Quería perpetrar atracos espectaculares, llegar en coche a un banco y liarse a disparar, dejar a un par de inocentes tirados en el suelo y salir pitando, que los billetes revolotearan en la ráfaga caliente del tubo de escape cuando arrancasen a toda velocidad. Sus socios nunca le dejaban ir armado; pensaban que estaba demasiado loco, y Art, aunque decepcionado, en cierto modo se enorgullecía de que tipos tan duros le tuvieran por un desquiciado.

Un día robó en la consulta de un médico, se llevó algo de droga y varios frascos de pastillas al azar. Pensó que con las pastillas Diane y él podrían desengancharse. Hincharse a pastillas, esa era su idea de desengancharse.

Los agujeros de la pared vomitaban. Podía sentirse ingrávido como si flotara en el espacio y al momento siguiente la gravedad lo atrapaba y le estiraba del tobillo a través del entarimado, y cuando tocaba el suelo lo encontraba blando y acogedor como una almohada. Los colores estallaban y se consumían. Las cortinas estaban echadas y las luces siempre encendidas, la bombilla pelada de mitad de la sala parecía un sol blanco que nunca se movía. Escalofríos como navajas, una víbora retorciéndosele en las tripas. Miró a Diane y solo vio un saco de miseria y fluidos. Alguna vez la había pegado y había descubierto que estaba pateando un cojín manchado de vómitos. La televisión siempre estaba puesta: unas veces mostraba seriales, concursos o desiertos del Oeste y un cielo de nubes altas. Otras veces, coches o caras, latiendo, primeros planos de cabezas que giraban como en una tragaperras: Art toqueteó el ajuste vertical con la esperanza de estabilizar las cosas, pero sospechando que había hecho algo mal porque de pronto ya no se veía nada, solo se oían voces.

Diane gimoteó: Apágala, Art, apágala.

Pero Art estaba absorto, y siguió mirando fijamente el televisor hasta que otra cosa le llamó la atención y se apartó a trompicones, enganchándose el pie con el cable de la lámpara, y caminó hacia la alfombra, seguido por la pequeña explosión de la lámpara rompiéndose al caer. Lo que significaba que le tocaba a Diane apagar el televisor, y Diane toqueteó todos los mandos hasta que al final desconectó la antena y subió el volumen, de tal modo que solo quedó un rugido constante y el parpadeo de un mar molecular, una nieve de interferencias, como una emisión de otro planeta. Una vez descorrió un dedo la cortina y los colores del exterior, un filo de luz, le quemaron las pupilas.

Para desayunar engullían pastillas, agitaban los frascos vacíos, miraban dentro de ellos como por un telescopio enfocado a una galaxia marrón de luz. También tenían la necesidad de abrir y cerrar cosas: armarios, puertas, la nevera, destapaban la margarina y la dejaban abierta.

El lavabo era un estanque amarillo. Sentado en el borde de la bañera, vio cómo su mano serpenteaba y tiraba del rollo de papel higiénico de modo que una pálida cuerda de papel bajaba hasta el suelo, y siguió haciéndolo, disfrutando de la imagen de la suave celulosa acumulándose sobre el frío suelo. Al final se aburrió y volvió al salón donde el suelo se había convertido en una esponja de vómito, sangre y cristales rotos. Esparcidas por el suelo, donde debería haber flores, bolas de papel de diario respiraban despacio, a punto siempre de florecer. A veces le subía la fiebre y otras notaba las extremidades tan débiles que incluso cruzar o descruzar las piernas le parecía una tediosa excursión por las montañas.

Diane estaba diciéndole algo, pero sus palabras se fundían en un magma gris de sonido. Se la imaginó tirada en una alcantarilla, con el cuerpo en descomposición y el neumático de un coche aplastándola como si fuera nieve. La vio caminar hacia la cocina, donde todos los armarios estaban abiertos como si un vendaval hubiera atravesado la casa. A medio camino se dobló y cayó en la alfombra, un cristal triangular le asomaba de la mejilla como la espina de una rosa y ni siquiera se fijó en la sangre, que de todos modos le favorecía bastante.

Para entonces el sofá era el lugar donde Art tenía arcadas y vomitaba porque ya solo expulsaba un limo de bilis. Siempre tenía la cara pegajosa por una cosa que le supuraban los ojos y la nariz y que parecía el rastro caliente de un caracol. Cuando se despertaba, se le habían formado costras blancas alrededor de los ojos y parecía que les hubiera sacado brillo con un paño caliente.

Diane lloriqueaba y gañía como un perro hambriento y Art comprendió, riendo, que era la perra: un error comprensible dado que no había ninguna diferencia entre las dos. La perra estaba aterrada y Art, de regreso en la cocina revuelta, rebuscó en los armarios, volvió a abrirlo y cerrarlo todo. Llenó un plato con leche, sabía que era lo que se hacía con los gatos y pensó que quizá también contentara a la perra, pero lo estropeó al pisarlo accidentalmente y cubrir el linóleo con pequeñas lagunas lácteas y un archipiélago de loza. Registró la cocina como si quisiera ponerla patas arriba, barriendo los armarios con el antebrazo, tirando latas y cazos al suelo, y solo después se interesó por lo que le había deparado la búsqueda. Encontró una lata de comida para perros y luego la emprendió con los cajones, en busca de un abridor, levantándolo todo por encima de su cabeza y dejando que cuchillos y tenedores le cayeran encima como una lluvia afilada que rompía ruidosamente contra el suelo. Lo revisó todo de cuatro patas, encontró un abrelatas y lo clavó en las entrañas de la lata, la hizo girar, se cortó el dedo con el borde pero le dio igual, hizo palanca y abrió el reluciente baúl de carne que se pegó al tenedor y luego lo dejó tal cual, la perra ya se lo estaba comiendo.

