Europa no era tanto un continente como una red ferroviaria que él trataba como si fuera un gran metro que lo trasladaba de una parte a otra de la ciudad, de un club a otro. Viajaba con trajes que a los pocos días estaban arrugados como pijamas; de igual modo, las corbatas que comenzaban ceñidas al cuello de la camisa terminaban colgando como una serpentina de una fiesta navideña. Hablaba con cualquiera: colegiales con ganas de bromear y reír, borrachos del coche restaurante, viejas que desconfiaban de compartir vagón con un negro hasta que se fijaban en aquella mirada infantil que les recordaba a sus hijos, que se habían convertido en hombres sin dejar de ser chiquillos. De vez en cuando alguien le reconocía, le invitaba a una copa cuando pasaba el carrito de las bebidas; si se lo pedían, sacaba el saxo tenor y tocaba. Transcurridos veinte años, la gente contaría que de camino a París se habían sentado frente a un negro grande y borracho, con el trilby encajado en la nuca, los botones de la camisa a punto de saltar, lamparones de huevo en la solapa de la chaqueta... Que habían charlado un rato y que el americano farfullaba belicosos ouis y nons, riéndose de oírse hablar en francés.

Y que cuando se mencionó el jazz, cayendo de pronto en la cuenta de quién era, le estrecharon la mano, notaron la tersura de la palma, más clara, suave como te gustaría imaginar que es la zarpa de un oso. Le contaron cuánto valoraban su música, que tenían los discos que había grabado con Duke, en particular «Cottontail», que Duke una vez había actuado a trescientos kilómetros de su ciudad y habían hecho el trayecto de ida y vuelta en coche en una noche solo para verle. Le preguntaron por los músicos que había conocido y escucharon sus anécdotas como un niño desenvolviendo los regalos de Navidad, invitándolo a copas cada vez que pasaba el carrito y por fin, convencidos de que aceptaría pero aun así algo incómodos, le pidieron que tocara algo. Le vieron bajar el estuche del saxofón del portaequipajes como si fuera a enseñarles fotografías de sus seres queridos —que era exactamente lo que estaba haciendo—, abrir los cierres y montar el saxo, humedecer la lengüeta y colocar la boquilla. Carraspear, dejar el cigarrillo en el cenicero y comenzar a tocar mientras el sol parpadeaba entre una lejana hilera de árboles. Siguiendo suavemente con el pie el tableteo de los raíles, ralentizando la interpretación hasta que el saxo parecía respirar, como si fuera un objeto de carne y hueso en lugar de estar hecho de metal. Después el sol se inclinó sobre los campos dorados y el modo en que iluminaba su cara hacía pensar en fotos de un planeta en el espacio, con un lado perfilado y el otro totalmente a oscuras. La interpretación ganaba intensidad cuanto más lenta, se desvanecía en un vibrato de mariposa y luego envolvía de nuevo el vagón con sonoros sollozos. Que entonces decidieron, viendo la vibración de sus mejillas y su famosa inclinación de la cabeza al coger aire, que si alguna vez escuchaban a alguien meterse con los negros, cualesquiera que fueran las circunstancias, no lo dejarían pasar, en adelante lo noquearían o al menos saldrían de la habitación. Que nadie, ni siquiera un rey o un príncipe que hubieran contratado a Mozart o Beethoven para actuar en su salón, nadie había disfrutado de una experiencia de la música tan privilegiada e íntima: Ben Webster tocando solo para ti. Pero por encima de todo, que cuando terminó de tocar, cuando le dio la vuelta al saxo para que la saliva cayera al suelo, cuando el tren comenzó a aminorar porque la estación asomaba a lo lejos —demasiado pronto y no obstante en el momento justo porque para entonces Ben estaba tan borracho que podría haber estropeado la perfección de lo vivido—, que cuando le dieron las gracias, con el corazón henchido del orgullo que se siente en momentos de sinceridad total, que cuando le estrecharon la mano y lo miraron, las lágrimas también anegaban sus ojos, dibujaban rastros de caracol en sus mejillas. Y que luego volvieron a despedirse de él cuando el tren arrancó, viendo a aquel hombretón borracho sentado, vestido con un traje que le servía de servilleta, pañuelo y mantel, devolviéndoles el saludo.

