Capítulo VII
AMOR ENTRE ESPINAS
GALOPE tendido, Lou y su
cuadrilla se retiraron de El Paso, después de su loco intento de
atacar las carretas a la puerta del cuartelillo.
Nunca fue su idea apoderarse de ellas. Sabía que era una locura, pues los vehículos no galopaban al ritmo de los caballos y los rurales hubiesen montado en los suyos en poco tiempo lanzándose tras los carruajes y rescatándolos a muy poca distancia.
Lo que pretendió en su rabia fue eliminar si era posible a parte de los carreros de Roy y darle una sensación de valentía y de fuerza. El hombre que, como él, no vacilaba en desafiar el poder de los rurales atacando su cuartel con aquella osadía, era alguien capaz de ir mucho más lejos en sus venganzas.
El plan no le salió tan bien como había pensado. Los hombres de Roy no estaban confiados y al descubierto y aunque había visto caer a uno y al centinela, ya no pudo apreciar más víctimas.
Él, en cambio, se había dejado otros dos hombres a la zaga, con lo que eran cinco sus bajas, entre ellas la de su lugarteniente y llevaba cuatro heridos que se mantenían en los caballos porque el instinto de vivir era más fuerte que el dolor físico del momento.
Ante el temor de ser perseguidos de modo inmediato por los rurales, no cejó en su carrera en toda la noche. Tenía que poner la mayor distancia entre él y sus enemigos seculares si quería moverse con cierta libertad y preparar sus planes de represalia.
Por culpa de Roy había perdido un alijo importante que no sólo le privaba de una excelente ganancia, sino que le dejaba casi sin un dólar, pues había empleado en él la mayor parte de sus mal adquiridos ahorros, había sufrido la humillación de verse vencido por quien estaba en inferioridad de condiciones físicas para asestarle aquel golpe de fortuna, se había dejado cinco hombres a la espalda, amén de algunos heridos, y había puesto en pie de guerra a los rurales, que de allí en adelante le harían la vida imposible en la frontera.
Todo esto para él poseía un valor tan grande, que Roy, con cien vidas, no podría pagarlo.
Pero si sólo poseía una para pagar la factura, se la cobraría hasta el límite.
Él no era hombre de los que encajan los golpes sin devolverlos. Estaba en entredicho su fama, su libertad de movimientos y sus ganancias fabulosas. Todo se había quebrado con aquella acción desgraciada y tenía que revalorizar su crédito a ojos de sus hombres y dar la nueva sensación de fuerza que siempre había dado.
Pero entre todo, lo que más le urgía era escapar del peligro, encontrar un buen refugio y despistar a los rurales, después, tiempo habría de ocuparse de lo demás.
No podía volver a su guarida de los montes Guadalupe. Estaba seguro de que los rurales batirían el monte como rayos para fulminarle y tenía que hacer sus esfuerzos estériles. Buscaría otro lugar ignorado donde esconderse sin peligro y empezar de nuevo.
Perdido el monte, el mejor lugar era el Llano Estacado. Mal paisaje, calor, polvo alcalino, poca agua y sol de infierno entre cactus y lagartos, pero de momento, no era malo y seguramente no sería allí donde le buscasen los rurales, aparte de que aquello pertenecía a Nuevo México, donde su jurisdicción no tenía validez, sin que esto les impidiese en casos graves penetrar en el Estado vecino persiguiendo a gente fuera de la Ley.
La distancia que le separaba de la divisoria no era mucha y así, al amanecer, después de un galope alucinante, se hallaban próximos a cruzar Nuevo México. Lou, tenso y de un humor de dos mil diablos, dio orden de detenerse en un pequeño bosque. Allí, a la sombra de los árboles, podrían tomarse un descanso bien ganado y deliberar sobre el futuro.
Hubo que ayudar a desmontar a los cuatro heridos. Uno tenía una pierna atravesada y había perdido mucha sangre. Sólo un estado nervioso imposible de analizar le había sostenido en la silla aferrado a la crin de su caballo.
Dos estaban heridos en los brazos y otro en un costado. De los cuatro, sólo el primero parecía grave y no podría seguir adelante.
Se procedió a curar a los heridos y luego, encendieron hogueras para preparar algo que desayunar. Estaban tan cansados como hambrientos y necesitaban reponer sus fuerzas.