De vuelta en la sala principal se quedó dormido en el sofá, no soñó con nada, con nada, ni siquiera con gris o blanco o cualquier otro color, con nada de nada, sin tiempo ni sonido, pero de todas formas fue un sueño, no solo el negro peso del dormir. Y fue un sueño plácido hasta que se salpicó de colores y de frío dolor y Art se despertó con las articulaciones como si hubiera emergido demasiado rápido de veinte brazas de profundidad, con la boca tan seca que parecía no quedarle una gota de líquido en todo el cuerpo, volviendo en sí y preguntándose si estar en coma sería parecido. Y con dolores por todas partes, en cuanto localizaba un dolor descubría otro más intenso en otro lugar y por tanto se pasó un rato tumbado, siguiendo los movimientos del dolor por su cuerpo, antes de percatarse de que estaba ensangrentado en el suelo, a menos de un metro de Diane, que estaba inconsciente. Lo primero que pensó es que la había matado y la satisfacción que le produjo enseguida despareció sepultada por el miedo a que de verdad Diane hubiera dejado de respirar. Consiguió levantarse, la sangre le subía a la cabeza o le brotaba de la cabeza, se balanceaba como una torre en un vendaval, le dio una patada a Diane pero ella no reaccionó, como si hubiera pateado un saco de tierra, así que le dio otra más fuerte y esta vez Diane se movió y gimió.

Luego ya no pudo más, salió hecho una furia de la casa, dando un portazo, pero no estaba preparado para que el calor exterior le cayera encima como una sucesión de puñetazos. Al principio notó demasiada luz, la claridad le quemó los ojos. Luego vio la calle y las parcelas de césped cuidado, oyó el quejido familiar del tráfico. A partir de ese momento la costumbre tomó el control. Lo siguiente que supo fue que giraba la llave de contacto, oyó responder al coche, moverse. El espejo no le servía de nada, toda su atención estaba centrada en su destino, en lo que le esperaba. Los coches pasaban desdibujados, pero en el primer cruce dio un frenazo y se golpeó la cabeza con el parabrisas. El tipo del coche de delante se apeó enfadado, presto a pelear, pero cuando vio a Art ensangrentado, furibundo y apestando a vómito, se detuvo, dudando de en qué se estaba metiendo y simplemente se quedó mirando cómo aquel maníaco lo esquivaba derrapando.

Art se plantó en casa de unos amigos, yonquis que al primer vistazo le fiaron un chute. De inmediato la agonía desapareció en una oleada de calor casi excesivo. Hundió la cara en un lavamanos lleno de agua limpia, pidió fiada otra dosis para Diane y salió de la casa mascullando repetidamente su gratitud, prometiéndoles a lo loco devolverles la deuda con creces.

Para cuando regresó a la autopista, el denso tráfico de heroína de su sangre le había encendido las venas, notaba un destello en la boca del estómago, veía más claro. Al principio condujo con cuidado, pero luego se animó, fue adelantando a los coches más lentos hasta volar como el rayo, con las ventanillas bajadas y el viento caliente revolviéndole el pelo, secándole la cara recién lavada mientras él disfrutaba de las gotas de agua que le caían de la nariz al regazo, sintiendo el impulso del viento y avanzando a toda velocidad por la autopista, el gris rugir de los neumáticos, la danza del sol sobre los techos blancos de los coches. Apretó los botones de la radio, pasó por varias emisoras y se detuvo en seco cuando encontró una de jazz, donde primero escuchó a un trío y luego reconoció su propio sonido cuando el saxo se abrió paso al frente, deslizándose y serpenteando como un coche rojo entre un tráfico escaso, apenas pisando el acelerador, con el tono nítido como las luces largas, afilado como las sombras. Subió la radio hasta que el coche empezó a dejar una estela sonora atronadora, abrió la guantera y sacó unas gafas de sol polvorientas, contento con la luz verdosa y más oscura que hacía la ráfaga argentina del saxo todavía más brillante, más bella que antes: como un día claro y caluroso, con los pájaros surcando un cielo silencioso. Un coche serpenteando por la tortuosa carretera de la costa, cogiendo las curvas despacio, entreviendo de vez en cuando una pizca del Pacífico hasta que, a partir de una curva, crece una inmensa vista del océano azul con el puente como un ocaso sobre vigas. Olas rompiendo contra las rocas y la arena. Gaviotas descendiendo en picado.

Desde lo alto de una pared los barrotes del ventanuco proyectaban rayas cebradas de luz y sombra en el suelo. Caminó por la celda y echó un vistazo a la figura despatarrada en la litera superior antes de desplomarse en la cama de abajo, marcado por las franjas de sombra. La cabeza entre las manos, los codos sobre las rodillas. Se pasó la mano izquierda por encima del hombro derecho, se rascó justo por debajo de la sisa de la camiseta sudada antes de masajear los bíceps de ambos brazos con la mano contraria. Las piernas le asomaban, flacas y blancas, de los pantalones cortos de color grisáceo, las botas sin cordones hacían que parecieran esqueléticas. Una pared estaba empapelada con fotos arrancadas del Playboy de mujeres sonrientes, pálidas y desnudas salvo por el brillo del pintalabios y las sábanas doradas, el satén y la seda. Se estiró en la litera, cerró los ojos unos minutos y luego se bajó de la cama y se puso a andar de nuevo por la celda. Cada gesto que realizaba era lento: sus movimientos habían encogido, se habían apretujado dentro de los límites de la celda, pero también se habían expandido para llenar las horas que tardaban semanas en pasar, las tardes que parecían meses. Miraba el improvisado calendario pegado a la pared con tanta frecuencia como mira el reloj un hombre que espera el tren.

Se agarró a los barrotes de la ventana y se aupó, tensando los músculos de los brazos, con una vena hinchada en la nuca. Solo alcanzaba a ver un ángulo de cielo y sol, pero si subía un poco más distinguía las refinerías y los almacenes de cerca de la playa. Con los pies anclados en la pared para aliviar el peso que soportaban los brazos, se aupó todavía más y retorció la cabeza entre la pared y el techo. El muro de la prisión tapaba al menos un tercio de la vista, pero desde esa postura tan incómoda veía bien la playa: gente tumbada en hamacas, olas que rompían en la arena. Un poco más allá vio un viejo embarcadero, una mujer, bronceada, extendiendo una toalla y desnudándose. Estaba muy lejos, pero había tan buena luz que la distinguía con claridad. Se quitó la blusa y la falda, debajo llevaba un bañador rojo. Calor, agua azul, espuma. Se tendió en la toalla. Levantó una pierna, buscó algo en la bolsa: tabaco, bronceador... Art aguantó colgado de los barrotes todo lo que pudo y luego saltó al suelo, jadeando, rayado de sombras.