Sí, nunca fue más feliz que cuando viajaba por Europa en tren, observando cómo el campo se transformaba en ciudad y viceversa, a los viajeros subiendo y bajando en las estaciones, los portazos y aquellos primeros instantes de movimiento apenas perceptible cuando el tren volvía a arrancar, el chasquido de las pesadas ruedas y los raíles al rozarse, todo aquel peso puesto en movimiento, venciendo a la inercia. En un tren le daba igual lo que pasara, incluso cuando atisbaba el caos garabateado de su diario y descubría, por lo que alcanzaba a interpretar, que estaba llegando dos horas tarde a su actuación de Nápoles, todavía a más de seiscientos kilómetros. Lo bueno de un tren era que una vez te subías, ya estaba, te llevaba a donde querías ir sin tener que pensar en nada... pero subirse, eso era más complicado. A veces coger un tren costaba más que intentar atrapar un abejorro. Podían ocurrir cientos de cosas entre que te enterabas del horario del tren y llegabas a su hora a la estación. Incluso cuando llegabas con media hora de adelanto y decidías matar el rato en el bar de la estación, podías perder el tren. Como hoy, había perdido el tren anterior... de hecho, había perdido tres trenes. Perder trenes, mierda, si le hubieran dado un dólar por cada tren que había perdido sería millonario. Nápoles, qué jodido llegar a Nápoles.

Descorchó la botella, dio un trago extralargo y miró a través de su reflejo la noche sin estrellas de Europa. Durante largos intervalos no había más que campos y solo un súbito incremento de volumen delataba que el tren pasaba a toda velocidad por un cruce. Luego la carretera que corría paralela a las vías atravesó la cara reflejada en la ventanilla, los ojos que contemplaban la escena como dos lunas pálidas. Por un momento el tren persiguió las luces de meteoro de un coche hasta que las vías giraron la derecha, alejándolo a regañadientes.

Se estiró en el asiento, mirando la rejilla combada del portaequipajes. Una humareda de bar llenaba el vagón, las ventanillas estaban empañadas. Fragmentos de melodías le veían a la cabeza y desaparecían como luces amarillas en las ventanas de las granjas a oscuras. Se caló el sombrero sobre los ojos y poco a poco le venció el sueño.

De vez en cuando, con la boca seca como el esparto, se despertaba y descubría que el tren se había detenido en lugares inexplicables: estaciones sin nombre donde no subía ni bajaba nadie y los ferroviarios tomaban café de pie, esperando a que el tren arrancara antes de tirar los posos al andén.

Cargaba su soledad a cuestas como el estuche de un instrumento. Nunca le abandonaba. Después de los bolos, después hablar con los fans y quizá algunos amigos que estaban de paso, después de entrar en un bar y quedarse el último, después de volver dando tumbos a su habitación, después de buscar las llaves y oírlas arañar la cerradura silenciosa, después de abrir la puerta de un piso que estaba siempre exactamente igual que lo había dejado, después de tirar el estuche del saxo al sofá... después de todo eso, por tarde que fuera, siempre llegaba el momento en que le apetecía continuar hablando, escuchar el tintineo y el burbujeo de alguien preparando un café o una copa. Tras regresar al piso, abría una botella, pegaba algunos tragos y se sentaba en camiseta y calzoncillos a tocar el saxo lo más flojo posible. Mientras vivía en Amsterdam solía telefonear a los amigos de Estados Unidos a cualquier hora de la noche, pero ahora solo tenía el saxofón y con él intentaba hablar con Duke o Bean o cualquier otro, alternando durante más de una hora la botella y el instrumento.

Por la mañana se despertaba repantingado en el sofá, acunando el saxo entre los brazos, sin buscar consuelo en él, más bien ofreciéndole ese gesto simple de protección. Cerca, una botella volcada, como si hubiera sido demasiado para ella y se hubiera caído, una pequeña mancha en la moqueta junto al cuello, donde había vomitado por la noche. A veces en la botella todavía quedaba un culo de alcohol, pero hoy solo contenía la luz del sol que entraba inclinada por las ventanas y la llenaba como un barco. Todavía tumbado en el sofá, miró el piso a su alrededor, lleno de la paz que solo se da a mediodía, cuando todo el mundo se ha ido a trabajar y lo único que se oye es el ladrido solitario de un perro, la risa de un niño o los ruidos de unos obreros trabajando un par de calles más allá. Se preparó un baño y fumó en la bañera estrecha, dejando que el vapor humedeciera la esponja reseca de su cabeza. Solo se oía el goteo del grifo y el chapoteo de sus movimientos, el chirrido de las carnes contra la bañera. Qué vacía debías de tener la cabeza viviendo en el extranjero. Sin dejar de fumar, se envolvió en una toalla grande y abrió la ventana, dejó entrar el sol rubio y frío. Puso música para despertarse en el tocadiscos y fue a la cocina a prepararse el café, la cafetera todavía contenía las borras compactadas del día antes. Cuando tenías tanto tiempo lo único en lo que podías fijarte eran tus gestos: una mano que cogía una cerilla o bajaba el gas a la espera de que hirviera el agua.