El desayuno fue hosco y silencioso. Todos patentizaban en sus rostros las huellas de aquel inusitado fracaso y miraban de reojo a su temible jefe, preguntándose qué diría y qué actitud pensaría tomar.
Lou se daba cuenta de aquella muda hostilidad. Estaban tan acostumbrados a que les llevase siempre al éxito, que no parecían encajar con calma aquel primer fracaso. Y como conocía la psicología de sus hombres, entendió que tenía que levantar su moral y tras el desayuno, les reunió para decirles:
—Escuchad, muchachos: hemos sufrido un grave fracaso, pero no por mi culpa, ni por la vuestra. Sólo hubo un culpable por descuidado y suerte para él ha sido que no pudo escapar, porque si no le pediríamos cuentas demasiado trágicas.
»Fué James, mi lugarteniente, quien estando armado hasta los dientes contra gente que carecía de armas, se dejó sorprender cambiando el aspecto del asunto. De no haber cometido tal estupidez, el alijo habría llegado a su destino y ahora no tendríamos que lamentar esto.
»Pero como ya no tiene remedio, hay que olvidar lo pasado para ocuparse del presente y el porvenir. El hombre duro y osado que nos asestó este golpe vive, y como vive, hay que pasarle la factura, pero una factura terrible que le haga pagar con creces el perjuicio que a nosotros nos ha hecho.
»Yo sé que radica en un poblado a doscientas millas de aquí. Es allí donde tiene su negocio, sus carretas, sus caballerías y… hasta una mujer por la que siente un interés amoroso. Lo descubrí en El Paso cuando le encontré comprándole una cadena con un medallón y todo esto tiene que hundirse para él junto con su vida. Quiero prender fuego a sus corrales, destrozar sus carretas, dejarle sin ganado y apoderarme de esa mujer y luego… luego quiero destrozarle a la vista de ella. Como de momento no podemos merodear por los alrededores de la frontera, ni siquiera volver a nuestra guarida del monte, porque la estarán buscando los rurales, cuando descansemos lo justo y podamos emprender la marcha lo haremos por el norte, dando un rodeo para alcanzar Lamela, que está a doscientas millas de aquí, y establecer nuestro campamento en un lugar propicio. Una vez allí, uno de vosotros sé hará pasar por peón de rancho sin trabajo y visitará el poblado, indagará, se enterará de todo lo que necesitemos para dar los golpes, no a ciegas, sino con conocimiento de causa, y cuando llegue el momento nos lanzaremos a la represalia con toda la ferocidad de que somos capaces.
»Ni los rurales sospecharán que nos hemos desplazado tan lejos de nuestro campo de operaciones, ni Wilson tampoco. Esto nos dará un respiro para poder maniobrar sin peligro de ser descubiertos.
»Cuando nos lancemos al ataque lo haremos sobre seguro y después que arrasemos todo, ya estudiaremos si nos conviene seguir por este lado del Pecos o bajar a San Antonio y Austin, que es un buen lugar para el abigeo por los muchos ranchos que hay por allí.
»La cuestión estriba en poder burlar la persecución de los rurales, que ahora se hará más intensa y feroz y poder colocarnos a doscientas millas de aquí. Cuando lo hayamos conseguido, lo demás será fácil.
»Éste es mi plan, si alguno no está conforme o ve alguno mejor, que lo diga.
—¿Y si pasásemos a México? —preguntó uno.
—¿Qué haríamos allí después de nuestro fracaso? El contrabando es de aquí a allí, no de allí a aquí.
—Sí, claro.
—Aparte de que ese tipo se reiría mucho del golpe que nos asestó sin sufrir las consecuencias.
—En eso tiene usted razón, jefe —dijo otro—, pero ¿cuánto tiempo vamos a estar sin ganar un centavo? Hemos perdido una buena ganancia con el alijo y ahora vamos a perder el tiempo sin hacer otro negocio.
—¿Y cuando has hecho muchos en poco tiempo? ¿Es que eso no lo cuentas?
—Sí, claro, pero… contando con lo del alijo, todos hemos jugado y nos hemos divertido. Los ahorros se nos fueron y… estamos sin blanca.
