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el sol se escondía tras los montes cuando Martín abandonó el remanso en que se había dado un baño. A escasa distancia, entre árboles sin hojas y peñas afiladas, bramaba con estrépito la cascada de Xorroxin, el húmedo paraje en donde tenía su nacedero el Gorostapalo, arroyo que, tras juntarse con el Aranea en la cercana Errazu, se convertía en el río que le otorgaba su nombre al Baztán. Una vez abandonado el valle, aquella corriente pasaba a llamarse Bidasoa y hacía de frontera hasta su desembocadura en el Cantábrico. El agua estaba fría; el corazón del joven ardía de impaciencia. Esa misma noche iba a encontrarse con Inés.

Oculta tras un roble, Catalina vigilaba atentamente la senda que conducía hasta aquel apartado rincón. No se veía a nadie, ni se atisbaba peligro alguno. Se escuchaba el sonido de los primeros pájaros nocturnos.

La moza había pasado los dos últimos días junto a su hermano en la localidad bajonavarra de Baigorri, al otro lado de la muga. Allí, el muchacho, que parecía sumido en un estado de ansiedad que le impedía hasta dormir, había tratado de recuperar las energías, de despojarse de la costra de dureza que la vida a la intemperie le había adherido tanto en la piel como en el alma. Había salido de su casa con el pretexto, no del todo falaz, de que Martín requería su presencia antes de marchar en busca de otras tierras. Al tiempo de partir, sus padres le habían hecho entrega del modesto capital ahorrado a lo largo de muchos años de trabajo y privaciones. Al recibir aquellas monedas, Martín, sabedor de cuánto habían sufrido los suyos para juntarlas, se prometió que les resarciría con creces en cuanto la vida le brindara una oportunidad.

El agote se rasuró la barba, visitó a un sastre, ingirió algo caliente y mitigó la fatiga de aquellas últimas semanas sobre un lecho mullido. En la posada se registraron como familiares en tránsito. Nadie preguntó nada. Estaban habituados a albergar a gentes dedicadas al turbio menester del contrabando. Esa misma tarde, tras dos jornadas de reposo, habían cruzado la frontera haciendo uso de veredas que los lugareños no acostumbraban a hollar. El otoño estaba siendo seco y apacible, y el barro y las crecidas no impedían el paso por aquellos senderos de ganado y furtivismo.

Catalina bajó la mirada con pudor al ver cómo su hermano se acercaba, totalmente desnudo, hasta donde ella estaba. Había colocado sus ropas sobre una piedra orientada hacia el sur. Él se vistió con parsimonia: primero el pantalón y la camisa, ambos de color negro; luego, el cinturón y, por fin, las botas que le había comprado la mañana anterior a un buhonero. Como colofón, se echó por encima de los hombros una capa igualmente apagada. Se le veía relajado. La inquietud de los días precedentes había desaparecido por completo.

La chica cogió el hatillo en el que se encontraba el atuendo que debía ponerse y buscó un arbusto para obtener intimidad. En breve se dirigirían hacia Arizcun por un camino que nadie transitaba a aquellas horas. La noche sería oscura. No habría luna que pudiera delatarles. Mientras se ataviaba, vio a Martín esconder sus pertenencias en el interior de un tronco hueco. Volvería a recogerlas justo al alba. También creyó atisbar cómo guardaba algo entre sus ropas. Era metálico y brillaba a la luz mortecina del ocaso. Sintió un temblor en su pecho. Supo que se trataba de un cuchillo.

Juan de Arralde contempló a través del cristal de la ventana cómo su hermana y su consorte se alejaban del palacio en dirección a la iglesia. Isabel llevaba un candil en la mano, mientras que Inés portaba la cesta de mimbre que contenía cuanto se utilizaba en una ofrenda: el pan, el tapete de lino, la argizaiola que habría de arder durante toda la noche sobre la tumba en la que reposaban tanto Lope como el resto de sus antepasados. El adusto varón siguió con la mirada a ambas mujeres que, vestidas completamente de negro, con la cabeza cubierta por el velo, se le antojaron figuras fantasmagóricas; un par de almas en pena recién salidas del purgatorio. Las perdió de vista antes de que llegaran a la plaza.

El rostro de Juan se ensombreció. Se sentía intranquilo. Tenía una corazonada que no le dejaba estar en paz. Subió a paso ligero hasta sus aposentos, se caló el sombrero y, tras ponerse una capa, abrió el arcón tachonado que reposaba en una esquina. De su interior extrajo un afilado espadín y dos pistolas. Se afanó en cargar aquellas armas. Su responsabilidad estaba clara. No podía consentir que aquel par de mujeres, apenas unas niñas indefensas, pasasen la noche en la parroquia sin protección alguna. ¿En qué lugar quedaría si a ellas les sucediera algo? ¿Qué pensarían de él sus convecinos?

