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EL ENCANTO DEL COMERCIO
T
oby pasó dos días bajo llave en un camarote pequeño, sometido a la estricta disciplina de a bordo, de modo que no veía a nadie ni se enteraba de nada. Ni siquiera Quath podía visitarlo. De todos modos, el camarote era demasiado pequeño. Sólo recibía alimentos y material de estudio, así que se puso al día en matemáticas e historia, escuchando la voz monótona de Isaac más tiempo que nunca. Se entretenía haciendo ejercicio en la diminuta celda. Cermo le traía la comida, guardando un renuente silencio, cumpliendo órdenes a pesar de las burlas de Toby.
A causa de su confinamiento no pudo asistir a las sesiones de educación general en las que se explicaba el funcionamiento de aquel lugar. Esto lo irritó tanto que descargó su frustración en la celda, rebotando en el techo, trepando a las paredes, saltando en el suelo. Tenía que descifrar el funcionamiento de aquel lugar por su cuenta, valiéndose de Isaac, pero no le encontraba sentido a nada. El misterio más profundo era la existencia de aquel imposible terreno sólido que giraba alrededor del filo de navaja de un agujero negro.
Al cabo de dos días, Besen logró visitarlo. Tenía el cabello más brillante —por algo que había en el agua, dijo— y estaba radiante. Toby la abrazó, la besó, le habló de sus cuitas y preocupaciones… pero algo iba mal. Se envaró cuando ella lo acarició de manera provocativa, apoyándole una mano en el muslo, rozándole la cadera.
… piel lustrosa y resbaladiza…
El beso de Besen parecía metálico, su lengua sabía a herrumbre.
… tibieza almizclada rodeándola en la espasmódica oscuridad…
Besen lo tocó, palpando su erección.
… cascabeleo de risas mientras ambos se revolcaban y entrelazaban…
Toby se mantuvo rígido en el abrazo de Besen, que le resultó cerrado y sofocante.
… gemidos de placer y grata sorpresa…
Ella frunció el ceño cuando él retrocedió y le apartó la mano.
—¿Qué pasa?
—Ahora no tengo ganas.
—¿Qué? —Ojos de asombro.
—Tengo cosas en que pensar —dijo él, confundido.
—Verdaderamente no eres el Señor Siempre Dispuesto a quien conocía.
—Supongo que no.
—Toby, tal vez si hablaras un poco…
—Mira… vuelve mañana… Hay algo que no me deja vivir.
Ella se fue poniendo mala cara; le temblaba la boca. Toby se sintió triste y furioso consigo mismo en cuanto la puerta se cerró. Pero luego se puso a hablar con Shibo y enseguida le quitó importancia.
Besen no regresó. Toby hacía ejercicio, dormía, se devanaba los sesos.
Cuando Cermo abrió la celda, Toby se estaba volviendo loco. Besen lo esperaba con un abrazo, y le dio un beso intenso que prometía más de lo que podían prometer las palabras. Esta vez no le molestó, pero tampoco lo excitó demasiado. No, ya no era el Señor Siempre Dispuesto, y no sabía por qué.
Primero, tenía ganas de darse una ducha —los lugareños habían conectado el Argo con su abundante provisión de agua— y salir. La achaparrada ciudad era más abierta que los corredores en espiral de la nave, y él necesitaba espacio, respirar. Se hizo acicalar tan pronto como pudo.
Esperaba que lo llamaran para ver al capitán, pero su comunicador guardaba silencio. Mientras caminaba por los corredores, deprimido e inquieto después del encierro, nadie parecía interesado en hablarle. Los equipos trabajaban limpiando y reparando el Argo; aun en puerto, a bordo el trabajo nunca cesaba.
Cuando él se acercaba para conversar, los miembros de la tripulación se apresuraban a buscar una ocupación. Al final decidió no llamar a Besen. Quizá ella no comprendiera que lo único que quería era alejarse de allí por unas horas.
Cerca de la salida principal había algo raro. Una docena de enanos nativos hablaban con los suboficiales de guardia, regateando y tratando de obtener favores, y todos callaron cuando él se aproximó. El teniente al mando explicó a Toby que sus movimientos estaban restringidos. No podía abandonar la nave.
Eso lo irritó, naturalmente. Pensó en ir a ver a Quath para enterarse de lo que sucedía, y entonces recordó las agrocúpulas dañadas. En la gran cúpula en forma de globo destinada al grano, en una ocasión había tratado de reparar un pequeño conducto que no cerraba bien. Tal vez siguiera sin cerrar, y ahora había presión positiva en el exterior.
Llegó allí sin que nadie le prestara atención. La puerta cedió con un leve empujón. Los campos de anclaje mantenían la nave aislada de las dársenas cercanas. Suaves, pero firmes si uno presionaba. Lo empujaron a un lado, sosteniéndolo como un viento benévolo. Se deslizó por la lustrosa superficie de la cúpula y cayó a la sombra de la mole del Argo. Al cabo de unos momentos se abría paso por la zona de recepción, saludando a los aburridos mozos. Pronto se internó en la gris ciudad.