—De momento, donde vayamos no os hará falta, porque no podréis exhibiros, pero en último caso, aún conservo algo de dinero para haceros al que lo necesitéis, un adelanto a cuenta de futuros negocios. No creáis que porque estudie la manera de vengarnos voy a descuidar los negocios. Donde vayamos habrá algo que merezca la pena de meterle el diente y en cuanto se presente la ocasión se lo clavaremos.
—Siendo así, por nuestra parte estamos dispuestos a hacer lo que sea preciso.
—En ese caso, de acuerdo. Vamos a dormir unas horas si nos dejan y después entraremos en el Llano. En lugar de pasar unos días en ese maldito paisaje de infierno, lo atravesaremos para salir por su lado contrario y bajar más tarde con dirección a Lamela. Ganaremos tiempo y cuanto antes liquidemos este asunto, mejor.
Se nombró una guardia que se relevaría cada dos horas por si los rurales se habían lanzado en su persecución y el resto se tumbó a dormir.
El único que no podía hacerlo era el herido grave. Se quejaba fieramente de su pierna y no hacía más que pedir agua.
Lou, fríamente, se acercó a él, le puso un pote al lado y dijo:
—Ahí tienes, bebe cuanto quieras, pero cierra el pico. Tenemos que dormir unas horas y que tú no puedas hacerlo no es causa para que nosotros estemos en vela.
—Me duele mucho, Lou; no podré montar a caballo después.
—Ya lo veremos. Reposa ahora, porque será imprescindible que lo hagas si no quieres quedarte aquí. Tenemos los rurales a la espalda y no se puede jugar con ellos.
Y sin hacer caso del herido, se retiraron lejos de él para que no les perturbase el sueño sus lamentos.
Durmieron hasta el anochecer, luego prepararon la cena y aunque los rurales no habían dado señales de vida, Lou no quiso darles ventaja. Entrarían en el Llano y que fuesen allí a buscarles.
A la hora de emprender la marcha, tres de los heridos, a costa de duros esfuerzos y ayudados por sus compañeros, pudieron mantenerse en las sillas, pero el herido de la pierna bramó como un toro, negándose a que le sentasen en la silla:
Llamaba ferozmente a Lou, diciendo:
—Yo he caído por ti, por tu causa, y tú no puedes tratarme así. Debes hacer algo por mí.
—Puedo dejarte aquí hasta que vengan los rurales. Ellos te curarán la pierna colgándote de una soga.
—No… Tienes que ayudarme… que hagan una camilla con troncos o ramas de árbol y que me lleven al nuevo refugio.
—¿Estás loco? Nadie lo haría ni podemos perder ese tiempo. O montas a caballo o te quedarás aquí.
El bandido le miró con ojos de loco, bramando:
—¿Y quién me atenderá?
—Tú solo. No hay otro remedio.
El herido, a punto de estallar, amenazó:
—¡No!, solo no. No me dejaréis solo… Se quedará alguien conmigo.
Y tirando del revólver que llevaba a la cadera, intentó volverlo contra Lou. Éste se dio cuenta rápida y más veloz de manos que el herido tiró del arma con rabia y disparó sobre él varias veces. El bandido cayó de costado y Lou, enfundando fríamente, comentó:
—Ya no te dolerá nada. Creo que ha sido mejor así.
Indiferente, se dirigió al caballo y saltó a la silla. Sus hombres, con los dientes apretados, le miraron con rabia, pero él, tranquilo, ordenó:
—Adelante… al galope.
***
Mientras estos sucesos se desarrollaban a su espalda sin que Roy tuviese la menor noticia de ellos, el audaz y bravo caravanero rodaba con sus carretas camino de Lamela. Creía haber dejado atrás la parte peligrosa y ahora, al rodar por la llanura sin montes ni depresiones que pudiesen garantizar una emboscada, se sentía más seguro. Sus hombres vigilaban con ahínco y no se descuidaba el menor detalle para garantizar sus vidas y las mercancías.
Roy iba pensando en el ayer y en el mañana. El ayer se había salvado muy bien, pero el mañana era una incógnita. Si los rurales no reaccionaban y conseguían localizar y batir a Lou, éste, que no le perdonaría la terrible faena, viviría al acecho esperando continuamente que cumpliese su promesa y reapareciera por la ruta de El Paso.
