La sangre se encharcaba a sus pies, y el hedor a carne quemada inundaba el abarrotado compartimento de transporte del Aguila. Nathaniel Winterbourne respiraba jadeante mientras intentaba concentrarse en el flujo de información que aparecía en las placas de datos acopladas alrededor de la cúpula circular de observación de la nave. Alithea se había superado: los iconos que indicaban la operatividad completa aparecían en prácticamente todas las unidades del Mando Espada.
Inspiró de forma repentina y profunda cuando sintió un nuevo pinchazo de dolor en el brazo herido. La bestia de caza kroot lo había mordido con fuerza, y al desaparecer la adrenalina generada en el combate sentía el brazo envuelto en llamas. Había aceptado una inyección de morfia para amortiguar ese dolor, y había empapado la herida con media botella de antiséptico. Esperaba que eso fuese suficiente para contrarrestar cualquier posible toxina alienígena que le hubiera transmitido el mordisco de la bestia.
Debajo de él, en el compartimento de pasajeros, los heridos gemían de dolor. Las heridas de sus soldados eran mucho más graves que las suyas. Habían muerto tres de ellos, aparte de su escriba y de su servidor de comunicación. También habían matado a Germaine, y sentía enormemente su pérdida. Recibiría una mención de honor junto a los soldados que habían luchado con tanta valentía a su lado. Acarició a Fynlae con la mano que tenía sana, aunque tuvo buen cuidado de no tocar los desgarros en el costado del mastivore, las heridas que el animal había sufrido durante su pelea con la bestia alienígena.
El guerrero ultramarine herido permanecía inmóvil. Habría podido decirse que estaba muerto si fuera por la falta de vitalidad que mostraba. Sus heridas eran terribles, y a Winterbourne le sorprendía que alguien, incluso un marine espacial, fuese capaz de sobrevivir tras sufrir un trauma tan espantoso. Cierto era que los Adeptus Astartes formaban casi una raza aparte, y Winterbourne rezó una corta plegaria en agradecimiento a que lucharan por el divino Emperador.
El asiento del comandante de una nave de la clase Aguila se encontraba por detrás y por encima de la cabina del piloto, y Winterbourne tenía desde allí una visión panorámica del paisaje iluminado por la luna que se extendía bajo ellos. A su espalda, la muralla negra que formaba la cordillera Tembra aserraba el horizonte, y el brillo difuso que tenían delante pertenecía a Puerta Brandon. Una cinta luminosa se alejaba de la ciudad y se curvaba formando un arco cóncavo en su trayecto hacia el sureste, en dirección a Olzetyn, antes de llegar finalmente a la costa, a Praxedes. Más allá de Puerta Brandon, el horizonte era una brillante línea de fuego debido a la labor incesante del Adeptus Mechanicum en el interior del Cinturón Diacriano.
La nave inclinó las alas y comenzó su descenso hacia Campamento Torum, en el extremo norte de la ciudad. Winterbourne bajó la mirada de nuevo en dirección al compartimento de pasajeros, y se sintió inmensamente aliviado de que sus soldados estuviesen a punto de recibir tratamiento para sus heridas. Había sido una estupidez viajar hasta la cordillera Tembra sin llevar un equipo médico completo, pero había sido tanto su interés en acompañar a los Ultramarines que no se había preparado de forma adecuada.
Sin previo aviso, la nave se inclinó de forma pronunciada hacia la derecha haciendo que se golpeara el brazo herido contra el reborde metálico de la cúpula. Una aguda sensación de dolor le recorrió toda la extremidad y rugió de rabia.
—¡Por las heridas del Emperador! —Le gritó al piloto—. ¡Ten cuidado con lo que haces o te vas a quedar sin las alas!
El piloto no le contestó, y Winterbourne estaba a punto de continuar reprendiéndolo cuando vio las ráfagas de disparos que iluminaban el cielo por debajo de ellos. Los destellos de luz ascendían casi con pereza y pintaban la zona con brochazos luminosos. Cerca de ellos restallaron varias explosiones, y la onda expansiva sacudió la nave unos segundos después de la detonación. Por encima de Torum los disparos trazadores formaban un tupido tejido. Winterbourne reconoció aquel fuego como procedente de los tanques Hydra. Sus tanques.