Quedó pasmado. Las calles, en vez de estar tristes y deslucidas como él las recordaba, bullían de vida: puestos y tiendas, y un incesante parloteo que resonaba en todas las avenidas. Esto demostraba que su recibimiento había sido planificado como parte de una estrategia de regateo.
Toby deambuló, sorprendido. Había pasado días preocupándose y ahora todo parecía desvanecerse. Hacía muchos años que no caminaba por gusto, errando sin rumbo. Desde que estaba en la Ciudadela. Desde una celebración, en primavera. Su abuelo Abraham había financiado un torneo de pelota en la Plaza de la Ciudadela. Sudor, ovaciones y silbidos, polvo. Y golosinas calientes en bolsas de papel, refrescos, carcajadas y sonrisas.
Los recuerdos le hicieron morderse el labio, y se internó en la bulliciosa muchedumbre. Algunas personas lo miraron con sorpresa, pero la mayoría se desentendía de su tamaño y su extraño atuendo. Tardó un rato en acostumbrarse a los mercados, a las transacciones, a calcular con rapidez el valor de algo. Las cosas que Toby consideraba simples cosas tenían un nombre especial que las hacía parecer mejores: «bienes». Uno obtenía «bienes» a cambio de dinero, y había que crear otro «bien» para reemplazar el dinero que uno gastaba. Se preguntó cómo se obtendría un «mal», o un «mejor», pero nadie hablaba de esas cosas.
Tenía crédito, al parecer, por un primer pago que la juez había entregado a todos los Bishop días antes. Decidió ser cauto. Aquello no era como el trueque entre Familias que había conocido en Nieveclara. Allí se conseguía una sintocamisa a cambio de dos relucientes cuchillos de acerocarbono fabricados en casa. Luego había que encontrar a alguien que necesitara cuchillos para conseguir otra cosa. Con el dinero era más fácil. Uno decidía si el «bien» valía tantas monedas redondas, o no. Simple.
¡Pero cuánto ajetreo conllevaba! El lugar estaba atestado de tenderos, buhoneros, adivinos, mercaderes, carteristas, pregoneros, embaucadores, sensoartistas, asesores financieros de callejón, rameras de sonrisa huraña, hombres y mujeres con «bienes» escondidos en las mangas de camisa o en los pantalones abombados y «males» similares en el corazón. Se podía comprar cualquier cosa, desde un polvo amarillo que causaba adicción de por vida al cabo de dos minutos hasta una extraña y luminosa cristalería alienígena… que cuando la tocó resultó ser el alienígena en persona.
Algunos habían aprendido a mendigar. Sentado en un callejón, comiendo una golosina, observó a una mujer tuerta que veía mejor que la mayoría de los que tenían los dos ojos. Se estaba preparando para su trabajo y, por una moneda, dejó que Toby mirase. Se maquilló, simulando ojeras y se vendó el tobillo de modo que cojeaba como una lisiada.
Se instaló en una esquina frecuentada. La gente le arrojaba monedas y miraba hacia otra parte. Lo ilógico de la situación —sin duda había algún tratamiento para tal dolencia— no quitaba a la mendiga un ápice de credibilidad. Toby no entendía por qué, hasta que se le ocurrió que la mujer les brindaba una forma de acrecentar su ego. Al mirar a aquella desgraciada, inundaba al peatón un torrente de satisfacción: uno podía tener sus problemas, pero no tantos. Era el mundo del espectáculo.
Los semidioses que habían creado los Candeleros no podían ser estos, de ningún modo.
Había una maraña de calles destinadas a separar al juerguista de su dinero. Juegos, cabinas, puestos donde se arrojaba algo contra un objeto y otros donde se arrojaba algo contra el cliente. Salas de baile abiertas a toda hora, febriles, con sintomúsica que serpenteaba en un largo bucle, llenando el aire de aromas punzantes y sorprendentes activadores de feromonas. Toby se detuvo en una de ellas y, durante una pausa, cuando se cancelaron sus efectos (un requerimiento legal) vio lo que sucedía con él y su dinero. Regresó a la calle, que al menos era más barata, aunque su sistema nervioso insistía en ordenar a sus pies que regresaran allí.
Juegos y programas científicos convivían con adivinos, haciendo honor a la capacidad humana para creer en dos cosas contradictorias al mismo tiempo. Buhoneros de maravillas. Juegos. Hazañas de fuerza (¿quieres probar?), vendedores de drogas y alcohol, todo legal y gravado con impuestos considerables para contrarrestar sus probables consecuencias sociales. Puestos de refrescos. En uno de ellos ofrecían un antiguo, oscuro y burbujeante fluido que Toby escupió con repugnancia para sorpresa de algunos jóvenes. Consideraban un insulto que le hubiera desagradado aquel verdadero néctar popular, Koca-Koola, sabrosa y genuina. Con el pimentón bastó para irritarle la lengua.