Las dos cuñadas se detuvieron un instante ante la puerta de la iglesia. El cielo estaba orlado por un collar de estrellas que la falta de luna tornaba aún más brillantes. Un viento tibio hacía danzar las pocas hojas que todavía permanecían en los árboles. Ululaban las lechuzas a lo lejos. Se escuchaba el aleteo de los murciélagos, el ladrido lejano de algún perro.

Inés sintió un escalofrío. Pese a ello, su corazón no albergaba miedo alguno: se encontraba serena, decidida a seguir adelante pasara lo que pasase. Durante el trayecto no había cruzado una sola palabra con Isabel, que abría la marcha manteniendo la lámpara alzada ante su cara. La esposa de su hermano se veía pálida y temblorosa, como si estuviese enferma, como si fuera a derrumbarse en cualquier momento. La observó de soslayo y comprendió su sufrimiento y su congoja. Lo que ahora hacía atentaba contra todo lo que le habían enseñado a respetar: la religión lo condenaba, la sociedad lo censuraba… Estaba siendo cómplice de un delito inconfesable, de una ignominia, tanto contra lo humano como contra lo divino, que habría de pagar tarde o temprano, en esta vida o en la otra. No se le ocultaba lo mucho que su cuñada arriesgaba al ayudarla. La reacción de Juan, si este descubría qué pasaba, sería impredecible. Nunca la perdonaría. Le agradeció secretamente su amistad y se juró estar a la altura de ella.

La joven hizo un gesto y ambas mujeres accedieron al interior del recinto sagrado. El eco distorsionaba los sonidos. Una ráfaga de viento estuvo a punto de apagar la llama que iluminaba su camino. Anduvieron con paso quedo entre los reclinatorios alineados en la nave, hasta arribar a la sepultura que contenía el cuerpo de Lope. Inés se persignó. Creyó escuchar un ruido. ¿Sería él? ¿Habría aparecido ya? Deseó que estuviera esperándola, pero también que no acudiera, que enviara a su hermana con el mensaje de que ya no la amaba, de que había tenido que irse lejos, de que no le aguardase pues jamás volvería. Se acuclilló sobre la tumba familiar y colocó la argizaiola encima de la losa. La contempló mientras se disponía a prender el extremo de la espiral de cera. Era exquisita, de la mejor madera, con filigranas y cruces finamente talladas en los extremos. ¿A cuántos de los de Arralde había alumbrado antes de aquella noche? ¿Quién la había confeccionado? Ignoraba ambas respuestas. Antes de darle fuego, rezó un emocionado padre nuestro para rogarle a su progenitor que la perdonara por lo que estaba a punto de hacer.

Justo cuando encendió la llama, escuchó que una voz susurraba su nombre en la oscuridad. No tuvo dudas. Era él. Su pecho se encogió. Su corazón comenzó a galopar cual si fuera un caballo desbocado. Martín, su amor, su gozo y su martirio, su vida y su agonía, su paraíso y su infierno. Había llegado el anhelado y temido trance del encuentro. El joven agote estaba allí, llamándola desde un rincón sombrío. La sangre de sus venas era lava y era plomo. Sintió su ánimo vacilar, pero logró sobreponerse: si había llegado tan lejos no era para echarse atrás en el último momento. Se encomendó tanto a Dios como al Diablo y giró la cabeza hacia Isabel, que asintió en completo silencio. Ambas sabían cómo obrar. Se apagó el quinqué por un instante.

Juan avanzaba sin apenas hacer ruido por la vereda que conducía hasta la iglesia. Era el mismo camino malhadado por el que, hacía apenas dos semanas, habían llevado en volandas el cadáver amortajado de su padre. Todavía permanecían frescos los recuerdos en su mente: la solemnidad infinita del cortejo, las oraciones, los lamentos de las plañideras, que él había pagado, resonando en el aire cargado de emoción… Lope… ¿Había sido realmente un hombre probo? ¿Había cumplido su misión? No estaba bien seguro de ello. El caserón, cuna y tumba de todo su linaje, origen, meta, razón misma de existir de los Arralde, se mantenía arrecho pese a los vientos de cambio que soplaban en el valle. No era escaso aquel bagaje aunque, en el fondo, presentía que tanto la influencia como la reputación de la familia no habían dejado de menguar bajo la égida del finado. Aun así, resultaba forzoso reconocer en su descargo que había sido el único varón de su generación, lo cual, obviamente, no había ayudado en demasía a la sagrada tarea de engrandecer el nombre y el patrimonio de los antepasados. Él se encontraba en idéntica situación.

