La esposa del boticario y una vecina me han asegurado que cuando intentaron huir y se enfrentaron con la cuadrilla, dos hombres se lanzaron sobre Rosalind sin darla tiempo a retroceder y la atenazaron, llevándosela por detrás de los caballos. Ya no vieron más, pero están seguras de que así sucedió.

Roy creyó que iba a perder el sentido con tanta emoción acumulada. Su patrimonio, su novia, todo atacado y él impotente para poder resolver tanto conflicto. No acertaba a explicarse cómo y por qué se habían llevado precisamente a Rosalind. No le cabía en la cabeza que fuese un rapto de azar sin saber quién era y sí en cambio un golpe audaz dirigido a él. Lou sabía muchas cosas y por ello había escogido para atacarles la hora del baile en que el poblado quedaba desierto y había hecho buscar a Rosalind para llevársela como represalia o cebo para que le siguiese.

Todo esto sólo indicaba que cuando se decidió a dar el golpe, sabía lo que se hacía. Alguien le había informado de todo para un mayor éxito y si así había sido sólo cabía sospechar que aquel maldito Bob, a quien como el pastor que dio calor en su pecho a la serpiente para ser mordido por ella, fue el cebo metido en su propia casa para enterarse de todo y poner en antecedentes al bandido.

Y loco de rabia emprendió el galope, mientras sus hombres, ya preparados, intentaban seguirle.

La ciega velocidad que Roy había tomado para alcanzar a los fugitivos estuvo a punto de dejarle solo en la senda, por fortuna, sus hombres se habían provisto de excelentes caballos y tras un esfuerzo terrible lograron unirse a él.

Roy bramaba de cólera y dolor. Todo lo hubiese perdido a gusto con tal de salvar a Rosalind, pues para volver a triunfar en la vida se sabía lo suficientemente fuerte y animoso, pero si perdía a la muchacha para él la vida carecía de alicientes y nada la importaba seguir viviendo.

Ignoraba las intenciones de su rival, pero si la había raptado, no al azar, sino premeditadamente, era un cobarde despreciable tratando de vengar sus fracasos en una infeliz mujer que en nada había influido para sus reveses.

Ya nada le importaba lo que dejaba atrás. Podía arder todo, hundirse el mundo, desintegrarse la tierra, para él no había más objetivo que rescatar a Rosalind o vengar su muerte si el bandido tomaba represalias contra ella.

Solo o con voluntarios que le acompañasen, perseguiría al bandido y su cuadrilla hasta caer reventado en las sendas, pero le daría alcance, y si estaba decretado que debía morir con ella, moriría por defenderla o por vengar su muerte.

Había sido un necio no dando al contrabandista la importancia que merecía y había pagado el descuido. Lou era de los que no perdonaban, pero él tampoco.

***

Entretanto, en El Paso, el capitán Miller había desplegado a casi todos los hombres de su división en busca de alguna pista referente a Lou. Lo mismo que había deshecho la cuadrilla de «el Bizco», estaba dispuesto a pulverizar la de Lou y mucho más sabiendo que éste constituía una amenaza para el hombre a quien se lo debía todo.

Sujeto al cuartelillo por culpa de aquel alijo que para él, por imperativos del deber, era como una cadena de hierro de la que no podría verse libre hasta que se llevasen el último fardo, contaba las horas que tardaban en llevar a cabo los trámites burocráticos y, entretanto, sus patrullas se alargaban como enormes tentáculos por los cuatro puntos cardinales buscando una pista del contrabandista.

La primera que se descubrió fue el cuerpo del bandido a quien Lou rematara por no estar en situación de montar a caballo. Esto llevó a los rurales hacia la divisoria de Nuevo México buscando más huellas que seguir. Bravamente se metieron en el Llano Estacado y consiguieron descubrir rastros que denunciaban el paso de la cuadrilla por aquel terreno repelente, para más tarde abandonarlo y seguir Texas adentro por su parte norte. Esto indicaba que, considerando aquel terreno peligroso, huían en busca de un nuevo refugio. Había que localizarlo, pues la montaña estaba batida y no podrían entrar en ella sin ser descubiertos.

Varios días después llegó un informe por telégrafo. Según un grupo de cuatro rurales que registraba más allá del Pecos, algunos pastores de ovejas perdidos por el agrio paisaje, habían visto cruzar en la lejanía jinetes que llevaban la dirección de Schafter Lake, y consultando un detallado plano de la región, Miller descubrió que Lamela se hallaba enclavado a no un gran número de millas de dicho punto.

Y esto le alarmó. Si Roy no vivía sobre aviso, sospechando que su enemigo fuese tan audaz que le buscase en su propia madriguera, corría el peligro de verse atacado por sorpresa sin posibilidades de evitar la emboscada.

Y él no podía permitirlo. Aparte de que como capitán de los rurales de aquella zona se sentía obligado a dar caza al bandido, como hombre, que tenía una deuda sin saldar con Roy, estaba más obligado aún a no permitir que el hecho se produjese y tanto influyó en su ánimo el peligro que estaba a punto de correr su compañero, que tomó una resolución tajante. Se llevasen o no se llevasen el alijo, lo dejaría todo en manos del teniente Bery y con una docena de hombres escogidos y a marchas forzadas, se lanzaría a la pradera a galope tendido para acortar distancias y llegar a Lamela antes de que el audaz contrabandista tuviese tiempo de lanzarse a la lucha y a la venganza.

