El kroot era un monstruo con una fuerza extraordinaria. El casco había librado a Uriel de la peor parre del golpe, y en esos momentos se esforzaba por impedir que le clavara la pesada hoja del rifle mientras otra bestia le lanzaba cuchilladas con una daga larga. La armadura resistía todavía, pero el alienígena no tardaría mucho en conseguir su objetivo y encontrar un punto débil. Aunque ninguno de los golpes había conseguido atravesar la armadura, Uriel sentía el dolor de cada impacto.

Los músculos de la criatura se retorcían y se hinchaban de un modo antinatural, y de algún modo eran capaces de enfrentarse a la fuerza incrementada genéticamente de Uriel y a la potencia de la servoarmadura. Graznó y le escupió en la cara. El aliento le apestaba a carne y a sangre. Uriel oyó el chasquido del disparo de una pistola láser y un rayo de luz cegadora abrió un tajo en el hombro del kroot. La criatura chilló de dolor y el ultramarine le propinó un cabezazo con el casco. Aprovechó el momento de respiro y se lanzó hacia atrás, levantando a la criatura hacia arriba y por encima de él.

La hoja afilada se clavó en el suelo y se partió al mismo tiempo que la criatura graznaba sorprendida mientras volaba por encima de su cabeza. Uriel rodó hacia un lado y alzó la espada. El kroot armado con el cuchillo lo atacó y le lanzó un tajo a la cara. El ultramarine se echó a un lado y le propinó un tajo en el vientre que casi partió en dos al alienígena.

Lord Winterbourne se le acercó trastabillando, con el brazo ensangrentado metido en el interior de la chaqueta para protegerlo pero sin soltar la pistola láser que llevaba en la otra mano. El mastivore de tres patas cojeaba a su lado, jadeante y cubierto de tajos ensangrentados.

Winterbourne hizo un gesto de asentimiento, pero Uriel no tuvo tiempo de darle las gracias, ya que otros kroots se lanzaron sobre ellos. Una jauría de guerreros aullantes que empuñaban los rifles como si se tratara de lanzas. Las hojas afiladas relucían bajo la débil luz del atardecer. Se arriesgó a mirar hacia atrás para ver qué había sido del monstruo de plumas rojas, pero ya se había desvanecido.

—¡Vamos, hijos de puta! —les gritó Winterbourne.

Luego vacío lo que quedaba del cargador de energía de la pistola láser contra los alienígenas lanzados a la carga. Uno de los kroots cayó con un trozo de estómago arrancado, y otro sufrió una tremenda herida en un hombro, pero siguió avanzando a pesar de ella.

De repente, el cielo se iluminó con el resplandor de unas llamas y una hueste de aullantes ángeles de la muerte cayó sobre la lucha envueltos en alas de fuego. Empuñaban unas rugientes espadas plateadas y los encabezaba un vengador de armadura negra con una máscara de la muerte de color blanco hueso. Esta poderosa figura empuñaba una vara de mando dorada rematada por alas en uno de sus extremos, y mató a todos los enemigos que se le enfrentaron con unos golpes brutales del filo reluciente y cargado de energía de aquella arma.

El capellán Clausel y sus marines de asalto aterrizaron en mitad de la batalla con los chorros llameantes de los retrocohetes y el martilleo de las botas en la roca. Los kroots se dispersaron por doquier cuando empezó la tremenda matanza, y sus chillidos llenaron el aire.

Uriel tiró de Winterbourne para apartarlo del sanguinario combate cuerpo a cuerpo mientras las pistolas retumbaban y las espadas sierra aullaban. Los kroots fueron despedazados en pocos momentos. Lo feroz y repentino del ataque tan sólo dejó cadáveres destrozados a su paso.

Clausel mató de un golpe al ultimo kroot y se quedó de pie en medio de la matanza. El capellán nunca había ofrecido un aspecto tan poderoso y terrible, con el arma y el casco con rostro de calavera completamente cubiertos de sangre.

El fragor de la batalla cambió en un instante. El sonido de las armas los kroots ya no interrumpía el rugido de los bólters. Incluso el chasqui actínico del fuego de los rifles infernales había cesado. El polvo levantado por la caída de las torres y el propio combate se posó en el suelo y una extraña calma se apoderó de Cañón Profundo Seis.

—Que todas las fuerzas se reagrupen a mi alrededor —ordenó Uriel.

Luego recuperó su bólter y le cambió el cargador por uno completo. Envainó la espada mientras Clausel se le acercaba.

—Deberíamos perseguirlos y matarlos a todos —dijo el capellán.

—No. No tienen importancia. No era más que una pequeña fuerza destacada para matar a cualquiera que sobreviviera a las explosiones.

—No obstante, deberíamos acabar con ellos —insistió Clusel.

Uriel negó con un movimiento de cabeza.

—No voy a entrar a la carga y a ciegas en un terreno desconocido contra un enemigo hábil en la evasión y que conoce mucho mejor que nosotros el terreno.

