V

cuando Martín abrió los ojos pensó que había muerto y se hallaba en el cielo. Frente a él, reclinada junto a la cabecera de la cama, estaba Inés de Arralde, hermosa y lánguida, igual que una azucena.

El muchacho había tardado cinco días en volver en sí. La paliza recibida había estado a punto de costarle la vida, y si aún no estaba sepultado, se lo debía tanto a su robusto físico como a que, por suerte o por milagro, ninguno de los bastonazos había afectado a las partes más vitales de su cuerpo. No obstante, el daño causado por los golpes se mantendría durante largo tiempo y quizá jamás consiguiera recuperar por completo la salud. Tenía rotos varios huesos, y su piel se veía recubierta por una infinidad de moraduras que le otorgaban un aspecto calamitoso. En el interior de su organismo había diversas partes afectadas. Su rostro estaba hinchado. Vomitaba bilis y su orina presentaba un marcado color rojizo.

Martín continuaba vivo gracias al perro que, de un modo u otro, sacando fuerzas de donde apenas las tenía, había conseguido arrastrarse hasta Bozate. Catalina, que cosía junto a su madre a la luz de la lumbre, escuchó los gemidos lastimeros del fiel can. Al abrir la puerta, la moza encontró al animal agonizando sobre el suelo, empapado en un líquido viscoso que manaba de una herida por la que le asomaban las tripas. Nada habían podido hacer por evitar su muerte.

Nicolás, el padre del chico, reaccionó con presteza. Sobreponiéndose a la inquietud que le embargaba, reunió a sus parientes y allegados y organizó con ellos una batida con el propósito de localizar a su hijo. El grupo, haciendo caso omiso del temporal que arreciaba por momentos, tiró por el sendero que conducía a Maya. Portaban antorchas encendidas y gritaban a plena voz, aguardando una respuesta. De pronto, cuando ya habían recorrido la mitad del trayecto, la luna asomó de improviso entre aquel mar de nubes y los atentos ojos del carpintero vislumbraron en la oscuridad el cuerpo derrumbado de Martín. Estaba totalmente cubierto de sangre y de barro. Su pulso era débil y apenas respiraba.

Transportaron al joven en volandas hasta el barrio y lo tendieron con cuidado sobre el jergón relleno de hojas de maíz sobre el que solía dormir. Temblaba de fiebre y de frío. Sufría espasmos. Su madre contuvo a duras penas las lágrimas y le limpió la cara con mano firme y amorosa. Algunas personas se arremolinaron en torno a la vivienda, pero no consiguieron entrar y se contentaron con elevar sus indignados comentarios en el aire humedecido de la noche.

Nicolás le encomendó a su hermano que cogiera una mula y se llegara hasta Arizcun en busca de un médico. Cuando regresó, el hombre rezumaba agua e impotencia a partes iguales: el galeno se había negado a acompañarle a Bozate pretextando inexistentes compromisos. Martín se iba. No había tiempo que perder. En la aldea habitaba una anciana con fama de hechicera. Casi todos procuraban evitarla, pues se decía de ella que echaba el mal de ojo; mas sabían también los lugareños de su pericia para cerrar las llagas, para unir huesos y sanar enfermedades. Llevaron a la curandera hasta la casa y los curiosos se apartaron para dejarle el paso libre. Se comentaba que sus antepasados no habían sido agotes, sino brujos huidos del proceso abierto por el famoso inquisidor Pierre de Lancre en la cercana localidad de Sara, al otro lado de la frontera, diligencia que había llevado a la hoguera a varios centenares de personas. La mujer se santiguó al ver al joven y, sin decir palabra, abandonó la estancia y se encaminó hacia su morada, de donde retornó portando un saquito que contenía diversas hierbas y ungüentos. Luego, ordenó a todos que la dejasen a solas con el herido.

Salió poco antes de que cantara el gallo. Parecía aún más vieja, consumida.

—Vivirá —proclamó en un susurro mientras se dejaba caer en una silla.

Después de la entrevista con su hermano, Inés se recluyó en sus aposentos durante varios días. La muchacha no abandonaba aquella pieza sino para lo más indispensable e, incluso cuando lo hacía, evitaba en lo posible cualquier compañía, hasta la más gratificante de Isabel. Había perdido el color. Apenas comía ni bebía y su semblante reflejaba tristeza y abandono. Parecía una flor marchitándose con la llegada del otoño.

