XIII
rizcun, fiel a su tradición y a sus
costumbres, celebraba con una algarabía desbocada el Martes de
Carnaval. La festividad del Carnaval, de gran arraigo entre los
vecinos, daba comienzo el domingo siguiente a San Antón y se
dilataba en el tiempo hasta la entrada de la Cuaresma. El primer
jueves a partir de dicho santo estaba exclusivamente dedicado a los
varones y se denominaba Gizakunde. Durante el segundo, que
llevaba por nombre Emakunde, eran las mujeres quienes
recibían todo tipo de atenciones, quienes reinaban, siquiera por
una efímera jornada, en la adusta localidad. En el tercero, llamado
Orakunde por los lugareños, el jolgorio y la alegría eran
generales, tanto para los hombres como para las féminas. El Domingo
y el Lunes de Carnaval, el Iñaute propiamente dicho,
diferentes cuadrillas de alborozados mozos, acompañados de
txistus, atabales y tambores, iban de casa en casa, tanto
en el centro como en los diversos barrios, recogiendo convites y
donativos; raro era el sitio en donde, poco o mucho, no se les
obsequiaba con algo de comer o de beber, con huevos o txistorra,
con sidra o vino. Las comparsas cantaban y bailaban ante la puerta
de los hogares más dadivosos, y el bullicio continuaba hasta bien
entrada la noche. El martes, salía Hartza, el oso.
Inés, encerrada a canto y a cal en el solar de Arralde, escuchaba las voces y la música cual si de un rumor lejano se tratasen. Aquel alboroto desmedido no constituía para ella sino un grotesco contrapunto a la tristeza que la invadía, que flagelaba su espíritu como una penitencia. Las puertas y las ventanas del palacio se encontraban rigurosamente clausuradas. Así mandaba la tradición que actuaran quienes habían perdido a un ser querido durante el último año.
La chica no había abandonado el edificio desde el instante en que le confesara a Juan que estaba embarazada. Su hermano, amén de castigarla así por ello, quería sustraerla de las miradas indiscretas de quienes les rodeaban, pues lo último que deseaba era que los arizcundarras se dieran cuenta de su estado. El amplio y oscuro traje negro contribuía eficazmente a aquella labor, ocultando su rostro y disipando las formas de su cuerpo que, a fuer de la verdad, aún no había engordado en demasía. Además, estaban las costumbres propias del duelo, que propiciaban el enclaustramiento y restringían, hasta hacerlo casi nulo, el trato con el vecindario. Fermina se había encargado de obtener el silencio de las sirvientas que conocían la verdad y nada de cuanto sucedía había trascendido más allá de aquellos muros. Los lugareños daban por sentado que eran cosas del luto y respetaban, comprensivos, el recogimiento de la familia del difunto Lope. Incluso los mozos que celebraban el Iñaute se habían abstenido de llamar a las puertas de Arralde, cuyos dueños, además, jamás habían sido excesivamente generosos con ellos.
Lo cierto era que la diosa fortuna parecía haberse aliado con Juan. Hacía una semana que los emisarios de los Mihura e Ybarra, tres individuos circunspectos, ataviados con coloridas chupas provistas de faldones y tocados con largas pelucas blanquecinas, habían abandonado el Baztán, adonde habían arribado con la intención de redactar y rubricar el contrato mediante el cual se oficializaba el enlace entre Vicente e Inés. El señor de la casa había puesto buen cuidado en colmarles con todo tipo de atenciones, en agasajarles a base de comilonas y libaciones, de cabalgadas y cacerías, de lisonjas y halagos. Los emisarios, bien por estar ofuscados por aquel cúmulo de deferencias, o bien porque así lo habían decidido de antemano, apenas pusieron objeciones a las cláusulas que su anfitrión procuró introducir durante la farragosa escritura del documento. El hermano de Inés salvó el instante más delicado, el de la entrevista con la chica, alegando que la aflicción causada por el reciente fallecimiento de su padre la imposibilitaba para platicar con desconocidos. Los sevillanos, que al contemplar a la muchacha quedaron satisfechos de la belleza del rostro que se vislumbraba bajo el velo y no repararon en la incipiente gravidez que anchaba sus caderas y abultaba su vientre, achacaron aquel retraimiento tanto a la pena debida a la orfandad como a las extrañas costumbres de aquellas verdes tierras que les despertaban una viva añoranza de la suya. Abandonaron el valle al día siguiente de la firma. Si todo transcurría como era debido, volverían a encontrarse en agosto.