Si conseguía llegar a tiempo combinarían sus fuerzas y tratarían de acorralar a Lou en algún refugio de los varios que aquel paisaje ofrecía. Entonces, nada ni nadie salvaría a Lou de rendir cuentas de sus latrocinios y crímenes.

Nervioso, llamó al teniente, diciéndole:

—Mañana por la mañana saldré con doce hombres camino de Lamela. Me dice el corazón que hago mucha falta allí y no puedo demorar la marcha un minuto más.

—¿Por qué no me deja que sea yo quien vaya? Usted está obligado a seguir aquí hasta que se acabe el asunto del alijo. Podrían exigirle alguna responsabilidad por intentar lo que un subalterno puede y debe hacer.

—Lo sé, Bery, pero aunque me expulsen del cuerpo, aunque me degraden, iré y seré yo quien le pague el favor con otro que pueda compensar el que él me hizo. Llevo ocho años anhelando pagar la deuda y si él no vaciló en sufrir un castigo por salvarme a mí, yo no vacilaré en sufrirlo por salvarle a él.

»Si logro destrozar la cuadrilla de Lou y capturar a éste, espero que mis superiores no se paren a mirar si delegué mis responsabilidades en usted, que sabrá cumplir dignamente. Lo importante es el servicio a prestar y no cómo y quién lo hizo.

—Bien, si está usted decidido, yo le prometo poner de mi parte lo que pueda para que nadie sepa su ausencia. Ojalá vuelva usted con el cadáver de Lou atado a la cola de su caballo.

Por fortuna, los temores de Bery se vieron desvanecidos aquella tarde, cuando sendos furgones del ejército se presentaron en busca de las armas para llevarlas a los depósitos. Con su salida, la responsabilidad de Miller quedaba exenta y ahora podría moverse con más libertad y sin responsabilidades.

Y como lo había previsto, a la mañana siguiente escogió una docena de rurales de los de más confianza y, tras equiparse en víveres y municiones para una posible larga jornada, abandonaron El Paso con dirección al vértice que formaba el límite del Llano Estacado. Era por aquella parte por donde, según los últimos informes recibidos, se habían visto jinetes sospechosos y el capitán Miller estaba dispuesto a seguir aquella ruta para llegar a Lamela.

Si descubría huellas de Lou, le presentaría batalla, aunque contase con doble número de hombres que él y si no, entraría en el poblado a ponerse en contacto con Roy y, sobre todo, para tener el placer de abrazarle con emoción y testimoniarle el agradecimiento que durante más de ocho años no pudo patentizarle.

El viaje se realizó sin incidentes. Durante los varios días que caminaron por un paisaje infernal propicio a guarecer a cualquier fuera de la Ley, no encontraron rastro alguno de la cuadrilla y así fueron avanzando hasta situarse próximos al punto de destino.

Una tarde, como sus hombres estaban muy cansados, dio orden de acampar antes que otros días. Les daría un merecido descanso, pues sabía que al otro día alcanzaría Lamela sin gran esfuerzo.

Los rurales escogieron un terreno llano donde crecían algunos árboles frondosos que prestaban una grata sombra. No lejos, se les presentaba un terreno escarpado, pero árido, y allí, sobre la quemada hierba, debajo de los árboles, dormirían mejor y más frescos, ya que el calor que reinaba en aquel paisaje era terrible.

Como aún era temprano para preparar la cena, Miller se despojó de la agobiante guerrera, quedando en mangas de camisa y llamó al cabo que le acompañaba:

—Antes de cenar —indicó— destaque un par de hombres que hagan una descubierta de una hora. Aunque todo ha ido demasiado bien, pues no hemos encontrado ni rastro de esos tipos, no conviene descuidarse.

El cabo saludó y llamó a dos rurales transmitiéndoles la orden. Disponían de una hora para hacer un recorrido en semicírculo en torno al campamento, pero registrando con preferencia el norte y el este.

Los dos caballos partieron al galope separándose para repartirse la inspección y Miller se sentó sobre una piedra encendiendo su pipa al tiempo que se entregaba a íntimos pensamientos.

Aún le costaba trabajo creer que el destino se había cruzado en su senda dura y solitaria para poner en él al hombre que con tantas ansias había estado buscando durante ocho interminables años y hasta le costaba trabajo admitir que aquel caravanero, a pesar de sus señas personales y de la coincidencia de nombre y apellido, fuese el excompañero de academia a quien le debía todo lo que era en la vida.

Se hallaba entregado a estas reflexiones, cuando uno de los rurales destacados regresó a todo galope gritando:

—Capitán Miller, atención, jinetes a la vista.

El capitán y sus hombres se pusieron en pie como muelles y en segundos estaban sobre las sillas con las armas preparadas para recibir dignamente a quien avanzase hacia ellos.

 

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