Juan pensó en Miguel, su hermano mayor, fallecido cuando ambos eran niños. Era el primogénito, el destinado a recibir sobre sus hombros la pesada carga del mayorazgo. ¿Lo habría hecho mejor? ¿Estaba más capacitado para llevar a buen puerto aquella nave a través de los mares agitados del presente, de los océanos ignotos del futuro? Lo desconocía. Había olvidado casi todo cuanto le concernía. Tan sólo se acordaba de un mozalbete altivo y espigado que le golpeaba a cada instante, que le negaba el pan y la sal, que le impedía acercarse a Lope y disfrutar de sus favores. También creía recordar que se había alegrado al verle muerto, al sentir que su padre, imponente, sombrío, magnífico cual ser mitológico, le apretaba contra el pecho de un modo en que jamás lo había hecho. Nunca volvió a sentirle tan cercano. Luego, apareció aquella mujer, una muchacha, hermosa como un lirio, a quien le dijeron que debía llamar madre. Nadie se hacía a la idea de la intensidad con que odió a su progenitor por haberse casado con ella, por haberla llevado a aquella casa para poner patas arriba el último tramo de su infancia. El niño que era entonces no fue capaz de conciliar el sueño durante muchos meses. Nada más cerrar los ojos se le aparecía el rostro de alabastro de la recién llegada. En la soledad infinita de la alcoba aspiraba noche tras noche su perfume embriagador, escuchaba su risa cantarina, se turbaba con el fulgor de su mirar. Desconocía si ella alcanzó a adivinar su loco amor de adolescente, aquella pasión abrasadora que le llevó a seguirla a todas partes, a espiarla a través de las rendijas, que despertó el deseo de asesinar a su padre para que fuese únicamente suya. Sólo sabía que murió poco después, al traer al mundo a Inés, su vivo retrato, la hermanastra cuya imagen no lograba apartar de su cabeza, la joven con la que soñaba cada noche; el ser, frágil y enorme, en quien pensaba mientras yacía con su esposa.

Arribó a las inmediaciones de la parroquia intentando desterrar de su cerebro aquellos sentimientos que dolían, que sabían a hiel y quemaban como el fuego. Se acercó al frontispicio, entreabrió con cuidado la puerta y aguzó la vista tratando de horadar la negrura. Al fondo, cerca del altar mayor, estaba la tumba de los suyos. Sobre ella chisporroteaba la llama mortecina de una argizaiola. Distinguió dos cuerpos arrodillados junto a la lápida. Rezaban en voz baja. De pronto, el viento trajo el aullido de un lobo. Notó un escalofrío recorriendo su espalda. Sus manos buscaron instintivamente las pistolas.

Martín e Inés se contemplaron largamente en el silencio oscuro de la noche. Sus pupilas refulgían igual que ascuas. Sus corazones palpitaban como si fueran a abandonar el pecho. Habían buscado abrigo en una vieja borda cercana al pueblo. La ley obligaba a que aquellas cabañas, utilizadas para albergar ganado, tuvieran siempre las puertas abiertas. Allí, bajo los abedules ya desnudos, al socaire de aquellos muros ruinosos, había dispuesto el destino que tuvieran su tálamo nupcial.

—Vida mía… —susurró el agote con voz arrebatada. Ella le calló posándole el dedo en los labios. No deseaba que las simples palabras deslucieran la intensidad sin par de aquel momento. Sus manos se movieron en pos de las de él, a las que se aferró con la misma desesperación repleta de esperanza con la que un náufrago se ase a la última cuaderna de la nave a punto de ir a pique. Se estremeció de arriba abajo. Le parecía que de la piel del muchacho surgía un calor que la llenaba de bienestar, de confianza, de sosiego. Martín posó los labios en su boca y la besó con delicadeza. Inés temblaba igual que una hoja al viento.

—No temas —musitó él—. Te quiero…, te querré siempre.

Ella sonrió imperceptiblemente. A pesar de que sus ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra, la noche oscura y estrellada hacía que fuera más lo que se adivinaba que lo que se alcanzaba a vislumbrar. Él se despojó de la camisa y, después, pausadamente, con movimientos temblorosos, en cierto modo torpes, liberó a su amada de las pesadas vestiduras que el fallecimiento de Lope la condenaba a llevar durante años.