Hacerlo era muy expuesto y como no se trataba de nada urgente, podía esperar, pero si el tiempo transcurría y el contrabandista seguía libre o daba sensación de miedo, renunciando a la ruta, o se jugaba todo a una baza y se lanzaba a ella con la ayuda de todo su personal.
Podía hacerlo, aunque le costase caro, pero no sería negocio y él trabajaba para ganar y rehacer mejor su vida, tanto tiempo incierta.
Cuando llegase el momento decidiría, ya que aún ni siquiera había alcanzado su meta en viaje de regreso.
Los varios días más que duró el viaje, nada turbó la tranquilidad del mismo, hasta que al fin, una tarde, dieron vista al ansiado poblado.
Su entrada fue tan vulgar como otras veces, las carretas llegaban cargadas de fardos, que era lo interesante y aquella mercancía parecía decir que el viaje había sido como siempre, manso y feliz.
Pero transcurrió poco tiempo sin que la conmoción sacudiese a los vecinos. Los carreros se apresuraron a correr las voces de las aventuras vividas y Roy se vio convertido en el héroe de Lamela y asaltado por muchos vecinos que pretendían de él un relato de todo lo sucedido.
Pero Roy, modestamente, les envió a sus peones. Ellos mejor que nadie podían dar detalles y perder un tiempo que él precisaba para sus asuntos.
Por ello, apenas las carretas entraron en el corral y durante el tiempo que tardaron en descargarlas y ordenar las mercancías para su entrega, se dedicó a desliar el paquete de compras particulares para satisfacer el interés de los que se los habían encargado.
La cadena con el medallón que llevaba en el bolsillo parecía quemarle como una brasa y estaba deseando llegar a la morada del notario para hacer entrega de ella a Rosalind. No sabía cuál sería la reacción de la muchacha ante el regalo y pedía a Dios que no lo rechazara o se sintiese disgustada por la atención interpretándola a su modo.
Por ello decidió empezar la entrega por la muchacha. Los demás podían esperar unas horas.
Y apenas se lavó y se adecentó un poco, se dirigió a la casa del notario. Aunque éste no le había hecho encargo alguno, siempre se alegraba de las visitas de Roy. Pero cuando llegó, Driscoll no estaba en su casa. Había ido al Ayuntamiento a ver al alcalde, que le tenía citado para un asunto y sólo se encontraba allí Rosalind. Ésta, al ver a Roy, sonrió de una manera cordial y ofreciéndole su mano, exclamó:
—Bien llegado el héroe de El Paso.
Él se ruborizó, diciendo:
—¡Por favor, Rosalind, no se haga eco de las fantasías de mis hombres! Todo fue algo vulgar que no merece la pena de ser recordado.
—No son ésas mis noticias, Roy, y no debe mostrarse tan modesto. Los hombres son responsables de sus hazañas buenas o malas y cuando las ejecutan, deben aceptarlas tal y como fueron.
—Pero… si yo no le doy importancia al asunto.
—Pero la tiene.
—¿Quiere que no hablemos de eso, Rosalind?
—¿De qué podemos hablar entonces? Viene usted de viaje y trae novedades en la maleta y no quiere hablar de ellas. No sé entonces de qué podemos hablar.
—De una novedad que traigo en el equipaje. La única que merece la pena.
—Vaya, menos mal. Hable de ella.
—Pues… vera: usted es una muchacha cristiana, va a misa todos los domingos, en las grandes solemnidades canta en el coro y entonces se sufre la ilusión de que allí dentro hay ángeles cantando, asiste a las pláticas y he observado que es usted devota de la Virgen de Guadalupe, ¿no es cierto?
—Así es, Roy.
—¿Quiere decirme por qué esa devoción particular?
—Muy sencillo. De niña estuve con mi padre en México unos años y allí se adora mucho esa imagen. Yo la tomé gran cariño y me hice devota de ella.
—En ese caso, ¿puedo aspirar a que en gracia a esa devoción conserve este pequeño regalo y me lo acepte sólo por lo que representa?
Extrajo el estuche del bolsillo y le mostró la cadena con el medallón. Rosalind contempló el obsequio emocionada y comentó:
—Muy linda, Roy, y muy delicado el obsequio. Lo acepto por lo que representa, pero tengo que enojarme con usted por lo que ha debido costar. No es una vulgar medalla.