Estaba paseando por la franja de playa que desde la celda solo podía ver, bajo un cielo blanqueado por el calor. Los demás estaban morenos y llevaban bañador, y todos le miraban pasar con su incongruente traje oscuro, la maleta y un estuche más pequeño del instrumento. No paraba de mirar a su alrededor, aunque resultaba imposible dilucidar si porque estaba nervioso o porque le fascinaban las cosas. Si se acercaba alguien, miraba al suelo y se protegía de la curiosidad ajena tapándose la cara con la mano.

Cuando llegó al embarcadero se paró y buscó a la mujer que había visto desde la celda. Había un par de personas tomando el sol, pero ella no estaba. Volvió a mirar a su alrededor y la localizó en la playa, del otro lado del embarcadero, con la toalla extendida bajo una sombrilla, charlando con un hombre de casi cuarenta años, quizá algo mayor. Vestía una llamativa camisa de manga corta que parecía comprada en Francia o en algún otro lugar de Europa. El hombre le dio un beso en la mejilla y recogió sus cosas antes de echar a andar hacia Art, en quien se fijó al pasar. Art contempló cómo se alejaba hasta que entrevió por el rabillo del ojo a un conocido frente a una cafetería del paseo, sus largas piernas aleteaban como unos vaqueros tendidos a secar un día de viento. Art recogió las maletas y corrió tras él, apoyó una mano con fuerza sobre su hombro.

—Eh, negro cabrón, ¿adónde crees que vas?

El tipo giró en redondo, llevándose una mano al bolsillo trasero y con los ojos encendidos de furia hasta que vio la sonrisa de Art.

—Joder, blanco de mierda...

—¿Qué tal, Egg?

Se estrecharon la mano, se abrazaron, se dieron palmaditas en la espalda mientras Egg decía:

—Pensaba hacerte una cara nueva, tío... ¿Cómo va eso, Art?

—Bien.

—No sabía que te habían soltado.

—No lo sabe mucha gente. ¿Qué tal te va?

—Va todo bien, tío, todo bien. ¿Qué tal sigue todo por allí dentro?

—Sin ti no ha sido lo mismo.

—¿Jackie se las apaña?

—Va tirando. El chaval es duro, Egg.

—Sí. Oye, me alegro de verte, Art. —Golpeándole suavemente en el hombro.

—Y yo a ti, tío... Oye, mira, ¿tienes para pillar?

—Tío, tú no cambias. ¿Cuánto llevas fuera? ¿Días, horas o qué?

—Unos minutos, tío —respondió Art, con una sonrisa; Egg se carcajeó—. Total, ¿llevas algo?

—Llevas veinte minutos en la calle y ya andas buscando la manera de volver —dijo Egg, meneando la cabeza—. ¿Qué te pasa, tío? ¿Te gusta el trullo?

Art volvió a sonreír. Cerca de allí había comenzado un partido de voleibol que los envolvió con el ruido de los pelotazos y los gritos. La arena se levantaba cuando los jugadores se lanzaban a por la pelota.

—¿Por qué no te buscas otra afición? El voleibol o lo que sea... ¿Cuánto dinero tienes, tío? —preguntó por fin, tirándose del lóbulo de una oreja con el pulgar y el índice.

—Cero, tío. Tendrás que fiarme. Venga, Egg.

—Uf, tío —dio Egg, negando con la cabeza.

—Y búscame algún chanchullo, ¿quieres? —pidió Art, poniéndose serio.

—¿Quieres que te trinquen?

—¿Cuánto tardarás?

—Un día. Para mañana por la tarde.

—Que sea esta noche, Egg.

—Es que no cambias, tío...

—Gracias, tío.

—Ya, tío.

Se estrecharon la mano, sin fuerza, separándose cuando sus manos todavía se tocaban.

Art recogió otra vez las maletas y volvió a donde estaba la mujer de la playa. Ella estaba tumbada bocabajo, inquieta como la gente que intenta trabajar en un ambiente que invita al ocio. Conforme fue acercándose, Art descubrió por primera vez los detalles de su anatomía: media melena castaña, nariz pequeña, labios al borde siempre de una sonrisa. Una sombra cubrió la página del libro, la mujer levantó la vista y vio un par de zapatos en la arena, calcetines, dobladillos, las rodillas de un hombre trajeado entrando en su campo de visión al agacharse a su lado.

—Hola.

Se giró hacia él, sorprendida, irritada, instintivamente consciente de la desigualdad del encuentro: ella casi desnuda y él vestido con un traje tan poco apropiado que habría resultado cómico de no ser por la vaga amenaza que transmitía.

—Hola —saludó ella en voz queda, condensando en esa única sílaba la pregunta «¿Qué quieres?».

Lo miró a través del cabello que le tapaba los ojos y le dibujaba sombras en la cara, con ganas de saber qué cuento le soltaría. Se apartó el pelo de la cara mientras él miraba fijamente al suelo, recogía arena y la dejaba resbalar entre los dedos. Observándole, consciente de su tensión interna, recordó haber leído en alguna parte que cuando te atrae un hombre lo primero en lo que te fijas son los dedos. Los de ese hombre eran lo contrario a elegantes: cortos, con las uñas rotas, ni siquiera estaban limpios. Llevaba el pelo rapado como los militares. Parecía un obrero, guapo pero ajado. Él alzó la vista, se protegió los ojos del sol, bizqueó:

—Cuanta luz —dijo por fin, carraspeando, todavía sin mirarla.

Ella asintió, con la expresión de quien ha oído que llamaban a la puerta, la ha abierto y se ha topado con un completo desconocido, con alguien que no tiene ningún motivo para estar ahí.

—Bonita toalla. Muy bonita.

De nuevo, la mujer tuvo ganas de reírse por lo ridículo del comentario. En cambio, le dio las gracias con toda la neutralidad posible.

—Inglesa, ¿eh?

—Sí.

Iba así: en esas situaciones tenías que dar el mínimo de información, reducir la conversación a una base tan estrecha que el otro no tuviera donde agarrarse mientras intentaba crear la máxima intimidad a partir del menor pretexto.

—Yo soy estadounidense —dijo Art, sin sonreír.

—Fascinante —respondió al fin ella, volviendo la vista al libro.

Mientras miraba el libro notaba que él observaba su cuerpo tratando de aparentar que contemplaba el oleaje, pero ella notaba que sus ojos volvían a su cuerpo y la abrasaban como el sol.