Contuvo el aliento al observarla. Era como si deseara fijar aquella imagen en su mente, como si procurara grabarla con todo lujo de detalles para no olvidarla jamás, para convocarla en las vigilias infinitas que por fuerza le esperaban en su vida sin ella. Inés seguía allí, arrodillada frente a él, igual que había venido al mundo; su piel nacarada concitaba la claridad mortecina de los astros que se filtraba por el techo arruinado, un resplandor sobrenatural que parecía emanar de aquella menuda anatomía, de aquellos ojos limpios y profundos, de aquellas facciones que eran a la vez de demonio y de ángel. La muchacha bajó la mirada al sentirse desnuda. Su vientre era liso; sus piernas, bien formadas; sus pechos, diminutos. Él intuyó los rubores que trepaban a sus mejillas y sintió que su corazón explotaba a causa de la dicha. Se aproximó todavía más a ella y rodeó su talle con los brazos. Escuchó sus latidos acelerados. La joven tiritaba, aunque no era de frío. Se llevó las manos a la cabeza y se soltó el cabello, que cayó en catarata sobre los hombros.

La contempló en silencio, maravillado de que fuera tan hermosa, de que estuviese allí, con él.

—Aún estamos a tiempo —dijo sin convicción, únicamente por que su voz le pellizcase, haciéndole saber que no era un sueño.

Ella sonrió y le miró a los ojos. Aquellas palabras habían terminado de disipar la neblina de recelos que persistía en los más hondos recovecos de su alma. El hombre a quien amaba se encontraba allí, ansioso junto a ella, rebosante de cariño y de ternura.

Martín extendió su capa sobre el suelo cubierto de helechos que, a veces, acogía al ganado. Momentos después, ambos jóvenes se dejaron caer, entrelazados, sobre aquel mullido lecho de hojarasca. Y, sin dejar de abrazarse un solo instante, sin que nada ni nadie les turbara, dieron comienzo a una vorágine de caricias y de besos, de susurros y gemidos, de saliva, de semen, durante la cual los dos se hicieron uno. Fue aquel un viaje sin retorno en el que, ebrios de amor y de ganas, de pasión y de arrebato, se arrojaron, a ciegas y sin red, por una sima voluptuosa, por un húmedo túnel del que resultaba imposible salir indemne.

Martín e Inés yacían abrazados sin otro abrigo que sus propias pieles, húmedas a causa del sudor y del rocío. Los pájaros anticipaban el alba con su canto, titilaban todavía las estrellas. Hacía frío, aunque ellos apenas lo notaran. Se hallaban completamente exhaustos, agotados por el largo y gozoso combate que habían librado sus cuerpos, sus almas, sobre aquella alfombra de hojas muertas por la que resbaló la sangre de la chica.

Tanto una como otro se sentían dichosos y satisfechos. Estaban embebidos de una indefinible sensación de plenitud que les colmaba, que rezumaba por todos y cada uno de los poros, aún dilatados, de su dermis. No hablaban. Todo se lo habían dicho ya, unas veces con palabras y otras sin ellas, a lo largo de aquellas horas, eternas y fugaces, que ninguno de los dos olvidaría nunca.

Se tomaron de las manos y se fundieron en un último beso. Ya no quedaba tiempo. Había llegado la hora de que el embrujo se rompiese. Ambos sabían que no podían prolongar más aquel momento. Inés se apartó un poco y, tras sacudir las hojarasca que se había adherido tanto a su piel como a las telas, comenzó a ponerse el traje de luto que, en la penumbra, bien podía confundirse con el que portaba la hermana de Martín, quien la había suplantado en el interior del templo. Cuando él también estuvo listo, caminaron en silencio hacia el centro del pueblo.

Poco antes de llegar a las inmediaciones de la iglesia, los sentidos de Martín, agudizados por la furtiva vida en la montaña, dieron la voz de alarma; su instinto, lo mismo que el de un lobo, le avisaba de una presencia extraña, de un peligro inminente. Le indicó a la muchacha que aguardase y se acercó con gran sigilo. Allí, merodeando impacientemente junto al pórtico, había un hombre vestido con una capa oscura. Sus manos empuñaban sendas pistolas. No tuvo dificultad para adivinar quién era.

Regresó hasta donde esperaba la joven y explicó la situación. Inés se asustó mucho, más por Isabel y por Catalina que por sí misma; ya poco importaba lo que le hiciese su hermano.

El agote parecía pensativo. Dentro de poco, con las primeras luces, los vecinos de Arizcun despertarían dispuestos a afrontar el nuevo día. No debían permanecer allí, expuestos a sus miradas. Por otra parte, tampoco podían penetrar en la iglesia sin que Juan les descubriese. Tenía que cambiar a Catalina por Inés y alejarse de la localidad sin que nadie se percatara del engaño. La chica escrutó atentamente el rostro de su amado. Estaba lívida y temblorosa. Él habló con voz calma.

—Iremos hasta la parte lateral de la parroquia y entraremos por la puerta que usan los de mi raza. Tu hermano no la vigila. Para él es como si no existiera.

La joven sonrió con inquietud. Aquella era su única posibilidad.