V

La mañana siguiente, entre otros portadores de regata los de Pascua, visitó La Badiola Calisto, el viejo Calisto, el guardián de Villalilla, con un enorme ramo de lilas aún fresquísimas, fragantes. Y quiso, él mismo, con sus propias manos, entregárselo a Giuliana, recordándole los buenos tiempos de nuestra estancia allí y rogándole una visita, aunque fuera breve.

—¡La señora parecía tan alegre, tan contenta, allí! ¿Por qué no volvía? La casa permanecía intacta, no había cambiado nada. El jardín era ahora más denso. Los arbustos de lilas, ¡un bosque entero!, estaban floreciendo. ¿No llegaba hasta La Badiola el perfume al anochecer? La casa, el propio jardín, esperaban su visita. Los viejos nidos bajo los aleros estaban llenos de pequeñas golondrinas. Según los deseos de la señora, aquellos nidos habían sido respetados siempre como algo sagrado. Pero ahora eran demasiadas. Todas las semanas se deben limpiar los balcones, y los alféizares de las ventanas con una pala. ¡Y qué chirrido desde el alba hasta el crepúsculo! ¿Cuándo vendría, pues, la señora? ¿Pronto?

Le dije a Giuliana:

—¿Quieres que vayamos el martes?

Con una ligera indecisión, mientras a duras penas podía sujetar el enorme ramo que casi le ocultaba el rostro, respondió:

—Bueno, vayamos el martes, si quieres.

—Entonces iremos el martes, Calisto —le dije al viejo con un tono alegre tan vivaz que yo mismo me sorprendí. Así de espontáneo y súbito fue el ímpetu de mi alma—. Esperadnos el martes por la mañana. Llevaremos nosotros el almuerzo. No prepares nada, ¿entiendes? Deja la casa cerrada. Quiero abrir yo mismo la puerta; quiero abrir yo mismo las ventanas una a una. ¿Me oyes?

Una extraña alegría, totalmente irreflexiva, me agitaba; me sugería actos y palabras pueriles, casi demenciales, que a duras penas podía contener. Me hubiera gustado abrazar a Calisto, acariciarle su bella barba blanca, estrecharlo entre mis brazos y hablar con él de Villalilla, del pasado, de «nuestros tiempos», ampliamente, bajo aquel gran sol de Pascua. «¡He aquí, una vez más ante mí, un hombre sencillo, sincero, íntegro: un corazón fiel!», pensaba mirándole. Y una vez más recuperé la tranquilidad, como si el afecto de aquel anciano fuera para mí otro talismán contra la mala suerte.

Y de nuevo, tras el declive del día anterior, mi alma se reanimaba incitada por el gran regocijo que flotaba en el aire, que resplandecía en todas las miradas, que emanaba de todas las cosas. Aquella mañana La Badiola parecía un lugar de peregrinación. Nadie en el condado faltó a la cita, colmándonos de regalos y buenos augurios. Mi madre recibía en sus santas manos infinidad de besos, de hombres, mujeres y niños. A la misa celebrada en la capilla asistió una densa multitud que llegaba hasta el pórtico, desparramándose por la plaza, fervorosa bajo la bóveda celeste. Las campanas argentinas repiqueteaban con felices acordes, casi musicales, en el aire inmutable. Sobre la torre, la inscripción del cuadrante solar rezaba: Hora est benefacendi[21]. Y en aquella mañana de gloria, en la que parecía elevarse hacia la dulce casa materna toda la gratitud debido a los grandes sacrificios, aquellas tres palabras repiqueteaban.

¿Cómo podía, entonces, conservar dentro de mí la perfidia de la duda, de la sospecha, de las imágenes impuras, de los recuerdos turbios? ¿Qué podía temer, después de haber visto a mi madre estampar sus labios en la frente de una sonriente Giuliana? ¿Después de haber visto a mi hermano estrechar en su mano franca y leal la grácil mano pálida de la que era para él como la reencarnación de Costanza?