—Ya te había visto —dijo él al cabo de un rato.

—¿Dónde?

—Aquí. Vienes casi todos los días. Aquí o en el embarcadero.

—No te había visto.

—No, puede ser.

La mujer cambió de postura, pasó de estar apoyada en un codo a sentarse con la pierna más cerca de él levantada a la defensiva, a modo de barrera entre los dos, consciente todo el rato de que dicha barrera era su pierna desnuda.

—Bueno, y ¿qué haces por aquí?

—Tomar el sol.

—Quiero decir en California.

—Mi marido da un curso de un año en el Instituto de la Música.

No se miraron.

—Marido. No es una de mis palabras favoritas —dijo por fin Art, arañando la arena—. ¿Era el tipo que estaba aquí hace un momento?

—Sí.

—¿Qué enseña?

—Composición del siglo veinte. Clásicos modernos.

—¿Clásicos modernos?

—Sí.

¿Antes soplaba el viento? Podía ser: una brisa ligera, lo justo para echarles lentamente granos de arena y levantar un fino rocío de las olas. Ya no soplaba, solo quedaba la quietud del cielo.

—¿Te apetece una cerveza?

Antes de preguntarlo ya supo que ella la rechazaría.

—No, gracias.

—¿Un café?

Negó con la cabeza, volvió a mirar el Sáhara que él estaba dibujando en la arena con el dedo.

—¿Coca-Cola?

—No.

—¿Té?

—No.

—¿Té con leche?... ¿Con limón?... ¿Helado?

—No, de verdad...

—¿Y un batido? ¿Fresa, limón, plátano, vainilla?

—Eres muy amable pero...

—Va, venga, que estoy de celebración.

Titubeando, dudando si preguntarle, sorprendida porque también ella estaba dibujando en la arena, dejó una pausa más larga antes de contestar con exagerada cautela:

—¿Qué celebras?

—¿Quieres saberlo?

—No.

—¿De verdad quieres saberlo?

—No.

—Bueno, pues si de verdad quieres saberlo, estoy celebrando el aniversario de lo peor que me ha pasado en la vida.

Ella no dijo nada, no se movió. Art abrió las manos y arqueó las cejas, animándola a seguir preguntando.

—¿Quieres saber lo que es?

—No.

—¿De verdad quieres saberlo?

—No.

—Está bien; ya que insistes, te lo diré. Hoy hace cinco años que estaba cenando con una chica, en un piso precioso y todo eso. Con mesa de vidrio y una sillas elegantes de mimbre, con finas patas de metal. Cadena de música, nevera, de todo.

Su voz estaba a medio camino entre el gemido y el murmullo, era monótona pero apasionada, la voz de alguien interesado solo en lo que él estaba diciendo, una voz que podías imaginarte justificándose interminablemente, prometiendo y suplicando y negando cualquier responsabilidad por los actos cometidos.

—Pues la chica tenía dos chihuahuas pequeñitos, muy monos, que correteaban por ahí pero muy tranquilos, no ladraban ni nada. En fin, habíamos salido varias veces pero era la primera que me invitaba a su casa. De modo que le llevé flores y bombones y hostias, y estábamos charlando, comiendo, conectando estupendamente, y como me dijo que adoraba a sus perros les rasqué un poco en la cabeza y llegamos al postre, un helado increíble, con una bola de ocho sabores o así, y me incliné, apoyado en las patas delanteras de la silla elegante para estirarme por encima de la mesa transparente y besarla suavemente en los labios, fríos y dulces del helado. Y le digo, todo romántico: «Llevo toda la noche queriendo hacerlo». Y va y me contesta: «Y yo llevo toda la noche esperando a que lo hagas». Total, que como estaba echado adelante en la silla, pensé que tenía que cambiarme a su lado de la mesa, así que volví a apoyar las patas traseras de la silla y se oyó un crujido mojado y un gañido y al bajar la vista, tío, resulta que había aplastado a un chihuahua con la pata metálica de la silla. Lo había ensartado como si fuera un kebab o algo para asar en la barbacoa, pero no estaba muerto, solo, bueno, parecía que fueran a salírsele los ojos y agitaba la lengua como si...

Él sonreía y la miraba reírse.

—¿Y qué pasó? —preguntó ella, tosiendo de la risa.

—Bueno, la chica se puso a chillar, muy alterada, el suelo estaba cubierto de sangre y tratamos de arrancar al chihuahua de la pata de la silla como harían en una película del Oeste con una flecha, ya sabes, estirando, pero estaba atascada...

Diez minutos después, ella se había puesto la blusa y la falda y estaba sentada en la cafetería de la playa. Un camarero llevó una bandeja cargada de botellas, vasos y tazas a su mesa, el sol arrancaba destellos de los ángulos afilados del hielo, de las delicadas curvas del cristal. Ella pagó al camarero, consultó brevemente su libreta y se preguntó en qué estaba metiéndose. El hecho de que él hubiera pedido dos de cada para él, dos cervezas, dos cafés, dos Coca-Colas, y de que estuviera en el servicio cuando el camarero les sirvió las bebidas —por lo que le tocó pagar a ella— la sorprendió tan poco que le pareció inevitable. Lo sorprendente era que ella estuviera allí. Había sido porque la había hecho reír, ese había sido el momento decisivo. De niña, cuando se enfadaba con su hermano, cuando le gritaba por alguna travesura, su hermano le decía: «Sé que estás enfadada, estás enfadadísima, así que, sobre todo, no lo estropees riéndote. No te rías. Hagas lo que hagas, no te rías». Y entonces se le escapaban las risas a borbotones como un refresco de una lata. Esta vez había sido igual. Su risa la había metido en esta situación, la había traicionado. Absorta en sus pensamientos no se había dado cuenta de que él había regresado. Se sentó, sonrió, se sirvió la cerveza, se frotó la frente con el botellín, bebió un trago y se secó los labios con el dorso de la mano. Ella miró cómo echaba otro trago, como si no existiese nada más en el mundo que aquella cerveza, como si fuera capaz de desmayarse de placer. Ella bebió un poco de ácida limonada.

—Pues estás muy bronceada —comentó él con un bigote de espuma, saludándola con una inclinación del botellín.

—Tú estás muy pálido.

—Ah, sí, hace tiempo que no me toca el sol —respondió, arrancando el papel de plata del cuello del botellín.