Y habían estado a punto de meterse en mitad de aquel zafarrancho.
Sin duda, la rápida reacción del piloto les había salvado la vida, y Winterbourne tomó nota mentalmente de que debía disculparse por su exabrupto en cuanto aterrizaran y estuvieran a salvo.
—¡Por las pelotas de Torum!, ¿qué es lo que está pasando ahí abajo? —gritó.
—No lo sé, señor —contestó el piloto antes de hacer virar la nave en un arco amplio en sentido contrario a las agujas del reloj para sobrevolar la zona sur de la ciudad.
Winterbourne intentó ponerse en contacto con alguien de tierra, pero todos los canales estaban saturados por la estática o por una jerga binaria interrogativa.
El coronel los reconoció. Se trataba de los calculadores lógicos de puntería que comprobaban si era un contacto hostil o amigo. Miró la placa que tenía a su izquierda y se sintió aliviado cuando vio que el transpondedor estaba transmitiendo su código de identidad personal. Alargó la mano sana para tocar el emblema negro y blanco con el símbolo del engranaje grabado en el reborde metálico de la cúpula y musitó una rápida plegaria de agradecimiento al espíritu del Aguila.
Una vez tranquilizado respecto al peligro de resultar despedazado por los disparos de sus propios tanques antiaéreos, Winterbourne atisbó a través de la oscuridad para intentar descubrir qué estaba ocurriendo exactamente allí abajo. Su mirada experimentada dividió en secciones la ciudad y la estudió en profundidad para detectar cualquier cosa fuera de lo común.
No tuvo que buscar durante mucho tiempo.
Algo ardía en el extremo sur de la ciudad. Se trataba de una gran estructura con torres metálicas altas y paredes de hierro. El brillo ondulante de las llamas la iluminaba por completo, y el coronel abrió los ojos sorprendido al darse cuenta de que el Templum Fabricae estaba siendo pasto de un incendio.
—Por el cielo misericordioso… —musitó—. ¿Habremos llegado demasiado tarde?
Paseó con rapidez la mirada por el resto de la ciudad, pero no vio nada más que fuera preocupante.
—Aterrice ya —le ordenó al piloto.
—¿Dónde, señor?
—En Campamento Torum, ¿dónde va a ser? —Le replicó Winterbourne—. Y que sea pronto. Muchos soldados morirán si no llegamos allí en seguida.
—Sí, señor. Esta zona es demasiado peligrosa para un descenso normal, así que tendremos que hacerlo por el lado de la ciudad. Volaremos a baja altitud y a gran velocidad, de modo que agárrese a algo —le advirtió el piloto.
Un instante después, el piloto inclinó el morro del Aguila en un ángulo bastante pronunciado al mismo tiempo que lo dirigía hacia el noroeste. Empezó a descender a gran velocidad mientras sobrevolaba Puerta Brandon. La aeronave pasó disparada por encima de las ruinas del antiguo cuartel general del Arbites y sobre el amplio espacio abierto de la plaza de la Liberación antes de efectuar un viraje cerrado a la altura de Puerta Commercia. Las alas de la aeronave se desplegaron en toda su amplitud y el morro se elevó de un modo alarmante cuando el piloto inició la fase de aterrizaje y anuló con rapidez el impulso de avance.
Winterbourne salió despedido hacia adelante, y sólo el arnés de sujeción y un firme agarre a la silla impidieron que la cabeza se le estrellara contra el cristal blindado de la cúpula de observación. Además, el brusco descenso de velocidad le provocó un dolor agónico en el brazo desgarrado. Fynlae lanzó un gañido al salir despedido hacia un lado, y en el compartimento de pasajeros se oyeron gritos de alarma.