Juan respiró satisfecho al verles marchar. Todo había salido mejor de lo esperado con aquellos tiesos leguleyos. Les había engañado. Ahora, quedaba por solucionar la segunda parte de aquel galimatías: deshacerse del ser que crecía en las entrañas de su hermana.
Todos sus esfuerzos por convencer a Inés de que abortara habían resultado completamente estériles. La joven se negaba a que su hijo no naciera y había amenazado con inmolarse si intentaba algo en su contra. Sor Anastasia, dispuesta a hacer lo que fuera por auxiliarle, le había proporcionado a Juan ciertas pócimas, de probada eficacia, merced a las cuales las mujeres acostumbraban a dar al traste con su preñez; pero la embarazada no transigía de ninguna de las maneras, y las hierbas y polvos que Fermina había introducido subrepticiamente en la comida no habían dado el resultado apetecido.
Por fin, después de innumerables sinsabores, de crispadas discusiones y de noches en vela, Juan de Arralde, el orgulloso, comprendió que no le quedaba otra salida y decidió llegar a un acuerdo con su hermana que conllevaría respetar su decisión y no oponerse a que el niño viniera al mundo.
Recapacitaba Inés acerca de las condiciones de aquel pacto mientras trataba de abstraerse del bullicio que llegaba del exterior atravesando los gruesos muros de piedra. Había consentido en aceptarlo a sabiendas de que aquella era, tanto para su hijo como para ella misma, la menos mala de cuantas soluciones barajaba. De pronto, el agudo sonido del txistu que alegraba la fiesta le recordó a su amado. Volvió a verle allí, tocando frente a la puerta de la iglesia de Elizondo, el día de la boda. Parecía haber pasado una eternidad desde entonces, aunque, en realidad, no habían transcurrido sino unos meses, los más felices y, a la vez, los más desdichados de su vida. Se preguntó por dónde andaría Martín, si aún la querría, si la echaría de menos lo mismo que ella a él. Le hacía al otro lado del océano, en esa tierra prometida adonde había querido llevarla para empezar una nueva existencia.
La chica entornó unos párpados que comenzaban a humedecerse poco a poco debido a la nostalgia que le producía lo que pudo haber sido y no sería. Su mano, pequeña y tibia, temblorosa, se introdujo por entre las negras vestiduras y se posó con delicadeza sobre el vientre. Estaba terso y abultado, suave como la piel de una manzana, como el pétalo de una azucena o el ala de una mariposa. Lo acarició con una ternura rayana en el deleite y aguzó los sentidos tratando de captar una serial. Sonrió. La vida crecía imparable en su interior. Notó un brusco movimiento en las entrañas. Creyó oír los latidos de aquel minúsculo corazón que palpitaba al unísono con el suyo.
Cerró los ojos y pensó en Martín. Evocó sus besos ardientes, sus caricias y abrazos, la indescriptible dulzura de su voz. Y deseó emocionada que su hijo se asemejase a él lo más posible, que tuviera su mirada luminosa, sus gráciles facciones, su sonrisa fácil… Anheló que poseyera su entereza, su generosidad, su alegría… Y soñó, sin llegar a estar dormida, que la semilla que germinaba en su interior se convertía, aunque ella no lo viera, en un enhiesto árbol profundamente enraizado en tierra fértil, en un roble frondoso bajo cuyas ramas anidaba la blanca paloma de la paz, de la esperanza, de la vida.
Martín entró en Arizcun en plena ebullición carnavalesca. Era la tarde del martes y la localidad estaba llena de gente que, ajena a las bajas temperaturas y al viento racheado que soplaba del norte, celebraba el punto álgido de aquellas festividades consagradas al goce. Un año más, Hartza, el oso, encarnado por un ebrio y fornido mozo envuelto en pieles de carnero, deambulaba por las calles propinando manotazos, empellones, abrazos que asfixiaban, a todos cuantos tenían la desdicha de cruzarse en su camino. Le acompañaba un variopinto cortejo de mozorros y de txantxos, que cantaban y bailaban sin cesar, con los pulmones espoleados por el vino y las piernas animadas por la música. Sonaba incansablemente el txistu, y los tambores percutían con ritmo endiablado. El cuidador llevaba sujeto mediante una cadena a aquel plantígrado, tan imponente y violento como uno real, que a veces se escapaba y ponía en desbandada a los curiosos; sobre todo a los escasos forasteros que osaban acercarse hasta la población, que no gustaba en exceso de visitantes.