—¿Y eso?

Agitó los cubitos del vaso, un gesto pensado para que la pregunta, significativa, pareciera casual.

—He estado fuera, fuera del país. En, hum... ¿Cómo se llamaba?... ¿Dinamarca? Noruega... ¿Has ido alguna vez?

—No.

—Uf, pues deberías —dijo, apurando la cerveza y echándole al café azúcar y media jarrita de leche—. Hay mucha actividad. Están los fiordos y muchas cosas más. Aunque hace frío.

Ella agitó el hielo de la bebida con la pajita, miró hacia el mar, a un avión que dibujaba en el cielo el nombre de un restaurante nuevo. Al volver a bajar la vista vio que él se había terminado el café y estaba abriendo más sobres de azúcar y vaciándolos en el vaso de Coca-Cola.

—Es un milagro que todavía te queden dientes.

Él sonrió: una dentadura perfecta. Alguien había puesto un disco en la máquina del bar, jazz lento.

—¿Y qué hacías allí, en Noruega?

—Soy músico —respondió, garabateando en el agua y el hielo derretidos de la mesa.

—¿Qué clase de música tocas?

—Jazz.

—Creía que los músicos de jazz eran de color.

—No todos.

—Pero los buenos sí, ¿no?

Un destello de ira le atravesó la mirada. Siempre tenía que enfrentarse a la misma idea. Si su vida tenía algún sentido sería el de enterrarla de una vez por todas. Dentro de unos años, en Nueva York, le diría a un periodista, sin el menor atisbo de ironía: «En muy poco tiempo seré como Trane. Estuvo Pres, luego Bird y después Trane. Y luego le toca a Pepper. Lo he sabido toda la vida. Nunca lo he dudado». Quizá por eso, cuando la miró de frente, notó una extraña sensación de déjà vu mientras le decía despacio:

—Nadie toca mejor que yo. Literalmente.

—Qué modesto.

Ella le devolvió la mirada, una tenue sonrisa de lima flotaba en su bebida. El escrito del cielo estaba borrándose.

—¿Te gusta el jazz?

—Nunca lo he escuchado como es debido. Una vez escuché unos discos de Duke Ellington y algo de Charlie Parker... Richard, mi marido, me ha prometido mil veces llevarme a un concierto.

—¿Le va el jazz?

—En realidad no —respondió ella, riendo por la nariz—. Le parece indisciplinado, que se basa demasiado en la improvisación.

—¿Y ese tío enseña música?

Ella abrió la boca, siguió la inhalación corta que precede al habla, pero él se apresuró a enterrar el insulto implícito:

—Tendrías que ir a un club. Al Hillcrest o similar. Te gustaría. ¿Te dejarías invitar?

No dijo nada.

—Tal vez —respondió él en su lugar.

—¿Y qué instrumento tocas?

—Adivínalo.

—¿La trompeta?

—No.

—El saxofón.

—Sí, alto.

—¿Y has grabado algún disco?

—Hace tiempo que no... ¿Oyes eso? —preguntó, señalando hacia el bar, de donde salía la música que los envolvía—. Soy yo.

—¿De verdad?

—Sí.

Ella ladeó la cabeza para escucharlo.

—¿De verdad eres tú?

—¿No me crees?

—¿Eres tú?

—Pues claro. ¿Quién más iba a tocar blues así? —respondió él, riéndose.

—No lo sé. ¿Qué es el blues?

—¿El blues? Hostia, menuda pregunta. El blues en un montón de cosas, un sentimiento...

—¿Qué tipo de sentimiento?

—Bueno, pues... Puede ser un tipo solo, encerrado porque se metió en un lío que no era culpa suya. Y está pensando en su chica y en que no sabe nada de ella desde hace tiempo. Y tal vez es el día de visita y todos los demás están con sus mujeres y sus novias y él está en la celda, pensando en ella. Deseándola y sabiendo que la ha perdido, capaz apenas de recordarla porque hace mucho que lo único que ve son las chicas colgadas de la pared, que no se parecen en nada a las mujeres de verdad. Deseando que hubiera alguien esperándole, pensando en que la vida se le escapa y lo ha echado todo a perder. Deseando poder cambiarlo todo, pero consciente de que no puede... Eso es el blues.

Cuando terminó de hablar, ella puso todavía más atención en escuchar la música, como quien mira fijamente la fotografía de la amante de su padre tratando de detectar algún parecido.

—Cuánto dolor, cuánta pena —dijo por fin—. Pero... pero...

—Pero ¿qué?

—Pero... qué bonito. Como lágrimas besadas —dijo, sonriendo de la tontería que había dicho—. ¿De verdad eres tú?

—¿No lo notas?

—No te conozco. ¿Cómo voy a notarlo?

—No tienes que conocerme. Se nota... Escucha. Es mi voz, son mis manos, mi boca. Todo. Soy yo.

Se quitó la chaqueta. Ella miró los tatuajes tabernarios de su brazo, mirándole de un modo distinto, buscando el origen de la música.

Y mientras ella lo miraba él hizo ademán de tocarle una rodilla, pero en lugar de tocarla mantuvo la mano suspendida a quince centímetros de su piel. Subió la mano por la pierna de ella sin acortar la distancia, de modo que su sombra le acariciara el muslo.

—¿Sabes cuánto hacía que no estaba tan cerca de una mujer?

Ella permaneció completamente inmóvil, sin ofrecerle nada, mirando a lo lejos, hacia la playa, donde dos niños intentaban inútilmente hacer volar una cometa en el aire tranquilo. Él movió la mano para que su sombra subiera por sus piernas, hacia el dobladillo de la falda, por encima del estómago. La música fue apagándose y quedó solo el lejano latido del oleaje.

—Si deseas lo bastante a una mujer, ella te desea.

Con cada palabra la sombra avanzó una fracción de centímetro, tan despacio que apenas se movía.

—A veces sí. No siempre.

La sombra trepó por sus pechos hacia el cuello.

—No tiene que ser siempre. Solo ahora.

—A veces, saber que un hombre te desea hace que lo desprecies. Otras veces sí, hace que desees entregarte a él porque no soportas pensar en tanto dolor, en tantos anhelos. Asusta demasiado. De modo que su debilidad se convierte en fortaleza y toda tu fortaleza en debilidad. Quizá algún día cambie. Quizá entonces una mujer vea a un hombre en algún sitio y lo desee. Pero ahora tiene que ser deseada, tiene que saber cuánto la desean.