El Aguila se enderezó, y Winterbourne vio que los tanques Hydra no eran los únicos que estaban disparando hacia el cielo. Los comandantes de los otros tanques también disparaban hacia arriba las armas montadas en las torretas, e incluso los guardias imperiales abrían fuego desde el suelo con sus rifles láser hacia el cielo. Unos cuantos incluso apuntaron sus armas hacía el Aguila cuando la nave apareció rugiente, pero no dispararon al ver el emblema del regimiento en las alas y en el fuselaje.
Las luces de Campamento Torum brillaban con toda su fuerza, y el coronel no vio señal alguna de daños o de ataque mientras el transporte pasaba por encima de los enormes hangares y de los barracones. ¿Qué demonios estaba pasando allí? ¿Por qué el cielo por encima del campamento estaba saturado de fuego antiaéreo?
—Aterriza allí —ordenó Winterbourne al piloto al ver un puñado de guardias imperiales en el centro de la zona de desfiles agrupados alrededor de un jinete que enarbolaba el estandarte esmeralda y dorado del 44.º.
El piloto hizo descender el Aguila y se posó con brusquedad envuelto por una nube de humo de los motores. Winterbourne apretó el botón de apertura del arnés antes incluso de que el patín delantero se hubiera posado en el suelo, y luego tiró de la palanca que hacía bajar el asiento de mando desde la cúpula de observación. Fynlae se bajó de un salto, y Winterbourne se levantó del asiento cuando el compartimento de pasajeros descendió.
Varios guardias armados con rifles láser lo esperaban cuando puso pie en tierra. La expresión de sus rostros le indicó que pasaba algo grave. Un destacamento médico corrió hacia él, pero les indicó con un gesto el interior de la nave.
—Ahí dentro hay soldados que necesitan más ayuda que yo. Encargaos antes de ellos.
Winterbourne se abrió paso a través del grupo de soldados que lo rodeaban y caminó a grandes zancadas hacia el jinete que portaba el estandarte. Alguno de los oficiales superiores del campamento se encontraría allí. Oyó voces acaloradas y notó la sensación de pánico que las embargaba.
—¿Puede alguien explicarme por qué casi me borran del cielo sobre mi propio campamento? —gritó, y los años de autoridad impresos en su voz atravesaron aquella barahúnda.
Varias cabezas se volvieron hacia él.
—¡Abrid paso! —aulló.
Los soldados se apartaron y dejaron a la vista el escenario de una matanza. Vio soldados y caballos muertos sobre enormes charcos de sangre que se extendían mientras los médicos con los uniformes ensangrentados se esforzaban por salvar la vida de los heridos.
—Oh, no.
El corazón le dio un vuelco cuando vio que el capitán Mederic estaba de rodillas y acunaba el cuerpo de la mayor Alithea Ornella. Tenía la chaqueta del uniforme pegajosa por la sangre que la cubría, y en algunos puntos se veían las manchas negras de las quemaduras provocadas por los disparos de energía. Se dejó caer de rodillas a su lado y alargó la mano para tocarle la mejilla. Todavía estaba caliente.
—Mederic, ¿qué ha ocurrido?
—Nos atacaron. Esos —le explicó el capitán de los exploradores.
Winterbourne miró hacia donde le señalaba Mederic y vio una horda de criaturas muertas con una piel de aspecto correoso de color azul y unas grandes alas membranosas que parecían de seda granulosa. Eran unas bestias repugnantes, unos monstruos híbridos resultado de la combinación de reptil e insecto. De las decenas de heridas por disparos láser salía una sangre viscosa de color amarillo que más parecía savia. Al lado de los cadáveres había pilas de armas de aspecto extraño con empuñaduras situadas en ángulos imposibles. Sus ojos muertos de múltiples facetas miraban con expresión vidriosa la zona de desfiles.
El coronel frunció los labios en una mueca de asco.
—Aguijones alados —murmuró.
—Aparecieron de la nada —dijo Mederic—. Un momento antes estábamos supervisando la movilización, y al siguiente nos estaban disparando. Dos docenas de ellos bajaron del cielo y se lanzaron contra nosotros. Acabamos con todos, pero antes de que…
Su voz se fue apagando, y luego señaló con un gesto el cadáver de la segunda al mando del 44.º.