Clausel le hizo una reverencia.

—Por supuesto, es la decisión correcta, capitán.

—Aseguraremos la zona de combate y regresaremos a la cañonera. El gobernador Shonai tiene que saber lo que ha ocurrido aquí.

—Como ordenéis —respondió Clausel.

Uriel dejó escapar una larga bocanada de aire. Su metabolismo lanzado a la carrera había empezado a bajar de ritmo cuando lord Winterbourne y su mastivore se le acercaron. El capitán se quitó el casco y se pasó la mano por el cuero cabelludo y por la barbilla.

—Gracias por salvarme la vida —le dijo Winterbourne ofreciéndole la mano.

—Le digo lo mismo, coronel —le contestó Uriel estrechándosela a su vez. Señaló con el mentón al mastivore, que no dejaba de gruñir y de enseñar los dientes a los cadáveres de los kroots—. Es una bestia feroz, coronel. Orgullosa y leal.

—Sí que lo es —asintió Winterbourne con la cara cubierta de sangre—. Una vez un mastivore se ha adaptado a su nuevo amo, lo protegerá hasta la muerte. No me importa admitir que ese monstruo alienígena casi acaba conmigo. El cabrón lo habría hecho de no haber sido por el bueno de Fynlae. Te has ganado una condecoración al valor, eso está claro. ¿A que sí, muchacho?

—Creo que ambos se la merecen —comentó Uriel mientras miraba el cuerpo del otro mastivore.

—Sí —asintió Winterbourne mientras le acariciaba la cabeza a Fynlae—. Pobre Germaine. Es una pena, pero son animales de combate. Es lo que hacen. No debe uno cogerles demasiado cariño, pero es difícil. Bueno, supongo que tenemos cosas más importantes de las que preocuparnos.

—Eso creo yo también.

Los marines espaciales y los soldados de asalto supervivientes comenzaron a asegurar la zona con una eficiencia fruto de la práctica. Se ocuparon de los heridos y de reunir los cuerpos de los muertos, que habían caído con honor. A los heridos se los sacó del desfiladero para llevarlos hasta el transporte Aguila y evacuarlos a Puerta Brandon. Los alienígenas muertos fueron apilados sin ceremonia alguna, y al montón se le prendió fuego con unos cuantos chorros de promethium del lanzallamas astartes.

Ninguno de los guerreros de Uriel había muerto en el combate con los kroots, y la escuadra de Learchus había encontrado finalmente con vida a Harkus. Estaba enterrado bajo una enorme pila de escombros en la base de uno de los mástiles de comunicaciones. El servoarnés había absorbido la mayor parte de la fuerza de la explosión, pero tenía las dos piernas aplastadas más allá de toda posible recuperación y buena parte del torso estaba quemado. Tan sólo la resistencia tremenda de un marine espacial lo había mantenido convida. Uriel ordenó de inmediato que cuatro guerreros llevaran a Harkus a la Thunderhawk para que recibiera tratamiento médico de emergencia.

Los sistemas de la armadura mantendrían con vida a Harkus durante un tiempo, pero debía recibir las atenciones del apotecario Selenus en la Fortaleza Idaeus si se quería que sobreviviera. Harkus y él no habían establecido una amistad como la que lo unía a Pasanius, pero Uriel sintió una tristeza profunda mientras veía cómo sus hermanos de batalla levantaban con cuidado al tecnomarine herido y se lo llevaban. Lo más probable era que Harkus sobreviviera, pero su tiempo como guerrero se había acabado. Su cuerpo había sufrido demasiados daños, y ni siquiera con los miembros protésicos estaría en condiciones de cumplir servicio en la línea del frente Uriel se preguntó por un momento si a Harkus le importaría que buena parte de su cuerpo fuera reemplazado por implantes artificiales, o si lo vería como un modo de estar más cerca del Dios Máquina.

Una vez asegurado el campo de batalla, Uriel fue el último en salir del cañón. Subió por donde habían llegado y dejó el complejo devastado de mástiles a su espalda. Llegó al final de la escalera de peldaños cortados en la roca y salió a la planicie que había más allá.

Los motores de la Thunderhawk rugían y se estremecían, como si la nave estuviera impaciente por abandonar aquel lugar, y Uriel no la culpó. Las montañas eran lúgubres y parecían abandonadas de la mano del Emperador, y se preguntó si eso se debería en parte a la presencia de la criatura monstruosa que había permanecido enterrada bajo ellas durante incontables eones. Era posible que, incluso después de que hubiera abandonado el planeta, el eco de su encierro en aquella prisión fuese lo bastante fuerte como para mancillar aquel mundo con el recuerdo de su presencia horrible y maligna.

Uriel se sacó aquella idea tétrica de la cabeza cuando Learchus salió de la Thunderhawk con paso rápido y rostro sombrío.

—¿Qué ocurre? —le preguntó, aunque se imaginó que algo no iba bien.