El encuentro mantenido con la madre superiora no le reportó ningún consuelo; muy al contrario, contribuyó a sumirla aún más profundamente en la turbadora desazón que la invadía. Un atardecer, el mismo día en que finalizaba el mes de junio, la joven se dirigió hacia el monasterio de Nuestra Señora de los Ángeles, distante escasos pasos de su casa. Llevaba un pañuelo cubriéndole la cabeza y una bolsita de cuero en la que tintineaban las monedas que su padre y su hermano donaban a la orden. El convento, de reciente construcción, tenía la fachada hecha a base de una piedra rosácea que abundaba en el valle, y su entrada estaba orlada con dos lustrosas columnas y un capitel. Por todo el Baztán proliferaba en los últimos tiempos un tipo semejante de edificaciones, tanto civiles como sacras, erigidas merced a los dineros llegados de otros pagos. La moza tomó aire. Llamó a la puerta y una novicia a la que conocía desde niña le franqueó el paso y la acompañó hasta un habitáculo en donde le indicó que esperase.

Sor Anastasia era una mujer delgada y alta, de piel tersa y cutis cerúleo, cuyo tono solemne, repleto de pausas e inflexiones, resultaba agradable de escuchar. La religiosa comenzó su plática con una serie de vaguedades hasta que hizo referencia ala Virgen. Resaltó la mansedumbre de María, su espíritu de sacrificio, su entrega y su generosidad a la hora de acatar los designios del Señor. Ella era el espejo en el que debían contemplarse por siempre las muchachas. Su ejemplo marcaba el camino por el que estaban llamadas a transitar las buenas católicas, quienes, si bien no podían aspirar a engendrar un nuevo Mesías, sí que tenían la sagrada encomienda de dar a luz retoños que aumentaran la grey de Jesucristo. Aquel y no otro era su cometido en este valle de lágrimas: traer almas al mundo, a mayor gloria de Dios y de la Santa Madre Iglesia.

Inés no tardó en perder cualquier interés que hubiera podido tener por aquella charla. Parecía obvio que, bien su hermano o bien otra persona, habían puesto a su interlocutora al tanto de lo acaecido últimamente. Ella era creyente devota y jamás, ni durante los periodos más duros de su instrucción en Pamplona, había albergado dudas respecto a la religión; pero, de pronto, tenía la impresión de atisbar un doble fondo tras el rostro hierático de aquella monja. Sus palabras se le antojaron amañadas; su expresión, completamente hueca.

Cuando regresó a casa ya casi había anochecido del todo. Saludó con cariño a Isabel y pretextó una excusa para poder estar sola. Se despojó del pañuelo que llevaba a la cabeza, atravesó el umbral sin hacer ruido y ascendió con paso leve los peldaños que conducían hasta el piso en donde se ubicaba su alcoba. Al arribar a la segunda planta, cruzó junto a la puerta, inusualmente entreabierta, del gabinete de su hermano. Juan tenía una visita con la que discutía en voz alta. No le costó reconocer a aquel individuo de aspecto patibulario que gozaba de una oscura reputación en la zona. La muchacha interrumpió su caminar. No pudo evitar oír lo que decían.

—Hicimos lo que usted nos ordenó —manifestaba el forastero con timbre apesadumbrado—. No podíamos imaginar que ese mocoso iba a comportarse del modo en que lo hizo. Se revolvía igual que un jabalí furioso. Alcanzó a Aguerre en plena cabeza y le dejó en el suelo.

Arralde no ocultó su contrariedad. Sus tacones repiquetearon sobre la madera.

—Maldita sea —exclamó con enfado—. Ese bastardo me va a convertir en el hazmerreír de la comarca. Y él, ¿cómo quedó el agote?

La chica se estremeció al adivinar de quién hablaban. Contuvo el aliento y aguzó aún más el oído.

—Actuamos conforme a lo acordado. Una cosa es una paliza y otra, muy diferente, un crimen; eso se castiga con el cadalso. No queríamos matarle, sino darle un escarmiento que no olvidara nunca, aunque, quién sabe, quizá se nos fuera la mano… Todo sucedió de forma muy confusa. Estaba oscuro. Llovía a cántaros. No pudimos obrar de otra manera.

—Está bien, aquí tienes lo convenido. Creo que lo mejor es que desaparezcáis del valle durante algunos días. Yo me ocuparé de cuanto sea menester. Perded cuidado. La familia de Aguerre no quedará desamparada.

Inés tuvo el tiempo justo de quitarse de en medio antes de que el sujeto abandonara el gabinete. Cuando llegó a su habitación, prendió una vela, trancó la puerta, y se arrojó a llorar sobre la cama.

Pasó la noche en blanco, dando vueltas y más vueltas sobre el colchón de lana. Las lágrimas humedecían sus mejillas de nácar. Se sentía inquieta y asustada. Triste como jamás lo había estado.

