Unas atronadoras explosiones encendieron el amanecer cuando las cargas de demolición colocadas por los ingenieros de combate estallaron una tras otra en una rápida sucesión. Las arcadas y los pilares de soporte construidos sobre los enormes barrancos que cruzaban los puentes Aguila, Owsen, Espuela y Diacriano habían quedado preparados para su destrucción a lo largo de toda la noche; y cuando aparecieron las primeras sombras dibujadas por la luz del amanecer delante de los defensores, se dio la orden de destruir los puentes.
Los puentes habían permanecido allí cientos de años, pero apenas se tenía la sensación de que formasen parte de la historia. No tenían la solera del Imperator, y los secretos perdidos de la construcción de su estructura, que lo hacían prácticamente indestructible, no habían formado parte del diseño de los de su alrededor.
Los trozos de roca salieron disparados por los aires cuando las gigantescas ménsulas quedaron destruidas y los pilares de apoyo construidos sobre las paredes de las entrañas del desfiladero estallaron en mil pedazos. Las vigas de metal que no habían visto la luz del sol durante cientos de años cayeron dando vueltas sobre sí mismas hasta el río, que discurría en lo más profundo de los cañones, y arrastraron con ellas trozos de plastocemento reforzado y de vigas del tamaño de un tanque.
El puente Owsen fue el primero en caer. El extremo oriental cedió y se desgajó de las rocas. La calzada reventó y se deformó a medida que el metal que la sostenía se partía; y el inmenso peso de todo aquello arrancó los soportes del otro extremo. En pocos instantes, el puente al completo se desplomaba hacia el río. El puente Aguila no tardó en seguirlo, con su estructura retorcida y ennegrecida por las explosiones. Cuando la polvareda se aclaró, los ingenieros vieron que la minuciosidad de su labor había dado sus frutos. Nada había quedado de los puentes, y la ruta que cruzaba el desfiladero a través de Ciudad Barracón había sido arrasada.
Desgraciadamente, no podía decirse lo mismo de las cargas colocadas en los puentes Diacriano y Espuela. En cuanto los ecos de la destrucción de los puentes del norte cesaron, quedó claro que algo había ido espantosamente mal en la demolición de los puentes del sur.
Los ritos de destrucción realizados eran los correctos, se había accionado la secuencia de botones y de palancas apropiada, pero ninguna de las cargas de demolición colocadas para destruir la encrucijada había detonado. Se cruzaron mensajes frenéticos entre los ingenieros y los comandantes de las diversas fuerzas presentes a medida que cada test de diagnóstico insistía en que todas y cada una de las cargas estaban preparadas, que los detonadores seguían activos y que la intensidad de la señal era óptima.
Mientras que los ingenieros y los tecnosacerdotes se esforzaban en adivinar qué había salido mal, los tau se abalanzaron hacia el frente y se hicieron con el extremo occidental del puente Diacriano.
Seguido por los guerreros de la escuadra Ventris, Uriel se bajó de un salto de la rampa de desembarco del Lanza de Calth, el Land Raider que había llevado a Marneus Calgar hasta la batalla durante el asalto final de Corinth. A su espalda, el humo de la destrucción de los puentes del norte estaba siendo empujado hacia el sur, y una capa de polvo lo cubría todo, desde los tejados y alfeizares de los inclinados bloques de habitáculos hasta la calzada que desembocaba sobre el puente Espuela.
Las vociferantes unidades de la FDP se esforzaban por desplegarse tras salir de los Chimera mientras el coronel Loic posicionaba a sus hombres para defender el extremo del puente. Los lavrentianos del capitán Gerber ya estaban en posición, con los destacamentos de armas pesadas colocándose para repeler el asalto que sin duda estaba a punto de producirse.
Los Ultramarines desembarcaron de sus Rhino y tomaron posiciones cubriendo todos los accesos sin necesidad de orden alguna. Uriel se subió a la pared del parapeto del Imperator y observó el desfiladero entre el Estercolero y el borde sur de Ciudad Comercio. La información sobre el desarrollo de la batalla en esos momentos era escasa, y los defensores necesitaban saber qué estaban planeando los tau, aunque no era difícil adivinar cómo podían los comandantes alienígenas sacar partido de aquel suceso para favorecer a su ejército.
El Estercolero estaba envuelto en humo y llamas, y el aire crepitaba a causa de lo que parecían fuegos artificiales en miniatura que estallaban cada pocos segundos. Uriel no tenía ni idea de qué era aquello, pero sospechaba que los defensores no tardarían en averiguarlo. Desde su posición estratégica en el parapeto vio los afilados rayos de luz azul que apuñalaban el aire tras surgir de las ruinas del borde norte del Estercolero. Las ondas expansivas que llegaban desde Ciudad Comercio eran las que provocaban aquellos rayos al impactar en sus objetivos.