—El metal en que está grabada es lo de menos, Rosalind. Lo importante es… lo otro.
—Tiene usted razón y no sé cómo agradecerle el regalo. Aquí no hay nada de esto y nunca pude adquirir una. Parece como si usted adivinase los gustos y pensamientos de las personas.
—Algunas veces quisiera poseer ese don, Rosalind —afirmó Roy un poco tímidamente—, pero en esta ocasión no me costó gran trabajo conociendo su devoción.
—Es lindísima y mi padre se va a poner muy contento cuando sepa que he conseguido lo que anhelaba.
—¿Y por qué no me lo dijo alguna vez? En El Paso hay de todo.
—No me atreví, Roy. Son tantas las molestias que le da la gente siempre que va, que me pareció abusar…
—¡Por favor, no me enfade! Si a gente a quien nada le debo le sirvo con gusto, ¿qué no podía hacer con usted, ya que su padre me ayudó tan generosamente?
—Olvide eso; él podía hacerlo, usted lo necesitaba entonces y se lo merecía. Es usted un luchador formidable, se ha levantado de la nada fundando un buen negocio que a todos beneficia en la cuenca y merecía esa ayuda. No hablemos tampoco de eso, que me enfadaré yo. La cadena y el medallón son preciosos y el domingo lo llevaré a que lo bendigan.
—Me alegro haber acertado en sus gustos y que haya aceptado tan modesto presente.
—Modesto no, esto es carísimo, pero por una vez y por lo que se trata, lo acepto. No haga más estas cosas.
—Quisiera repetirlas con frecuencia, porque ustedes se lo merecen todo.
En aquel momento, regresó el notario. Al ver a Roy le ofreció su mano, diciendo:
—¿Qué hay héroe de la ruta? Ya me enteré de tus hazañas por la ciudad fronteriza. Una buena faena a ese tipo de contrabandista.
—Sí, no fue mala de momento; más tarde veremos qué sucede.
Pero Rosalind, que no quería que se hablase de cosas desagradables, intervino diciendo:
—Mira, papá, fíjate en esto y luego regaña con Roy. Me la ha traído de El Paso como regalo.
—¡Preciosa, Rosalind!
—¿Verdad que sí?
—Y cara también. Es de oro macizo. Roy, no debiste hacer esos despilfarros.
—No costó gran cosa y puedo hacerlo… gracias a usted. Es lo menos que debía hacer en gracia a su ayuda, ya que su hija ansiaba una medalla como ésa.
—Sí, es cierto, algunas veces me habló de ello y la prometí comprársela en un viaje, pero como no salgo de aquí nunca… Bueno, muchacha, ya estás servida y ahora ven acá, Roy, cuéntame tus aventuras por la ruta. Ya sabes que soy un poco romántico y que añoro la época de Buffalo Bill en las sendas y de sus luchas con los indios y bandidos.
—La cosa no ha tenido mucha importancia, señor Driscoll. Tuve la suerte de desembarazarme del obstáculo que me impedía escapar con el alijo para entregarlo a los rurales y eso fue todo.
Pero a instancias del notario tuvo que hacerles un relato de su odisea.
Cuando terminó, Driscoll insinuó:
—¿Crees que el asunto está liquidado?
—Sinceramente, no. Si Lou tiene habilidad para escapar del cerco de los rurales, sospecho que algún día volveremos a encontrarnos de modo decisivo. Esta vez no habrá componendas ni concesiones. Sólo habrá plomo en abundancia y uno tendrá que morder el polvo.
Rosalind, asustada, intervino:
—No vaya más a El Paso si no es sabiendo que Lou ha muerto.
—Tendré que hacerlo si no le echan mano, porque se comentaría muy desfavorablemente para mí mi ausencia de la ruta. Tendrían derecho a suponer que tengo miedo y… no puedo demostrarlo, aunque lo tenga.
—Tú no eres hombre que temas a nada ni a nadie —comentó el notario—. Lo has demostrado.
—O al menos lo he disimulado bastante bien —repuso riendo Roy.
Tras un rato de charla con padre e hija, salió de allí muy contento. Rosalind le había aceptado el regalo sin protestas y aquello era buena señal para él.