Pensó en su hermano, aunque, tal vez, debiera comenzar a tratarle de hermanastro. Ella y Juan, que casi la doblaba en edad, compartían el mismo padre, pero su madre era distinta. El ahora anciano señor de Arralde se había desposado dos veces a lo largo de su vida. De la primera unión, con una joven perteneciente a una de las mejores familias de las Cinco Villas del Bidasoa, habían nacido dos varones: Miguel, el primogénito, y Juan. Algún tiempo más tarde, unas fiebres virulentas habían asolado el país y se habían llevado, entre otros muchos, tanto a la esposa de Lope como al mayor de sus retoños. Al cabo de varios años, quizá hastiado de morar en soledad, el patriarca buscó compañera allende la frontera y se casó con una hermosa muchacha de la costa labortana. Fruto de aquel enlace vino al mundo Inés.

La chica pensó en su madre con una melancolía rayana en la angustia. Hubiera dado cualquier cosa por llegar a conocerla, pero no había podido hacerlo, pues la mujer, apenas una niña, fue incapaz de superar las complicaciones surgidas tras el parto y falleció poco después de dar a luz. Trató de imaginar su aspecto. Decían que se parecía mucho a ella. ¿Por qué se había casado con Lope? ¿Le habría amado de verdad o simplemente actuó conforme a los mandatos de los suyos? Nunca sabría la respuesta.

La situación estaba complicándose de modo preocupante. Lo que había empezado como una simple jugarreta del destino había arraigado en su interior con fuerza inusitada, lo mismo que uno de esos árboles que crecen en lo más áspero del risco y que, quién sabe de qué manera, se las apañan para resistir fríos y calores, incendios y nevadas, tempestades y sequías, sin mermar un ápice en su salvaje belleza. Quería a aquel agote cuyo nombre si tan siquiera conocía. Pero, y él, ¿sabría de su secreto amor?, ¿sentiría algo por ella? Se hallaba íntimamente convencida de que sí, el que la sacara a bailar ante todo el pueblo tenía, por fuerza, que ser prueba de ello, pero tal vez lo suyo no fueran sino castillos en el aire.

Por otra parte, estaba su hermano. Su padre, el ceñudo hombretón a quien siempre había temido y respetado, se encontraba postrado en un lecho del que no se levantaría. Resultaba evidente que no le quedaba mucho tiempo. Cuando él muriera, Juan heredaría el solar y la autoridad de Lope, y dispondría de ellos a su antojo. No había vuelto a hacer mención alguna acerca de su casamiento. ¿Sería cierto que ya le había buscado un marido? No solía bromear. Era hombre parco en palabras. Cuando tomaba una decisión, esta se tornaba inamovible.

Finalmente, ya al filo de la aurora, el sueño y el cansancio terminaron por vencerla. Soñó con su madre. Se trataba de una mujer hermosa y pálida, a la que se asemejaba enormemente, que se sentó en la cabecera de la cama y le acarició el cabello. Parecía conocer los sentimientos que albergaba su torturado corazón. Estuvo largo rato junto a ella, susurrando palabras que no logró entender. Antes de difuminarse en la inconsciencia, sonrió con dulzura animándola a seguir los dictados de su alma. Cuando despertó, Inés creyó sentir aún la humedad del beso que ella había depositado en su mejilla.

Martín, aturdido y tembloroso, con la vista nublada y el conocimiento recién recuperado, no podía dar crédito a lo que sus ojos se empeñaban en mostrarle. Tal vez hubiera muerto, quizá estuviera delirando, puede que aquello no fuera sino un gozoso espejismo, previo al óbito, que desaparecería en un instante. Movió la cabeza y reconoció el escueto mobiliario, construido en parte por él mismo; los tabiques desconchados, el suelo de tierra, el frondoso nogal que se alzaba al otro lado de la ventana… no cabía la más mínima duda: aquella era su habitación, la reducida estancia en donde había dormido, al lado de su hermana, casi todas las noches de su vida. No obstante, había algo distinto, algo que provocaba que todo lo demás, incluido el mismo hecho de estar vivo, pasara a un segundo término: allí, a escasa distancia de su rostro, reclinada junto a él, colocándole un paño humedecido sobre la frente, estaba Inés de Arralde. Cruzó una mirada con la chica, cuyo semblante se iluminó con una expresión de alivio. No pudo resistir el impulso que le invadió súbitamente. Alzó el cuello en un movimiento tan veloz como inesperado y la besó en los labios. Ella dejó escapar un grito amortiguado. Volvió el rostro, azorada, y sonrió con alegría.

