Capítulo V

UN AVISO INQUIETANTE

ImagenE adelantó el rural de guardia saludando:

—Buenas noches, señor Wilson, ¿necesita usted algo de nosotros?

—Si es posible, quiero hablar con el capitán.

—El capitán no está ahora en El Paso. Salió a realizar un servicio, pero está el teniente Bery que le sustituye… si quiere hablar con él…

—Es igual. Dígale que estoy aquí.

El centinela llamó a un cabo que hacía la guardia y le comunicó el deseo de Roy, poco después, el teniente le recibía.

Debía estar durmiendo, porque apareció en mangas de camisa, ciñéndose el cinturón.

—Buenas noches, Wilson —saludó—, ¿cómo usted por aquí a estas horas?

—Perdone si le corté el sueño, pero el asunto era urgente.

—De nada, Wilson; nuestro deber es estar prestos a todo lo que se presente, ¿qué sucede?

—Simplemente, decirle que en la puerta tengo seis carretas cargadas de bultos que vengo a entregarle.

—¿A mí? No sé de nada que tengamos que recibir.

—Yo sí. Se trata de armas que estaban destinadas a un contrabando en la divisoria.

El teniente saltó como un puma al oírle.

—¿Qué dice usted, Wilson? ¿Seis carretas cargadas de armas?

—Sí, teniente Bery. Se trata de un porte que hace unas tres semanas, cuando venía hacia aquí cargado, me propusieron traer a El Paso. Me ofrecían doscientos dólares por carreta si los traía a la orilla del río y me negué a transportarlos. Hace unos once días fui sorprendido en las estribaciones de los montes Guadalupe y me obligaron a cargar las carretas regresando aquí. He traído dos docenas de rifles escoltándome hasta unas millas del poblado, mientras mis hombres y yo carecíamos de toda clase de armas para oponernos. Hace unas dos horas, pude sacudirme la vigilancia de un guardián, poniéndole fuera de combate y más tarde, de otros dos que nos seguían a distancia. Los tres vienen en las carretas, pero no sé si alguno podrá contarlo. Y cuando me he librado de ellos, a pesar de que sé que el resto no está muy lejos de aquí, me apresuré a venir a hacer entrega del alijo y ahí fuera lo tiene usted con los tres contrabandistas de que le he hablado.

El teniente, a quien la noticia le había puesto nervioso, preguntó:

—¿Quién le obligó a traer esas armas?

—¿No lo ha supuesto?

—Sí, pero quería tener la seguridad. Fué Lou Stugard.

—El mismo.

—Amplíeme detalles, Wilson. Lou no es hombre que hace las cosas impremeditadamente y para jugarle una partida de ésas hace falta tener agallas e ingenio.

Roy le dio toda clase de detalles y cuando terminó su relato, el teniente comentó:

—Es usted todo un tipo, Wilson. Posee madera para haber sido un excelente capitán de rurales.

—Sí —comentó con ironía amarga Roy—. Yo nací para general, pero me quedé en conductor de reatas. El destino tiene sus caprichos.

—¿Se ha enterado alguien de lo que hay en las carretas?

—No. El suceso se desarrolló en terreno abierto, a la orilla del río, y no hubo testigos.

—Lo celebro. Ahora mismo voy a dar orden de que mis hombres descarguen esos fardos y los dejen en el patio bien custodiados. Ha prestado usted uno de los mejores servicios que los rurales de aquí hemos conseguido realizar y siento un poco de vergüenza al reconocerlo, porque siendo nosotros muchos y armados, nunca hemos podido dar un golpe eficaz a Lou y usted, sin armas, le ha asestado el más rudo golpe que ha podido recibir en su vida.

—En efecto, y créame, pero ni por un millón hubiese cambiado el suceso. Había pendiente un desafío entre los dos y cuando él creía ser el vencedor, se ha encontrado con que es el derrotado. Para mí eso vale más que todo el dinero del mundo.

—Le comprendo, lo malo es que Lou anda suelto y que usted tendrá que seguir haciendo viajes a El Paso, ¿se ha dado cuenta de eso?