—Un mensaje del almirante Tiberius. Intentó ponerse en contacto con usted, capitán, pero la distorsión de los mástiles lo impidió.

—¿Qué dice el mensaje?

—Informa de numerosos contactos que coinciden con señales de energía ya clasificadas. Han aparecido en diversos puntos de la superficie de la masa continental principal.

—¿Tau?

—Por lo que parece, así es —asintió Learchus.

—Entonces, la destrucción de los mástiles de comunicación ha sido una señal de ataque —contestó Uriel mientras echaba a correr hacia la Thunderhawk—. ¿Dónde está el gobernador Shonai? ¿Está protegido?

—Lord Winterbourne se ha puesto en contacto con la mayor Ornella en Puerta Brandon. Dice que Koudelkar Shonai todavía se encuentra en las propiedades que la familia Shonai tiene a orillas del lago Masura.

Uriel subió por la rampa hasta el interior de la Thunderhawk mientras los últimos guerreros embarcaban y se sentaban en los asientos instalados a lo largo del fuselaje de la nave.

—¿De qué protección dispone?

—Una escuadra de tropas de asalto lavrentianas y un par de skitarii —le contestó Learchus tras consultar una placa de datos acoplada a la pared—. Aparte de los guardaespaldas personales y las medidas de seguridad de las que disponga su tía en sus propiedades.

—Eso no será demasiado.

—No. Un sistema básico de alarma y unos cuantos sirvientes armados como mucho.

—¿A qué distancia se encuentra el lago Masura? —Preguntó Uriel con rapidez—. ¿Podemos llegar hasta allí?

Learchus se inclinó para consultar el mapa luminoso de una pantalla cercana.

—Se encuentra a ciento cincuenta kilómetros al oeste, a los pies de estas montañas. Tenemos combustible suficiente como para llegar hasta allí y luego regresar a Puerta Brandon, pero nada más.

—Seguro que fue uno de los primeros lugares donde apareció una señal.

—Así es. ¿Cómo lo sabe?

—Porque es lo que yo haría. Primero se interrumpen las comunicaciones y luego se elimina a la cabeza de la estructura de mando.

Tenía un alienígena delante de él. Por supuesto, Koudelkar había oído hablar de los tau. ¿Quién en la Franja Este no conocía la existencia de aquella especie alienígena expansionista? Sin embargo, que te presenten a alguien de aquella raza en el propio hogar familiar una tarde helada de finales de invierno es algo inesperado, como mínimo. Siempre había albergado la esperanza de que algún día vería una criatura alienígena, pero se había imaginado que sería al otro extremo del cañón de un arma o un cadáver conservado en un museo.

La figura vestida con la túnica bajó por la rampa de su nave y Koudelkar se quedó impresionado por su elegancia y gracilidad. Aun’rai se movía como si flotase unos centímetros por encima del suelo. El alienígena le hizo una reverencia sin despegar los bastones del pecho y luego hizo otra en dirección a su tía.

—Saludos, agremiado Koudelkar —se presentó Aun’rai con voz relajada y suave como la miel.

—No hable con él. ¡Es escoria alienígena! —le advirtió Lortuen Perjed con un susurro.

Koitdelkar no respondió al alienígena, pero más porque no sabía qué decir que por seguir el consejo de Perjed. El alienígena no prestó atención a la hostilidad del adepto.

Miró por encima del hombro a los lavrentianos y a los skitarii, y la confusión que sentía aumentó. Los tau eran sus enemigos, así que, ¿no deberían estar disparando contra ellos? Nada más pensar aquello, llegó a la misma conclusión a la que habían llegado mucho antes los soldados y los skitarii llevados por sus protocolos de combate.

Si alguien empezaba a disparar, todos acabarían muertos. Las gigantescas máquinas de combate que se encontraban a ambos lados de la nave los matarían en cuestión de segundos. Además, al mirar más allá de donde estaba Aun’rai, vio que el interior de esa misma nave todavía albergaba al menos una veintena de guerreros alienígenas.

Por mucho que supiera que debía ordenar a sus soldados que abrieran fuego, Koudelkar recordaba lo suficientemente bien su periodo de servicio obligatorio en la Fuerza de Defensa Planetaria como para saber diferenciar entre el valor y el suicidio.

—Bienvenido a nuestro hogar, Aun’rai —lo saludó su tía al ver que Koudelkar no hablaba—. Sois más que bienvenido, y debo decir que es todo un placer conoceros por fin en persona.

—Le aseguro que el placer es mío —le contestó Aun’rai con voz relajada mientras guardaba los bastones en unas fundas de cerámica que tenía a los costados—. Conocer a alguien de semejante sabiduría y capacidad de previsión es muy poco común. Deseo fervientemente que podamos comenzar una nueva fase en nuestra relación, una fase que permita el inicio de unas relaciones comerciales prósperas y que florezca la cooperación. Esta relación demostrará ser de un bien supremo para nuestros dos pueblos. Estoy seguro de ello.

