Aunque Koudelkar no tenía referencias con las que comparar su situación, el campo de prisioneros de las afueras de Praxedes era sin duda más cómodo de lo que habría creído en una instalación de aquel tipo. A su madre y a él les habían proporcionado unas estancias privadas en el interior de una estructura en buen estado que albergaba a otros cincuenta prisioneros, aunque los soldados compartían un único dormitorio alargado y el mismo bloque de abluciones.
Habían levantado la estructura en una de las plataformas de aterrizaje vacías sobre el nivel del mar. Era un lugar limpio y cómodo, con un mobiliario sencillo y una iluminación suave. Las paredes parecían inmunes a tos intentos de grabar o de pintar algo en ellas. El nuevo hogar de Koudelkar, junto a otras veinte estructuras semejantes, estaba rodeado por una circunferencia de postes rematados por discos con forma de cúpula alrededor de la cual patrullaban unas escuadras formadas por lo que más tarde se enteró que eran guerreros de fuego.
Algunos guardias habían intentado escapar el primer día de su encierro, pero unas dolorosas descargas de la energía invisible que conectaba los postes entre sí los habían hecho salir despedidos hacia atrás. Koudelkar se quedó sentado en los peldaños que daban entrada a su estructura mirando el mar y disfrutando de la tibia luz del sol que lo acariciaba. Su madre se mantuvo dentro, tumbada de espaldas y mirando al techo liso, casi catatónica en su resignación.
—¿Cómo puedes quedarte ahí sentado? —Le preguntó Lortuen Perjed mientras se le acercaba cojeando aparatosamente debido a que los tau le habían quitado el bastón—. Deberíamos estar planeando la fuga.
—¿Las fuga? ¿Adónde?
—No importa a qué lugar, Koudelkar —le replicó Lortuen mientras se sentaba a su lado—. Y ni siquiera importa si lo logramos. Lo único que importa es que lo intentemos. He hablado con algunos de los sargentos mayores y todos están de acuerdo en que nuestro deber como ciudadanos imperiales es incordiar todo lo posible a esta escoria alienígena.
Koudelkar miró por encima de la barrera de energía que rodeaba el campo de prisioneros. Más allá de la pantalla invisible vio a un grupo de armaduras de combate con armas pesadas que se movían con libertad por la ciudad conquistada mientras los transportes de alas anchas descendían de la órbita del planeta con más guerreros y suministros.
—La verdad es que no creo que podamos incordiarlos mucho, Lortuen.
—¿Y entonces nos quedamos aquí sentados, sometidos y obedientes?
Notó que el adepto Perjed lo miraba fijamente y se encogió de hombros.
—¿Qué quieres que haga, Lortuen? ¿Quieres que organice una revolución? Estamos rodeados por un ejército enemigo, y no creo que duráramos mucho si intentábamos combatir.
—Eso no importa —insistió Lortuen—. Eres el gobernador planetario, y estos soldados buscan tu liderazgo.
—¿Estos soldados? Estos soldados son lavrentianos, y creen que apenas soy algo más que un gobernante títere al que tienen tanto que servir como vigilar. No me necesitan para liderarlos, pero si quieres fomentar una rebelión, por mí adelante, y muere por ella.
—Cualquier persona debería tener el valor necesario para morir por lo que cree que es lo correcto, y luchar contra estos alienígenas es lo correcto. —Lortuen señaló con un gesto amplio de la mano llena de manchas hepáticas a los guerreros tau—. No sabemos lo que está ocurriendo más allá de Praxedes. Al estar aquí sentados sin hacer nada, permitimos que más y más de esos abominables guerreros de fuego queden libres para luchar en la Iínea del frente. Si causamos problemas, tendrán que quedarse aquí para vigilarnos. Eso podría marcar una diferencia, tener una cierta importancia en esta guerra.
—Eso no lo puedes saber con seguridad.