Por la procedencia de las explosiones, Uriel supuso que las posiciones que estaban siendo atacadas eran las de la artillería imperial. De algún modo, los tau habían conseguido desplegar artillería pesada en el Estercolero sin alertar a los defensores y habían desmantelado las armas que cubrían el acceso al puente Espuela.
Uriel se bajó de un salto del parapeto y corrió hasta el coronel de la FDP.
—¿Qué sabe?
Loic alzó la vista. En su mirada fue evidente el alivio que sintió al ver a Uriel.
—Los tanques y la infantería tau se desplazan a lo largo del puente Diacriano. Montones de ellos.
—¿Cuántos? —insistió Uriel—. Y sea más específico. ¿Qué quiere decir «montones»?
—Es difícil saberlo —respondió Loic—. Montones es lo máximo que puedo concretar, algo está trastocando nuestros aparatos augures y los sensores de exploración. Los tecnosacerdotes dicen que parece algún tipo de interferencia de tecnología alienígena.
—No tenemos a nadie sobre el terreno que pueda echar una ojeada —Uriel soltó una maldición—. Están eliminando a los Griffon y a los Basilisk, de modo que éste será un asalto total.
El capitán Gerber emergió de un corrillo de soldados lavrentianos con el casco bajo el brazo mientras se limpiaba la frente con un trapo mugriento. El comisario Vogel venía con él, con la chaqueta del uniforme rasgada y sucia.
—Malditos zapadores —dijo Gerber a modo de saludo—. ¿Por qué demonios no han explotado las cargas?
—No lo sé, capitán —respondió Uriel—. Sospecho que la misma tecnología alienígena que bloquea los sensores del coronel Loic impidió que las cargas detonaran.
—Pero ¿por qué sólo allí? ¿Por qué no también en los puentes Aguila y Owsen? No tiene sentido.
—¿Quién sabe? Tal vez su tecnología no pudo impedir que todos los puentes fuesen destruidos. En cualquier caso, los puentes del sur son los únicos que realmente importan.
—Cierto —coincidió Gerber—. No podremos contenerlos mucho más si llevan a cabo una ofensiva sobre ambos puentes.
—Pues los contendremos aquí —le prometió Loic.
—No, no lo haremos —replicó Gerber—. Con estos efectivos podemos retenerlos en el extremo del Espuela por un tiempo, pero ahora que nos vemos obligados a luchar en dos frentes, probablemente será muy poco tiempo.
—Ahí está el derrotismo de nuevo, capitán —intervino Vogel—. Se está convirtiendo en un hábito.
—Llámelo derrotismo si quiere, Vogel, y si lo cree necesario pégueme un tiro —le espetó Gerber—, pero el capitán Ventris sabe que estoy en lo cierto, ¿no es así?
—Me temo que el capitán Gerber tiene razón —confirmó Uriel—. Un enemigo decidido nos forzaría pronto a retroceder, y los tau han demostrado ser unos combatientes muy resueltos.
—¿Entonces qué sugiere? —quiso saber Vogel.
—Llévese a sus hombres aún más abajo del Imperator —dijo Uriel—. Los Ultramarines protegerán el acceso al puente hasta que llegue a esa posición.
—Pensé que tenía pensado algún otro lugar en el que situarse —dijo Gerber.
—Y lo tenemos, pero no nos servirá de nada si Olzetyn cae ahora —replicó Uriel—. Obligaremos a los tau a retroceder, y entonces nos retiraremos para unirnos a ustedes. En ese momento su artillería ejecutará el Plan de Fuego Eversor.
—¿Eversor? —exclamó Gerber—. No puede estar hablando en serio.
—Absolutamente en serio —afirmó Uriel.
Las llamas lamían las nubes mientras Ciudad Comercio ardía. En el Estercolero, las armas de los tau estaban machacando las posiciones imperiales, quitándose de encima con una cauterizante ráfaga de fuego azul cualquier tanque o pieza de artillería que se atreviera a ponérseles delante.
Lo que en algún momento fue una posición inatacable desde la que se hacía llover fuego y se destrozaba a los tau, era ahora el objetivo de los artilleros alienígenas.
Los drones tau zumbaban a baja altura, y la única esperanza de Uriel era que los artilleros lavrentianos fuesen tan buenos como Gerber presumía. Habría una relevante y escasa posibilidad de error en la ejecución del Plan de Fuego Eversor.
El mundo estaba bañado por una infernal incandescencia de color naranja procedente de la tormenta de fuego que rugía a través de los cráteres de los distritos del este de Ciudad Comercio, y una ceniza arenosa llegaba suspendida desde el norte.
Uriel sintió como si el mismísimo Pavonis estuviese ardiendo en llamas.
Sonrió tristemente, con la esperanza de que los tau pensaran lo mismo.
Los Ultramarines descendieron el puente Espuela con un trote apresurado. Cuanto antes repelieran al enemigo, mejor.
La voz del sargento Aktis, jefe de una de las escuadras de devastadores de la Cuarta compañía, resonó en el casco de Uriel.
—Posibles blancos hacia el frente. A doscientos metros de su posición.