La sombra de él le cubría un lado de la cara, acercó la mano, le rozó el pelo, se lo enganchó detrás de la oreja.

—Y ahora. ¿Sabes cuánto te deseo?

Él le cogió las gafas de sol, se las quitó, trazo una línea por la cara y los labios con una patilla de las gafas. Ella entornó los ojos, deslumbrada, y depositó las gafas con cuidado en la mesa.

—No.

—¿Qué puedo hacer? ¿Puedo contarte cómo te veo? Podría hablarte de tus tobillos y tus espinillas, de tus piernas... Si fuera pintor —dijo en una pésima imitación del acento inglés, gesticulando extravagantemente—, dibujaría tus pechos, tu cabello. Cómo el sol te ilumina el cuello...

—No.

Ella sonrió, aliviada porque todavía podían reírse.

—O lo que quiero hacerte. Que quiero abrazarte y besarte el cuello. Que quiero...

Ella negó con la cabeza.

—No basta.

—Pero si te lo contara, ¿me escucharías?

—Sí.

—¿Escucharías cuánto te deseo?

—Sí.

Se sostuvieron la mirada hasta que él se agachó a por las maletas, abrió una y rápidamente montó el saxofón, deslizando los dedos sobre las llaves. A su espalda, cerca del mar, los niños intentaban otra vez izar la cometa. Tocó las primeras notas tan flojo que a duras penas se oyeron por encima del ruido de las olas. Luego el sonido fue elevándose claramente por encima del oleaje como la cometa roja que ella veía detrás de sus hombros. Él tocaba con los ojos cerrados y ella contemplaba flotar la cometa por el cielo cálido, mecida por una brisa tan suave que no parecía bastar para mantenerla en alto, tirando de unos hilos tan finos que resultaban invisibles. A los pocos minutos la cometa volaba sobre sus cabezas, arrastrando una serpentina perezosa.

Él abrió fugazmente los ojos, la vio ensimisma en la música y volvió a cerrar los ojos, tocó más fuerte, llamándola a través de la música, con el recuerdo de su rostro muy vivido...

Volvió a abrir los ojos, algo seguía sin encajar en un pasaje en el que ya se había atascado varias veces. Las manos seguían yéndosele a un par de notas que él sabía que no eran las adecuadas, eran demasiado fáciles, demasiado obvias. Con todo, estaba acercándose, la canción comenzaba tomar forma alrededor de la mujer y pronto le sentaría tan bien como su vestido favorito. Miró la fotografía de la pared, dejó el saxo en la litera, los sonidos metálicos de la cárcel le llenaban la cabeza. Echó a andar otra vez por la celda. Miró el calendario, cogió el instrumento como si fuera la llave de la prisión, tocó notas largas que intentaban llenar la celda con el espacio de la playa y el cielo, con la luz y las olas.

—Eh, ¿por qué no paras un rato, Art? —dijo Egg desde la cama de arriba—. Es bonita... Mucho.

—Sí, va a quedar una canción bonita.

—¿De qué va? ¿Cómo se titula?

—No sé, tío. Habla de alguien que no conozco, de cómo será cuando salga de aquí. De cómo podría ser.

—Preciosa, tío.

—Todavía no está bien. No es ella.

—Pues a mí me suena de fábula, tío. Toca otra, Art...

—Bueno. ¿Qué te apetece escuchar?

—Cualquier cosa, tío, una balada, algo con historia, algo delicado, suave como el coño mojado al que le voy a meter mano en cuanto salga de aquí dentro de, exactamente, doscientos diez días y medio.

—El único coño que vas a pillar, negro cabrón, tendrá zarpas y rabo, será de un auténtico zorrón.

—Un coño zorrón, ja, qué cabrón, tío. Tendrías que escribir una canción, ja, ja. «El blues del coño zorrón». Ja, ja. Eh, quiero un porcentaje.

—Es tontería tocar para ti, Egg...

—No, es broma, tío, es música muy bonita, preciosa, tío. En serio. ¿Sabes? Cuando salgas de aquí y toques alguna de esas maravillas y suene en la radio y el tío diga que es Art Pepper interpretando, no sé, alguna canción con nombre de churri, le diré a los colegas: «Tíos, yo fui el primer cabrón en escucharla, la compuso cuando estuvimos juntos en el trullo».

—Claro, Egg —dijo Art, sonriendo y acercándose a la mesa metálica donde Egg dejaba el tabaco.

Junto a los cigarrillos había una baraja. Art sacó un pitillo del paquete y cortó la baraja. As de diamantes: una cometa roja en una ventana de cielo blanco.

En San Quintín los grises uniformes carcelarios le hacían sentir como un actor que interpretaba escenas de la vida de Art Pepper. Guardas en torres de vigilancia de cemento, focos, rifles, perros. La posibilidad constante de la violencia. Paredes grises, las colas para comer, el ruido de mil hombres devorando la misma comida en bandejas de plástico.

Alguien le cuenta que Cagney es el santo patrón de los presos. Hay veces que la sensación de estar definiéndose cinematográficamente es tan intensa que se imagina que está en Alcatraz. La Roca.

Está holgazaneando en el patio, de pie junto a un pequeño grupo de prisioneros negros. Las paredes proyectan una frontera de sombra en el patio; avanza imperceptiblemente por el suelo, va anexionándose lentamente la luz diurna.

—Es lo que tiene la cárcel —dice una voz a su derecha—. Hasta cuando estás fuera sigues dentro.

Se gira a mirar al tipo que le ha hablado; un negro que tiene visto, uno que da miedo, con el que nadie se mete. La piel se empapa de sol, le arden los ojos. Art no le mira exactamente a los ojos.

—Eres Art Pepper.

—Sí.

—El músico.

—Sí.

—Alto. El gran saxofonista alto.

—Puede.

—Y yonqui.

—También.

El negro mira a Art, su rostro no rebela nada, intenta encontrar dónde esconde su espíritu. Mira a unos ojos que ya empiezan a traslucir los flecos grises de la derrota.

—Te he oído tocar alguna vez.

—¿En Los Ángeles?

—Sí. Eres bastante bueno.

—Gracias.

—Para ser blanco.