El joven agote confiaba en que nadie le reconociera, ataviado de la guisa en que estaba. Había ennegrecido su blanca tez con corteza de árbol quemada y, además de un sombrero en la cabeza, portaba a modo de disfraz, igual que aquellos espantapájaros que protegían huertos y sembrados, uno de los sacos que, en las noches oscuras, solía llevar a la espalda, cargado de contrabando.
Beñat iba a su lado. La relación que unía a ambos muchachos se había tornado aún más estrecha tras la experiencia inolvidable del Larrún. El hecho de que el bozatarra regresara para contribuir al salvamento del caído cuando las cosas se habían puesto peliagudas le había granjeado el respeto y la admiración de los de Sara, que le habían acogido de buen grado, uno más de entre ellos, en aquellas veladas de sudor y sobresaltos. El herido había resultado ser el hermano menor de Etcheverry, que cumplía uno de sus primeros pasos de frontera, y la familia de este no perdió ocasión de demostrar al mozo su agradecimiento por lo que consideraban un impagable acto de valor que había contribuido a salvar la vida del más pequeño de los suyos. Además, había surgido una cuestión de no poca importancia: Beñat estaba interesado en Catalina.
En cierta ocasión, después de una de aquellas furtivas excursiones, Martín le había pedido a su compañero que entregase a su familia parte del dinero obtenido en los últimos tiempos y les hiciese saber que estaba bien. Había aceptado de buen grado el labortano, que se presentó en el domicilio de los padres de su amigo sin cursar ningún aviso ni encomendarse ni a nada ni a nadie. Al entrar en el barrio maldito, al darse cuenta del estado de las casas, poco más que chozas mal trazadas, de la tristeza y la resignación que reflejaban los rostros de cuantos encontraba en su camino, comprendió el contrabandista los sentimientos más profundos de Martín, quien, una vez superados los últimos temores que sellaban sus labios, le había relatado con todo lujo de detalles los pormenores de su injusta peripecia. Como la mayoría de los habitantes de esas tierras, él también había oído hablar de la existencia de aquel lugar, pero jamás había estado allí, no había tenido la oportunidad de conocer por sí mismo lo que ocurría en aquella aldea estigmatizada, borrada de los mapas por la insidiosa mano del interés, por los burdos prejuicios, por el odio. Aquello le reafirmó aún más aquellos ideales de cambio que en los últimos tiempos se estaban propagando por tierras francesas de manera imparable.
Llamó Etcheverry a la puerta del taller y entró sin aguardar contestación. Nicolás, encorvado sobre un yugo en el que trabajaba, le contempló entre sorprendido y asustado, y preguntó quién era. Al comprobar que venía de parte de su hijo todos los recelos se disiparon del mismo modo en que se diluye la niebla merced al sol de la mañana. Inquirió el carpintero, que no dejó de avisar a su mujer, sobre la suerte de su vástago. Su interlocutor respondió que se encontraba bien, que les extrañaba y les quería, que ansiaba reunirse con ellos, aunque, por el momento, no resultaba posible hacerlo. Luego, quitando importancia al acto, le tendió la bolsa repleta de dinero que le había entregado Martín.
Nicolás se negó en redondo a aceptar aquellas monedas que, a buen seguro, hubieran contribuido a mejorar su siempre precaria situación. Sus principios más hondos le impedían coger la plata que su retoño le enviaba, pues sospechaba que la había obtenido de modo fraudulento y aquello hería profundamente su orgullo de hombre honrado a carta cabal. Posó la vista en los ojos de Beñat y le preguntó cómo había amasado Martín aquel montante. El labortano mantuvo la compostura y contestó que a base de esfuerzo y de sudor, que podía sentirse orgulloso de su hijo, a quien calificó como joven valiente y generoso, como amigo. El carpintero agradeció en lo más hondo aquellas palabras y, con una sonrisa emocionada, le rogó a su interlocutor que cuidara del chico.
Se disponía Etcheverry a abandonar la casa cuando apareció Catalina, que venía de la fuente con un cántaro lleno de agua sobre la cabeza. Cruzó el mozo una fugaz mirada con la chica, que bajó la frente, azorada. Él, deslumbrado por aquella belleza recatada, con el corazón palpitando sin compás, pretextó una repentina sed y se hizo invitar al interior de la vivienda. Mientras daba cuenta de la sidra que Ana, la madre de su amigo, sacó de la barrica, observó de soslayo cómo la joven aparentaba ocuparse en algo en una habitación contigua. Volvieron a intercambiar una sonrisa furtiva. Con una voz que no parecía la suya, dijo que ya era tarde y que la noche se le echaría encima antes de conseguir llegar a Sara. Nicolás le invitó a pasar la noche en su humilde morada. Catalina esbozó un guiño antes de entrar en la cocina.