—Vengaremos a Alithea, capitán. Téngalo por seguro.
—Le creo, señor —asintió Mederic.
Winterbourne se puso en pie y se irguió todo lo que pudo. Luego se dirigió a los guardias que lo rodeaban con toda la autoridad que poseía.
—Muy bien, preparemos a este ejército para la batalla. Quiero que todas las unidades estén en disposición de combate en menos de una hora. ¿Entendido? ¡Pues en marcha!
Mederic saludó, y los guardias lavrentianos se apresuraron a obedecer las órdenes de su coronel.
—¿Qué hay del Administratum, señor? Todavía estamos esperando su autorización.
—A la mierda con eso, Mederic. Estamos en guerra, y no pienso esperar a que un burócrata de pacotilla me diga cuándo puedo marchar al combate con mis soldados. ¡Manos a la obra!
La lucha resultó ser muy breve. Los guerreros del capellán Clausel habían sido muy meticulosos en sus tareas de destrucción, y tan sólo quedaban un puñado de discos voladores y una armadura de combate cuando Uriel y Learchus llegaron con su escuadra. Una vez cayó la última máquina tau, un curioso silencio se apoderó del campo de batalla.
Los cristales y los casquillos de proyectil crujieron bajo sus botas a cada paso que daban, y los gemidos de los heridos tau eran los únicos sonidos que rompían el silencio. Las tropas de asalto recuperaron a sus caídos mientras los exploradores de Uriel maniataban a los pocos prisioneros alienígenas. Habían muerto tres marines espaciales, y Uriel se echó a un lado para no estorbar a los guerreros de Clausel, que se llevaron los cadáveres hacia la Thunderhawk.
Uriel se acercó al capellán. El casco de Clausel estaba cubierto de sangre, y de las cuencas oculares del rostro de calavera que conformaba el frontal caían unas gotas rojas semejantes a lágrimas de rubí.
—Enhorabuena, capellán —lo saludó Uriel agarrándolo por la muñeca—. ¿A quiénes has perdido?
—Al hermano Phaetus, al hermano Ixios y al hermano Ephor. Serán recordados.
—Así será. Yo mismo grabaré sus nombres —le aseguró Uriel.
Clausel se alejó y Uriel centró la atención en las consecuencias de la batalla. Estaba enfurecido por la muerte de sus tres hermanos. Pasó con cuidado entre los restos del combate y vio media docena de aquellos drones voladores automáticos que los tau empleaban. Se encontraban esparcidos por el suelo, igual que restos de espejos plateados. Los drones estaban entre lo que quedaba de un puñado de guardias lavrentianos. Era tal el grado de destrucción que habían sufrido sus cuerpos que a Uriel le resultó prácticamente imposible saber con exactitud cuántos habían muerto.
Se enfureció todavía más al ver aquellos cuerpos destrozados. Era repugnante que la vida de un guerrero acabara de ese modo, muerto por un enemigo sin sentimientos, sin emociones, sin espíritu. Las máquinas capaces de matar sin intervención humana eran un anatema en el Imperio, e incluso la tecnología más mortífera desarrollada por los sacerdotes de Marte llevaba imbuido un fragmento del espíritu de la máquina o estaba tripulada por un ser humano vivo.
Dos skitarii, los que Uriel había visto en la audiencia con Koudelkar Shonai, yacían también muertos, con los cuerpos quemados y acribillados por innumerables disparos. Por muy brutales y salvajes que fueran como combatientes, habían muerto defendiendo a su señor.
Uriel contó cuatro armaduras de combate destruidas. Las placas de blindaje estaban perforadas o rajadas y dejaban escapar fluidos hidráulicos sobre el suelo de piedra de la terraza, ya cubierto de una capa de sangre. A través de las placas agujereadas vio carne grisácea desgarrada, y captó el olor extraño y almizclado de los fluidos alienígenas. Recorrió el escenario de aquella matanza hasta llegar a las puertas y cristaleras destrozadas de un invernadero.
