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COLMENA

L

a estructura reluciente y negra parecía desplegarse nadando en la penumbra acuosa. Toby comprendió que estaba creciendo. Emergía, como un intrincado buque, de un lago color pizarra. Parecía deslizarse en el espacio, arrancada de una oscuridad tormentosa, como si aflorase desde un lugar invisible más profundo. A lo largo de ella se extendían nuevos terraplenes y llanos con afiladas crestas, recibía en sus superficies los destellos que seguían rodeándolos por todas partes.

‹Mirad la hora de a bordo›.

Toby la miró, parpadeó. El tono de Quath no daba a entender que compartiera la sorpresa que sentía Toby. Los dígitos del tiempo externo ahora volaban.

‹Estamos en el nivel del año›.

Killeen continuaba erguido en la cubierta que crujía, equilibrando el peso para contrarrestar las sacudidas. No apartaba los ojos de la masa que se extendía en las pantallas, con el rostro tenso.

—¿A cuánta profundidad podemos llegar?

‹Nadie lo sabe. Pero a más de la que es posible›.

—Humm —dijo Killeen con sorna—. ¿Qué no es posible aquí?

—El consumo de combustible aumenta —comentó Jocelyn. Killeen asintió.

—Ha estado aumentando desde que entramos. ¿Cuál es nuestro margen de reserva?

—¿Para poder salir de este lugar?

—En efecto, para salir de la ergosfera. —Pronunció esta palabra con torpeza. Jerga de los Aspectos, un idioma que él apenas conseguía chapurrear.

El crujido de las tensiones que tironeaban del Argo había distraído a Toby de la visceral pulsación de los motores. El retumbar se intensificó, haciendo temblar su litera.

Jocelyn trabajó un instante, moviendo los ojos mientras escuchaba su enlace directo con los sistemas de la nave. Arrugando la frente, comentó:

—Los instrumentos tratan de calcular cuánto se necesitará para salir de aquí. Estos números siguen brincando. Nos estamos acercando. Devoramos combustible sólo para mantenernos en una órbita, al parecer.

—¿Cuánto tiempo tenemos?

—Nos quedan unos cincuenta minutos.

Killeen permaneció inconmovible.

—Entiendo.

El Argo se desplazaba sorbiendo plasma con bocas magnéticas, quemándolo en cámaras de fusión y escupiéndolo por la popa. Pero necesitaba catalizadores para esto, y se estaban agotando.

‹Si nos aproximamos al borde mismo del horizonte de sucesos, al labio del agujero negro, ni todo el combustible del universo podrá salvarnos›.

A Toby le sorprendió que Quath hiciera esta cruda afirmación con un tono tan neutro. Killeen también se lo guardaba todo, con los ojos clavados en aquel extraño objeto negro y aceitoso.

—Ese objeto es como una roca que crece. ¿Seguro que no tiene nada que ver con el horizonte de sucesos?

‹No lo sé. Pero no es el agujero negro en sí›.

—¿Cómo estás tan segura?

‹Cuando las estrías de luz que nos rodean comiencen a extinguirse, significará que la masa que cae es absorbida›.

—¿La materia estelar cayendo en picado en el agujero negro? —preguntó Killeen.

‹Tiene que serlo. No puede permanecer en órbita… no hay trayectorias libres en el pozo de tiempo›.

—¿Y por qué nosotros estamos bien? —intervino Toby.

‹No estaremos bien por mucho tiempo. Si hemos podido acercarnos tanto al agujero es porque es el más grande de nuestra galaxia, con un millón de veces la masa de una estrella. Aunque su enorme masa nos atrae, las fuerzas de marea son menores junto al labio del Comilón. Acercándonos a un agujero negro más pequeño, habríamos quedado hechos trizas antes de poder internarnos en él›.

—No quiero acercarme más, no hasta que sepamos lo que sucede o podamos deducir qué es esa cosa. —Killeen señaló las relucientes infractuosidades de la masa viscosa que se desplazaba delante de ellos como un lodo cristalino. Los motores sacudían las paredes, pero en vano; la gran mole se aproximaba.

—Capitán —dijo Jocelyn—, en cualquier caso no creo que tengamos energía suficiente para realizar ninguna maniobra. Killeen apretó los labios.

—¿Podemos alejarnos de esa cosa?

—Lo dudo. Vamos a toda máquina.