—No, es cierto —admitió Lortuen—. Pero no sería capaz de soportar la idea de que hay soldados imperiales muriendo porque yo no he hecho nada. ¿Cómo podrías mirarte en el espejo todos los días con esas muertes en tu conciencia? ¡Piensa en tu honor!
—Somos prisioneros de guerra. ¿Qué honor nos queda?
—Sólo el que llevemos con nosotros —replicó Lortuen con voz cansada, y se quedó callado.
Las palabras de Lortuen calaron en lo más hondo de Koudelkar, y comprendió que debería sentir una ira justa y un tremendo odio contra los alienígenas, pero lo único que tenía era miedo y una creciente sensación de abandono. Apartó la mirada de Lortuen y se quedó contemplando de nuevo el mar.
La tremenda matanza de Galtrigil seguía fresca en su memoria: las salpicaduras de sangre, los cuerpos dislocados y reventados por dentro debido a los disparos de plasma, o partidos por la mitad por las ráfagas de proyectiles. Todavía conservaba el hedor a sangre y a vejigas vaciadas grabado en la nariz. Todavía oía los gritos frenéticos de los moribundos antes de que una nueva andanada los silenciara para siempre.
Aunque la batalla no había acabado, la armadura de combate con la insignia de la esfera llameante se llevó a su madre y a él lejos del combate antes de dirigirse hacia el sur en una serie de carreras de saltos mientras su compañero llevaba a Lortuen. Su madre se había pasado chillando casi todo el trayecto que habían recorrido para llegar a Praxedes, y aunque Koudelkar había sentido miedo, no se preocupó demasiado. Si aquel tal El’esaven los hubiera querido matar, ya lo habría hecho simplemente acribillándolos en mitad de la batalla.
Era evidente que el tau creía que mantenerlo con vida como cautivo podría tener alguna clase de valor, y en ese momento, unos pocos días después de su llegada al campamento de Praxedes, Koudelkar había empezado a formarse una idea de cuál podría ser ese valor.
—Me pregunto si mi tía seguirá viva —dijo de repente—. Quizá está en otro campamento de prisioneros. O a lo mejor la rescataron los Ultramarines.
Lortuen soltó un gruñido.
—Sé cuál de esas dos posibilidades es la peor para ella.
—Debes de odiarla mucho.
—¿Tú no? Se alió con estos alienígenas, y por su culpa estamos en este campo de prisioneros.
—Sí, estoy furioso con ella, pero por mucho que lo intento, no puedo odiarla. Debe de haber sido muy amargo para Mykola ver que todo por lo que ella y los demás se habían esforzado a lo largo de los años les era arrebatado como si fueran juguetes que le quitaran a un niño díscolo.
—Pavonis se había revelado —le recordó Lortuen, como si Koudelkar necesitara que lo hicieran—. Fue precisamente mi recomendación lo que le permitió a Mykola seguir como gobernadora. ¡Y mira adónde nos ha llevado eso!
—Sí, pero durante el resto de su mandato como gobernadora imperial, Pavonis estuvo a todos los efectos bajo la ley marcial, la gobernadora quedó relegada a ser una simple figura pública.
—Sé que intentaste cambiar eso. Quizá debería haberte dejado que lo hicieras.
Koudelkar suspiró.
—Yo también creo que estaba haciendo progresos, pero todo ese trabajo bien hecho se perdió por culpa de la intromisión de mi tía. Este planeta no volverá a ser nuestro nunca, ¿verdad? Ya no.
—No, no lo será —le confirmó Lortuen negando con la cabeza—. Incluso si los tau son derrotados, Pavonis se convertirá en un mundo guarnición. Un incidente puede perdonarse con el tiempo; dos no.
Koudelkar sabía de antemano que ésa iba a ser la respuesta de Lortuen, y tuvo que contener la amargura que estaba enraizando en su corazón por culpa de la burocracia insensible y despiadada de la lejana Terra, un planeta que nunca había visto y que probablemente nunca vería.
—Dime, ¿has visto alguna señal de Aun’rai desde que nos trajeron aquí? —le preguntó a Lortuen para cambiar de tema.