Uriel agradeció el aviso y sus escuadras de combate se desplegaron.
Las escuadras Theron, Lykon y Nestor se desplegaron de forma escalonada hacia la izquierda, mientras que Dardanus, Sabas y Protus lo hacían a la derecha. La escuadra Ventris se desplegó en el centro. Clausel se quedó con el sargento Protus, y Uriel pudo ver el orgullo en la actitud de su escuadra ante la presencia del capellán.
Los Ultramarines avanzaron con zancadas lentas y firmes. Mantuvieron los bólters empuñados por delante de ellos y marcharon en filas apretadas de reluciente ceramita azul. La luz de las llamas destellaba sobre las pulidas placas de sus armaduras, y la capa verde de Uriel ondeaba al viento ardiente que azotaba el puente.
Uriel escudriñó los cráteres y la magnitud de los escombros sobre el puente.
Si Aktis estaba en lo cierto, quería decir que los tau estaban casi encima de ellos.
—No veo nada. Confirma el avistamiento del enemigo, Aktis.
—Posible falso positivo, capitán —respondió Aktis con un cierto tono de reproche hacia sí mismo en la voz—. El auspex ha captado una lectura, pero aún no tengo confirmación.
—Pero ¿crees que hay algo por allí?
Aktis dudó por un momento.
—Así lo creo, pero no puedo ofrecerle una confirmación, capitán.
—Entendido —dijo Uriel. Aktis era un jefe de artilleros eficiente y curtido, y si él sospechaba que el enemigo estaba cerca, eso era suficiente para Uriel—. A todas las escuadras, estad alerta frente a posibles enemigos a corto alcance por delante de nosotros.
No había acabado de dar la orden cuando una lluvia de disparos salió desde el humo y acribilló al escuadrón Theron. Dos guerreros cayeron, pero los dos se pusieron en pie de nuevo mientras sus compañeros de escuadra se ponían a cubierto. Los disparos de bólter pesado procedentes de los devastadores que ofrecían fuego de cobertura acribillaron todo el puente, y fue inmediatamente seguido de disparos de cañones láser y de cohetes.
Uriel se lanzó de cabeza para ponerse a cubierto en un cráter humeante, y se puso de rodillas junto al borde delantero. Escudriñó el terreno por delante de él, cambiando de un modo de visión al siguiente mientras trataba de divisar a los tau. No consiguió ver nada definido, tan sólo unas perturbaciones borrosas en el humo que parecían distorsionar la luz alrededor de ellas.
—¡Equipos de asalto sigiloso! —gritó al mismo tiempo que apoyaba el bólter en el hombro.
Aún sabiendo lo que debía buscar, era difícil apuntar contra los tau con armadura. En el momento en que pensaba que tenía a uno en el punto de mira, se desvanecía o se volvía borroso, hasta el punto que era como si disparara a ciegas.
La distancia era el enemigo en esta batalla, y Uriel comprendió que había una única manera de expulsan a los tau fuera del puente.
—¡Todas las escuadras de asalto táctico! ¡Conmigo! —ordenó.
La cortina de fuego de los devastadores cesó en cuanto Uriel salió trepando del cráter y condujo a sus guerreros adelante a paso de batalla. El avance de los Ultramarines en la batalla era rápido y seguro, más ligero que un trote pero más lento que una carrera. Ello permitía a un guerrero cubrir distancias considerables sin cansarse, y de ese modo podía acercarse con rapidez a las fuerzas enemigas mientras continuaba disparando con precisión. Donde los Lobos Espaciales hubieran cargado con la furia del berserker, y los Puños Imperiales hubieran luchado con una precisión minuciosamente orquestada, los Ultramarines llevaron la lucha a los mismos pies del enemigo de forma directa y eficiente.
Uriel oyó el rugido de unos retrocohetes mientras conducía a sus escuadras a la batalla. Los borrones silbantes de unas armaduras azules pasaron por encima de sus cabezas cuando la escuadra Protus encabezó el asalto. Al frente de la Protus estaba el capellán Clausel, que bramaba una oración de combate a través de los amplificadores de su casco.
Más disparos surgieron de la neblina que tenían delante, y con los fogonazos Uriel distinguió mejor las borrosas siluetas. Respondió con una ráfaga contra la más cercana, y una de las formas refractantes de luz cayó con la armadura agujereada por los proyectiles explosivos. Al desplomarse, la tecnología de ocultación falló y Uriel pudo ver al guerrero tau con claridad.
Aquellas armaduras de combate eran más anchas que la de un marine espacial, de formas bulbosas y con un caparazón tipo insecto; inequívocamente alienígenas por su diseño. Llevaban cañones rotatorios en un brazo y se movían en un silencio casi absoluto.