—Sí; fue el argumento que él esgrimió para tratar de convencerme, pero… si vuelvo por aquí en fecha próxima, no volveré desprevenido. Tengo hombres en Lamela para reforzar mi caravana y aunque me cueste todo lo que pueda ganar en el viaje, los traeré, por si me sale al paso, entonces no se repetirá lo que esta vez.

—Hará usted bien, y si logra darle una dura lección, nos habrá acabado de redondear el servicio. Voy a…

No terminó la frase, fuera, en el desierto vano en el que se erguía el cuartelillo, había vibrado un disparo seguido de modo inmediato de otros muchos, al tiempo que un enorme griterío se levantaba produciendo la natural alarma en ambos hombres.

Los dos se lanzaron fuera del despacho cuando ya algunas rurales, unos vestidos y otros a medio vestir, corrían por el patio desde los pabellones con los rifles empuñados, en tanto la intensidad del fuego aumentaba fuera.

Cuando en montón salían por la puerta en el vano, un enorme grupo de jinetes disparaba sobre las carretas sin que desde éstas pudiesen contestar al intenso tiroteo. Había un carro atravesado casi delante de la puerta, el centinela, medio derrumbado con la guerrera manchada de sangre, disparaba desde el hueco de la puerta caído en el suelo y de frente a las carretas o por debajo de ellas, restallaban fogonazos y tableteaban los colts.

El centinela, al ver avanzar al teniente, clamó con voz desfallecida:

—Cuidado, teniente, son muchos. Han intentado… apoderarse de las carretas.

—¡Lou, maldito sea su corazón! —bramó Roy.

Y de manera intrépida saltó fuera seguido del teniente y de varios rurales.

Todos salieron disparando fieramente, en la sombra no era fácil descubrir a los atacantes, pero por el eco de los disparos y el piafar de los caballos, se medio localizaban sus posiciones.

Nuevos rurales acudieron al vano y la situación de los bandidos se hizo precaria. Una voz potente rugió:

—¡A galope! Vamos. Wilson… ya nos veremos.

Era la voz de Lou. Roy quiso buscarle guiándose por la amenaza y disparó sobre los jinetes que huían.

Uno cayó como un muñeco alcanzado en la espalda, pero el resto, a un galope endemoniado, desapareció en las sombras de la noche.

El teniente, pálido y furioso, bramaba:

—Todo lo podía esperar menos un acto de osadía de esa especie. ¡Atreverse a atacar el cuartelillo nada menos! De no estar sus hombres en sus puestos se hubiesen llevado las carretas y el alijo.

Cuando los bandidos habían desaparecido, se procedió a verificar una requisa en los alrededores del cuartel. El rural que hacía la centinela estaba herido de cierta gravedad, uno de los carreros de Roy yacía muerto y dos tenían heridas de poca importancia. Los bandidos habían dejado dos hombres en el polvo muertos y un par de monturas, el resto, entre los que seguramente había algún herido, lograron escapar.

El teniente, furioso, dio orden de que todos los hombres a sus órdenes se apresurasen a descargar las carretas introduciendo los bultos en el patio mientras Roy interrogaba a Ogg.

—¿Cómo fue eso, Ogg?

—El diablo que lo sepa, patrón. Estábamos fumando tranquilamente unos en lo alto de las carretas y otros abajo, cuando, de súbito, por derecha e izquierda, surgieron en la sombra dos grupos de jinetes que se lanzaron sobre nosotros disparando. Inmediatamente nos protegimos escondiéndonos lo mejor que pudimos unos entre los bultos y otros debajo de los vehículos y les hicimos frente. No pudimos evitar que a causa de la sorpresa alguno mascase plomo, pero su intento de barrernos se vio frustrado. En verdad que no creí a esos sapos tan temerarios como para atacar las carretas aquí mismo, delante de las narices de los rurales. De haber tenido armas, no hubiesen escapado.

—Lou es capaz de todo. Ha sufrido la más terrible humillación y su amor propio no la encaja. Esto va a ser el preludio de muchas cosas hasta que tome venganza o caiga para siempre.