—Por lo que parece, hubo todo un combate antes de que llegáramos —comentó Learchus, que se puso a su lado.
—Sí, así es, pero no veo el cuerpo del gobernador por ningún lado —contestó Uriel.
—Puede que se refugiara en el interior —sugirió Learchus—. Me da la impresión de que estas puertas estaban abiertas antes de que las destrozaran a tiros.
—Es posible.
Uriel entrecerró los ojos al captar algo extraño debajo de una de las armaduras de combate. Pasó por encima de un charco de sangre coagulada y se arrodilló al lado del caparazón ennegrecido de una de las unidades de combate tau.
—Ven, échame una mano —le dijo a Learchus.
El sargento se reunió con él y entre los dos levantaron y empujaron la armadura de combate a un lado. La máquina era sorprendentemente pesada, ya que se había convertido en un enorme trozo de metal inmóvil tras desactivarse la fuente de energía que la propulsaba.
—Por Guilliman —musitó Learchus al ver lo que había debajo.
Lo que había era el cuerpo de otro tau, pero era evidente que no se trataba de un guerrero. La túnica que llevaba puesta era de color blanco y dorado, con bordados de un tejido multicolor y reluciente, y estaba cubierta de sangre, aunque no parecía ser suya. El cuello alto de la túnica, con gemas pulidas y adornos de porcelana, había quedado aplastado bajo su cráneo. Parpadeó, sorprendido.
—Parece alguien importante —apuntó Learchus.
—Sí, un líder de la casta dirigente. Quizá un diplomático, o alguna clase de noble.
El alienígena gimió, y el pecho se le hinchó, liberado, después de que le quitaran de encima el peso asfixiante de la armadura. Learchus lo agarró por el cuello, y su enorme guantelete lo rodeó por completo con facilidad.
—¿Crees que es quien estaba al mando?
—Dado que se encuentra en la residencia del gobernador, es bastante posible.
—Entonces, su muerte les supondrá un tremendo contratiempo —apuntó Learchus apretando a su presa.
El tau se llevó las manos al cuello y tiró débilmente de la muñeca del sargento.
—No, no lo mates —le ordenó Uriel—. Atadlo y metedlo en la cañonera. Si es el comandante supremo de los tau, podremos sacarle mucha información.
Learchus asintió y puso de pie al tau de un tirón.
—Yo mismo me encargaré de atarlo. ¿Qué quieres que hagamos ahora?
—Busca en la casa y en los alrededores. Averigua si hay supervivientes.
Al final, encontraron en la casa a quince sirvientes, que se habían escondido en cuanto comenzó el combate, pero el gobernador Shonai no apareció por ninguna parte. De los supervivientes, ninguno tenía un cargo relevante a excepción de Mykola Shonai, la tía del gobernador, a quien Uriel había visto, en su última expedición a Pavonis, en la tumba de Ario Barzano. Los exploradores la habían encontrado escondida entre los restos destrozados del arboreto. Estaba acurrucada debajo de un banco de piedra con los ojos cerrados y las manos apretadas con fuerza contra los oídos.
Uriel se alegró de ver viva a Mykola, pero esa alegría se agrió al percibir la culpabilidad que asomó a su mirada cuando la llevaron ante su presencia. Si Uriel se había sentido asombrado por el cambio que había sufrido Pavonis, no fue nada en comparación con el cambio que observó en Mykola Shonai.
La gobernadora planetaria llena de confianza y de voluntad inquebrantable que se había enfrentado a un inquisidor imperial había desaparecido. Su lugar lo ocupaba una mujer llorosa cubierta de barro con cabellos grises y ralos y un rostro muy arrugado. En su cara se entremezclaban las lágrimas y la suciedad, y Uriel sintió una fuerte punzada de tristeza al ver que había caído en semejante estado.