Las armas tau abrieron fuego, un rugiente estallido de disparos que atravesó las filas de los ultramarines. La andanada de respuesta se desató como una tormenta que desgarró a los tau, y por unos escasos segundos el espacio entre los dos enemigos se llenó con una ventisca mortífera de metal. Una tempestad lacerante de disparos impactó a un lado y al otro, y el Jugar quedó convertido en una tierra de nadie en la que quien no dispusiera de las armaduras más resistentes perecería en cuestión de segundos.
Uriel recibió un trío de impactos, dos en el muslo y uno en el hombro. Ninguno de ellos penetró la cubierta de ceramita de su armadura, y le dio gracias en silencio al alma del hermano Amadon por mantenerlo a salvo. La distancia entre las dos fuerzas disminuía a pasos agigantados, y Uriel enfundó el bólter antes de desenvainar la espada de Idaeus. Era la oportunidad perfecta para pulir los detalles que iba a necesitar para la parte final de su plan.
Los Ultramarines dispararon su última ráfaga, y las dos fuerzas chocaron en un estrépito de placas de armadura, de fuego de corto alcance y de espadas cercenadoras. Los guerreros de asalto de Protus fueron los primeros en trabarse en combate cuerpo a cuerpo. Descendieron por el aire como el ataque de un relámpago, y golpearon como el martillo de los dioses, imparable e invencible. Los marines lucharon con el mismo fervor implacable del capellán Clausel.
Un guerrero tau avanzó hacia Uriel, con su arma girando para abrir fuego. El capitán se lanzó de cabeza al suelo y dio una voltereta para luego incorporarse blandiendo su espada en un arco desgarrador en el mismo momento que caía sobre sus pies. La hoja se clavó a través del bulboso caparazón de un guerrero tau, y Uriel paladeó la oleada de poder que le produjo el estimulante intensificador de fuerza recién inyectado en su torrente sanguíneo. El guerrero enemigo se desplomó, y Uriel giró sobre sus talones para cortarle las piernas a otro. A esa distancia tan corta, la tecnología tau era inservible, y Uriel se adentró más entre sus filas, blandiendo su espada como una imagen borrosa azul y dorada.
A pesar de que se trataba de una lucha desigual, los tau eran unos guerreros de vigor y coraje, y varios ultramarines quedaron hechos jirones por los cañones de fuego de corto alcance o aplastados contra el suelo por las extremidades hiperpotenciadas de las armaduras enemigas. Otro tau cayó ante la hoja de Uriel, y el nudo corredizo se cerró en torno a los guerreros tau supervivientes.
Mientras seguía la batalla, la erupción repentina de una imponente columna de fuego y humo se erigió como una torre de vapor en el borde del Imperator. Segundos después, una atronadora explosión se propagó por el paisaje, y Uriel supo que las bombas del arsenal de los bastiones occidentales finalmente habían estallado. Mientras Uriel y los Ultramarines avanzaban por el puente Espuela, los zapadores de combate lavrentianos habían estado colocando poderosos explosivos en los cargadores de munición de los bastiones del Aguila y del Imperator.
Incluso desde una distancia de varios kilómetros, el derrumbe de los bastiones fue una visión espectacular. Los ciclópeos bloques de mampostería se desplomaron con una lentitud majestuosa. Cualquier cosa que tuviera la desgracia de encontrarse lo bastante cerca de los bastiones quedaría completamente arrasada, y a pesar de que Uriel lamentaba su destrucción, era consciente de que no había otra opción. Como si de una reverencia por el fallecimiento de tan majestuosa construcción se tratara, ambas fuerzas hicieron una pausa en la lucha para contemplar aquel final espectacular.
En ese momento de respiro, Uriel miró al otro lado del puente y comprendió que la batalla había acabado.
Los tau salían del Estercolero y se estaban abriendo paso por el puente Espuela. Una avanzadilla de aerodeslizadores de exploración apareció seguida de inmediato por una formación en cuña de Cabezamartillo estándar y de su versión con lanzamisiles.
—¡Capellán! —gritó Uriel.
—Los veo —le confirmó Clausel—. ¿Hora de irse?
Uriel miró de nuevo hacia las ruinas de los dos bastiones.
—Hora de irse —respondió con un gesto de asentimiento.
El capitán Mederic y su escuadra se dejaron caer en el interior de un cráter y apretaron la espalda contra la parte delantera. Los tanques lavrentianos, en una formación irregular, rugían y bramaban a ambos lados de donde se encontraban en ese momento, y disparaban hacia las colinas desde las que los gráciles blindados tau intensificaban su ofensiva.
Aquella última batalla se libraba entre las ruinas de lo que alguna vez debió de ser una impresionante mansión. Los muros de mármol destrozados y los pedestales de unas columnas onduladas era todo lo que quedaba, y pronto incluso eso sería aplastado o volado por el fuego de artillería. Decenas de soldados de la Guardia Imperial se atrincheraron apresuradamente y abrieron fuego desde las ruinas en un intento de repeler el último ataque tau. En algún lugar detrás de él explotó un tanque lavrentiano, pero Mederic no podía ver cuál de ellos había sido o qué enemigo había conseguido destruirlo.