Mira con atención a Art cuando lo dice, pero la cara de este no trasmite nada, ni miedo ni desafío ni orgullo, nada. Para entonces su cuerpo se ha convertido en una celda; años de prisión han ocasionado que se oculte siempre, de forma que si le clavan un cuchillo no le afecte a ningún órgano vital. Su cara está vacía como las paredes de la prisión. Esa expresión es la mejor manera de que te dejen en paz. En años posteriores su tono adoptará cierta cualidad autoprotectora, encerrado siempre en su perfección. En adelante todo lo que toque desprenderá la tristeza de la prisión y lo que en ella aprendió.

—¿Echas de menos tocar?

—Sí.

—¿Cuánto llevas sin tocar?

Art sacude la cabeza, casi sonríe.

El negro habla con un tipo flaco con peinado afro y mirada asustada que cruza el patio al trote. A los pocos minutos regresa con un viejo saxo alto. El primer tipo lo coge y se lo pasa a Art.

—Haznos volar.

—Hace un año que no toco.

—Pues ya va siendo hora.

—No sé si todavía sé tocar.

—Sabes tocar.

Acuna el saxo en los brazos. Lo coloca en posición vertical, nota cómo las llaves suenan contra los botones del uniforme carcelario. La sombra se ha acercado a medio metro de él y Art deja la solana para cobijarse al fresco. Después de unas cuantas escalas, comienza a tocar una melodía sencilla, que conoce bien, algo con lo que ir haciéndose al instrumento, acostumbrándose a la boquilla, recuperando digitación. Toca despacio. Un par de tipos chasquean los dedos; ve un pie que se mueve ligeramente en el patio luminoso.

Durante un par de minutos solo toca la melodía, luego comienza a alejarse de ella, primero con cautela, con cuidado de no perderse. Oye a alguien pronunciar su nombre, es consciente de que cada vez hay más gente en el patio escuchándole, el murmullo de voces se apaga. Los prisioneros se han distribuido por el patio creando el espacio perfecto. Aunque todavía toca la melodía, es como si la fuera acortando gradualmente y dejándole cada vez menos margen de maniobra hasta que ya solo puede gritar, rasgarse como alguien golpeándose la cabeza contra la pared de la celda.

Uno de los presos susurra que se parece a oír cómo a alguien le arrancan el alma a golpes. A su lado un negro viejo mueve la cabeza:

—No, se le escapa.

Tras una ráfaga de notas retorcidas da la impresión de que el solo no tiene por dónde seguir. Nadie se mueve, los presos se quedan donde están, rodeándole como a un boxeador tirado en la lona mientras intenta recuperarse. Escupiendo notas mal articuladas como dientes rotos, preparándose para levantarse agarrándose a la cuenta del árbitro. Los prisioneros, solo escuchando, saben que está tocando sobre algo no superior, sino más profundo que la dignidad, el amor propio, el orgullo o el amor, más profundo que el alma: la capacidad de recuperación del cuerpo. Dentro de unos años, cuando su cuerpo se haya convertido en una reserva de dolor, Art recordará la lección de aquel día: si puede levantarse, puede tocar, y si puede tocar, puede tocar bien.

Durante un momento flaquea, ajeno a lo que está tocando, agarrándose al octavo y al noveno peldaño de la cuenta. Luego reúne fuerzas y busca la nota más alta, la alcanza y —por los pelos— echa a volar. En lo más alto del salto, antes de que vuelva a imponerse la gravedad, hay un momento de ingravidez total —luminoso, claro, sereno— y después empieza a caer de nuevo, deslizándose en un arco glorioso, descendiendo hacia el hondo gemido del blues. Y los convictos comprenden que todo el rato hablaba de lo mismo: el sueño de caer.

Cuando termina está sudando. Mueve la cabeza tan imperceptiblemente que parece un tic dominado. Le rodea el silencio atento de los prisioneros. No solo el silencio de los prisioneros. También el silencio gris de los guardas, observando. Una porra marca un cuatro por cuatro en la palma dura de una mano. Punteras, cemento, el suave chirrido de la grava aplastada. Pronto, ni eso.

Ningún aplauso. Cada segundo parece el momento previo al primer contacto de una palma con otra; pero en su defecto se oye una larga nota de silencio, sostenida lo imposible, como un precipicio que nunca termina. Todos son conscientes del silencio que reina en el patio, del ruido de locomotora de una máquina del taller de la prisión. Conscientes también de que ese silencio es en agradecimiento por la música, un acto de voluntad colectiva, que el silencio implica siempre una inevitable solemnidad; conscientes de lo fácil que podría romperlo un grito o un chillido. Nadie se mueve porque para que se haga un silencio en un sitio así tiene que detenerse el tiempo. Tiene que pasar algo para que se rompa el silencio, para que el tiempo vuelva a correr. Los guardas notan cómo se eleva la tensión conforme los momentos van apilándose unos sobre otros como en una barricada improvisada: intentar cruzarla podría provocar un motín. De modo que esperan. El silencio se consume; cuanto más cuece, más violenta será la erupción sónica. Del silencio a un barullo de metal, gritos y llamas. El chasquido del seguro de un rifle bastaría para incitarlo, ejercería de primer tic de un reloj al ponerse en marcha, desencadenaría el tiempo. El silencio es como un horizonte que se expande lentamente, una vista lejana, que convierte las paredes de la prisión en algo inútil e insignificante. El alcaide ha salido del despacho sin que nadie lo vea, irrelevante, y aguarda de pie en la sombra.

Los prisioneros forman un mapa, los contornos de sus miradas delimitan la pálida figura que respira en silencio acunando un saxo oxidado, tapándose la boca con una mano cuando se aclara la garganta.

En 1977 da su primer concierto en Nueva York, en el Vanguard. Tiene cincuenta y dos años y para tocar atraviesa una ciénaga de dolor que le deja aferrado al saxo como a una muleta. Puñaladas viscerales de fuego, dolores que van y vienen, que se entierran tan hondo que siempre nota un vago entumecimiento.