—¿Uriel? Que el Emperador me proteja —susurró Mykola—. Oh, no… Lo siento. No, no, no…
Mykola apartó la mirada y se desplomó de rodillas al ver todos los cuerpos que sembraban la terraza cubierta de sangre. Miró a Learchus con expresión confundida y se tapó los ojos antes de echarse a llorar de nuevo.
—Lo siento, lo siento. Yo jamás quise que pasara esto —gritó entre sollozos—. No sabía que se lo llevarían. Lo juro.
Uriel se arrodilló sobre una pierna delante de ella y le alzó con delicadeza la barbilla.
—¿Qué es lo que ha pasado, Mykola? ¿Dónde está Koudelkar?
Mykola hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—No, no puedo. Es demasiado.
—Tienes que contármelo todo. Y tienes que hacerlo ya —le insistió Uriel.
—Dijeron que sólo venían a negociar, a cerrar acuerdos comerciales. Dijeron que podrían ayudar a que Pavonis fuera próspero de nuevo, y eso era lo que yo quería. Eso es lo único que quise jamás.
Estaba claro lo que implicaban sus palabras, y Uriel sintió que lo embargaba la pena.
—Fuiste tú quien invitaste a los tau a venir, ¿verdad? Se pusieron en contacto contigo ofreciéndote acuerdos mercantiles y tú los escuchaste. Eso es lo que ocurrió, ¿verdad?
Mykola asintió.
—No lo entiendes, Uriel. Habíamos recuperado nuestro mundo desde el mismo borde del abismo. Lo habíamos salvado, pero los burócratas lo estaban destrozando poco a poco, esa gente que jamás había oído hablar de Pavonis y que mucho menos sabía lo mal que habían estado las cosas. Los tau nos ofrecieron una salida a esa situación.
—No es eso lo que ofrecen los tau, Mykola —le replicó Uriel—. Te ofrecen la esclavitud y la llaman libertad, te ofrecen una prisión en la que no te das cuenta que estás hasta que ya es demasiado tarde. Te ofrecen una elección que en realidad no es tal elección. —De repente, algo que Mykola había dicho al principio le chocó, y Uriel la agarró con firmeza por el hombro—. Koudelkar. Se lo han llevado. Los tau tienen a tu sobrino, ¿verdad? Eso es lo que querías decir con lo de «No sabía que se lo llevarían», ¿no es así?
Mykola no le respondió al principio, pero luego asintió entre sollozos.
—Sí. Una de esas máquinas de combate se lo llevó junto a mi hermana. Otra se llevó a Lortuen… Al adepto Perjed.
Uriel miró por encima del hombro los restos humeantes de la nave de desembarco tau y comparó su forma y sus características con toda la información que había asimilado en la multitud de reuniones y de partes de batalla de los Ultramarines tras sus enfrentamientos con los alienígenas.
Los lexicógrafos imperiales habían bautizado aquellas naves de desembarco con el nombre clave de Orca. Uriel comparó de inmediato su capacidad de transporte con el número de cadáveres tau que había visto. Las cifras no concordaban.
—Learchus, cuenta el número de bajas enemigas. Todas ellas: guerreros, armaduras de combate y drones.
—¿Para qué?
—Hazlo —le replicó Uriel, tajante, aunque se temía que ya conocía la respuesta.
Learchus se volvió para cumplir la orden de inmediato, y en menos de un minuto regresó con la respuesta.
—¿Cuántos?
—Cuatro armaduras de combate destruidas, veinticuatro soldados muertos y ocho drones en total. Además de tres tripulantes en la nave de desembarco, que murieron cuando la Thunderhawk la acribilló.
Uriel soltó una imprecación.
—Un Orca puede transportar seis armaduras de combate. ¿Estás seguro de que sólo hay cuatro aquí?
—Por completo. Me juego mi honor.
—Maldita sea, Mykola, ¿adónde se lo han llevado? —le preguntó Uriel.
—¡No lo sé, te lo juro por mi vida! No vi apenas nada cuando empezó el tiroteo. Sólo que una de esas armaduras, la que Aun’rai había llamado El’esaven, se llevaba a Koudelkar y a Pawluk. Luego otra se apoderó de Lortuen, pero entonces yo me metí en el arboreto. ¡No vi nada más!
