IX
urante los siguientes días, el ánimo de
Inés osciló entre la tristeza y la impaciencia. Todo en torno a
ella era deriva y desazón. Los instantes en los que su corazón se
desangraba a causa del dolor producido por la pérdida del padre, se
entremezclaban con otros llenos del desasosiego que le insuflaba lo
que iba a hacer dentro de poco. En ocasiones, el ansia por reunirse
con Martín la invadía, poniendo en ebullición la sangre de sus
venas. Necesitaba sus caricias y sus besos, su risa, su consuelo,
aquel fulgor que emanaba de sus ojos azules y que la hacía creerse
diferente al resto de las hembras. A veces soñaba con él. Su
presencia era tan nítida, tan real, que al despertar aspiraba su
fragancia y se extrañaba de que no estuviera allí, tendido junto a
ella. Aquello no podía ser normal. Nadie la había preparado para
eso. En el cenit de su desorientación llegó incluso a pensar que se
hallaba afectada por un oscuro sortilegio. Se veía igual que una
mariposa atrapada en una tela de araña. Se rumoreaba que en su
familia materna se había practicado la hechicería. También se decía
que los agotes eran taimados y astutos, que recurrían a cualquier
superchería con tal de conseguir sus objetivos. No obstante,
enseguida echó a un lado aquella idea: su madre había fallecido al
poco de nacer ella, y en Martín no encontraba sino a un ser
maravilloso que nunca le causaría daño. Lo que ocurría era algo tan
simple y tan complicado al mismo tiempo como que estaba
enamorada.
Un día, después de la comida, su hermano exhibió un sobre lacrado en cera roja. Tanto Inés como su cuñada aguardaron sin atreverse a preguntar. Juan adivinó su extrañeza.
—Es de tu prometido.
—Y, ¿qué noticias nos envía don Vicente de Mihura e Ybarra? —preguntó la muchacha con un retintín que molestó a su interlocutor. Isabel adoptó el papel de convidado de piedra.
—Me refiere el estado en que se encuentran los preparativos de vuestra boda.
—¿Quién de los dos tiene más prisa por que nos desposemos, él o tú?
El nuevo señor de Arralde contempló a su hermana con expresión de enfado. Le zahería el timbre desafiante de la chica. También le disgustaba que aquella mocosa hubiera comenzado a tutearle, aunque decidió dejarlo pasar por esa vez. Lo cierto era que el sevillano le urgía a fijar una fecha para la ceremonia. Se atisbaba entre líneas que si en un plazo razonable Vicente no se casaba con Inés, de cuyos encantos y genealogía le había hablado profusamente a su progenitor —quien, por otra parte, se había apresurado a recabar informes sobre la chica y su familia y parecía aprobar aquella unión—, la cuestión de la herencia quedaría en suspenso. Juan tenía sus propios planes. Sabría utilizar en su provecho aquella situación. Los sentimientos carecían de importancia.
—Es lo pactado —sentenció—. Y las gentes de esta casa siempre han tenido a gala el cumplir su palabra.
La joven le miró. Parecía leer los pensamientos que cruzaban por la mente de su hermano.
—¿Conoce ya mi pretendiente que nuestro padre ha muerto? ¿Ignoras tú que debo guardar luto durante un mínimo de tres años?
Él tomó aliento antes de responder. Estaba preparado para aquella eventualidad.
—He hablado con el párroco, y este, a su vez, se ha puesto en contacto con sus superiores de Pamplona. También he recabado la opinión de sor Anastasia, y la de Isabel, aquí presente —al decir esto, miró a su esposa, que seguía la conversación con la cabeza gacha—. Todos, incluso Fermina, que te quiere lo mismo que a una hija, se muestran de acuerdo: lo mejor para ti es que contraigas matrimonio según lo previsto; el amor y la distancia te ayudarán a mitigar el sufrimiento, te procurarán alivio y compañía. Hay que pensar en tu futuro, en tu felicidad. Ellos se ocuparán de conseguirte una dispensa para que puedas casarte con quien nuestro padre dispuso.
—Te agradezco profundamente tus desvelos, hermano —repuso ella con el mismo tono gélido—, pero mi dicha a nadie atañe más que a mi. Deseo observar con todo rigor el duelo que le debo a nuestro progenitor.
Juan la contempló con el cerio fruncido. Sus palabras no admitían réplica:
—No tienes por qué dejar de hacerlo. Te casarás de negro.