—No.
—Yo tampoco. Es extraño, ¿no te parece? He llegado a la conclusión de que era algo más que un simple enviado. De hecho, si miras a los guardias, parecen inquietos por su ausencia. Creo que ese tal Aun’rai es un personaje de cierta importancia, que quizá incluso tiene un rango similar al mío.
—Es posible. El’esaven se dirigió a él con deferencia y obedeció sus órdenes, así que me imagino que debe de ser alguien importante.
—Puede que los Ultramarines hayan capturado a Aun’rai y lo utilicen como moneda de cambio para que nos liberen.
Lortuen se echó a reír, aunque Koudelkar apenas captó un atisbo de humor en aquella risa.
—¿Qué? ¿He dicho algo divertido?
El anciano hizo un movimiento negativo con la cabeza, un gesto lleno de tristeza.
—No, más bien todo lo contrario.
—Explícate.
—Si el capitán Ventris ha llegado a capturar a Aun’rai, intercambiarlo por nosotros es lo último que se le ocurrirá. Eso te lo aseguro. En cualquier caso, somos prisioneros de unos alienígenas, y nuestras vidas ya no valen nada.
—¿De que estás hablando?
—¿Es que no lo ves? —Le explicó Lortuen—. Hemos quedado corrompidos por el contacto con estos alienígenas, e incluso en el improbable caso de que nos rescaten, lo que nos espera es una bala del verdugo.
—Estás de broma.
—No. Recuerda que estuve al servicio de un inquisidor de la Oído Xenos. Sé cómo funcionan estas cosas.
—Pero ¡soy el gobernador planetario! —protestó Koudelkar.
—¿Crees que no eres prescindible? —Le preguntó Lortuen con tristeza—. Créeme, Koudelkar, el Imperio no derramará una sola lágrima por nosotros si morimos aquí.
Uriel observó desde la escotilla de comandante de su Rhino cómo enjambres de naves tau de fuselajes anchos se lanzaban hacia Puerta Brandon. De la Fortaleza Idaeus habían salido a toda velocidad cinco Rhino para cubrir el hueco existente en las defensas de la ciudad. Un par de tanques Predator completaban el convoy blindado de Uriel. Iban cada uno en un flanco, con los cañones automáticos de la torreta girando a medida que los artilleros apuntaban a posibles objetivos.
Los Hydra de la Guardia Imperial llenaron el cielo de explosiones antiaéreas, y unas cuantas naves tau desaparecieron convertidas en restos llameantes que se desplomaron hacia el suelo. Sin embargo, tras ellas aparecieron muchas más. Aquello no era un bombardeo o una demostración de fuerza, era un asalto en toda regla, y tan sólo el oportuno aviso del tecnomarine Achamen había dado tiempo a los Ultramarines para desplegarse.
La información táctica procedente del centro de mando aparecía en el visor del casco de Uriel. Siguió con la mirada el baile incesante de iconos hostiles que sobrevolaron la ciudad antes de separarse en una danza grácil, que habría sido admirable si hubiese sido una muestra de habilidad por parte de las fuerzas imperiales. Las naves tau de mayor tamaño volaron por encima de la autopista 236 en dirección a Puerta Commercia, al sur. Los carros de combate y los guardias de Winterbourne ya estaban preparados para enfrentarse a cualquier ataque contra la principal vía de acceso a la ciudad, y Uriel tenía fe en su capacidad de resistir ante el enemigo.
—Formación escalonada —ordenó, y los Rhino que lo seguían se desplegaron por detrás de su vehículo con rapidez y eficacia.
El aire estaba cargado de fuego y de humo, y aunque tenía la atención puesta al frente, Uriel vio que caían derribadas más aeronaves tau envueltas en llamas.
Oyó una serie de explosiones resonantes a su espalda, y Uriel se arriesgó un momento a mirar hacia atrás a tiempo de ver cómo una monstruosa columna de humo y fuego se alzaba por encima de la puerta sur. Una andanada de misiles había impactado contra la puerta al mismo tiempo que unas criaturas extrañas con apariencia de insectos bajaban del cielo batiendo unas alas amplias y centelleantes. Sin embargo, Uriel no pudo permitirse prestar más atención a toda aquella destrucción.