La muchacha se puso en pie y, sin decir palabra, caminó hasta la puerta y salió afuera. Al cabo de un instante, Catalina hizo su aparición en el dormitorio. Se la veía feliz de encontrar despierto a Martín, quien la interrogó con la mirada.

—Saldrás de esta. Te dieron una buena tunda, pero eres hueso duro de roer.

Él trató de incorporarse, mas le resultó imposible hacerlo; le dolía todo el cuerpo. Su voz se asemejó a un susurro cavernoso que su hermana apenas escuchó.

—¿Qué hace aquí?

—Ha venido para interesarse por tu suerte. Seguro que está completamente loca. Una perluta aquí, en Bozate. Ver para creer…

—Quiero que nos dejes a solas.

Catalina se encogió de hombros. Se la adivinaba complacida.

—A nuestros padres no les hace ninguna gracia que nos visite. Dicen que sólo nos acarreará problemas. Ya ves cómo te han dejado por su culpa… y no les falta razón.

—Llámala.

—A mí me gusta. Parece una buena persona. Supongo que te quiere.

Catalina esbozó un mohín risueño y abandonó la pieza con donaire. Inés pasó al interior. Se la veía callada y cabizbaja, cual si no estuviera del todo segura de desear encontrarse allí, a solas con aquel apuesto agote que la contemplaba con una luz enamorada refulgiendo en las pupilas.

—No deberías estar aquí —dijo Martín con suavidad. Cada sílaba pronunciada le causaba un daño lacerante, lo mismo que si alguien le asestase una puñalada en pleno pecho. Ella hurtó la mirada—. No creo que a los tuyos les agrade.

—Mi padre y mi hermano no saben que he venido.

—Mejor así. Conozco lo que opinan de nosotros —el tono del mozo vibró con cierta angustia—. Y tú, ¿también piensas que estamos malditos, que somos apestados?

—¿Acaso estaría aquí de creer eso?

Él negó con la cabeza.

—Tú eres distinta, lo supe desde el primer momento en que te vi…, desde aquel día en el palacio de Arralde… Éramos unos niños, mas nunca pude olvidarme de tu risa…

Inés se ruborizó ostensiblemente. Los nervios la traicionaban.

—Debo irme. Se hace tarde.

—¡Aguarda! —la chica obedeció—. ¿Por qué has venido entonces? ¿Qué es lo que te ha traído hasta Bozate?

Ella clavó la vista en el suelo. No se sentía con fuerzas para aguantar la mirada transparente de Martín. Intuyó que podía leer sus pensamientos.

—Es obligación de todo buen cristiano socorrer a los enfermos… además, sé que esto ha sido por mi causa: no debí darte pie en el baile.

Él sonrió enternecido. Su corazón parecía a punto de estallar a causa de la dicha. Le hizo un gesto a Inés para que se acercara. Cuando estuvo a su alcance, Martín la tomo de la mano. Ella no intentó retirarla.

—¿Sabes? De buena gana recibiría palizas mil veces peores que esta por tenerte a mi lado un solo instante; por que posaras tu mirada en mis pupilas; por recibir una caricia tuya, una sonrisa, un simple gesto… Me dejaría matar si de ese modo derramases una lágrima por mí. Te amo con toda mi alma. Te quise desde el mismo momento en que te vi.

La muchacha se separó bruscamente del herido. Se sentía turbada y confusa. Se quedaba sin aire, sin fuerzas, sin aliento. Se puso en pie y abandonó aquella habitación antes de que su interlocutor pudiera retenerla.

Inés llego al caserón de Arralde resollando igual que el fuelle de un herrero. Había ascendido a la carrera el prolongado repecho que mediaba entre el puentecillo que atravesaba el río Baztán, en las inmediaciones de Bozate, y la localidad de Arizcun. En su interior se entremezclaban la desazón y la alegría. En sus labios, quemaba aún el beso de Martín. Cuando cruzó el umbral se dio de bruces con su hermano, que acababa de regresar de un viaje que le había mantenido fuera varios días.

—¿De dónde vienes a esta hora? —inquirió Juan con gesto torvo.

—La madre Anastasia mandó que me distrajera —improvisó la chica—. Me aconsejó visitar a los enfermos.

El hombre pareció darse por satisfecho al escuchar aquella explicación. Ella enfiló escaleras arriba rumbo a sus aposentos. Se disponía a introducirse en ellos cuando una voz masculina resonó, tonante, a sus espaldas.

—¡Inés! La próxima semana conocerás a tu futuro esposo.