La descarga se hacía veloz. Mientras unos se echaban a hombros por parejas los bultos, otros vigilaban rifle en mano formando un ancho círculo en torno a las carretas. Habían sacado sus caballos y con ellos recorrían el vano dispuestos a no dejarse sorprender de nuevo.

Los cuerpos de los tres bandidos que Roy había portado en las carretas y los dos que habían caído en la refriega, fueron trasladados al patio en unión de los fardos, también el carrero muerto fue recogido para darle sepultura al día siguiente.

El fragor de aquella inútil batalla había alcanzado ecos fuera del lugar de la lucha y aunque el cuartelillo estaba retirado del poblado, no faltó quien se enterase corriendo la voz y al amanecer, cuando se concluía de descargar fardos, un nutrido grupo de curiosos pretendía acercarse al cuartelillo, pero los rurales, que formaban el cordón, los espantaban amenazando con disparar sobre ellos si no se retiraban.

Cuando la operación quedó concluida, el teniente, que se sentía furioso hasta el paroxismo, bramó:

—Esto ha sido algo que no perdono a ese grajo. Le juro que si intenta acercarse a muchas millas en torno a El Paso se va a acordar de mí. Inmediatamente voy a organizar una serie de batidas por todos los sitios asequibles a su camuflaje a ver si lo hago salir de su madriguera y acabo con esa plaga. Si no consigo algo cuando regrese mi capitán se va a poner furioso.

Roy, que pensaba en él sobre todas las cosas, repuso:

—Todo eso está muy bien, teniente, pero yo me creo en el deber de pedir una compensación al servicio prestado.

—¡Oh!, claro, le corresponderá una parte del valor del alijo y…

—No me refiero a eso, teniente; he cumplido con mi deber y no exijo premio, en cambio sí me creo con derecho a pedirle que al menos en una distancia bastante prudencial, un puñado de sus hombres me ayude a salir de esta zona peligrosa escoltándome hasta que me crea seguro. Pueden hacerlo al tiempo que registran y buscan a esos tipos. Más adelante, si vuelvo, traeré hombres suficientes para no precisar protección alguna.

—Me parece muy justa su petición, Wilson, y le prometo que no saldrá usted solo de El Paso. No sería noble que después del importante servicio que ha prestado usted con grave riesgo de su vida y su propiedad, le dejásemos abandonado a sus pocas fuerzas. Le pondré una docena de hombres a su disposición y le acompañarán hasta donde usted juzgue que no existe peligro.

—Gracias, teniente Bery, con ellos y mis hombres tengo suficiente si contamos con que Lou ha perdido cinco bandidos en este intento. Aunque poseía dos docenas, cinco significan mucho.

—De acuerdo. Si quieren, pueden dormir sus hombres en el patio hasta la hora de la partida y las carretas quedarán ahí custodiadas por mis rurales.

—Gracias, pero prefiero otra cosa. En cuanto enterremos a mi carrero voy a cargar mercancías que tengo aquí y que no quise llevarme por temor a algo de lo que ha sucedido. Ahora, con la ayuda de sus hombres, consideraré seguras las mercancías y habré cumplido mis compromisos.

—De acuerdo. Mientras las cargan, pondré a su servicio cuatro o seis rurales y cuando todo lo tenga listo, le acompañará el resto.

Había amanecido. Una luz tenue y lívida invadía poco a poco el patio donde se amontonaban los fardos. A un lado, los cadáveres de los bandidos yacían cara al cielo con los rostros contraídos por la cólera y el último espasmo de su vida.

El gigante, segundo de Lou, había recibido tal golpe en la cabeza con la parte puntiaguda de la piedra, que debió llegar al corte de los sesos. Había sido un golpe administrado a conciencia.

Rápidamente se organizó la tarea de dar tierra al desgraciado carrero. Los demás tardarían en recibir sepultura en tanto se trataba de identificar los cadáveres. Después del emocionante sepelio al que acudieron todos sus compañeros de conducción, Roy con sus carretas y varios rurales custodiándolas, empezó a cargar los bultos que tenía pendientes de recogida y era más de mediado el día cuando regresaban al cuartelillo.