El vehículo se detuvo junto a la cara interior de un muro de piedra aplastado. Uriel empujó con los brazos para abrir la escotilla de mando, bajó al suelo de un salto y echó a correr encorvado hasta el borde del muro para contemplar el campo de batalla más reciente de aquella guerra. La zona sureste de la ciudad tenía básicamente el mismo aspecto que había tenido en la última etapa de la rebelión. Era una franja repleta de edificios derrumbados, escombros y montones de restos. Los muros situados en la parte de la Puerta de la Justicia habían sido derribados durante la rebelión de De Vahos, lo que había dejado un punto de acceso directo al corazón de Puerta Brandon.
Si el enemigo lograba controlar esa zona, tendría la capacidad de infiltrarse por toda la ciudad.
Uriel estudió con atención el terreno y se formó mentalmente un mapa tridimensional del área. Jenna Sharben le había comentado que era su terreno de entrenamiento preferido para formar a los nuevos agentes, y el capitán entendió el motivo.
Había centenares de sitios donde esconderse y donde ponerse a cubierto.
Los campos de minas, las alambradas de espino y los cañones Thunderfire habrían contenido cualquier intento de entrada por aquella brecha. Sin embargo, todavía salía humo de los profundos cráteres abiertos por las andanadas de misiles que habían despejado una ruta de entrada. En las alambradas habían aparecido unos huecos enormes, y las zonas de terreno reventado mostraban los puntos donde ya habían estallado las minas. Además, los restos destrozados de unos cuantos sistemas de defensa automáticos sembraban aquel erial.
La mente táctica de Uriel se vio forzada a admirar la precisión metódica del bombardeo previo de los tau, aunque sabía que eso haría más difícil la resistencia. Las tropas de refuerzo ya habían salido de la Fortaleza Idaeus para apoyarlos, pero los guerreros de Uriel tendrían que ser los primeros en negarles cualquier posibilidad de avance. Unos cuantos tanques gravíticos ya estaban pasando por encima de los restos de los muros derribados al mismo tiempo que los guerreros de fuego atravesaban a la carrera los escombros.
La enorme cantidad de restos haría que fuese imposible detener al enemigo sólo disparándole. Los tau tendrían que ser rechazados por la fuerza bruta y con la espada.
—¡Desembarco! ¡Formación de asalto Konor! —gritó Uriel.
A Gaetan lo despertó el estruendo brutal de las explosiones y el tableteo de las armas cortas. Al principio creyó que estaba reviviendo el horror del ataque contra el Templum Fabricae, pero lo descartó en cuanto se dio cuenta de que estaban asaltando la ciudad.
Se despejó del sueño inducido por los calmantes y su mirada se vio atraída por la suave luz que entraba a través de las vidrieras que cubrían una pared de la cámara, donde se veía con colores vivos al Emperador en su función de sanador y salvador que atendía a los enfermos, entregaba limosna a los necesitados y daba la bienvenida a los desposeídos con su misericordia.
Ahora sabía que todo aquello era una idiotez. La misericordia y el perdón no tenían cabida en el credo imperial. Esas ideas sólo eran útiles para aquellos que vivían en lejanos planetas santuario, donde la amenaza de los alienígenas, los herejes y los mutantes era poco más que un modo de asustar a los débiles de voluntad.
Detrás de las vidrieras brilló un resplandor muy fuerte, y un momento después reventaron para convertirse en un huracán de fragmentos afilados. El viento caliente de las explosiones barrió el interior del hospicio, y Gaetan gritó cuando los cristales rotos lo alcanzaron en la cara. Varios trozos se le clavaron en el cráneo, pero el dolor tan sólo hizo que su fuerza y su ira aumentaran. El odio le llenó el pecho al oír el sonido de los combates en algún lugar del interior del edificio. Los gritos de los heridos resonaron por toda la estancia, pero Gaetan no les prestó atención. Hubo otra explosión, más cercana, y las grandes puertas de la sala salieron despedidas de sus goznes.