Rebanar el pan, untar las tostadas, las migas que caen en la camiseta y los calzoncillos, escuchar los primeros discos del día. Se bebía el café como si fuera cerveza, trago a trago, paseándose la tostada mojada por la boca, sintiendo cómo se descomponía en el lodo negro de café.

Esa misma mañana más tarde —la tarde de los demás era su mañana— se puso el abrigo y el sombrero marrón y dio un paseo, caminó por el parque, observó la hojarasca y las ramas que también seguían las estaciones. La luz otoñal era blanca amarillenta, tan baja que rebotaba en cualquier cosa, incluso en las hojas secas y en los restos podados de los rosales. Alguien había dejado un periódico en un banco y se sentó a leerlo. Su danés no era lo bastante bueno para entender la mayoría de las palabras, pero le agradaba mirar los bloques de caracteres, sus formas, sostener el diario entre las manos y adivinar sobre qué trataba un artículo en concreto. Se había habituado a mirar así la prensa desde que vivía en el extranjero, y siempre le recordaba a la foto que Fump Hinton le había sacado con Pee Wee y Red en un estudio de televisión allá por los años cincuenta. Mierda, Fump siempre andaba blandiendo aquella cámara, por lo visto dedicaba tanto tiempo a la fotografía como a tocar el bajo. Aunque no tenías la impresión normal de cuando alguien te sacaba una foto; muchos fotógrafos te hacían sentir que estaban robándote algo. Con Fump la sensación era la de cuando un amigo te cogía dinero porque estaba sin blanca pero era demasiado orgulloso para pedirlo y tenías que convencerlo para que lo aceptara, pidiéndole que lo considerara un préstamo en lugar de un regalo solo para que se sintiera bien, como si sinceramente le diera importancia.

Los cuatro estaban esperando para ensayar un número corto para un programa televisivo, pero hay algo en un grupo de hombres esperando juntos en una habitación que consigue que incluso un estudio de televisión parezca una oficina de asistencia social o la sala de espera de la consulta de un médico. Pee Wee para nada parecía un músico, más bien un cómico inglés de los años cuarenta, de los que interpretaban a funcionarios de poco monta con un incordio de mujer. En realidad, Pee Wee había disparado a un tipo y durante diez años vivió de batidos de brandy y whisky, sin comer nada, hasta un bocado de carne le parecía demasiado. Necesitaba media pinta de whisky para levantarse de la cama, estaba tan débil que tenía que abrazarse a todas las farolas que se cruzaba de camino a la licorería como a un amigo al que no veía desde hacía tiempo. Después estuvo un año hospitalizado —con el páncreas y el hígado hechos trizas— y al salir volvió a beber. Era igual de alto que Ben, tan flaco como gordo era Ben.

Ben estaba leyendo el diario, Pee Wee fumaba e intentaba sin demasiada convicción que la americana le quedara bien: no se sabía cómo, pero le iba a la vez grande y pequeña. La corbata le atenazaba el cuello como un borracho atacándolo. Entre el dobladillo y los calcetines le asomaba la piel mantecosa, sin vello, como desgastada por la fricción de cuarenta años de pantalones. Hinton comenzó a juguetear con la cámara y sacó algunas fotos. Los otros tres ni siquiera se dieron cuenta. Red se agachó y le cogió un cigarrillo a Pee Wee. Luego pareció que Red no hacía nada, pero se subió los pantalones y dijo «Bien» o «Maldición», adelantando ligeramente el torso.