Nada había contado el osado contrabandista acerca de todo aquello, pero Martín, complacido, adivinaba que un sentimiento que a él le resultaba familiar comenzaba a fraguarse en el alma de su camarada, ya que este le había preguntado, como de pasada, acerca de su hermana en más de una ocasión.
Pero todo eso había acontecido antes de aquella helada tarde, hacia varias semanas. En Arizcun finalizaba el carnaval. Los vecinos, frotándose las manos para ahuyentar el frío, comenzaban a congregarse en los aledaños de la plaza, deseosos de asistir a la representación de la sagar dantza, el baile de la manzana.
El bozatarra intentaba superar el temor que le embargaba, que agarrotaba sus miembros y constreñía sus pensamientos. Adivinaba que, si alguno de los lugareños le reconocía, lo pasaría mal. Había conminado a Beñat para que no le siguiera en aquella insensata correría, pero el saratarra se mofó de él, diciéndole que por nada del mundo querría perderse ver cómo le linchaban y colgaban de un árbol su cadáver. Él se encogió de hombros, agradeciéndoselo secretamente. Habían llegado poco después del mediodía y se habían mezclado con la multitud sin perdida de tiempo.
Antes de entrar en el pueblo, Martín se había empeñado en cruzar ante la casa de su amada. El palacio de Arralde, como correspondía a una vivienda afectada por el luto, se encontraba completamente clausurado. Puertas y ventanas estaban atrancadas y una gran tela negra pendía en el lugar más visible de la fachada principal. También el escudo ajedrezado del linaje se hallaba oculto por un paño oscuro. El muchacho apretó los puños y maldijo para su fuero interno. Su corazón indómito se sublevaba al saber a Inés allí, tan cercana y tan distante al mismo tiempo. Ansiaba reunirse con ella, besarla, ver su rostro. A punto estuvo de gritar su nombre a los cuatro vientos. Etcheverry le alejó antes de que cometiera una locura.
La explanada, el mismo solar arbolado en donde había protagonizado aquel escándalo mayúsculo el día de San Juan, se aprestaba para acoger el grácil baile que ponía colofón al carnaval. Sonó la música del txistu. Cuatro mozos, ataviados de un blanco inmaculado, cuya cabeza estaba coronada por un capirote puntiagudo, engalanado con cintas de colores llamativos, comenzaron a ejecutar diestramente los cadenciosos movimientos de aquella danza. Sus manos sostenían sendas manzanas, verdes y sanas, saludables, que arrojarían al aire al terminar.
Martín aprovechó un despiste de su compañero para abandonar el centro de la localidad y encaminarse nuevamente hacia el solar de Arralde. Su corazón enamorado albergaba la esperanza de que Inés se asomara a una ventana. Necesitaba verla, aunque tan sólo fuera durante un momento.
Anduvo igual que un alma en pena, como un lebrel hambriento o un vagabundo menesteroso de cariño, por los alrededores de la casa de su amada. El cielo estaba encapotado y amenazaba lluvia. Soplaba un viento helado que le obligó a agachar la cabeza y calarse el sombrero. Miró hacia la fachada. La puerta era una muralla oscura. Las contraventanas estaban tan cerradas como el corazón de los perlutas.
Finalmente, cuando ya se hallaba a punto de abandonar la observación, cuando de disponía a ir en busca de su amigo para regresar a Sara, percibió un ruido proveniente del caserón. Se giró sobresaltado: una de las claraboyas del piso segundo estaba abriéndose, produciendo al hacerlo un chirrido apelmazado. Aguzó las pupilas y, con el alma en un puño y el corazón en vilo, esperó a ver lo que pasaba. Una figura, frágil y menuda, se asomó se repente y se quedó apoyada en el alféizar, con la cabeza gacha y los brazos cruzados, como atendiendo a los sonidos que llegaban del pueblo que apuraba la fiesta. Era una mujer. Tardó sólo un segundo en darse cuenta de que no se trataba de su amada, sino de Isabel.
Ambos jóvenes cruzaron una mirada en el plomizo claroscuro de la noche que caía. El agote leyó en la expresión la cara de la hija de Yrigoyen, cuyo pálido semblante se descompuso víctima del asombro, que esta le había reconocido pese al disfraz. Martín creyó atisbar cómo ella le dirigía un gesto apresurado antes de desaparecer en el interior del edificio.