Tras años de fuga, redescubrió lo que era una ciudad. La Ciudadela Bishop era un pueblo extenso y polvoriento en el cauce de un desfiladero. Tenía jardines secos y una ancha plaza, pero nada comparable con este lugar, que se parecía más a las ruinas de una Arcología menor que había visto desde lejos mientras los mecs la despojaban de sus materiales.
El animado orden le recordó qué tranquilizador era preparar una comida sabiendo que había aceite y sal disponibles a la vuelta de la esquina y que una muchacha, al cruzar una calle, no se detenía sino que miraba a ambos lados antes de bajar de la acera. O qué fascinante era sentarse de niño ante una ventana y mirar el desfile de quienes ignoraban ser actores pasajeros en sus dramas imaginarios. Las ciudades: un mágico apiñamiento de humanidad, un lugar de aprendizaje.
Toby suponía que su nuevo chip idiomático debía de estar al rojo vivo, por el uso que le estaba dando. Ningún conjunto de reglas digitales consigue abarcar una lengua viva que crece, así como un fino pañuelo de seda no puede cubrir a una mujerzuela. Casi todas las expresiones que Toby oía eran rápidas, frescas, directas. Ideales para el regateo, pero sin matices. Sabía muy poco de eso. Las vendedoras le echaban un vistazo y trataban de adivinar su origen por su modo de pronunciar las vocales, pensando que venía de lugares llamados Harapiento, Avalón o Tuscaloosa. Por el tamaño de Toby, sabían que pertenecía a las Familias de la Agachada, modeladas por la guerra con los mecs y la gravedad, pero pensaban en los Jack o los Queen, no en los Bishop o los Knight.
Un grupo de jóvenes de su edad demostró un relativo y pasajero interés por su procedencia, por cuánto había visto, pero pronto volvieron a sus distracciones. Su charla era rápida y amena, plagada de modismos que le resultaban de difícil comprensión. En general remoloneaban por callejones mugrientos, absortos, jugando con artefactos.
Usaban gafas acolchadas, auriculares, guantes y botas, cosas curiosamente pesadas. Toby se las probó mientras ellos se burlaban con malicia, y se encontró inmerso en el sistema sensorial de un bosque. Grandes animales embistieron desde los arbustos, rugiendo y mostrando unos dientes enormes. Un feroz felino de pelambre parda tumbó a Toby. Sintió una rara sensación, porque se daba cuenta de que seguía de pie a pesar de que sus ojos y oídos le decían que estaba rodando por el suelo.
Al cabo de unos minutos ya conocía el juego y se puso a disparar contra los animales. Era bastante fácil dar en el blanco, así que se cansó y arrojó a un lado el arma que se había encontrado en la seudomano. Forcejeó con el siguiente animal, un gran lagarto de llameantes ojos rojos. Lo arañaba y lo mordía. Era doloroso, lacerante, impresiones bastante reales, aunque un poco inconexas porque Toby sabía que no eran más que estímulos eléctricos de una máquina, borrosos y huecos.
Luego comprendió que sus sistemas incorporados hacían lo mismo, pero con mayor precisión. Sus ojos podían indagar todo el espectro, escoger blancos, fijar alcances y calibrar con un parpadeo, con un toque de la lengua en el diente adecuado. Sus servos actuaban sin necesidad de órdenes. Era un equipo de supervivencia especializado que le habían insertado cuando todavía berreaba y se ensuciaba los pañales.
Pero allí tales capacidades eran exóticas, cosa de los mundos bajos. Esa clase de tecnología se usaba para jugar.
Tumbó al enorme lagarto varias veces, y el lagarto lo tumbó a él; hasta que se cansó del tufo de la correosa piel verde, del hedor de carne podrida alojada entre sus dientes. Los otros chicos estaban a su alrededor, en la jungla, disparando, riendo y corriendo, sin hacer nada real, ni siquiera el movimiento de las piernas o de los brazos.
Les gustó la idea de Toby de forcejear con los animales, y uno de ellos fue aplastado por una enorme y leprosa rata de bigotes rojos. Pero también de aquello se cansó Toby. Se quitó el casco. Los otros siguieron jugando, agitando piernas y brazos, con falsos impactos y patadas, tensando los dedos sobre gatillos imaginarios, matando criaturas espectrales que siseaban ante sus ojos cegados. Se sentó a mirarlos un rato: fascinados por la acción, emocionándose con seudovidas que eran un simple entretenimiento.
Unos chicos divertidos para los cuales el mundo era sólo un puñado de señales, símbolos y ficciones electrónicas. Tenían buenas razones: su mundo era mejor que la tosca presión de la obtusa realidad, una filosofía, pensó Toby, para gente que pasaba demasiado tiempo encerrada. Echó a andar y fue dar un paseo real por un parque real, y aunque no había grandes lagartos verdes le gustó más.
Entonces Quath lo encontró. Aquella mole no tenía que abrirse paso entre la muchedumbre, pues todo el mundo se lo cedía. Y Toby supo que llegaba antes de verla. En su sistema sensorial apareció un telón meditabundo y ansioso. Algo iba mal, muy mal.