Ben ojeó el periódico, carraspeó. Le gustaba tomarse su tiempo no para leer el diario, no para pasar las páginas, sino solo para echarle un vistazo general. Red atisbo por encima de su hombro, Pee Wee balanceaba levemente un pie, cruzaba y descruzaba las piernas, intentaba mirar cualquier cosa menos el periódico, que había comprado él y ya se había leído... pero cuando hay tres personas sentadas en fila, una de ellas leyendo, las otras solo pueden mirar y aguardar a que termine para coger la lectura y hacer que los otros deseen tenerla en sus manos. Ben tosió, carraspeó, se sonó. Pee Wee suspiró, se miró el reloj e imitó con los dientes un ruido de succión. Red volvió a ladear la cabeza, maldijo y se tiró un pedo. Pee Wee se sonó la nariz como un enfermo de neumonía.

—Tío, tendrían que montar un trío con nosotros tres, con los ruidos que estamos haciendo —dijo Ben, inflando los carrillos, exhalando, cerrando ruidosamente el periódico.

Pee Wee cruzó y descruzó las piernas, Red se subió las perneras de los pantalones (ya casi le llegaban a las rodillas). Ben, echándose más atrás el sombrero, dio la orden que todos estaban esperando:

—Vamos a ver si nos dan algo de beber.

Fue hace años, a miles de kilómetros, pero todavía sonreía al recordarlo. Dejó el periódico y contempló cómo la balada de humo de su respiración se alejaba, se sonó y miró alrededor, al cielo inmutable, escuchó el delicado sonido del rastrillo entre las hojas. El cielo era marmóreo, casi invernal, la tierra comenzaba a endurecerse. Ahora los veranos eran cortos, adondequiera que mirase era otoño o invierno. Vio a un ciclista pedaleando en su dirección, llamándole:

—Buenos días, señor Webster.

Él le devolvió el saludo sin saber quién era, escuchando el lento girar de las ruedas alejándose. Todo el mundo le reconocía y lo trataba con suma cortesía. Incluso algo tan simple, que todo el mundo le sonriera o lo llamara por su nombre o que un perro que se le acercara para que lo acariciara, bastaba para que le saltaran las lágrimas. Siempre había sido de lágrima fácil, en cuanto comprendía que había hecho algo mal o en cuanto alguien hacía algo bueno por él, cualquier demostración de sinceridad lo hacía llorar.

Machacaba a alguien y, al minuto siguiente, rompía a llorar.

Quizá el mar, el océano, atraiga a todos los exiliados. Hay una música inherente a los ruidos de los trabajadores en los muelles y los puertos, y a veces pensaba que una sirena, aullándole al mar, advirtiendo a los hombres de los peligros que les esperaban, contenía toda la belleza melancólica del blues.

Cada vez le gustaba más tocar cerca del agua; en Copenhague, después del cierre de los bares, paseaba hasta el puerto y se ponía a tocar mientras el pálido sol asomaba por encima del mar gris. El mar era el público perfecto, el oído perfecto para su música: profundizaba un poquito cada nota, la alargaba un pelín. A luz matinal del océano o en la bruma que se levantaba a primera hora de la tarde, los marineros apoyados en las barandas de los barcos atracados y los estibadores que descansaban del trabajo le escuchaban arrancarle un tono portuario al saxofón. En ocasiones un marinero borracho con una puta en un brazo y tatuajes en el otro pasaba tambaleándose y le escuchaba unos minutos antes de arrojarle unas monedas al inexistente sombrero. Interpretaba con la fuerza y la serenidad de las mareas, gritando como si la tierra en realidad no fuera sino un enorme navío que surcaba las olas rumbo al hogar. El agua lamía el muelle y mantenía el tempo lento que él necesitaba, los gruesos cabos se tensaban del esfuerzo. Gaviotas chillonas giraban y se balanceaban siguiendo la cadencia perezosa de su interpretación. Una vez dos ballenas emergieron justo detrás de la línea de sombra y escucharon el lamento como la marea del blues antes de volver a sumergirse en las olas llevándose aquel sonido consigo, a las profundidades oceánicas. Cuando alguien se lo contó, lloró, sintió la misteriosa afinidad de una especie en extinción con otra.