Durante algunos minutos no ocurrió absolutamente nada, no se escucharon las temidas voces, ni ruidos de pisadas, ni gritos de alarma. Dudaba el muchacho sobre si echar a correr cuando la mujer regresó al tragaluz y, haciéndole señas para que se acercara, arrojó algo al exterior antes de cerrar. Se aproximó con cautela y se agachó para recoger el objeto. Se trataba de un pañuelo de lino en cuyo dorso la mujer había garrapateado algunas frases. El chico se desesperó. No sabía leer.
Ya era de noche cuando el agote volvió a la plaza del pueblo. Los arizcundarras cantaban y bailaban, eufóricos, al alegre compás del tamboril. El oso había desaparecido y no regresaría hasta pasado un año, el siguiente martes de carnaval. Ladeó la cabeza y divisó a Beñat entre la multitud. Su amigo estaba preocupado por su suerte y le recriminó con duras palabras por haberse marchado sin avisar. Martín, que no se molestó en contestar, sacó la nota de entre sus ropas y se la tendió, impaciente, desistiendo de aportar aclaración alguna. En el mismo momento en que el sorprendido Etcheverry iba a comenzar a descifrar la misiva, se alzó una voz de alarma en la explanada. Todas los cuerpos se giraron hacia donde indicaba quién había gritado. Un resplandor rojizo iluminaba el cielo en la distancia. Se demudó el rostro del agote; flaquearon sus piernas; se estremeció su cuerpo lo mismo que una hoja. Supo dónde ocurría aquel incendio. Tuvo una lúgubre premonición.
Los dos amigos arribaron a Bozate boqueando a causa de la apresurada carrera. Resultaban grotescos con sus disfraces y sus sacos, con sus rostros tiznados, sus sombreros. El presentimiento del muchacho no había sido errado. El barrio entero se había congregado ante la casa de Nicolás, que ardía por los cuatro costados. Los vecinos se habían afanado en cuerpo y alma por apagar el fuego, mas todos sus esfuerzos resultaron baldíos y ahora contemplaban impotentes, con las llamas reflejándose en sus ojos atónitos, cómo el edificio del carpintero, casi todo de madera, al igual que el resto de las edificaciones de la aldea, se convertía en una siniestra columna de humo negro que ascendía hacia la inmensidad aún más oscura del firmamento.
Martín sintió que su corazón se detenía. Con el gesto crispado por la rabia buscó a sus seres queridos entre la concurrencia. Le costó hallar a su hermana, que lloraba desconsoladamente, arropada por los brazos de varias de sus primas. Intuyó que sus padres, seguramente dormidos, no habían podido abandonar a tiempo la vivienda. Tuvo ganas de matar. De morir.
Echó a correr hacia la pira, pero su compañero anduvo presto y consiguió interceptarle justo antes de que el tejado se desmoronara sobre el piso. Era imposible que se hubiera salvado nadie. El rugido desgarrado que surgió de las entrañas de Martín provocó que los presentes se girasen hacia él. No parecieron sorprenderse en demasía de verle allí. Catalina, al reconocerle, corrió hasta donde estaba y se arrojó en sus brazos sin cesar de llorar. La acarició con dulzura, tratando de calmarla.
Cuando el llanto quebrado de la chica se convirtió en un gemido entrecortado, el joven le preguntó por la causa del incendio, pero ella no fue capaz de contestar, se encontraba en el interior de la morada cuando esta empezó a arder. Entonces, se giró hacia los cabizbajos vecinos y repitió la cuestión a voz en grito. Nadie respondió. Tan sólo se topó con un manso silencio de corderos, con unos ojos que horadaban el suelo, con unas caras que se volvían con vergüenza hacia otra parte. Aquel mutismo amedrentado contestó a sus interrogantes con más claridad que una avalancha de palabras. Sintió como si le clavaran un puñal en plena espalda. Las llamas continuaban crepitando en la frialdad infinita de la noche.
De improviso, Martín se acordó de la misiva que había lanzado Isabel, la cuñada de su amada, desde la ventana del palacio de Arralde. Continuaba en manos de Etcheverry, que aún no había tenido ocasión de desvelarle su contenido. Un pensamiento oscuro asaltó su cerebro.
—¿Qué ponía en esa tela? —exclamó bruscamente. Su amigo calló. El agote, fuera de sí, ebrio de ira y de impotencia, le agarró por la pechera y le zarandeó con energía—. ¡Dime lo que ponía! ¡Dímelo ya! —Beñat fue incapaz de sostener la mirada.