—Sois demasiado amable. Por favor, ¿querríais tomar algo con nosotros? —No, gracias. Ya hemos tomado algo de sustento.

—Por supuesto. Koudelkar, por favor, ¿podrías acompañar a Aun’rai al interior del arboreto?

—No pienso hacerlo —dijo por fin—. Es un alienígena, aquí, en nuestra propia casa.

—Koudelkar, Aun’rai es nuestro invitado —le recriminó su tía, y él captó la amenaza apenas velada en su tono de voz.

Sintió cómo la ira se encendía en su interior ante la superioridad que su tía mostraba. Se volvió hacia ella.

—Mykola, creo que te has olvidado de quién es el que gobierna aquí. Todo contacto con un alienígena es un crimen, ¿es que se te ha olvidado eso? Sharben te tiraría de cabeza a una de las celdas del Invernadero si se enterara, y sería tu fin. ¡Ni siquiera yo puedo pasar esto por alto, por el amor del Emperador!

—Creí que tú de entre todas las personas sería el que tendría la mente más abierta —te replicó ella con lo que reconoció era una decepción fingida—. Después de todo, ¿no eres tú el que siempre se está quejando de que el Administratum te tiene con las manos atadas?

Aquel último comentario iba dirigido en realidad contra Lortuen Perjed, que parecía estar a punto de sufrir una apoplejía, tal era el color que mostraba su rostro.

—¿Es que te has vuelto loca, Mykola? —Le espetó Perjed—. Te fusilarán por esto. ¿Lo sabes, verdad?

—Basta es la oportunidad perfecta para reconstruir Pavonis —siguió diciendo ella sin hacer caso de la amenaza de Perjed—. Tan sólo tienes que dar un pequeño paso para salir de tu zona de tranquilidad controlada.

—¿Mi zona de tranquilidad controlada? Esto va más allá de dar un pequeño paso. Esto es traición —le replicó Koudelkar.

—No te pongas dramático —se burló su tía—. Esto no es más que una negociación comercial. Los tau pueden ofrecernos una tecnología que hace que los cacharros del Mechanicum parezcan juguetes de cuerda. Están dispuestos a situar buena parte de sus industrias más dinámicas aquí, en Pavonis, Koudelkar. Piensa en lo que eso supondría para nosotros y para nuestra gente: empleos, dinero, comercio, y una posición de liderazgo en los mercados del sector. ¿No es eso por lo que has estado luchando todos estos años?

Pero antes de que Koudelkar pudiera contestar, el enviado tau alargó un brazo y le colocó una mano en el hombro. Su primer impulso fue quitársela de encima de un empujón como si fuera algo repugnante, pero no lo hizo, y notó una curiosa sensación en su interior; no aceptación, pero sí interés. Si en lo que decía Mykola había lo más mínimo de cierto, quizá merecía la pena oír lo que tenía que decirle aquel alienígena.

Después de todo, no había sido Koudelkar quien había incumplido la ley. Si alguien tenía que pagar por aquello, sería su tía. Había sido ella quien había organizado aquella reunión, quien había llevado a los alienígenas hasta allí. Koudelkar no tenía culpa alguna, y sí sólo escuchaba lo que aquella criatura tenía que decir, ¿qué había de malo en ello?

—Escucharé lo que quiera decirme, pero no prometo nada —declaró, al fin, Koudelkar, sorprendido de haber pronunciado aquellas palabras pero sintiéndose completamente natural al decirlas.

—¡Koudelkar! —Exclamó Lortuen—. No seas estúpido. Esto está mal, y lo sabes.

Mykola miró con odio al adepto del Administratum, y Koudelkar sintió que aumentaba su irritación contra aquel anciano arrugado que le había impedido desarrollar por completo todo su potencial como gobernador de Pavonis. Perjed había trabajado codo con codo a su lado para sacar a aquel Planeta del abismo de la rebelión en el que casi se había hundido, pero en ese momento lo único que sentía hacia él era desprecio. La sensación era extraña, y se preguntó cómo era posible que no se hubiese dado cuenta hasta ese momento del asco que le daba.

—Guarda silencio, adepto. Recuerda cuál es tu sitio. Yo soy el gobernador, y yo decidiré con quién hablo y con quién negocio. Escucharé lo que Aun’rai tenga que decirme, y si al final de la conversación no quiero negociar nada con él, podrá marcharse sin problemas y todo seguirá como hasta ahora.

—Si de verdad te crees eso, es que eres un estúpido. Esto sólo puede tener un final, y será sangriento —le advirtió.

La mayor Alithea Ornella cabalgó por el campo de desfiles sobre un caballo castrado llamado Moran. Iba acompañada por su escuadra de mando. A Ornella le encantaba montar a caballo, y aunque su rango le impedía lanzarse a la carga en combate a lomos de un animal tan magnífico, aprovechaba cualquier oportunidad que se te presentaba de ensillar a Moran.