Ya casi atardecía cuando Catalina retornaba a Bozate después de haber efectuado unos encargos por cuenta de su padre en la cercana Errazu. El herrero de la localidad, un hombretón curtido por el trabajo en la fragua que observaba a la chica con ojillos brillantes, había confeccionado diversas herramientas que el carpintero, ocupado en un encargo de última hora, no había podido acudir a recoger. La marcha de Martín había constituido una auténtica calamidad para la humilde familia. Amén del vacío dejado en sus corazones por su ausencia, la falta del muchacho les privaba de una ayuda necesaria, lo mismo en casa que en el taller, cuya actividad precisaba de manos hábiles, como las que él poseía. Nicolás y su esposa habían traído al mundo más descendencia que la pareja de vástagos que aún les quedaba, pero sus retoños habían ido muriendo uno tras otro, debido a diversas causas: los que vivían eran los más pequeños, los últimos en nacer. Al carpintero, que comenzaba a acercarse poco a poco a la vejez, se le planteaba ahora un grave dilema; ¿a quién enseñar el oficio, a quién legar, cuando el tiempo o la enfermedad le impidieran seguir trabajando, su modesto obrador? Algo en su interior le decía que Martín no volvería. Tendría que encontrar un marido adecuado para su hija, un agote honrado que la hiciera feliz y la sacase adelante con el sudor de su frente; alguien que amase y comprendiese la madera, que quisiera y tratara a Catalina del mismo modo en que él lo hacía. No estaba dispuesto a entregársela a cualquiera.
Caminaba la moza frente a un robledal cuando escuchó una voz en la espesura. No tuvo dudas. Era su hermano quien pronunciaba su nombre. Su corazón dio un vuelco. Giró la cabeza en todas las direcciones y, cuando se aseguró de que no había nadie, se internó en la foresta y corrió gozosa al encuentro del joven.
Se abrazaron igual que niños hasta terminar rodando por el suelo. Las lágrimas humedecieron las mejillas de ambos. Ella le observó con detenimiento. Martín lucía una barba cerrada, del mismo color que las hojas resecas que cubrían el terreno. Se le antojó más alto, más fuerte, más adulto quizá. La vida a la intemperie le había endurecido, estaba convirtiéndole en un hombre hecho y derecho. El joven leyó en las pupilas de la chica aquellos pensamientos.
—¿Qué te ocurre, hermana? Es como si estuvieras delante de un fantasma.
—No sé…, te noto cambiado…
—Aún sigo siendo el mismo cascarrabias que te ayudaba a subir a la copa de los árboles para coger manzanas, el que te defendía cuando los mocosos de Arizcun se metían contigo al acercarte al pueblo —de improviso, el semblante de Martín se tornó serio; su voz, emocionada—. Pase lo que pase, estemos donde estemos, siempre me encontraré a tu lado. No conseguirán que dejemos de querernos. Jamás olvides eso.
Catalina apenas logró contener el llanto.
—No tendrías que haberte acercado tanto. Siguen buscándote.
—No debes temer nada. Esos perlutas engreídos no lograrán atraparme. Antes de que se den cuenta, me habré marchado de aquí, con ella.
—La he visto. Sé que piensa en ti.
—Si me amara tan sólo la mitad de lo que yo a ella sería el ser más feliz del universo. La quiero con toda mi alma.
La chica bajó la cabeza, entristecida.
—¿Qué te sucede? —preguntó él.
—Me gustaría que alguien sintiera lo mismo por mí.
Martín sonrió con dulzura.
—Aún eres demasiado joven, pero no dudes de que llegará el momento. Eres hermosa e inteligente, tienes un corazón de oro… Si en esta tierra los mozos son tan estúpidos que no se dan cuenta de eso, yo mandaré a buscarte desde donde quiera que me halle.
Catalina se abrazó con más fuerza al cuerpo del muchacho.
—He de contarte lo que ha ocurrido desde tu marcha. Vinieron unos hombres…
—No necesitas decir nada. Mi amigo Joanes, el de Petrilarena, me puso al corriente de todo… le encontré en Aldude, en el mercado. Ahora, hermana mía, quiero pedirte ayuda. Vi la señal en el árbol.
—Sólo tienes que decirme lo que necesitas.
—Dentro de poco, cuando no haya ni luna ni estrellas en el cielo, me encontraré con Inés. Tenemos un plan. Es sencillo, pero precisa de tu participación —la chica asintió con firmeza—. Debes tener en cuenta que puede ser peligroso…
—Sabes que iría al mismo infierno si tú me lo pidieras.
