XXXIII
Durante algunos días Giuliana se debatió entre la vida y la muerte. Su debilidad era tal que cualquier leve esfuerzo le provocaba un desmayo. Debía permanecer constantemente en posición supina, en una perfecta inmovilidad. Cualquier intento de incorporarse provocaba síntomas de anemia cerebral. Ningún remedio resultaba eficiente para vencer las náuseas que la asaltaban, para liberar su pecho de aquella pesadilla, para alejar el estruendo que escuchaba continuamente.
Permanecía día y noche junto a su cabecera, siempre alerta, siempre en pie con una energía inagotable de la cual yo mismo me asombraba. Sostenía, con todas mis fuerzas, aquella vida que estaba a punto de apagarse. Me parecía que al otro extremo de la cabecera se hallaba la Muerte, al acecho, pronta a cazar al vuelo la oportunidad para alcanzar la presa. Tenía de vez en cuando la sensación de transfundirme en el frágil cuerpo de la enferma, de comunicarle un poco de mi fuerza, de dar un impulso a su corazón exhausto. Las miserias de la enfermedad no me inspiraron jamás repugnancia ni aversión alguna. Ninguna materialidad ofendió nunca la delicadeza de mis sentidos. Mis agudos sentidos no ambicionaban más que percibir la más minúscula de las mutaciones en el estado de la enferma. Antes de que ella pronunciara una palabra, antes de que gesticulara, adivinaba yo su deseo, su necesidad, el grado de su sufrimiento. Por fuerza divina, más allá de cualquier sugerencia del médico, era capaz de encontrar nuevos e ingeniosos modos de aliviarle un dolor, de calmarle un espasmo. Sólo yo sabía persuadirla para que comiera, para que durmiera. Recurría al arte de la súplica y la sutileza para hacer que diera un sorbo a algún brebaje. Tanto la asediaba que ella, sin fuerzas para rechazarme, terminaba cediendo a aquel esfuerzo saludable venciendo las náuseas. Nada me resultaba más dulce que aquella tenue sonrisa con la que ella se doblegaba a mi voluntad. Cada pequeño acto de obediencia confería una profunda emoción a mi corazón. Cuando ella decía con voz exánime: «¿Así está bien? ¿Estoy siendo buena?», la garganta se me cerraba, los ojos se me velaban.
Con frecuencia se lamentaba de un dolor pulsátil en las sienes que no le daba tregua. Yo pasaba mis dedos a lo largo de sus sienes para magnetizar su dolor. Le acariciaba suavemente sus cabellos para adormecerla. Cuando me percataba de que dormía, por su respiración, tenía una sensación ilusoria de descanso como si el beneficio del sueño se expandiera también sobre mí. Ante aquel sueño me volvía religioso, me invadía un fervor indefinido, sentía la necesidad de creer en algún Ser superior, omnisciente, omnipotente, al cual dirigía mis votos. Surgían espontáneos desde lo más profundo de mi alma preludios de oraciones, en forma cristiana. De vez en cuando la elocuencia interior me exaltaba hasta la sublimación de la verdadera Fe. Se despertaban en mí todas las tendencias místicas transmitidas de modo ordenado y desde tiempos remotos por mis antepasados.
Mientras fluía mi oración interna contemplaba a la durmiente. Ella continuaba pálida como su camisón. Por la transparencia de la piel habría podido enumerar las venas de sus mejillas, de su barbilla, de su cuello. La contemplaba esperando casi reconocer los efectos beneficiosos del reposo, la difusión lenta de la sangre nueva generada por los alimentos, los primeros indicios de la recuperación. Hubiera querido, gracias a una facultad sobrenatural, asistir al misterioso trabajo reparador que se producía en aquel cuerpo abatido. Y confiaba siempre: «Cuando despierte se sentirá más fuerte».
Parecía sentirse aliviada cuando tenía entre sus frías manos la mía. De tanto en tanto la tomaba y la apoyaba en la almohada y sobre ella apoyaba su mejilla, con gesto infantil. Y así, poco a poco, se adormecía. Era capaz de soportar durante largo tiempo la inmovilidad del brazo entumecido para no despertarla.
A veces decía:
—¿Por qué no duermes aquí tú también, conmigo? ¡No duermes nunca!
Y quería que yo apoyara la cabeza sobre la almohada.
—Durmamos, pues.
Yo fingía dormir para darle buen ejemplo. Cuando abría los ojos encontraba los suyos desorbitados que me miraban.
—¿Y bien? —exclamaba—. ¿Qué haces?
—¿Y tú? —respondía ella.
En sus ojos se reflejaba una expresión de ternura tan bondadosa que me derretía por dentro. Alargaba los labios y la besaba en los párpados. Ella quería imitarme.
Luego repetía:
—Ahora durmamos.
Y, de vez en cuando, un velo de olvido descendía sobre nuestra desventura.
A menudo sus pobres pies se quedaban helados. Los tocaba bajo las sábanas y me parecían de mármol. En efecto, ella decía:
—Están muertos.
Eran escuálidos, sutiles, tan diminutos que casi me cabían en el puño. Sentía por ellos una gran piedad. Yo mismo calentaba para ellos sobre el brasero el paño de lana, no me cansaba nunca de prestarle mis cuidados. Me hubiera gustado templarlos con mi aliento, cubrirlos de besos. Se entremezclaban en mi nueva piedad recuerdos de amor lejanos, recuerdos de tiempos felices cuando siempre los calzaba por la mañana y los desnudaba de noche con mis propias manos por una costumbre casi jurada, estando de rodillas.
Un día, tras largas vigilias, me sentía tan cansado que un sueño irresistible me venció mientras tenía las manos bajo las sábanas y envolvía en el caliente paño los diminutos pies muertos. Recliné la cabeza y me quedé allí dormido al instante.
Cuando desperté vi en la alcoba a mi madre, a mi hermano y al doctor, que me miraban sonriendo. Me sentía desconcertado.
—¡Pobre hijito mío! No puede más —dijo mi madre atusándome el cabello con uno de sus gestos más afectuosos.
Y Giuliana:
—Mamá, llévatelo de aquí. Federico, hazlo tú.
—No, no, no estoy cansado —repetía—. No estoy cansado.
El doctor anunció su partida. Declaró a la parturienta fuera de peligro, en proceso de una cierta mejoría. Precisaba seguir promoviendo por todos los medios la regeneración de la sangre. Su colega, Jemma di Tussi —con el cual se había reunido y estaba de acuerdo—, seguiría con el tratamiento que, por otro lado, era sencillísimo. Más que en las medicinas confiaba en la observación rigurosa de las diferentes normas higiénicas y dietéticas dispuestas.
—En verdad —añadió señalándome—, no podría desear un enfermero más inteligente, más celoso, más devoto. Ha hecho verdaderos milagros y aún vendrán más. Me marcho tranquilo.
Me dio la impresión de que el corazón se me salía del pecho y me ahogaba. El elogio inesperado de aquel hombre severo, en presencia de mi madre y de mi hermano, me provocó una profunda emoción. Fue una recompensa extraordinaria. Miré a Giuliana y vi que sus ojos se habían colmado de lágrimas. Y, bajo mi mirada, rompió en llanto repentinamente. Hice un esfuerzo sobrehumano para frenarme, pero no lo conseguí. Parecía que mi alma se desgarraba. Todas las bondades del mundo se hacinaban en mi pecho, almacenadas, en aquella hora inolvidable.