En la cámara que se abría al otro lado brillaban las llamas, y por fin comprendió lo que estaba ocurriendo.
Las criaturas demoníacas venían a acabar con él.
Una parte de él se dio cuenta de lo improbable que era aquello, pero el dolor y el trauma provocado por sus heridas habían arrinconado a la parte racional de su pensamiento en los lugares más recónditos de la mente. Estaba convencido de que los tau atacaban para acabar con él, y se juró a sí mismo que aquellas odiosas criaturas alienígenas no lo encontrarían esperando la muerte tumbado y de un modo sumiso. Era Gaetan Baltazar, clericus fabricae de Pavonis, y un guerrero del Emperador.
Si los tau querían verlo muerto, le encontrarían de pie y con una arma en la mano.
Apretó los dientes mientras se incorporaba hasta quedar sentado. Sintió un dolor llameante en cada una de las terminaciones nerviosas de su cuerpo, pero lo soportó mientras el sonido de los gritos y de los disparos aumentaba de volumen.
Gaetan se arrancó con la mano libre los tubos y los cables que tenía conectados al cuerpo, y en las máquinas que tenía al lado saltaron todas las alertas. Rugió de dolor al balancear las piernas hacia el costado de la cama y apoyar los pies en el suelo. Al hacerlo, vio una pila de ropajes negros en un taburete, al lado de su destripadora. La boca sin labios de Gaetan se ensanchó en una sonrisa que dejó al descubierto los dientes cuando se dio cuenta de que era una túnica sacerdotal. Supuso que era cosa de Calla, y se apresuró a vestirse. El dolor del tejido áspero al rozar sus quemaduras fue un recordatorio bendito de su deber hacia el Emperador.
La túnica era la de un penitente, y Gaetan se la ciñó con el cinturón lleno de ganchos de hierro que atravesaron el tejido y se le clavaron en la carne. Hasta ese momento le había repugnado el culto mortificante, ya que consideraba a sus miembros unos lunáticos que tan sólo buscaban morir al servicio del Emperador. Culla había elegido bien los ropajes que debía ponerse.
Aferró la empuñadura de la destripadora con sus dedos fusionados.
Gaetan contempló las alas llameantes de águila que formaban la guarda de la empuñadura, y la boca se le abrió de par en par con la sonrisa de una calavera. El simple hecho de empuñar el arma le proporcionaba fuerzas. Se puso en pie, y el dolor desapareció por completo. Inspiró profundamente y sintió que el aire caliente le raspaba los pulmones torturados. El olor a hierro quemado de la batalla le llegó desde el otro lado de la ventana, y Gaetan se alegró de oír el estampido de los disparos que resonaban por los desfiladeros de acero y cristal que formaban toda la ciudad.
La guerra y la muerte lo llamaban, y no fue capaz de resistir más tiempo sus cantos de sirena, del mismo modo que era incapaz de detener los latidos de su corazón. Aquella era la realidad de la fe en la Franja Este, y aunque le dolía darse cuenta, sabía que había sido precisamente gracias a esa fe que su raza había sobrevivido en la galaxia.
Se dirigió hacia la entrada destrozada y atravesó el umbral justo a tiempo de ver entrar a un puñado de guerreros con armadura en el hospicio. Tanto sus armaduras como sus armas eran inequívocamente alienígenas, y apretó el botón de encendido de su destripadora. El arma se activó con un gruñido rugiente. Sus dientes de adamantium constituían un filo mortífero capaz de partir el acero y atravesar la armadura más gruesa.
Los alienígenas lo vieron y se alegró al oír sus gritos de terror. Le apuntaron con sus armas, pero era demasiado tarde. Se lanzó entre ellos y blandió a izquierda y derecha su terrible espada. La sangre salpicó en grandes chorros las paredes de la cámara a medida que atravesaba el grupo. El rugido de la destripadora ahogaba los gritos aullantes de los alienígenas.