—¡Kaynon, vigila nuestra espalda! —le ordenó Mederic por encima del estruendo de los cañones y del fuego pesado de artillería—. ¡No tengo ganas de que acabemos aplastados por nuestros puñeteros vehículos!
—¡Sí, señor! —respondió el joven.
La batalla en retirada a través de las colinas Owsen había convertido a Kaynon en un hombre, y si sobrevivían a aquello, Mederic se aseguraría de que el coraje del chico se viera reconocido.
—¡Recargad! ¡Los tenemos encima, y no quiero a nadie con un cargador vacío!
La orden fue innecesaria, los Mastines conocían su oficio y ya estaban recargando las células de energía. Mederic metió la suya con un golpe seco y comprobó que tenía completamente cargada el arma antes de arrastrarse hacia el borde del cráter.
El combate para detener el avance de la pinza izquierda de los tau estaba siendo una de las batallas más sangrientas pero más metódicas que había librado el 44.º hasta la fecha. Era tal la fuerza de los tau que era imposible detenerlos, y el 44.º no dejaba atrás más que cenizas y un paisaje arrasado a su paso. Día tras día, los tau avanzaban sin tregua, y su progreso seguía siendo eficiente e imperturbable frente a las armas del 44.º. Al carecer del salvajismo de los pielesverdes o del terror que provocaban los enjambres devoradores, aquello no dejaba a los lavrentianos nada sobre lo que descargar sus emociones.
Todo lo que Mederic vio en los rostros de su alrededor era pavor estéril, el miedo a que en cualquier momento un misil inadvertido acabase con los sueños de gloria y de servicio. Los tau llevaban a cabo la guerra con tal precisión que dejaba poco espacio para nociones de honor y coraje. Para los tau, la guerra era una ciencia como otra cualquiera: precisa, empírica y una cuestión de causa y efecto.
Mederic sabía que aquél era el fallo fatal en su razonamiento, ya que la guerra nunca era predecible. Participaban variables desconocidas y cambios aleatorios, y era un comandante insensato aquel que pensaba que podría prever cada eventualidad.
Una enorme sombra eclipsó a Mederic, que miró hacia arriba para ver los faldones de un enorme vehículo blindado que pasó demoliendo el terreno más allá de su frágil cobertura. Sonrió al ver las palabras «Trituradora de carne» burdamente garabateadas en los faldones del vehículo, y se dio cuenta de que eran lord Winterbourne y el Padre Tiempo.
Un rayo de energía cauterizante estalló en el glacis marcado de cicatrices del Baneblade, pero el blindaje del tanque superpesado era tan grueso que apenas dejó una marca. Los cañones del Padre Tiempo rugieron en respuesta y un tanque enemigo explotó, pulverizado tanto por la masa de los enormes proyectiles como por los explosivos que contenían.
—¡Fuego de apoyo! —gritó Mederic, y sus exploradores se unieron a él en el borde del cráter.
Los disparos de francotirador letalmente precisos fueron eliminando a los cabecillas de los pelotones tau que aparecían a través del humo, mientras que Duken disparaba cohetes que inutilizaban a los vehículos enemigos con una precisión implacable. Era muy arriesgado permanecer disparando desde un mismo punto, pero el humo de los disparos del Baneblade no se desvanecía, lo que ayudaba a mantener oculta su posición. De cualquier modo, desplazarse en mitad de un combate entre tanques era un modo seguro para acabar aplastado bajo sesenta toneladas de metal.
El vehículo comandado por lord Winterbourne continuaba haciendo estragos entre los blindados tau y sumando un aterrador número de bajas enemigas mientras resistía frente a los innumerables impactos que podrían haber reducido a la mayoría de tanques a chatarra. Allí donde luchara el Padre Tiempo, el avance de los tau se debilitaba, y ese último combate parecía no ser una excepción.
Entonces Mederic oyó un sonido que le heló hasta los huesos. Un graznido agudo y ululante que sólo podía significar una cosa Kroots.
Alzó la vista para contemplar la multitud de criaturas de piel rosácea graznando sobre el Padre Tiempo. Los kroots portaban un artefacto que Mederic identificó como una bomba incluso antes de que se abalanzaran para colocarlo en el anillo de la torreta blindada cubierta de inscripciones honoríficas del Baneblade de lord Winterbourne.
—¡Objetivos a la derecha! —gritó al mismo tiempo que apuntaba con el rifle.
Su primer disparo perforó de parte a parte a uno de los kroots que estaba en la cubierta superior del Padre Tiempo, y el segundo hizo volar el brazo de la criatura que intentaba fijar la carga explosiva.
Los rayos láser zumbaron alrededor del enorme tanque cuando los Mastines empezaron a disparar hacia él. Un par de kroots cayeron del vehículo, aunque Mederic vio como otros se ponían a cubierto tras la inmensa torreta. Resultaba antinatural y algo herético estar disparando contra un tanque imperial, a pesar de que Mederic sabía que no había posibilidad de hacerle daño alguno.