Detuvo al caballo con un suave tirón de las riendas y una leve presión de los muslos. Observó con detenimiento la actividad frenética que la rodeaba y se sintió satisfecha. Los enormes focos de los límites del campamento ahuyentaban la creciente oscuridad de la noche e iluminaban las disposiciones que realizaba todo un regimiento de la Guardia Imperial mientras se preparaba para el combate.

Tres de los lados de la zona de desfiles estaban ocupados por vehículos. Había tanques Leman Russ Conqueror, tanques lanzallamas Hellhound, vehículos de artillería autopropulsada Basilisk y una fila tras otra de transportes de tropas Chimera. Alrededor de cada vehículo se afanaba un grupo de mecánicos y de visioingenieros mientras su tripulación se dedicaba a efectuar las comprobaciones y las bendiciones previas. Ornella sintió una curiosa mezcla de emoción y nerviosismo ante la idea de entrar en combate de nuevo. La emoción era porque tendría de nuevo la oportunidad de servir al Emperador, y el nerviosismo porque, ¿a quién le apetecía poner en riesgo su vida?

El regimiento necesitaba ese descanso en Pavonis después de numerosas operaciones en la línea del frente, ya que el desgaste sufrido se había visto reflejado en el aumento de las infracciones disciplinarias y las bajas por fatiga de combate que enviaban los jefes de pelotón al escalafón superior de la escala de mando.

Pavonis había sido una misión relativamente fácil, una oportunidad de disminuir la tensión y el agotamiento de las operaciones de combate, además de una oportunidad para recordar a los soldados las tareas de pacificación urbana. Se trataba de una tarea tediosa y con pocas oportunidades de gloria, pero era necesaria, y Ornella siempre se aseguraba de que cualquier misión que se le encomendara al 44.º de Húsares Lavrentianos se llevara a cabo con la máxima perfección posible.

El Campamento Torum era la base del Mando Espada del 44.º de Húsares Lavrentianos, el mando de mayor tamaño y con más armas pesadas de los desplegados en Pavonis. Los demás mandos estaban repartidos: Lanza tenía su base en la costa, en Praxedes; Escudo estaba en la ciudad puente de Olzetyn, y Estandarte se encontraba en las afueras de un villorrio llamado Jotusburg. Cada uno de ellos estaba compuesto por tres mil soldados de infantería mecanizada, además de algunas unidades de blindados ligeros y de artillería autopropulsada.

El campamento había recibido ese nombre del primer coronel en estar al mando del regimiento en su fundación en la gran llanura esteparia de Lavrentia. El Campamento Torum se extendía por el extremo norte de Puerta Brandon, cerca de la arteria de comunicación de la autopista 236. Era todo un complejo de estructuras puramente prácticas, construidas de un modo uniforme pensando tan sólo en la funcionalidad, que era justo como le gustaba a Ornella.

Por todo el campamento se veían hangares cubiertos de hojas ocres de metal corrugado, además de puestos médicos y barracones separados por barricadas de sacos de arena que podían sufrir el impacto de un lanzacohetes y mantenerse intactas. En Torum había acampados unos ocho mil soldados, casi la mitad de los efectivos del regimiento en Pavonis.

Los pocos tanques superpesados de los que disponían estaban protegidos en refugios blindados diseñados originalmente para albergar aeronaves, pero debido a los intensos combates que se estaban librando en la zona exterior de la Franja, la mayor parte de la fuerza aérea del planeta había sido asignada a la Flota de Batalla Ultima. El perímetro del campamento lo constituía un terraplén alto levantado con tierra apilada por las excavadoras, y a cada uno de sus lados estaba reforzado con placas metálicas. Ese perímetro era patrullado constantemente por vehículos Sentinel. Se habían erigido torres de vigilancia blindadas a intervalos regulares alrededor de la circunferencia que formaba esa muralla, y seis tanques antiaéreos Hydra escudriñaban el cielo en busca de cualquier posible amenaza aérea.

Ornella oyó algo por encima del traqueteo de los tanques, de las órdenes dadas a voz en grito y de las pisadas de los guardias imperiales desfilando. Le pareció que sonaba igual que el aleteo de una sabana al ondear al viento, pero no le prestó mayor atención mientras ella y los jinetes que la acompañaban recorrían la zona de desfiles. Ornella se sintió orgullosa de la sensación de urgencia que transmitían los guardias. Por muy exigentes que fueran las operaciones urbanas, era inevitable que no tardara en crearse un ambiente algo relajado. Las patrullas se convertían en algo rutinario, el aburrimiento aumentaba y todo se volvía predecible. Aunque a ningún soldado le apetecía que le dispararan, los del regimiento no tardaron en empezar a sentirse hastiados por la inactividad forzada de la vida de guarnición, y comenzaban a ansiar regresar a una zona de combate.