En Amsterdam tocaba junto a las aguas cubiertas de hojas de los oscuros canales. En Inglaterra cruzaba el puente de Chelsea hacia el Embankment, y las luces del puente dulcificaban el aspecto del tropel de gentes, de los hombres de negocios con trajes de raya diplomática y paraguas y de las mujeres inmovilizadas por bufandas y tacones. Miraba abajo, al Támesis, un río tan viejo y cansado que apenas se movía, y los puentes se sucedían en ambas direcciones hasta que el curso desaparecía tras un recodo. Era la hora punta de la tarde, todo el mundo se apelotonaba en los pubs o corría camino a casa, hacia las luces de colores tostados de los edificios que asomaban entre los árboles sin hojas. El atardecer nadaba en una bruma azul, las farolas perlaban el agua azul marino. Curiosamente, aquella vista le hizo añorar el hogar, pero el lugar que añoraba era Londres. Algo en el cielo azul tinta, en la luz que se colaba entre los árboles y el largo bostezo del Támesis por debajo de todo ello... incluso en el momento de contemplarlo, te parecía un recuerdo, algo del pasado que estuvieras contándole a alguien.

Tal vez fuera porque Londres era exactamente tal y como lo habías imaginado: taxis, autobuses rojos, Buckingham Palace, pubs y llovizna. Eso y que dondequiera que fueras siempre acababas en un punto turístico famoso: Trafalgar Square, el Parlamento, Picadilly Circus y el Big Ben (allí te sacaron una foto que aprovecharon para la cubierta de un disco, por hacer la broma).

Tosió y se sonó: otra cosa de Londres, siempre estabas resfriado. Mierda, nunca había estado en un sitio tan húmedo. Dejó atrás el puente y vagó por las calles blancas hasta que llegó a un pequeño pub cuyo rótulo chirriaba bajo la brisa. Se abrió paso a codazos entre el humo del tabaco, pidió una cerveza y se hizo un hueco en la barra. No paraban de llegar clientes, que lanzaban billetes de libra por encima de su hombro y recogían las pintas chorreantes de cerveza negra, caliente, cinco o seis de una vez. El estruendo de los hombres bebiendo, contando anécdotas de peleas, recogiendo los vasos en cuanto vaciaban dos tercios y pidiendo otra ronda inundaba el lugar. Pelear y beber... nunca había conocido un lugar así. Había perdido la cuenta del número de peleas a puñetazos que había visto paseando por el Soho durante los descansos del viernes y el sábado. Así era su clase de ciudad, su segundo hogar. Aunque ya no se peleaba tanto; no hacía mucho había estado a punto de enzarzarse con alguien, pero se había contenido pensando que sería mejor reservar toda la furia para el saxo. Todavía notaba el impulso beligerante habitual después de las primeras copas, pero se le pasaba con cinco o seis copas más, que arrastraban cualquier rastro de agresividad, la meaba y se sumía en la felicidad pantanosa del alcohol. Ya no necesitaba participar activamente para emborracharse, sencillamente era un estado al que tendía. Una vez le habían dicho que el cristal no era sólido del todo, que si dejabas la hoja de una ventana de pie acababa expandiéndose, muy lentamente, por la base, ligeramente más ancha que la parte superior. El mundo entero comenzaba a ser así, todo se expandía y rezumaba, se desplomaba. No como en los viejos tiempos cuando cuanto más bebía más enloquecía y siempre terminaba en plena tormenta de vasos, mesas rotas y cabezas partidas, agarrando a cualquiera como un levantador de pesas y arrojándolo por la ventana. O aquella vez que estaba hablando con un joven blanco cuando entró un marinero borracho y comenzó algo que Ben concluyó en un abrir y cerrar de ojos tirándolo al suelo y recuperando después su copa para retomar la historia que había dejado a medio contar, apoyado en la barra, con un pie en la espalda del marinero inconsciente. Estaba perfectamente adaptado a las reyertas; mientras nadie sacara una navaja, se diría que era inmune a los efectos de los puñetazos, su cuerpo lo absorbía todo de modo que las consecuencias de una pelea no se distinguían de los del alcohol (salvo la vez que pegó a Joe Louis y acabó con un par de costillas rotas, pero iba tan ciego que no notó nada).

