XII
Cuando desperté de aquel sueño pesado, y casi diría brutal, que a altas horas de la noche cayó sobre mí, a plomo, me costó bastante recuperar la noción exacta de la realidad.
Tras unos confusos instantes, la cruda realidad se presentó fría, desnuda, inmutable a mi espíritu exento de excitaciones nocturnas. ¿Qué eran aquellas angustias recientes en comparación con el desaliento que ahora me invadía?
¡Era preciso vivir! Sucedía como si alguien me presentase una copa profunda, diciéndome: «Si quieres beber, hoy, si quieres vivir, es necesario que exprimas aquí dentro hasta la última gota de sangre de tu corazón». Una repugnancia, un disgusto, una aversión indefinibles surgieron desde lo más hondo de mi ser. Y, mientras tanto, ¡era primordial vivir, había que aceptar —incluso aquella mañana— la vida! ¡Y sobre todo, había que reaccionar!
La confrontación que se produjo dentro de mí, entre aquel despertar real y aquel despertar soñado y esperado en Villalilla el día anterior, aumentó mi sufrimiento. Pensé: «Es imposible que yo acepte esta situación; es imposible que me levante, que me vista, que salga de aquí, que vuelva a ver a Giuliana, que le hable, que continúe disimulando ante mi madre, que espere la hora oportuna para un diálogo definitivo y que en ese diálogo pueda establecer las condiciones de nuestra existencia futura. Es imposible. ¿Y entonces? La destrucción absoluta e instantánea de todo aquello que me hace sufrir… Liberarme, huir… “No hay más remedio”. Y, considerando la facilidad, imaginando la rápida acción, el disparo del arma, el efecto inmediato del plomo, la oscuridad consiguiente, sentí en todo mi cuerpo una tensión particular, angustiosa y por desgracia mezclada con un sentimiento de alivio, casi de dulzura. “No hay más remedio”. Y aunque la ansiedad por saber me angustiaba, pensé con alivio que ya no sabría nada de nada, que aquella misma ansiedad cesaría al instante, en definitiva, que todo terminaría».
Escuché abrir la puerta. Y la voz de mi hermano gritó:
—¿Tullio, no te has levantado aún? Son las nueve. ¿Puedo entrar?
—Entra, Federico.
Entró.
—¿Sabías que era tan tarde? Son más de las nueve…
—Me he dormido muy tarde y estaba muy cansado.
—¿Cómo te encuentras?
—Bueno…
—Mamá ya está levantada. Me ha dicho que Giuliana está mucho mejor. ¿Quieres que te abra la ventana? Hace un día estupendo.
Abrió la ventana. Un soplo de aire fresco inundó la estancia; las cortinas se abombaron como dos velas; y se hizo la luz celeste del firmamento.
—¿Ves?
La claridad descubrió tal vez en mi rostro las señales de mi tormento, porque añadió:
—¿Tú también te has sentido mal esta noche?
—Creo que he tenido un poco de fiebre.
Federico me miraba con sus límpidos ojos verdes; en aquel momento me pareció soportar sobre mi alma todo el peso de las mentiras y disimulos futuros. ¡Oh, si él supiera!
Pero como siempre su presencia ahuyentó de mí la vileza que ya me dominaba. Una energía ficticia, como un sorbo cordial, me animó. Pensé: «¿Cómo actuaría él si estuviera en mi lugar?». Mi pasado, mi educación, la esencia misma de mi naturaleza diferían de cualquier probable comparación; pero una cosa al menos era cierta: en caso de catástrofe, similar o no, se comportaría como un hombre fuerte y caritativo, afrontaría el dolor heroicamente, preferiría sacrificarse él antes que sacrificar a los demás.
—Déjame ver… —dijo acercándose a mí.
Y me tocó la frente con la palma de la mano, me tomó el pulso.
—Ahora estás bien, me parece. ¡Pero qué pulso tan irregular!
—Deja que me levante, Federico, es tarde.
—Hoy, después de mediodía, iré al bosque de Assoro. Si quieres venir haré ensillar a Oriundo. ¿Te acuerdas del bosque? ¡Lástima que Giuliana no se encuentre bien! La llevaríamos con nosotros… Podría ver las carboneras encendidas.
Cuando nombraba a Giuliana su voz se tornaba más afectuosa, más dulce, casi diría más fraternal. ¡Oh, si él supiera!
—Adiós, Tullio. Voy a trabajar. ¿Cuándo empezarás a ayudarme?
—Hoy mismo, mañana, cuando quieras.
Se echó a reír.
—¡Qué ardor! Bueno. ¡Veremos si es cierto! Adiós, Tullio.
Y salió con paso ligero y franco, pues siempre secundaba la exhortación inscrita en el cuadrante solar: Hora est benefacendi.