El mensaje de lord Winterbourne había sido una sorpresa bienvenida, y Ornella se sintió encantada de tener la oportunidad de poner a prueba su nuevo procedimiento de reacción rápida. Hasta ese momento parecía que todo estaba funcionando según lo planeado: los guardias formaban delante de los barracones antes de dirigirse a sus transportes y las dotaciones de los tanques preparaban sus vehículos para recibir la bendición previa al combate de los predicadores del regimiento.

El Rhino del prelado Culla rugía mientras recorría arriba y abajo la zona de desfiles. Sus palabras estridentes salían rugientes de los altavoces instalados en la parte superior del vehículo. Culla se encontraba de pie en el púlpito y movía de un lado a otro su espada flamígera para recalcar lo que decía. Ornella sonrió al verlo, agradecida de que el 44.º dispusiera de una figura tan inspiradora que fuera capaz de poner fuego en el corazón de los soldados del regimiento.

Recorrió sin bajarse del caballo la fila de tanques. La escuadra de mando montada la siguió cuando giró hacia el centro de la zona de desfiles. Un miembro de la escuadra hizo que su caballo cabalgara al lado del de ella.

—Todo parece marchar bien, mayor —le dijo el capitán Mederic.

—Sí —admitió ella, aunque procurando no parecer demasiado satisfecha.

Mederic era un buen oficial. Era inteligente, veterano, y un combatiente feroz, aunque era evidente que no le gustaba montar a caballo. Mederic estaba al mando de los Mastines, el pelotón de exploradores del 44.º, y era un individuo acostumbrado a actuar en combate según su propia iniciativa. A pesar de ello, era alguien en quien se podía confiar para que cumpliera las órdenes.

—Entonces, ¿qué es lo que han dicho? ¿Es un despliegue de verdad o tan sólo otro ejercicio?

—Es de verdad, capitán. Lord Winterbourne y los Ultramarines libraron un combate en las montañas del norte.

—¿Son los tau? Es lo que se rumorea en los corrillos de soldados. Ornella asintió.

—Sí. Por lo que parece, han destruido buena parte de la red de comunicaciones, y estamos en alerta para proteger las ciudades principales en cuanto nos llegue la confirmación del Administratum.

—¿Todavía tenemos que esperar la autorización? ¿Incluso en un momento como este?

—Me temo que sí. Es frustrante, pero dado lo que ocurrió aquí, comprendo la necesidad de unos controles semejantes.

—Yo no —replicó Mederic—. Este planeta está a punto de ser atacado por incursores alienígenas, ¿y resulta que tenemos que esperar a que unos burócratas chupatintas nos den permiso para defenderlo? Le pido disculpas, señora, pero a mí me parece una mierda de primera categoría.

—Quizá, capitán, pero ésas son nuestras reglas y debemos obedecerlas.

—¿Se sabe algo de cuándo llegará esa confirmación?

—No, todavía no.

Mederic dejó escapar un gruñido de disgusto, pero Ornella no dijo nada al respecto. En realidad, compartía sus recelos, pero si Alithea Ornella había aprendido algo a lo largo de diez años de servicio era que un regimiento sólo podía funcionar si se cumplían las órdenes explícitas que se recibían. Tanto ella como lord Winterbourne habían inculcado a los soldados del 44.º que debían funcionar como una máquina bien engrasada, donde las órdenes se daban con presteza y se obedecían sin demora alguna.

Con unas órdenes claras, cualquier regimiento funcionaba. Si no existían, era inoperativo.

Miró hacia arriba cuando oyó de nuevo el sonido de ropa aleteando en el cielo, pero las luces que brillaban en el borde del campamento le restaban mucha capacidad de visión nocturna, por lo que no distinguió nada en la oscuridad. Se dio la vuelta sobre la silla de montar. El resto de la escuadra de mando estaba a su alrededor formando un semicírculo: dos guardias armados con rifles láser al hombro, un operador de comunicaciones y el portaestandarte del regimiento.

Estaba a punto de hacer caso omiso del ruido, achacándolo al estandarte al ondear con el viento, cuando se dio cuenta de la ausencia total de viento. Confusa, levantó la mirada de nuevo.

—¿Va todo bien, señora? —le preguntó Mederic.

—¿Qué? Ah, sí, capitán. No es nada, sólo que me pareció oír algo.

El Templum Fabricae estaba abarrotado, aunque no habría servicio al público hasta la mañana siguiente. Los tiempos difíciles tenían la facultad de sacar la devoción de lo más profundo de la gente, y Gaetan Baltazar tuvo que esforzarse para no sentir desprecio mientras se abría paso entre los devotos que se arrodillaban en los bancos y que le rezaban a la estatua de antracita del Emperador situada en el otro extremo de la nave.

Ver a tanta gente abarrotando su templo debería haberlo alegrado, pero una devoción tan condicionada le resultaba aborrecible. En época de abundancia, la gente asistía a los rezos mínimos obligatorios, pero en épocas de escasez e infortunio, todo el mundo acudía a los rezos matutinos, los del mediodía y los nocturnos para pedirle ayuda al Emperador. Gaetan pensó que debería sentirse agradecido por tantos devotos, pero le resultaba difícil, ya que sabía que acudían por su salvación personal, no para glorificar al Emperador.