Siempre había sido de constitución fuerte, poderosa, y a los treinta y pico se adivinaba que su cuerpo estaba esperando la ocasión para seguir creciendo. Con el paso del tiempo, cuerpo y tono se hicieron prácticamente idénticos: grandes, pesados, redondos. Ahora cuando lo veías en el escenario te fijabas en la panza, en las bolsas hinchadas bajo los ojos de su cara oronda... ni un solo ángulo en ninguna parte. Cuando tocaba ponía los ojos en blanco, inflaba el cuello y los carrillos como para formar una esfera perfecta. Siempre le había gustado tocar despacio y había ralentizado los movimientos hasta el extremo de alcanzar una armonía total entre cómo quería moverse su cuerpo y el sonido que producía. Tocaba baladas tan lentas que se oía el peso del tiempo cayéndole encima. En cierto modo, cuanto más lento tocaba, mejor: había tenido una vida larga y necesitaba meter muchas cosas en cada nota. Y al mismo tiempo una parte de él nunca había crecido, tenía las emociones de un chiquillo y en ocasiones parecía que simplemente lloraba con el saxo, de modo que incluso cuando tocaba algo sencillo y bonito podía partirte el corazón. Tenía un sonido inmenso y escuchar cómo lo amoldaba a semejante delicadeza era como ver a un granjero coger con ternura a un animal recién nacido o a un trabajador de la construcción entregar un ramo de flores a la mujer que ama. En «Cottontail» suena como el puño de un púgil ganador, pero toca una balada como si fuera una criatura tan frágil, tan fría y próxima a la muerte que solo el calor de tu aliento pudiera devolverle la vida, tan débil que incluso tu respiración parece un vendaval.

Cuando alguien le preguntaba por su filosofía musical, Duke contestaba «Me gustan los lagrimones de toda la vida», y Ben era igual. Le encantaban las baladas, las melodías sentimentales. Hay quien considera el sentimentalismo emoción inmerecida, pero eso no puede decirse del jazz. En el jazz la emoción es merecida automáticamente porque cuesta horrores conseguir que el saxo suene tan delicado, que mantenga el ritmo y te arranque lágrimas del corazón. Si tocas jazz, automáticamente te mereces la emoción, estás pagando por ella; de ello se ha encargado la historia de la música. Cuando Ben toca blues o «In a Sentimental Mood» comprendes lo irrelevante que es la noción de sentimentalismo. Ben nunca resultaba empalagoso porque por muy delicadamente que tocara siempre acechaba algún gruñido.

El sentimiento de sus baladas nacía de la nostalgia, siempre rememoraba la época de las jams en Kansas City, cuando tocaban toda la noche, superándose unos a otros, rodeados de aplausos y amigos. La época en que una muchedumbre aplaudía al final de un solo y él se despedía con la mano derecha, dando las gracias al público como si un viejo amigo acabara de entrar en el local con el estuche del saxo al hombro, dispuesto a participar. Cuando los amigos se pasaban de casualidad y lo encontraban riendo y feliz como unas castañuelas y solo entonces caía en la cuenta de lo poco que se reía así, de las pocas ocasiones que tenía de hacerlo. No como en la época que pasó viajando con Duke o improvisando en Harlem... Como aquella vez que entró corriendo en el Minton’s escapando de la lluvia y vio a un chaval tocando un saxo tenor, haciéndolo aullar y sacudirse como si el saxo fuera un pájaro al que intentara retorcerle el pescuezo. Jadeando, chorreando lluvia, escuchó los bucles y los nudos de sonido enredarse y desenredarse. Oír al saxo chillar y berrear así era como ver pegar a un niño que querías. No había visto nunca a aquel tipo, así que se acercó al escenario, esperó a que terminara el solo y le dijo, como si el chaval le hubiera cogido prestado el instrumento:

—El tenor no debe sonar tan rápido.

Se lo arrancó de las manos y lo depositó con cuidado en una mesa.

—¿Cómo te llamas?

—Charlie Parker.

—Bueno, Charlie, si soplas así vas a volverlos locos a todos.

Luego resopló una risotada, como si se sonara de manera hilarante, y volvió bajo la lluvia, cual sheriff que acabara de confiscar un arma peligrosa a un vaquero borracho.

No era un retrógrado, pero sabía que la vida de la música dependía de escenas como esa. Para él el jazz no era difícil como lo sería para los que vinieron después; siempre lo había enraizado en la época en que la gente se reunía simplemente para soplar un rato el instrumento. La idea era aportar algo a la música, ofrecerle algo, encontrar tu propio sonido con el saxofón o el piano o lo que fuera. Los que llegaron después se sentían responsables del futuro de la música, no solo del futuro de su instrumento, sino de la música en su conjunto. Pensaban que tenían que hacer algo que cambiara la siguiente década musical... hasta que a los seis meses aparecía otro y volvía a cambiar la música. Agonía en cada nota que tocaban, le hacían lo que fuera al saxo con tal de que sonara nuevo, lo estrangulaban hasta que chirriaba y chillaba, y la música se complicó tanto que tenías que estudiar tres o cuatro años en una escuela antes de atreverte a tocar algo. Para él el jazz no era así de difícil, no era algo con lo que tuvieras que pelearte ni moldearlo a tu imagen, el jazz no era más que tocar el saxo.