—Quath, ¿qué podemos hacer? —preguntó Killeen suplicante.

‹No lo sé. El borde donde el espacio desaparece para siempre es negro como la muerte. Cuando estemos donde la materia lo gobierna todo y el espacio se precipita para siempre en la garganta del Comilón, lo sabremos. Pero este objeto… es diferente›.

—He… hemos llegado… tan… lejos. —Killeen miró las pantallas con una extraña expresión que Toby rara vez le había visto en aquellos años: una expresión de incertidumbre—. En la Familia Bishop siempre hemos sabido que el Comilón era importante. Pero ¿adónde debemos ir?

‹Hemos llegado al límite de lo que puede revelarnos el pasado›.

A Toby se le erizó el vello al oír esas palabras. Era como si dos viejos amigos hablaran del suicidio.

En cierto modo, Toby agradecía que Killeen vacilara. Comprendió cuánto echaba de menos al hombre polifacético que había conocido toda su vida, pero que ahora mostraba al mundo un único rostro pétreo. Pero de pronto el semblante de Killeen adquirió determinación.

—Tiene que ser aquí —murmuró.

‹La necesidad emerge de la lógica no del deseo. Las Filósofas se retiran al [intraducible] en las horas de duda›.

Jocelyn miró a Quath con escepticismo y siguió trabajando en medio del silencio que impregnaba el aire febril. Luego le dijo en voz baja a Killeen:

—El Argo señala una órbita que podemos seguir para llegar a un lugar que llama «perigeo». Está encima del borde del agujero negro. Pero si nos aproximamos tanto, nunca podremos salir del… remolino.

—¿Estás segura? —preguntó Killeen cortante.

—Tanto como puedo estarlo en este lugar tan demencial.

El Aspecto Isaac comentó secamente:

El término correcto es «peribáritron». El «perigeo» es un punto de la órbita de la Vieja Tierra. Sin duda el que programó los ordenadores de esta nave poseía una educación clásica, pero ponía poco interés en la precisión de los detalles técnicos. Espero que este carácter chapucero no abarque…

Toby obligó al Aspecto a retirarse. Su chillido de protesta terminó en una suerte de estallido.

—¿Por qué el reloj corre a tanta velocidad? —preguntó Killeen señalándolo. Los números se sucedían con creciente rapidez.

Quath movió las piernas con inquietud.

‹Esa conducta no concuerda con los cálculos que me transmitieron las Filósofas. Algo está distorsionando el flujo espacio-temporal aún más de lo previsto›.

—¿Eso? —Killeen señaló la lustrosa forma oscura.

‹Tal vez. Aquí las apariencias engañan, pues la gravedad curva la luz a su voluntad›.

En la estructura, según distinguió Toby, había complejas nervaduras y depresiones, arcos y largas columnas.

—Es una construcción. No es natural —dijo.

Killeen parpadeó.

—¡En efecto! ¡Lo sabía! Vinimos y… Abraham, la Mente Magnética… todo conduce a esto.

—¿Cómo es posible que algo permanezca aquí? —Toby lo miraba maravillado. Ignoraba qué había imaginado Killeen en los largos años de su travesía y hasta aquel momento, pues había cosas que su padre jamás comentaba, pero obviamente no era esto. Una arruga cruzó la frente de su padre y se desvaneció.

—No importa —dijo Killeen—. Luego habrá tiempo para pensar en ello.

Toby miró las pantallas con aprensión. La lustrosa negrura crecía sin cesar. Era como si atrajera al Argo con una garra lenta e implacable. Pero la cosa no sólo se acercaba, sino que parecía hincharse, emerger, como si naciera desde un lugar incognoscible.

Tuvo que ordenar sus ideas, preguntarse qué significaba. Toby cerró los ojos para eliminar aquella visión perturbadora.

—Papá… esas Azulinas, los lugares que atravesó el Círculo Cósmico… ¿la Mente Magnética no dijo que los mecs las habían construido?

—En efecto —respondió Killeen—. Son una especie de barrera. Pero esto…

Killeen calló. Toby abrió los ojos mientras la creciente estructura cobraba nitidez, mostrándoles su verdadera dimensión. Un colmenar de terrazas, depresiones, salientes. Sucesivas hileras de aberturas hexagonales, telarañas de vigas y cables. ¿O era sólo el modo en que el ojo humano organizaba una imagen incomprensible, se preguntó Toby, creando formas que pudiera comprender?