Se dirigió con sus ropajes de color ocre hacia el altar armado con la destripadora de hoja ancha, dispuesto a recitar la plegaria del Fin del Día antes de retirarse a pasar la noche. Aunque sabía utilizar la gigantesca espada sierra y la pistola inferno que llevaba al cinto, no le gustaba llevarlas en las plegarias. Su presencia parecía una burla a su creencia en el poder del perdón y de la misericordia del Emperador. Sin embargo, formaban parte de sus hábitos tanto como el Aguila, por lo que no podía dejarlas a un lado.

Los acólitos con túnicas de color acero que lo seguían empuñaban armas igualmente grandes, e incluso los parloteantes querubines de rezo que flotaban por encima de él llevaban dagas de pequeño tamaño y tenían implantadas armas láser. El olor de sus pieles ungidas era una fragancia dulzona y asquerosa que se le quedaba pegada al fondo del paladar, y no por primera vez, deseó que los jactanciosos tecnosacerdotes de Pavonis arreglaran de una vez el sistema de ventilación del templo.

El Templum Fabricae era un edificio alto con la estructura y las piezas de maquinaria a la vista, un monumento al Emperador en su faceta doble de Señor de la Humanidad y de Omnissiah, aunque los sacerdotes de Marte lo tendrían difícil para explicar de un modo racional los fallos mecánicos constantes que acosaban al edificio. Pensó con amargura que dada la turbulenta historia de aquel planeta, quizá no tuvieran que hacerlo.

Los muros estaban decorados con esculturas de hojas de hierro y con placas soldadas y cubiertas de textos grabados. Las capillas privadas laterales habían sido erigidas por los cárteles en honor al Emperador, y cada uno de ellos había donado una sustanciosa cantidad de dinero a las arcas del templo para asegurarse de que fueran el lugar de descanso eterno para sus líderes muertos. Gaetan consideraba repugnante esa costumbre, pero el obispo Issam, el anterior señor del templum, había sido poco más que una marioneta en manos de los cárteles que le habían llenado los bolsillos de plata.

Tras la rebelión, Issam había caído en desgracia, y el Administratum decretó que las capillas debían ser reconsagradas a la gloria del Emperador sin mediar favor alguno de ni para ninguna organización. Gaetan había disfrutado del momento en el que había ordenado a los servidores del templum que retiraran toda indicación de que las capillas habían sido dedicadas a ciudadanos particulares en el pasado.

Esa había sido la única ocasión en la que los altos cargos del Administratum habían demostrado ser de alguna utilidad, y Gaetan se oponía a sus intromisiones siempre que podía. Era difícil, ya que los burócratas controlaban todos y cada uno de los aspectos del funcionamiento del planeta. Eran Individuos que no entendían ni de fe ni de la importancia de la devoción no obedecía sus directivas para mantener la unidad, y continuaba predominando su doctrina de trabajo tranquilo y devoción al Emperador. Sabía que no era una doctrina que tuviera mucho atractivo en la Franja pero era la que había seguido a lo largo de muchos años, y estaba convencido de ella como para cambiar de opinión. Fuera de su templo, lo habitual eran predicadores que aullaban a favor de la guerra y que llenaban de odio el corazón de la gente.

El enfrentamiento que había tenido con lord Winterbourne acerca de aquel fanático de Culla no había hecho más que reforzar su convencimiento respecto a ese tipo de sermones, y aunque era capaz de entender el valor que tenía esa doctrina en aquella frontera del dominio de la humanidad en la galaxia, era un credo que no estaba dispuesto a predicar de forma voluntaria. El odio y la violencia sólo llevaban a lo mismo, y oponerse a esos conceptos bajo la luz de la sabiduría del Emperador era el camino solitario que Gaetan Baltazar había decidido seguir.

Recordó el día en que había pronunciado los votos definitivos en el Templo de los Mártires Benditos en Golanthis, casi veinte años antes. El abad Malene, su mentor espiritual y su amigo, había hablado con él la noche anterior a embarcarse en una nave en dirección a la Franja Este.

—Me temo que lo tendrás difícil para transmitir tus creencias a la gente del lugar adonde vas —le dijo el venerable abad mientras se tomaba una tisana endulzada con miel—. La Franja Este es una zona sacudida por guerras constantes.

—Entonces es el lugar perfecto para mí —le había contestado él.

—¿Por qué?

—¿Qué mejor modo de acabar con una guerra que predicando la paz?

—La guerra forma parte de la doctrina del Emperador —le recordó Malene—. Su credo se extendió por Terra merced a los cañones de los rifles y al filo de las espadas. Ha sobrevivido porque nosotros defendemos esa fe. No es una floritura dialéctica, Gaetan. Tiene un significado real. ¿Crees que en las escuelas de la Eclesiarquía se enseña a combatir sin motivo alguno?