El combate se acabó en cuestión de segundos. La sangre de sus víctimas le empapaba la túnica, que relucía con un brillo húmedo bajo la luz de las llamas del exterior. Gaetan alzó hacia el cielo la destripadora.
—¡El Emperador encendió una llama en mi corazón para que abrasara a los inicuos y a los impuros y los apartara de su vista! —gritó—. ¡Y la luz de esa llama será un faro para los fieles, una luz que brillará en los rincones más oscuros!
Las palabras que había rechazado desde que era un novicio se convirtieron en un clarín para su alma, y reconoció la verdad que encerraban en mitad de su desesperación. Oyó el sonido de los combates que se libraban más allá de las paredes del hospicio, el aullido hambriento de la guerra, el depredador voraz siempre ansioso por conseguir más carne y más huesos que destrozar y convertir en polvo, y eternamente ávido de almas que enviar a su fin.
Esa era la realidad de la vida.
Esa era la esencia de la muerte.
Gaetan Baltazar sopesó una vez más su destripadora y se dirigió al torbellino de la batalla con un himno de condenación en los labios.
Un grupo de guerreros de fuego se apiñaban a cubierto en el interior de un cráter amplio que había sido un campo de minas. No dejaban de disparar por encima del borde del cráter, formado por escombros y tierra comprimida. A sus espaldas, un Mantarraya ennegrecido estaba volcado sobre uno de los lados. De sus motores destrozados salía una columna de humo espeso. Los rayos ardientes que disparaban los rifles de los tau acribillaban la masa retorcida de vigas oxidadas detrás de la que se cubrían Uriel y su escuadra. El capitán tuvo que agacharse cuando saltó un chorro de chispas blancas provocadas por los impactos.
Uriel colocó un cargador nuevo en el bólter y lo amartilló. Se irguió un poco y asomó la cabeza con rapidez para poder evaluar el transcurso de la batalla mientras los intentos de los tau por abrirse un camino a través de la brecha continuaban.
Los disparos destellaban y rugían a través de aquel terreno arrasado formando ráfagas segadoras. La zona de combate entre las murallas y la propia ciudad estaba repleta de cadáveres y de vehículos tau destruidos. Los guerreros de fuego poseían una buena armadura, pero no suponía apenas protección frente a las ráfagas disciplinadas del fuego de los bólter.
Los Predator, desplegados detrás de Uriel, no dejaban de disparar contra el campo de batalla. Los cañones láser emitían rayos de energía de un poder incalculable que destrozaban a los tanques enemigos, mientras que los cañones automáticos reventaban a los guerreros de fuego con salvas rugientes de proyectiles de alta velocidad. Los dos vehículos habían sufrido impactos y mostraban el casco abollado y ennegrecido, pero ambos seguían disparando. Entre los dos habían acabado con casi una docena de tanques enemigos, y todos ellos habían desaparecido envueltos en humo y llamas mientras los guerreros que iban en el interior se quemaban vivos.
La escuadra devastadora Aktis, desplegada a lo largo del muro interior, no dejaba de disparar andanadas mortíferas de cohetes contra el enemigo. Cada tormenta destructora de proyectiles de fragmentación mantenía inmovilizados a los atacantes mientras la escuadra de Uriel avanzaba hacia la brecha en las murallas. Las escuadras tácticas Theron y Nestor cubrían los flancos del capitán Ventris, y no dejaban de avanzar a su vez disparando de forma incesante contra el terreno cubierto de escombros que se abría delante de ellas. De vez en cuando un rayo de energía se abatía contra ellos, y aunque habían caído unos cuantos guerreros, Uriel vio que ninguno de ellos había muerto.