Inés y su cuñada paseaban juntas por las inmediaciones de Arizcun. Cada tarde, después de la comida, siempre que el tiempo y las obligaciones lo permitían, habían tomado la costumbre de caminar sin rumbo fijo por las sendas que rodeaban la localidad, charlando, soñando, intercambiando confidencias… tal y como lo hacen de ordinario las amigas. Todos reparaban en aquellas dos muchachas, ataviadas por entero con negras vestiduras. El traje de luto era amplio e incómodo. Cubría el cuerpo femenino de la cabeza a los pies, tapando incluso el rostro mediante un velo traslúcido que el viento agitaba de cuando en cuando. No obstante, bajo aquellos ropajes se podían escuchar frecuentes risas. Ni el otoño más crudo es capaz de terminar con la innata alegría de la juventud.
Durante aquellas interminables excursiones Inés había procurado ahondar en pláticas tendentes a sonsacar los verdaderos sentimientos de Isabel. Así había constatado que la esposa de su hermano no era feliz en su matrimonio. Juan era para ella un hombre lejano y autoritario, áspero y nada cariñoso, junto al que estaba obligada a acostarse noche tras noche. También había confirmado sus más íntimas sospechas: la mujer había estado enamorada hacía algunos años de un mozo de Elizondo, pero no había tenido el valor de contárselo nunca a nadie, ni tan siquiera a él. Era ese un secreto que guardaba en lo más hondo de su ser y que la acompañaría hasta la sepultura. No resultaba difícil convenir en que la vida de su cuñada en el solar de Arralde no era un camino de rosas, aunque, gracias en parte al cariño y a la compañía que ella le brindaba, tampoco constituyera un valle de lágrimas. En realidad, la habían criado para eso.
—¿Sabes, Inés? Arizcun será un lugar mucho más triste cuando tú te vayas —musitó de improviso Isabel. Ella la contempló fijamente. Adivinó que había llegado el momento.
—Yo también te echaré de menos. Te aprecio sinceramente… Has llegado a convertirte en la hermana que no tuve.
—Me honras con tus palabras.
La joven tomó aire antes de romper a hablar. Debía hacerlo entonces o nunca. No había vuelta atrás.
—Presta atención a lo que voy a decir, Isabel. Quiero pedirte algo, una cosa que tal vez te produzca repulsa, que quizá haga que me desprecies para siempre… pero, si así lo hago, es porque sé que puedo confiar en ti. No ignoras que sigo enamorada de Martín… —la otra asintió con cautela—. Necesito estar con él, a solas, y tú puedes ayudarme a conseguirlo.
Isabel la contempló sorprendida. Hacía al agote muy lejos del Baztán.
—Pero…, está huido…, quién sabe dónde para…
—Él sigue aquí, oculto en algún sitio, aguardando el momento de encontrarse conmigo. No tengo la menor duda. Mi corazón lo siente.
—Estás loca…
Inés clamó con voz vibrante.
—Te equivocas, Isabel. Estoy completamente cuerda, mucho más que la mayoría de quienes habitan este valle. ¿Por qué me recriminas? ¿Acaso crees que es pecado amar y ser amada? ¿No piensas que deberíamos poder elegir a quién entregarnos en cuerpo y alma? Estoy aquí, llena de ganas de vivir, de reír, de gozar… soy joven, apenas una niña, y pronto van a darme a alguien a quien apenas conozco, a una persona de quien lo ignoro casi todo, excepto que me disgusta, que me repele, que ni me quiere ni me respeta. Le odio con toda mi alma. Y a mi hermano. Y a todos cuantos piensan que son mejores que los otros por el mero hecho de llevar cierto apellido, de exhibir no sé qué blasón, de proceder de un linaje sin mácula. ¿Sabes? Toda la sangre es roja. Todos somos hijos del mismo Dios. Dudo que Él haga distinciones entre los suyos. Hermana, permíteme que te llame así: antes de que me envíen a Sevilla para desposarme con ese botarate, antes de que me vaya para siempre de esta tierra que, pese a todo, amo, he de yacer con Martín, aunque sea una sola vez. Si no lo hago, lo lamentaré el resto de mis días, me consumirá la amargura, moriré de dolor y de abandono. Por eso me atrevo a implorar tu socorro. Necesito de él. Si me quieres igual que yo te quiero, si guardas para conmigo algún cariño, no me niegues tu ayuda, por favor.
—Pero… eso es muy arriesgado —protestó Isabel con tono quejumbroso—. Tu hermano nos mataría a las dos si llegara a enterarse.
—Él no lo sabrá nunca. He pensado muy bien qué hemos de hacer.