—No. Sé por qué nos entrenan para combatir, pero no creo que la violencia sea la clave de la sabiduría del Emperador. Buena parte de sus enseñanzas son hermosas y no tienen nada que ver con la guerra y la muerte. Es esa parte de su palabra la que quiero llevar a la gente del Imperio.

Individuos que no entendían ni de fe ni de la importancia de la devoción. Gaetan obedecía sus directivas para mantener la unidad, y continuaba predicando su doctrina de trabajo tranquilo y devoción al Emperador.

Sabía que no era una doctrina que tuviera mucho atractivo en la Franja Este, pero era la que había seguido a lo largo de muchos años, y estaba demasiado convencido de ella como para cambiar de opinión. Fuera de su templo, lo habitual eran predicadores que aullaban a favor de la guerra y que, llenaban de odio el corazón de la gente.

El enfrentamiento que había tenido con lord Winterbourne acerca de aquel fanático de Culla no había hecho más que reforzar su convencimiento respecto a ese tipo de sermones, y aunque era capaz de entender el valor que tenía esa doctrina en aquella frontera del dominio de la humanidad en la galaxia, era un credo que no estaba dispuesto a predicar de forma voluntaria. El odio y la violencia sólo llevaban a lo mismo, y oponerse a esos conceptos bajo la luz de la sabiduría del Emperador era el camino solitario que Gaetan Baltazar había decidido seguir.

Recordó el día en que había pronunciado los votos definitivos en el Templo de los Mártires Benditos en Golanthis, casi veinte años antes. El abad Malene, su mentor espiritual y su amigo, había hablado con él la noche anterior a embarcarse en una nave en dirección a la Franja Este.

—Me temo que lo tendrás difícil para transmitir tus creencias a la gente del lugar adonde vas —le dijo el venerable abad mientras se tomaba una tisana endulzada con miel—. La Franja Este es una zona sacudida por guerras constantes.

—Entonces es el lugar perfecto para mí —le había contestado él.

—¿Por qué?

—¿Qué mejor modo de acabar con una guerra que predicando la paz?

—La guerra forma parte de la doctrina del Emperador —le recordó Malene—. Su credo se extendió por Terra merced a los cañones de los rifles y al filo de las espadas. Ha sobrevivido porque nosotros defendemos esa fe. No es una floritura dialéctica, Gaetan. Tiene un significado real. ¿Crees que en las escuelas de la Eclesiarquía se enseña a combatir sin motivo alguno?

—No. Sé por qué nos entrenan para combatir, pero no creo que la violencia sea la clave de la sabiduría del Emperador. Buena parte de sus enseñanzas son hermosas y no tienen nada que ver con la guerra y la muerte. Es esa parte de su palabra la que quiero llevar a la gente del Imperio.

—Cierto, hay belleza —admitió Malene—. Pero incluso una rosa necesita espinas para defenderse. ¿Cómo logrará tu doctrina de trabajo duro protegerte de un enemigo que pretende matarte? ¿Cómo les proporcionará la fe a aquellos a los que predicas para que resistan a las numerosas amenazas que acechan en la oscuridad? En la galaxia existen enemigos viles a los que no les importan nada nuestras enseñanzas, razas que responderán a tus hermosas palabras con el asesinato. Amigo mío, me temo que te has propuesto una meta inalcanzable.

—Lo sé, pero hasta una avalancha comienza con una pequeña piedra.

En esos momentos, aquellas palabras le parecían una estupidez, pero se aferraba a ellas como un moribundo se aferraría a su último aliento. Gaetan llegó al altar y depositó la enorme espada sobre él antes de arrodillarse delante de la figura de antracita. Fue pasando las cuentas de plegaria entre los dedos mientras rezaba, y alzó la mirada hacia la estatua del Emperador, negra pero capaz de reflejar la luz.

Al otro lado de la estatua, el santuario era una larga bóveda con la estructura de hierro al descubierto. De los diferentes soportes colgaban lámparas doradas, incensarios y estandartes votivos de seda. Las sombras bailaban de un lado a otro bajo la luz de las lámparas. Gaetan parpadeó cuando captó un atisbo de movimiento en el extremo superior de la bóveda.

Tartamudeó las palabras iniciales de la plegaria al ver la distorsión borrosa del humo del incienso en una ancha viga horizontal. Le pareció por un momento que una silueta humana estaba allí de pie, mirándolo. Se llevó la palma de una mano a la frente a modo de visera para proteger los ojos de la luz y poder ver mejor en la zona alta de la bóveda.

Allí había algo, pero no fue capaz de distinguir con claridad los detalles. Daba la impresión de que la luz se distorsionaba alrededor de algo invisible, que no quería que lo vieran.

Gaetan había oído leyendas sobre sacerdotes que proclamaban que los ángeles del Emperador los observaban desde lo alto, pero jamás se las había tomado en serio.

Se volvió hacia sus acólitos y señaló con un dedo el techo de la bóveda.

—¿Veis eso? —les preguntó.