XXIX

Recuerdo la excursión a Villalilla con Maria, Natalia y la señorita Edith, en una mañana un poco nublada. Es un recuerdo velado, en efecto, vacilante, confuso, como el de un largo sueño desgarrador y dulce.

El jardín no conservaba ya sus miríadas de racimos turquesa, no conservaba su delicada selva de flores, ni el triple perfume armonioso como una música, ni su franca algarabía, ni el clamor continuo de las golondrinas. No existía allí más alegría que las voces y carreras de las dos inocentes niñas. Muchas golondrinas habían partido, otras partían. Había llegado el momento de saludar a la última bandada.

Todos los nidos estaban abandonados, vacuos, exánimes. Alguno estaba destruido, y sobre los desechos de la creta temblaba alguna pluma ligera. La última bandada se había congregado en el tejado a lo largo de los aleros esperando a alguna compañera desperdigada. Las migratorias estaban en fila sobre el borde de los canalones, algunas con el pico dirigido hacia ellos, otras con el dorso, de modo que las pequeñas colas bífidas y los pequeños pechos cándidos se alternaban. Y así, esperando, lanzaban al aire sereno sus reclamos. Y de tanto en tanto, de dos en dos, de tres en tres, llegaban sus compañeras retrasadas. Y se aproximaba la hora de la partida. Los reclamos cesaban. Una lánguida mirada del sol descendía sobre la casa cerrada, sobre los nidos desiertos. No había nada más triste que aquellas etéreas plumas muertas, aquí y allá, que, depositadas en la creta, se estremecían.

Como levantada por un golpe de viento repentino, por una ráfaga, la bandada alzó el vuelo con un gran batir de alas, suspendida en el aire a modo de vórtice, y permaneció un instante perpendicular a la casa; después, sin vacilaciones, casi como si ante sus ojos se les hubiera dibujado un rastro, se compactó en el viaje, se alejó, se disipó, desapareció.

Maria y Natalia, subidas a una silla para contemplar en lontananza a las fugitivas, extendían los brazos y gritaban:

—¡Adiós, adiós, adiós, pequeñas golondrinas!

Tengo del resto un recuerdo vago, como de un sueño. Maria quiso entrar en la casa. Yo mismo abrí la puerta. Allí mismo, sobre aquellos tres escalones, Giuliana me había seguido ligera como una sombra y me había abrazado mientras me susurraba: «Entra, entra». En el vestíbulo pendía aún el nido entre las imágenes grotescas del artesonado de la bóveda. «¡Ahora soy tuya, tuya, tuya!», había susurrado, sin despegarse de mi cuello pero girándose flexible hacia mi pecho para encontrarse con mi boca. El vestíbulo estaba mudo, las escaleras estaban mudas; el silencio ocupaba toda la casa. Había escuchado allí aquel estruendo sordo y remoto, similar al que se puede oír al fondo de algunas caracolas. Pero ahora el silencio era similar a aquel de las tumbas. Allí estaba sepultada mi felicidad.

Maria y Natalia charlaban sin descanso, no cesaban de interrogarme, se mostraban curiosas de todo, abrían los cajones de las cómodas, los armarios. La señorita Edith las seguía, tratando de calmarlas.

—¡Mira, mira lo que he encontrado! —gritó Maria corriendo a mi encuentro.

Había encontrado en el fondo de un cajón un manojo de espliego y un guante. Era un guante de Giuliana; estaba manchado de negro en la punta de los dedos; en el forro, junto a la costura, llevaba una inscripción aún legible: «Le more: 27 agosto 1880. ¡Memento!». Volvió claramente a mi memoria, como un relámpago, el episodio de las moras, uno de los más adorables episodios de nuestra primitiva felicidad, un fragmento de idilio.

—¿No es un guante de mamá? —me preguntó Maria—. Devuélvemelo, devuélvemelo. Quiero llevárselo yo a mamá… Tengo del resto un recuerdo indistinto, como de un sueño.

Calisto, el viejo guardián, me habló de muchas cosas. Yo no entendía casi nada. Muchas veces me repitió un augurio:

—¡Será un varón, un hermoso varón, y que Dios lo bendiga! ¡Un hermoso varón!

Cuando salimos Calisto cerró la casa.

—¿Y estos benditos nidos? —dijo, sacudiendo su cabeza encanecida.

—No los toques, Calisto.

Todos los nidos estaban abandonados, vacuos, exánimes. Los últimos huéspedes habían partido. Una lánguida mirada del sol descendía sobre la casa cerrada, sobre los nidos desiertos. No había nada más triste que aquellas ligeras plumas muertas, aquí y allá, que, posadas sobre los nidos de blanca piedra caliza, oscilaban.