Hace años solía descubrirse pensando en lo que estaba tocando, fijándose en la técnica, y aunque le distraía, también le tranquilizaba porque significaba que entre los espasmos de conciencia había estado tocando sin más (y tocaba mejor cuanto menos consciente era de lo que hacía). Llegó un punto en que tocar se convirtió en una amnesia descontrolada de la técnica. Ahora, en los que son sus últimos años de vida y lo sabe, es capaz de meterse tanto en la música que se olvida complemente de sí mismo de forma rutinaria, toca casi automáticamente por encima y más allá de sí. Cada nota se esfuerza en alcanzar el consuelo del blues e incluso los pasajes más simples te desgarran el corazón como un gran réquiem. Consciente de ello, Art por fin está casi seguro de algo que se pregunta, que sospecha y anhela desde hace mucho tiempo: no ha desperdiciado su talento pese a lo jodido que está, su debilidad era esencial para él como artista, alimentaba su interpretación.

En junio, Laurie consigue una entrevista con el jefe de psiquiatría del hospital que lleva el programa de metadona en el que participa Art. La historia del jazz moderno es una historia de músicos que acaban en habitaciones como esa; la blancura de las paredes y las batas parece negar el mundo nocturno, oscuro, de la música. Incluso mientras el médico está hablando, Art olvida lo que le dice. Como si durmiera unos segundos cada minuto o se saltara algunos fotogramas. Lleva noches sin dormir y parece que el ritmo diurno del tiempo se haya acelerado y él vaya alternando unos cuantos minutos de conciencia con treinta segundos de sueño. Parpadeando. Coca, heroína, metadona, priva —hasta cuatro litros de vino barato al día—, y al final el cuerpo, tan maltratado, se derrumba. La enfermedad y la cirugía le dejaron mutilado y marcado: le extirparon el bazo reventado, luego tuvo neumonía, una hernia ventral, algo en el hígado, el estómago amoratado e inflado como...

—¿Como qué, señor Pepper?

—Bueno, ¿sabe esas bolsas negras de basura? Como cuando se revienta una bolsa de esas y sale toda la basura y la mierda.

El médico se quita las gafas, le mira el pelo, muy corto en la frente, los ojos que no transmiten nada, ni siquiera autocompasión ni pena. Mientras escudriña la cara ajada, el médico reflexiona que les ocurre lo mismo a todos los yonquis: llega un punto en que se diría que la cara se derrumba de pronto y empiezan a parecer muy viejos, no solo unos años mayores de lo que son en realidad, sino cien más; de hecho, comienzan a parecer inmortales.

Casi en un acto reflejo, Pepper recorre la sala con la vista en busca de armarios que pudieran contener pastillas, frascos de cápsulas, viales de polvo. El médico no va a ninguna parte con tantas preguntas, cada vez más simples en un intento de obtener alguna respuesta; parece que a Art todo le da igual o lo ha enterrado tan hondo que no hay forma de alcanzarlo. Tras cuarenta y cinco minutos de entrevista las preguntas se han simplificado tanto que apenas pueden considerarse preguntas.

—¿En qué mes estamos, señor Pepper?

Piensa en la temperatura exterior y le suena que hacía calor, no mucho, y que el cielo parecía una gasa azul, pero no está seguro de si es un recuerdo de hace mucho. Está tentado de apostar por abril, pero luego, a medio articular la palabra, cambia de opinión.

—¿Marzo?

El médico hace una pausa y después pasa a la siguiente pregunta, interrumpida por una tos de Art.

—¿He acertado? —se ríe entre dientes.

Al médico podría irritarle fácilmente el tono cansino de yonqui de la voz de ese hombre, que parece no molestarse ni en articular las palabras que podrían ayudarle.

—¿Quién es el presidente de Estados Unidos?

Sigue una pausa larga, llena por las sacudidas de las persianas blancas cuando la brisa se cuela por la ventana.

—Esa es más difícil —dice Pepper, mirando la mesa por si la respuesta está escondida por ahí, garabateada en el cuaderno de notas o debajo del pisapapeles de cristal que le devuelve un reflejo de su cara deformada por el prisma, con un ojo gigante.

Repasa mentalmente los nombres de los presidentes, uno detrás de otro, pero tan rápido, como una bandada de pájaros, que no consigue concentrarse en ninguno. Sabe la respuesta vagamente, pero es incapaz de concretar. El médico espera y observa, fascinado por los lentos derroteros de la mente del paciente y luego, por una curiosa empatía, termina dejando errar sus pensamientos y por un momento duda de la respuesta a su pregunta. Este hombre, piensa el doctor cuando vuelve a estar seguro del nombre del presidente, es un egocéntrico; es como si no pudiera recordar porque no consigue que le importe nada salvo lo que siente... Y este ensimismamiento es tan fuerte que al médico no le repele el mero hecho de su egoísmo —puesto que no es solo eso—, sino que, como si dijéramos, termina absorbido por el vacío de esa indiferencia a todo lo que no sea él.

Los colegas le han contado que el tipo es un gran músico, un artista, y el médico se pregunta qué clase de música —o qué clase de arte— puede elevar a hombre tan banal a la categoría de un grande. El jazz. Deja que la palabra le dé vueltas por la cabeza, tose en el puño, fija la mirada en el hombre que tiene delante y dice:

—Me pregunto, señor Pepper, si podría explicarme lo que es el jazz... Me refiero para usted, personalmente.

—¿Para mí?

—Sí.

—Hum... Supongo que... Bird, Hawk, Train, Pres...

Musita para sí esas palabras sin sentido, como una especie de mantra. El médico lo mira con los ojos entornados, no está seguro de si la combinación de nombres al azar es un intento de transmitir información.

—¿Perdón?

—Y algunos más, imagino. Eh, acabo de acordarme del nombre del presidente: Pres, Lester. Lester Young.

El médico lo fulmina con la mirada y gruñe, convencido de que cualquier esfuerzo por su parte será inútil: ese hombre vive en un trance virtual de estupidez.

La entrevista termina con la silla del médico arrastrándose por el silencioso linóleo y un movimiento de papeles tan formal como un saludo en una sala de juntas. Le explica cuatro cosas a la esposa que ha permanecido sentada en silencio, sonriendo de vez en cuando como si fuera la cosa más normal del mundo que su marido no tuviera ni idea de en qué mes vive. Por su parte, el paciente ha reanudado el repaso a lo zombi de la sala.

El médico anota algunos detalles en el cuaderno, entre ellos, con una letra más enrevesada de lo habitual a propósito, un recordatorio para buscar algunos de los discos que por lo visto ha grabado el paciente.

Pero hermoso - Un libro de jazz
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