Hacía tiempo que se estaba haciendo ciertas ilusiones respecto a la hija del notario. En aquel pueblo relativamente pequeño y alejado de los centros más frecuentados, los elementos jóvenes que podían aspirar a la mano de la muchacha eran pocos y la mayor parte, si bien eran gente de dinero, su cultura y exquisitez de trato dejaban mucho que desear y Rosalind era una muchacha culta y espiritual que necesitaba un hombre de cultura que supiese expresarse y sintiese muchos matices de la vida que otros no entendían.
Roy normalizó su vida de trabajo. Fué despachando los bultos recogidos en El Paso a sus destinos advirtiendo que en algún tiempo no podría hacer aquella ruta. Quería dejar pasar un par de meses a ver qué hacían los rurales respecto a Lou.
Cuando llegó el domingo, se puso sus mejores galas y se dirigió a la plaza, donde se erguía la pequeña iglesia. Sabía que Rosalind acudía a misa de once y estaba deseando volver a encontrarse con la joven.
Roy destacaba siempre su presencia donde iba, porque como poseía una esbelta figura, era joven y bien parecido y vestía bien, sabiendo además llevar la ropa, su prestancia no podía pasar inadvertida.
Se dirigió a la iglesia y entró, como de costumbre. La penumbra del templo no le permitió distinguir bien las figuras, pero el corazón pareció indicarle dónde se hallaba Rosalind.
Se situó próximo a ella y oyó misa con devoción. Más tarde vio a la joven dirigirse al sacerdote para entregarle la medalla y ésta fuese bendecida.
Salió al atrio y esperó con emoción. Poco más tarde aparecía Rosalind luciendo la cadena y la medalla en su blanco cuello y Roy se estremeció ponderando lo bella y modesta a la par que era la joven.
—Hola, Roy, ¿está usted aquí?
—Aquí estoy, Rosalind.
—Ya me han bendecido la medalla.
—La he visto cuando la entregaba.
—Al sacerdote le ha gustado mucho; dice que es usted un hombre de mucho gusto.
—Tendré que creérmelo, si acaso es que usted me inspiró al comprarla.
Echaron a andar con dirección a la morada del notario. Todos los ojos se clavaban en la airosa pareja y muchos los guiñaban con picardía, para la gente del poblado, la amistad de los dos jóvenes era algo que la daban por más que amistad. Hacían buena pareja y no era descabellado suponer que algún día se decidiesen a unir sus vidas para siempre.
Caminaron algunos minutos en silencio, como si ninguno tuviese nada que decirse. Rosalind le miraba de reojo y, por fin, se atrevió a decir:
—¿Qué le sucede, Roy?, parece preocupado.
—Pues no… no lo estoy.
—Cualquiera lo diría, ¿acaso piensa en lo que puede suceder mañana?
—Quizá sí, pero no en el sentido que usted cree.
—Si no es en ése, no adivino. Usted ya no se siente agobiado por problemas, marcha bien, su negocio prospera y vive tranquilo. ¿Le falta algo acaso?
—Usted vive poco más o menos como yo. ¿Le falta algo?
—Pues… la felicidad nunca es completa, siempre se desea algo más, ¿no lo cree usted así?
—En efecto, yo… deseo algo, pero no mucho. Sólo dos cosas me harían feliz, que lo demás del mundo lo desdeñaría.
—No es mucho, ¿qué le falta en ese sentido?
—Primero… algo que perdí hace ocho años y que dudo poder recuperar: el cariño de mis padres, de los que no sé desde esa fecha.
—¿Que usted perdió el cariño de los suyos? Roy, no me diga que hizo algo tan indigno que mereció ser repudiado por ellos.
—A sus ojos sí, Rosalind, es algo que pesa sobre mí sin poder sacudírmelo, aunque no tuve la culpa. Fué un rasgo espontáneo por salvar del deshonor y la ruina a un compañero de estudios. Cargué con la culpa de algo que no había hecho para que no le expulsasen de la academia y fui yo el expulsado. Mi padre, como marino rígido, no me perdonó la acción y tuve que valérmelas solo en la vida. Me repudió como si hubiese muerto para ellos y ésta es mi pena de muchos años.
Rosalind, intrigada, exclamó:
—Cuénteme eso, Roy, debe ser muy emocionante.
—Sí. No estoy arrepentido, pero el premio fue demasiado duro para mí.