—Si te gusta el jazz tiene que gustarte Ben. Podría gustarte el jazz y no gustarte Ornette, incluso podría no gustarte Duke, pero es imposible que te guste el jazz y no te guste Ben.

Cargaba con la soledad a cuestas, pero también llevaba consigo su sonido, a modo de consuelo. El saxo era su hogar, el saxo y los sombreros, que más que ponerse, habitaba, los porkpies y los trilbies echados tan atrás que se le pegaban como casquetes. Despertarse por la mañana y alegrarse porque el indestructible sombrero seguía en su cabeza... era lo más parecido que conocía a esa cálida sensación de haber pasado fuera mucho tiempo y darte cuenta de pronto de que estás de nuevo en tu cama. Sombrero y saxo: la tradición, el hogar que nunca tendría que dejar.

Ben dijo que quería conocer la campiña inglesa, así que pasamos a recogerlo por el piso donde vivía y cruzamos las interminables afueras hacia el campo, sin llegar a dejar la ciudad. Le impresionó lo poco que había que ver: ni ferrocarriles, ni vallas ni carteles publicitarios, solo una desaparición gradual de todo. Dejamos atrás pubs que parecían llamarse todos The Crown o The Fox and Hounds. Todos los coches con los que nos cruzamos eran negros. El cielo estaba encapotado y cuando por fin salimos a la campiña gris había empezado a lloviznar. Las nubes abrazaban las lomas que se elevaban y descendían a nuestro alrededor.

Dejamos la carretera principal y aparcamos, permanecimos un momento sentados con el motor apagado. Le había prestado unas botas de agua a Ben y en cuanto consiguió calzárselas cogimos un estrecho sendero y avanzamos pisoteando charcos. Pasamos junto a una verja rota y unos setos entremezclados con zarzamoras, la lluvia era tan fina que parecía simple humedad. Caminábamos en fila india, mi esposa iba delante y después Ben, jadeando, enturbiando el aire con el humo del cigarrillo. Seguimos el sendero hasta un bosquecillo, donde nuestros ojos fueron adaptándose a la oscuridad cautiva de los árboles. Durante un rato llovió con fuerza, oíamos el tamborileo de la lluvia en las hojas más altas. Cuando llegamos al borde del bosque Ben dijo que estaba cansado y nos esperaría allí mientras dábamos una vuelta. El sendero nos llevó bordeando unos prados antes de empezar a subir una colina. Un tanto preocupados por si Ben se impacientaba, decidimos regresar cruzando el bosque. Encontrar el camino entre los árboles era complicado y a los diez minutos nos habíamos perdido: fue pura chiripa que nos topáramos con Ben justo donde lo habíamos dejado. Íbamos hacia el borde del bosque con la idea de desandar el sendero cuando le vi. Se le veía inmenso, envuelto en el abrigo, con el sombrero porkpie, extrañamente incongruente. Me disponía a llamarlo, pero no quise perturbar la felicidad de la estampa. Por el horizonte, el sol salía entre las nubes, perfilando unos árboles y tiñendo otros de dorado. El silencio húmedo de la lluvia pasada que goteaba entre las hojas llenaba el bosque. Los pájaros abandonaban los árboles altos y se dirigían a los campos. Ben estaba al final del bosquecillo, apoyado en el pilar de la vedija, contemplando el humo que subía desde una granja lejana al otro lado de los prados y las nubes que avanzaban perezosamente sobre las colinas negras. Nos quedamos quietos, sin hacer ruido, como si nos hubiéramos encontrado un bello pájaro jamás visto en aquellos parajes.

Me preguntas qué significa para mí la música. No puedo escuchar su música sin pensar en aquella tarde. Para mí así es cómo suena su música, eso es lo que significa para mí. Es todo lo que puedo decir.

Pero hermoso - Un libro de jazz
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