—A menos que alcancemos la carga… —susurró, mientras veía uno de los disparos rebotar contra el anillo de la torreta a pocos centímetros del artefacto explosivo. Sin pensarlo, Mederic se lanzó corriendo hacia el Padre Tiempo y trepó por la escalera para la tripulación que estaba en la parte trasera, insertada en los laterales como precipicios del Baneblade.
La torreta del Baneblade estaba en movimiento y el cañón automático no dejaba de disparar un torrente de proyectiles de gran calibre contra el enemigo. Los proyectiles de bólter pesado salían a chorros de las armas colocadas en la sección frontal del tanque, y Mederic trató de no pensar en lo disparatadamente peligroso que era trepar a un tanque en movimiento en plena batalla.
Un proyectil sólido rebotó en el metal a su lado, y se lanzó de bruces sobre la cubierta del Baneblade. Algo se movió junto a él y rodó sobre la espalda para disparar con su rifle. Un guerrero kroot cayó hacia atrás con el pecho reventado, y Mederic se puso en pie rápidamente mientras otro guerrero alienígena se erguía sobre él. Un disparo láser que apareció por su derecha le voló la parte trasera de la cabeza al kroot.
Sus Mastines velaban por él.
Mederic siguió su camino hacia el dispositivo tau procurando pasar desapercibido. Se mantuvo alejado de las descargas llameantes de energía actínica de la única barquilla con un cañón láser que quedaba. Se arrodilló junto a la torreta, donde había inscritas un centenar de condecoraciones en batallas y campañas con letras doradas. Mederic se colgó el rifle al hombro y examinó el dispositivo que el kroot había acoplado a la torre blindada. La bomba tenía forma rectangular, del tamaño de una mochila de soldado completamente llena, y a Mederic no le quedó duda alguna de que aquello podría acabar con la contribución del Padre Tiempo a aquella batalla. Sin tiempo para algo sofisticado, Mederic sencillamente agarró el dispositivo y trató de arrancarlo con todas sus fuerzas.
Aquello no consiguió moverlo mucho más de un milímetro.
Fuera cual fuese la tecnología que fijaba la bomba al Baneblade, estaba más allá de su capacidad para vencerla por la fuerza.
—Apártese de la bomba, capitán —dijo una voz a su espalda.
Mederic se dio la vuelta y vio a un predicador alto y espantosamente desfigurado, que vestía la túnica negra de un mortificante, de pie sobre él en la cubierta trasera del Padre Tiempo. El hombre tenía el rostro quemado, ennegrecido, marcado de cicatrices y cubierto de fragmentos de cristal tintado. Mederic había oído hablar del malherido predicador que se había unido a los guerreros del 44.º tras la batalla de Puerta Brandon, pero nunca lo había visto con sus propios ojos hasta aquel momento.
Los rumores del campamento decían que era Gaetan Baltazar, el antiguo clericus fabricae, pero era tal el horror de sus lesiones y su mueca permanente de agonía que resultaba imposible decir quién había sido en otro tiempo aquel predicador de furiosa mirada. ¿Cómo podía alguien sobrevivir a unas heridas tan espantosas?
El mortificante empuñaba una gigantesca destripadora, cuya rugiente hoja despedía humo y destellos.
—¡Oh, mierda! —murmuró Mederic al darse cuenta de lo que el mortificante estaba a punto de hacer.
Rodó a un lado al ver la hoja venir hacia abajo. Una luz destellante surgió del dispositivo, pero, para asombro de Mederic, no explotó. Los dientes goteantes de la destripadora se abrieron paso fácilmente a través del metal y la cerámica del dispositivo, desgarrándolo antes de que cayera de la torreta partido en dos mitades.
Mederic exhaló estremecido mientras el mortificante bajaba su humeante espada.
—«Y verás cómo los esfuerzos de los enemigos de la humanidad quedarán convertidos en polvo y recuerdo» —recitó el predicador.
—Benditas chorradas —musitó Mederic, mirando al montón de materia inerte que era todo lo que había quedado de la bomba—. ¿Cómo demonios sabía que no iba a explotar al hacer eso?
—No lo sabía —respondió el mortificante a través de una boca sin labios—. En realidad no me importaba.
—Bien, pues a mí sí que me importaba, y no quiero que ningún chiflado me lleve con él —le soltó Mederic—. Así que simplemente manténgase alejado…
Las palabras de Mederic se vieron interrumpidas cuando un palmo de acero dentado irrumpió a través del pecho del mortificante. La sangre salió a borbotones, y conforme la hoja arrancaba el corazón del predicador en un torrente carmesí, Mederic vio cómo la expresión del hombre cambiaba de la agonía a la paz.
—«Mi vida es una prisión y la muerte será mi liberación» —oró el mortificante mientras se desplomaba desde la cubierta del Padre Tiempo. Mederic no lo miró mientras caía.
Tenía la atención fijada en el rojo vívido de las espinas del monstruoso kroot que lo había matado.