Y le relató cómo le habían expulsado de la academia militar por salvar a Miller.
Rosalind, emocionada, le tomó de la mano y exclamó:
—Eso fue algo admirable, Roy, algo que pocos hombres harían en el mundo. ¿Por qué no fue usted tan valiente que le confesó la verdad?
—Porque temí que mi padre se presentase en la academia y aclarase el suceso perjudicando a Miller. Yo era más fuerte y animoso que él y podía abrirme camino en la vida. Él, pensando en la desesperación de sus padres, se hubiese arrojado al río.
—¿Y no ha vuelto usted a saber ni de ese Miller ni de sus padres?
—No, nunca más.
—Roy, no censuro Su silencio de entonces, pero después, cuando su compañero debió terminar la carrera, hizo usted mal en no volver a su casa y decir la verdad. Su padre se habría ablandado y hubiese terminado por perdonarle.
—No sé. Era demasiado rígido.
—Tiene usted que hacerlo, Roy. Si no usted precisamente, una persona que tome a su cargo ver a su padre y contarle la verdad. Ahora que se ha hecho usted a pulso una vida nueva, él comprendería muchas cosas que entonces no podía entender. Roy, tenemos que hablar con mi padre de este asunto a ver qué se le ocurre a él. Mi padre le aprecia mucho y acaso pueda mediar en el asunto. Sería para usted algo sublime volver a reconquistar el cariño de sus padres y hasta… quién sabe si…
No terminó la frase, parecía que la emoción le cortaba en su garganta.
—¿Qué iba usted a decir? —preguntó Roy.
—Nada… Bueno, sí, iba a decir que entonces… estando sus padres en buena posición, pues… le reclamarían a su lado y usted… dejaría esto y… se iría.
Roy notó el temblor de voz de la muchacha al hacer la suposición y, reaccionando, repuso:
—No, nunca me sacarían de aquí, a menos… que lo otro que me falta para ser completamente feliz me fracasase. Entonces… es posible que lo dejase todo y me fuese.
—Ah, sí, había dicho usted que eran dos cosas y me explicó en qué consistía una. ¿Cuál es la otra, Roy?
—La otra es conseguir el amor de la única mujer que me ha interesado en el mundo. Si lo lograse… entonces el cielo se me antojaría demasiado pequeño y poco azul comparado con el cielo de mi dicha.
—¡Ah!, claro… es usted joven, guapo, goza de buena posición… ¿Qué dice ella?
—Aún no ha dicho nada, porque… no se lo he preguntado.
—¿A qué espera entonces?
—Esperaba la ocasión. La he perdido muchas veces por miedo a ver hundida la ilusión que aún abrigo, pero nada resuelvo así. Quiero saber hasta qué punto puedo aspirar a esa felicidad que es mi obsesión y creo que ha llegado la ocasión de descubrir el velo de esa incógnita. Rosalind, la mujer con que yo sueño desde que me establecí aquí… es usted. Por usted, por llegar a su altura, por merecerla, me he esforzado siempre y he realizado cuanto un hombre de voluntad es capaz de realizar. Nunca dije nada porque aspiraba a mejorar aún más de fortuna, pero ahora que sé que no me faltaría nada que ofrecerla, a menos que le cegase a usted la ambición, ahora es cuando me decido y le digo: Rosalind, el cariño de mis padres y el de usted son las dos únicas aspiraciones de mi vida, si perdí el primero por realizar una noble acción de la que no estoy arrepentido, ¿puedo aspirar a merecer el segundo? Usted tiene la palabra.
Rosalind, que le había escuchado con la cabeza inclinada y sintiendo que sus mejillas ardían como si tuviese fuego en ellas, alzó por fin los ojos hacia él y con voz suave murmuró:
—Yo… Roy… por mi parte… creo que es usted uno de los mejores hombres que podría encontrar a mi paso y si mis padres no tienen nada que oponer a sus pretensiones, por mi parte sólo sé decir que me siento muy contenta de su interés hacia mí y que procuraré corresponder a él con la misma fe y entusiasmo que usted.
Roy, ebrio de felicidad, tomó su mano y lleno de emoción, repuso:
—Gracias, Rosalind, ahora sí que empiezo a saber lo que es la verdadera felicidad.