—¿Aun’rai y El’esaven? ¿Quiénes son?
—Aun’rai era el enviado. —Contestó Mykola mientras se limpiaba la cara con el borde de la túnica—. El cabrón mentiroso que preparó todo esto.
—¿Un tau con túnica y sin armadura? —inquirió Uriel.
—Sí… Una túnica de color blanco crema y sin armadura.
—¿Y El’esaven? ¿Es un guerrero? —quiso saber Learchus.
—Eso creo —respondió Mykola, todavía jadeante—. Llevaba puesta una de esas armaduras de combate. Nunca antes había oído hablar de él, pero me dio la sensación de que no estaba muy contento con lo que estaba ocurriendo, como si lo único que quisiera fuera dispararnos en vez de hablar con nosotros.
—¿Visteis hacia dónde se llevaban al gobernador? —Le preguntó Learchus—. Es imperativo que rescatemos a vuestro sobrino. Las fuerzas armadas de Pavonis necesitan un líder al que seguir.
Mykola negó con la cabeza.
—No lo vi —respondió con una voz cargada de desprecio hacia sí misma—. Estaba demasiado ocupada escondiéndome.
Uriel dejó escapar un suspiro. Lo entristeció el que una sierva del Emperador que antaño se había comportado de un modo tan noble hubiera caído tan bajo por un fallo de su propio carácter. Aunque Mykola Shonai se había convertido en una traidora a los ojos del Imperio, Uriel era capaz de comprender muy bien cómo había llegado hasta aquello, porque él mismo recorrió un camino muy parecido poco tiempo atrás. Cualquier crítica que se le hiciera, por feroz que fuera, no sería nada comparada con la espantosa angustia y arrepentimiento que sufría en esos momentos, aunque ese hecho no sería tenido en consideración por aquellos que decidirían su castigo.
Uriel quiso odiar a Mykola por lo que había hecho, peo descubrió que no podía. Lo único que sentía hacia ella era pena. Llamó con un gesto a los exploradores.
—Llevadla a la Thunderhawk y atadla con los demás prisioneros. Los encerraremos en el Invernadero.
Dos de los exploradores agarraron a la angustiada Mykola y se la llevaron casi a rastras.
—¿No la llevamos a la Fortaleza Idaeus? Hay que interrogarla —preguntó Learchus.
—La Fortaleza Idaeus es nuestra base de operaciones en esta guerra a partir de ahora. No es lugar para tener prisioneros. Los agentes de la juez Sharben se encargarán de interrogarla.
Learchus asintió.
—Muy bien. ¿Y qué hay del gobernador? ¿Qué hacemos con Koudelkar?
—Vas a traerlo de vuelta.
—¿Yo? —Exclamó Learchus—. Seguro que sería mejor seguir su rastro con la Thunderhawk.
—No. Con los prisioneros y los supervivientes de este combate a bordo ya no disponemos de combustible suficiente para organizar una persecución aérea y luego regresar a Puerta Brandon. Necesito que te lleves a los exploradores y que encuentres el rastro de ese tal El’esaven. Unas máquinas tan grandes no deberían plantear problemas a la hora de rastrearlas. Síguelos, encuéntralos y mátalos. Luego, tráeme al gobernador.
—De acuerdo —respondió Learchus mientras ponía un cargador nuevo en el bólter—. ¿Tú qué vas a hacer?
—Voy a volver a Puerta Brandon. Los combates no harán sino aumentar, y los guerreros de la Cuarta compañía necesitan a su capitán para que los dirija.
Learchus sonrió.
—Puede que después de todo hayas aprendido algo en tu juramento de muerte.
—Eso parece —admitió Uriel antes de aferrar la muñeca del sargento.
—Coraje y honor, capitán.
Uriel asintió.
—Quiero al gobernador. Encuéntralo. Hazlo por mí.
—Lo encontraremos. Por mi honor que lo haremos.