Las explosiones de energía pasaron silbando al lado de la cabeza de Uriel mientras retrocedía a través de las ruinas de la calzada del Imperator hacia los edificios colapsados donde lo esperaban sus vehículos de transporte. El bólter le saltaba en la mano, y a, cada chasquido seco que indicaba que el cargador estaba vacío, él lo reemplazaba con rapidez sin quitar la vista de los tau que se aproximaban. Las lenguas de fuego de los restos de los bastiones que habían caído sobre el puente le acariciaron las placas de la armadura. Una vez más, dio gracias a los antiguos constructores del puente por haberlo hecho tan resistente.
Los Ultramarines se batían en retirada en perfecto orden procedentes del puente Espuela, retrocediendo por escuadras sin dejar de disparar a los tau mientras abandonaban la zona. Los misiles disparados por los lanzacohetes y los disparos de los cañones láser pulverizaban cualquier cosa que pudiera servir de cobertura al enemigo. Los marines espaciales se estaban retirando, pero no dejaban más que destrucción tras ellos.
Los misiles disparados por los equipos de apoyo lavrentianos desplegados al otro lado del puente pasaron rugientes por encima de sus cabezas abriendo huecos en forma de torbellino en el humo. El estallido de las detonaciones resonó a lo lejos, bajo las arcadas del puente.
Los guerreros de fuego y las armaduras de combate se lanzaban a través del fuego y el humo disparando sin cesar contra los Ultramarines en retirada mientras salían del cruce del Estercolero, pero en su intento de persecución no había entusiasmo, y Uriel notó la consternación que sentían frente a tanta devastación.
—Este mundo arderá antes de que os permitamos haceros con él —susurró Uriel mientras miraba a su alrededor para asegurarse de que todos sus guerreros habían escapado. El capellán Clausel estaba a su derecha, con su crozius arcanum sostenido en alto mientras bramaba la Oración de Batalla de los Justos.
Cohetes y disparos cubrieron el cielo por encima de sus cabezas. Uriel oyó la furia acelerada de los motores rugiendo por todas partes a su alrededor. Los hermanos Speritas y Zethus, los dreadnought de la compañía, marchaban hacia atrás cubriendo las espaldas de sus hermanos de combate, y los disparos rugientes de sus armas se sobreponían el estruendo de la batalla.
Uriel miró por encima de su hombro y vio columnas de humo de los tubos de escape ondulando sobre la escarpadura formada por un edificio de habitáculos derrumbado.
—¡Retroceded por escuadras hasta los transportes! —ordenó—. Protocolo de retirada Sigma Evens.
Los Ultramarines se desplegaron de forma fluida en formación. Las escuadras Theron, Lykon y Nestor se pusieron a cubierto; mientras que Dardanus, Sabas y Protus se dieron la vuelta y corrieron hasta su línea de retirada designada previamente. Una lluvia fustigadora de disparos bólter batía el terreno por delante de los Ultramarines mientras más misiles les pasaban por encima de la cabeza para describir una curva ascendente en el aire antes de descender en picado, igual que las aves rapaces al lanzarse contra su presa.
—¡Aktis, Boros, fuego de supresión!
Inmediatamente después de la orden, las escuadras que estaban proporcionando cobertura abandonaron sus posiciones al mismo tiempo que un estruendo ensordecedor de disparos surgía de las formaciones de devastadores que había detrás.
—Capitán Gerber, que comience el plan Eversor —ordenó Uriel, andando hacia atrás a la par que sus guerreros.
—Recibido, capitán Ventris. Lanzo los proyectiles ahora mismo —contestó Gerber.
Uriel oyó el estruendo solitario de una pieza de artillería Basilisk, que fue rápidamente seguido por otro y otro más. En seguida, el sonido de las armas se hizo continuo, como el ruido sordo del latido del corazón.
—¡Que todo el mundo retroceda ahora! —gritó Uriel, volviendo a la carrera hacia donde los vehículos de la Cuarta compañía los esperaban.
Saltó por encima de vigas de adamantium y se agachó a través de una brecha abierta en una losa de rocemento inclinada. Por delante de él vio cuatro Rhino y un par de Lands Raider. Los motores tosían chorros de humo y tenían las puertas de asalto abiertas. Los marines espaciales treparon con dificultad a bordo mientras los sistemas automáticos de los vehículos disparaban sus armas a todo lo largo del puente.
Varios rayos de luz curvados destellaron sobre sus cabezas, y Uriel sintió detonar la primera carga de artillería en el puente, por detrás de él. Unos tremendos martillazos machacaron la estructura una y otra vez. Los rítmicos impactos sacudieron los mismísimos cimientos del puente, hasta que dio la impresión de que el propio cielo se estuviera desplomando.
—¡Que el Emperador te bendiga, Gerber! —gritó Uriel al ver que prácticamente todos los proyectiles cayeron exactamente donde era necesario. Los artilleros lavrentianos habían correspondido a la confianza que su capitán tenía en ellos.