Los guerreros bajo el mando de Uriel pertenecían a la que habitualmente se denominaba escuadra Learchus, pero puesto que su sargento estaba persiguiendo a los tau en busca del gobernador Koudelkar, habían sido rebautizados temporalmente como escuadra Ventris. Learchus había insistido en ese cambio, y Uriel fue muy consciente del honor que suponía. Eran los hombres de Learchus, y el deber de Uriel era cuidar de ellos hasta que regresara su sargento.
El capitán haría por la escuadra de Learchus lo mismo que el sargento había hecho por la Cuarta compañía.
De momento habían logrado contener a los guerreros de fuego. Todos los transportes de tropas de los alienígenas habían quedado destruidos antes de que pudieran llegar a una posición en la que ponerse a cubierto. Dos de los tanques pesados tau se ocultaban detrás de los restos, y salían de su protección para disparar utilizando la cobertura de los misiles que a su vez disparaban los tanques de apoyo desplegados detrás de las murallas. Las explosiones sacudían el suelo, y de las estructuras debilitadas situadas en el perímetro del campo de batalla caían cascadas de escombros, pero los impactos no acertaban en los objetivos deseados gracias a la puntería certera de los devastadores de Uriel a la hora de eliminar a los observadores de artillería enemigos.
El visor de Uriel se oscureció por completo cuando un rayo, cegador de luz blanca le pasó por encima y alcanzó a uno de los Predator en el blindaje frontal. El proyectil a hipervelocidad atravesó el casco del tanque como si éste tuviera la misma consistencia que la niebla. Uriel llegó a ver cómo el rastro plasmático de energía cinética provocaba la ignición de la munición de las armas del Predator. La parte superior del tanque salió despedida diez metros hacia arriba girando sobre sí misma antes de caer de nuevo a tierra, donde se estrelló con un estampido metálico fúnebre. Uriel supo con toda certeza que nadie del interior podría haber sobrevivido a una explosión de semejante potencia.
Cuando el humo de la explosión se disipó y Uriel se hubo recuperado de la impresión causada por la destrucción del carro de combate, el capitán levantó la mirada y vio a un par de drones de metal plateado que flotaban en el aire a unos pocos metros por detrás de su posición. Se volvió con el bólter dispuesto a disparar antes de darse cuenta de que ninguno de ellos parecía estar armado. Cada disco volador llevaba un artefacto con forma de bulbo en un soporte giratorio. El aparato parecía más un pictógrafo que una arma. ¿Estarían los tau grabando la batalla para estudiarla después?
Al instante vio el brillo difuso de unos círculos de luz concéntricos proyectados en la viga junto a la que se encontraba, y se dio cuenta de la amenaza que representaban aquellos aparatos.
—¡Maniobra Valkiria! —gritó al mismo tiempo que saltaba por encima de las vigas en dirección a los guerreros de fuego refugiados en el cráter.
Sus guerreros le obedecieron de inmediato. Se pusieron de pie y echaron a correr detrás de él justo al mismo tiempo que se oía el rugido de los misiles guiados que pasaban por encima de las murallas antes de comenzar el descenso hacia sus objetivos. Apenas un segundo después, una estremecedora serie de impactos retumbó cuando chocaron contra sus objetivos. Uriel salió despedido por los aires cuando la onda expansiva de las explosiones arrasó las vigas y abrió un cráter de seis metros de diámetro en el suelo.
Uriel notó cómo el calor de la deflagración lo envolvía, y mantuvo el bólter pegado al pecho. El humo le bloqueó la línea de visión, y el eco retumbante de las explosiones resonó en el interior de su casco. Rodó y recuperó de inmediato el sentido de la orientación espacial en cuanto los sensores automáticos captaron el crujido de la tierra bajo sus pies.
—¡Bombardeo! ¡Seguidme! —ordenó a gritos.
Varias figuras aparecieron en la nube de polvo y de restos que todavía caían. Apretó el gatillo y disparó una ráfaga rápida contra las siluetas. Oyó gritos, y tres de ellas se desplomaron al instante. Un rayo de luz ardiente le acertó de lleno en el pecho y trastabilló mientras la placa pectoral siseaba y de ella se desprendían varios goterones brillantes de ceramita fundida.