Las dos mujeres se miraron fijamente a los ojos y se mantuvieron así durante un tiempo. Por fin, la esposa de Juan bajó la vista. Inés comprendió que iba a auxiliarla.
Esa misma tarde, Inés le dijo a su hermano que deseaba hablar con él a solas. Juan, intrigado, le indicó que pasara por su gabinete antes de acostarse.
La cena transcurrió en medio de un mutismo roto únicamente por frases escuetas y triviales pronunciadas ora por la muchacha ora por el varón, pues Isabel, cuyo rostro estaba pálido cual si fuera de nieve, afirmó sentirse indispuesta y apenas abrió la boca ni para comer ni para hablar.
—¿Qué se te ofrece…? —exclamó una vez en su estancia el dueño del palacio. Miraba concentradamente a la joven, que no esquivó sus ojos.
—He estado reflexionando acerca de mi boda —él la observó con renovado interés, como a la espera de lo que dijese—. He tomado la decisión de acatar de buen grado todo lo que, tanto nuestro padre, que en paz descanse, como tú mismo, habéis dispuesto.
La expresión de Juan pasó de la cautela a la satisfacción. Su cara trataba en vano de ocultar la alegría que le causaban aquellas frases. Sabía que la chica habría tenido que plegarse finalmente a sus designios, pero prefería que las cosas fueran de aquella forma. No sentaría un buen precedente para su recién estrenada autoridad como señor de Arralde que la grácil Inés osara desobedecerle delante de todo el pueblo. Se frotó las manos. El cordero díscolo había entrado otra vez en el redil.
—Celebro que hayas llegado a esa conclusión. Ten por seguro que es lo mejor para todos. Además, hicimos un trato, y yo cumplí con mi parte dejando marchar a ese apestado.
—¿Dónde y cuándo será la ceremonia?
—Contraeréis matrimonio en la ciudad de Sevilla, antes de que acabe el próximo verano. En cuanto te retires, escribiré a tu futuro esposo y le exhortaré para que lleve a cabo todas las diligencias necesarias. No veo por qué dilatar la espera.
La moza, consciente de que estaba jugándose el todo por el todo, tomó aliento antes de continuar. Iba a mentir como jamás lo había hecho. No obstante, su pulso no se aceleró un ápice. Su voz no vaciló. Su rostro no translució alteración ninguna. Se sentía serena, confiada.
—No lo hago por ti, sino por nuestro padre. Antes de expirar, me pidió que me casara con ese mentecato.
Juan la contempló con acritud.
—Me traen sin cuidado tus motivos. Te hubieras desposado con Mihura de cualquier modo.
Ella hizo como si no le hubiera oído.
—Nuestro padre mandó una cosa más —él escuchó con atención—. Me conminó a que, con la primera luna nueva, me llegase hasta la iglesia e hiciera una ofrenda sobre su sepultura. Debo velarle durante toda la noche, hasta que salga el sol.
Su interlocutor frunció el ceño.
—No creerás que voy a permitir que hagas eso…
—¿Vas a hacer oídos sordos a la postrera voluntad de nuestro padre?
—Yo soy quien manda ahora en esta casa —exclamó Juan con cajas destempladas.
—Fue su último deseo —alegó ella sin inmutarse.
Él se revolvió en su escaño. No era persona dada a la improvisación.
—¿Por qué no me dijo nada a mí?
—Quizá simplemente porque no estabas. O porque no juzgó oportuno darte cuenta de ello. No lo sé.
—Sea como fuere, no puedo acceder a una petición tan descabellada.
—No es mía, sino suya —remarcó la moza, clavando sus ojos en los de su hermano.
—De todas formas, es imposible. Jamás permitiré que pases una noche sola, en la iglesia.
—¿Acaso tienes miedo?
—¡Yo no le temo a nada ni a nadie! —exclamó él, herido en su amor propio. Inés sonrió para sus adentros: las cosas estaban yendo según lo planeado; mentía como si hubiera estado haciéndolo toda la vida.
—Puede que ambos nos sintamos más tranquilos si alguien me acompaña.
—Iré contigo —se apresuró a decir Juan. La joven le cortó.
—Este es un asunto de mujeres. Los varones carecéis de sensibilidad para ciertos menesteres. Él lo sabía bien, tal vez por eso no te dijo nada.
—La vieja Fermina te seguirá.
—Ella es tan sólo una criada. No pertenece a la familia. No ofendas a nuestros antepasados.
Él parecía pensar a toda prisa. Inés aguardó pacientemente una respuesta y se regocijó al adivinar lo que su hermano estaba a punto de contestar.
—Entonces, mi esposa irá contigo.