Uriel dio un traspié y cayó de rodillas cuando aquellas titánicas fuerzas machacaron el puente Espuela y lo convirtieron en ruinas. El ruido fue ensordecedor, incluso a través de la amortiguación protectora de los sentidos automáticos de sus armaduras. Aquellos bloques de habitáculos que no habían sido aún destruidos en la batalla desaparecieron entre explosiones abrasadoras, y distritos enteros quedaron arrasados en un instante cuando cientos de proyectiles impactaron en un mismo blanco. Nada podría sobrevivir a un bombardeo así de exhaustivo, y la persecución de los tau quedó aniquilada en cuestión de segundos.
Los proyectiles de alto poder explosivo y los incendiarios cubrieron toda la extensión del puente en un huracán de llamas y escombros con vida propia. El punto donde los puentes Espuela e Imperator se unían sufrió la peor parte del bombardeo sostenido. Los uniones de acero del puente más reciente quedaron machacadas y se soltaron. Los proyectiles con cabezas perforantes se adentraron profundamente en los cruces de las calzadas de los puentes Imperator y Espuela antes de estallar con una fuerza inimaginable abriendo cráteres de treinta metros.
Los siguientes proyectiles impactaron en el interior de aquellos cráteres, haciéndolos aún más profundos, lo que debilitó aún más la conexión, hasta que el propio peso del puente Espuela acabó el trabajo empezado por el bombardeo. Se deformó y se rasgó bajo una presión para la que no había sido construido, el Espuela se desgajó del Emperador, retorciéndose y cayendo como si fuese papel mojado.
Miles de toneladas de piedra y acero se derrumbaron sobre el desfiladero, y los pocos guerreros de fuego que habían sobrevivido al bombardeo cayeron con el puente. La infantería y los blindados se desplomaron hacia el vacío, y, a pesar de que unos pocos tanques aerodeslizadores fueron capaces de controlar su caída, se vieron aplastados por el torrente de escombros.
La ruta desde el Estercolero hacia el Imperator quedó absolutamente destruida, y cuando cayeron los últimos proyectiles poco quedaba que hiciera pensar que allí hubo alguna vez un puente entre ambos. Unas ondulantes nubes de polvo y humo rodaron hacia la posición de los Ultramarines, y Uriel subió a bordo cuando los ecos del bombardeo de artillería se desvanecieron.
Clausel lo aguardaba en la rampa delantera del Land Raider más cercano y le hizo señas con la mano desde allí. Uriel corrió hacia el capellán y golpeó el mecanismo de cierre de la puerta una vez estuvo dentro.
El interior del tanque, iluminado con una tenue luz roja, apestaba a aceite y a incienso, y Uriel apretó el puño contra el círculo dentado del símbolo blanco y negro de los Adeptus Mechanicum grabado en la pared junto a él.
—«Y el Emperador aplastará al injusto y al alienígena para hacerlo desaparecer de su vista» —citó Clausel dando una palmada en la hombrera de Uriel.
La destrucción del Espuela y de la fuerza de persecución tau lo habían puesto de buen humor.
—Con un poco de ayuda del martillo de la Guardia Imperial —apuntó Uriel.
Abrió un canal para contactar con Gerber una vez más.
—Capitán, el Espuela ha caído. Felicite a sus artilleros. Su fuego fue certero.
—Lo haré. Agotamos casi todas nuestras puñeteras existencias de proyectiles para hacer llover ese infierno de fuego —respondió Gerber.
—Merecerá la pena haberlo hecho, se lo aseguro, capitán —le prometió Uriel.
—Será mejor que sea así. Cuando vengan a por nosotros otra vez, sólo podremos tirarles piedras.
—Recibido, pero no creo que lleguemos a eso.
Uriel cortó la comunicación y se volvió hacia Clausel.
—¿Qué noticias tenemos de Tiberius y del Vae Victus, capellán?
—Pueden hacer lo que les pidió, aunque sería verdaderamente peligroso. Si nos retrasamos nada más que un minuto, perderemos nuestra ventana de lanzamiento —dijo el capellán. Su casco con la placa facial de una calavera era el mismísimo rostro de la muerte.
—Entonces será mejor que no nos retrasemos —respondió Uriel.
—¿Y Learchus? —Preguntó Clausel—. ¿Ha respondido él a tu mensaje?
—No, pero es posible que no pudiera hacerlo.
—Podría estar muerto.
—Es posible, pero si alguien puede hacer lo que hay que hacer, ése es Learchus.
—En eso tienes razón —añadió Clausel—. ¿Estás seguro de que ésta es la única manera?
—Lo estoy. Tú mismo lo has dicho, capellán, ése no es nuestro modo de combatir.
Clausel asintió, y Uriel vio que la posibilidad de llevar el combate al mismo corazón del enemigo lo atraía enormemente.
—Les mostraremos a los tau para qué tipo de combate estamos hechos —le prometió Uriel.