En el Puente todos guardaban silencio. El Argo crujía y tamborileaba sometido a estiramientos y compresiones aleatorias. Toby se preguntó cuánto tiempo resistiría la nave los masajes de fuerzas tan potentes.

—Capitán —advirtió Jocelyn—, estamos quemando combustible en gran cantidad.

—Lo sé.

—Sólo nos quedan minutos. A menos…

El rostro de Killeen se cubrió de determinación.

—En los viejos tiempos de la Ciudadela Bishop íbamos de cacería. Encontráramos lo que encontrásemos, lo llevábamos de vuelta y afirmábamos que aquello era lo que habíamos ido a buscar.

Giró lentamente. Todos, incluidos Toby y Quath, lo miraron desconcertados.

—Bien podemos hacer lo mismo aquí. —Señaló la colmena bañada en una luz resbalosa y fluctuante—. Ese es nuestro destino, teniente Jocelyn. Llévanos allí sin dilación.

Un largo silencio. Los rostros tensos evidenciaban que todos sabían que aquella era la última apuesta. Arrojarían los dados, los arrojarían ahora y para siempre a aceitosas sombras.

Jocelyn actuó deprisa, sin vacilar. Exigió impulso máximo a los motores, haciendo volar los dedos sobre los teclados. En su sistema sensorial Toby veía surgir campos magnéticos que se ensanchaban, una red invisible que apresaba la materia, la arrojaba a las cámaras de reacción y la expulsaba por detrás. La cubierta vibraba, las junturas suspiraban y chillaban. La aceleración se sentía como una patada en el trasero. Atravesaban aquel paisaje de ébano.

—¿Hacia dónde exactamente? —preguntó Jocelyn con fría eficiencia. Toby admiró la compostura con que se volvió hacia Killeen, las cejas enarcadas. Afrontaba el destino con clase.

Killeen miraba atentamente los detalles de la estructura. Un gemido hendió el aire mientras el Argo luchaba contra fuerzas tormentosas e invisibles.

—Allí.

Un pequeño punto verde parpadeaba en el extremo de una larga y puntiaguda península.

—Eso no estaba hace un momento —dijo Jocelyn.

—Tal vez alguien ha encendido la luz del porche —comentó Toby.

Recordó que su madre solía hacerlo en Ciudadela Bishop, cuando él salía a jugar con sus amigos en las suaves noches estivales. Un fulgor amarillento y familiar, protegido contra la detección mec. Una guía tenue y trémula en la oscuridad. A él le gustaba perseguir pajarillos que brillaban al batir las alas. Por mucho que se internara en los matorrales, siguiendo sus graznidos y gorjeos, siempre veía la luz distante del hogar. Nunca pierdas de vista la luz, decía su madre.

Una luz destinada a ojos humanos, no mecs. Aunque al fin no sirvió de mucho, pensó Toby con amargura.

El fulgor verde parecía flotar hacia ellos. Debajo se abría una caverna. Killeen indicó a Jocelyn que se internara en ella.

Se deslizaron suavemente. Se detuvieron entre enormes y negros acantilados.

También allí se repetía el diseño de colmena, a escala cada vez menor. Caprichosas imágenes de colores centelleaban a lo largo de los flancos de ébano, reflejando las esquirlas de materia condenada que llovían en la oscuridad de arriba. Era como si aquel lugar estuviera en el confín de la creación, sólido e inamovible, una tierra nocturna bajo un cielo desasosegado y moribundo.

De repente la colmena pareció hincharse, fluctuar, y se encontraron dentro de las negras y aceitosas paredes. Dentro de esa cosa. Sin transición visible.

Jocelyn redujo la potencia. Killeen ordenó que se consumiera la menor cantidad posible de energía. Esto creó un remanso de bienvenida calma. Todos guardaban silencio. No podían hacer nada. No podían ir a ninguna otra parte.

Sin embargo, Toby se sobresaltó cuando el oficial de guardia de la cámara de presión principal presentó el parte con voz ronca. Se dio cuenta de que todos los ocupantes de la nave estaban crispados.

El oficial de guardia oyó algo. Lo retransmitió por el sistema sensorial general, y el ruido creció, enorme y vibrante. Parecía como si alguien estuviera llamando a la puerta.