Por el poblado se hacían comentarios sobre el tiroteo de la noche anterior frente al cuartelillo y se acosó a preguntas a Roy, pero éste se limitaba a decir que era algo que sólo correspondía a los rurales.

Roy perdió todo el día en preparar su viaje y tuvo que dormir en El Paso. Lo hizo en el cuartelillo, con sus hombres, mientras la tropa custodiaba sus carretas y a la mañana siguiente emprendió el viaje.

El teniente Bery había puesto a su disposición once rurales al mando de un cabo con orden de custodiar a Roy hasta donde éste considerase pasado el peligro y después, al regreso, deberían hacer descubiertas por aquella parte de los montes Guadalupe en busca del rastro de Lou.

Cuando se despedían, el teniente estrechó la mano de Roy, diciendo:

—Le reitero las gracias por su cooperación en este asunto y le felicito como a sus hombres. Siento que no esté aquí nuestro capitán para que él lo hubiese hecho igual, pero como le dije, anda ocupado en un servicio que él mismo ha querido llevar adelante. Anda detrás de las huellas de otra partida de indeseables que se dedican al robo de ganado a través del Pecos y está obstinado en deshacer la cuadrilla. Es un hombre muy rígido que acaba de hacerse cargo del mando de nuestra división. Procede de San Antonio, donde al parecer ha prestado muy buenos servicios.

—Ah, creí que se refería al capitán Willians.

—No. El capitán Willians se ha retirado para casarse.

—Lo cual quiere decir que también ha cambiado de cuerpo.

—Así es —afirmó riendo el teniente—, pero creo que ha salido ganando, porque ese cuerpo es más atractivo y menos peligroso.

—No lo diga muy alto por si acaso. A veces hay mujeres que resultan más peligrosas que estar batiendo abigeos a lo largo del río. Siento no haberlo sabido para felicitarle.

Y tras aquel comentario, las carretas se pusieron en movimiento.

Esta vez Roy iba bastante seguro de sí mismo. Con su dotación de hombres a los que había tenido que armar de nuevo adquiriendo colts y rifles para ellos y la compañía a caballo de los doce rurales, se sentía dispuesto a atravesar los montes por los sitios más ásperos sin temor a la cuadrilla de Lou, en el caso de que éste se hubiese atrevido a volver al mismo sitio en espera de que cruzase por allí.

El viaje fue lento a causa de la carga, pero cuando llegaron a las estribaciones del Guadalupe buscando el paso habitual, por allí nada sucedió. Lou debía haber buscado otro refugio más ignorado y seguro ante el temor de que con los informes de Roy los rurales se echasen a registrar su antiguo feudo. Después de su osado intento de atacar las carretas en el cuartelillo, sabía que los rurales no le perdonarían y que extremarían sus pesquisas para descubrirles.

Aquel alijo que le habían quitado de las manos era algo muy alarmante y tenían que evitar que el caso se repitiese acaso con éxito.

Cuando dejaron atrás el terreno áspero y montañoso propicio a una emboscada como la que sufrieron poco antes y alcanzaron la llanura donde la sorpresa era imposible, Roy, dirigiéndose al cabo, advirtió:

—Por mi parte, no les retengo más. Me han prestados ustedes un gran servicio ayudándome a salvar las mercancías a mí confiadas y ya no tengo miedo de que puedan salirme al encuentro, por ello, si usted lo creé oportuno, pueden regresar a El Paso o dedicarse a registrar el monte.

—Daremos algunas batidas por si acaso, aunque no confiamos en lograr nada. Lou habrá levantado el campo por temor a ser localizado y a lo mejor está al otro lado del Río Grande esperando que se enfríen los ánimos y ceje la búsqueda.

—Es posible, pero yo estoy seguro de que no renuncia a encontrarse conmigo de nuevo y si no, al tiempo.

Los rurales se despidieron de la caravana y ésta continuó su viaje hacia el Este, mientras los rurales lo hacían en sentido contrario.