Disparó otra ráfaga y se agachó para esquivar la andanada de respuesta de los guerreros de fuego, que aprovechaban el bombardeo para avanzar. Uriel enfundó el bólter y desenvainó la espada, y el resto de la escuadra Ventris siguió su ejemplo. Los tau esperaban encontrarlos heridos y desorientados, y Uriel disfrutó con la idea de tener la oportunidad de hacerles pagar por ese error.
Alzó la espada por encima del hombro.
—¡A por ellos! —gritó.
Uriel atisbó un guerrero de fuego por delante de él y blandió la espada a dos manos para propinarle un tajo que lo abrió de la clavícula a la pelvis. El alienígena se desplomó sin emitir sonido alguno, y Uriel se dejó caer de rodillas cuando otro rayo de energía cruzó el aire por encima de él. Los marines espaciales se desplegaron a su alrededor sin dejar de disparar mientras se lanzaban a la carga. Cada proyectil de bólter atravesó una armadura de color verde oliva con un chasquido resonante.
Una sombra se alzó por encima de Uriel, y se lanzó hacia un lado un momento antes de que un par de pesados pies mecánicos se estrellara contra el suelo con un estampido terrorífico. Delante de él se alzaba una armadura de combate con un cañón tubular en un brazo y una chasqueante espada khopesh montada en el otro. El aire por encima de sus retrocohetes posteriores reverberaba por el calor.
La khopesh bajó veloz, y Uriel bloqueó el golpe con su propia espada. El impacto fue tremendo y le arrebató el arma de la mano. Uriel se vio de nuevo de rodillas por la fuerza del golpe, y sus guerreros se volvieron para enfrentarse a aquel nuevo enemigo. Una serie de nuevas explosiones sacudieron el suelo, y el crescendo ensordecedor se vio salpicado con el repiqueteo de los nutridos disparos y de los impactos contra las armaduras.
Una espada alienígena centelleó y dos marines espaciales cayeron muertos con la armadura atravesada por el campo de energía que rodeaba la hoja de la espada. Otro guerrero murió bajo el golpe del puño de la armadura de combate, con el casco convertido en un amasijo de ceramita y huesos.
Otra armadura de combate aterrizó de golpe, seguida por una tercera. Uriel retrocedió gateando cuando la armadura de combate se volvió hacia él. Un rayo de luz cegadora salió disparado del arma tubular. El capitán rodó de nuevo e intentó que otra armadura de combate se interpusiera entre él y el arma de plasma, cuando un segundo disparo fundió el suelo. La tercera armadura de combate se acercó a Uriel y el ultramarine le propinó una patada en la articulación de la rodilla.
La máquina se tambaleó, pero no cayó. La reacción instintiva de Uriel le había proporcionado unos pocos segundos, pero fue lo único que necesitó para recuperar su espada. Cuando el alienígena se lanzó otra vez a por él, blandió la espada contra su muslo y la hoja cargada de energía amputó la parte inferior de la pierna de la armadura.
La máquina alienígena se derrumbó pesadamente y Uriel se puso en pie de un salto al mismo tiempo que la segunda armadura cargaba contra él. Los marines espaciales rodearon a las armaduras de combate y dispararon los bólters contra ellas a quemarropa. Otro marine espacial cayó aplastado de un golpe a la vez que nuevos guerreros de fuego se unían al combate. Uriel echó el cuerpo a un lado para intentar esquivar una ráfaga rugiente de proyectiles de gran calibre y se pegó a la armadura de combate burlando su guardia para clavarle la espada en el torso.
Hundió la espada hasta la empuñadura en forma de águila y la sacó abriendo un tajo a través de la cadera. Una lluvia de chispas, de sibilante fluido hidráulico negro y sangre salió de la herida. La armadura de combate se desplomó de rodillas y la luz de las lentes del casco se apagó, al igual que la vida del piloto.
Uriel le dio la espalda a la máquina destruida justo a tiempo de ver cómo la espada khopesh de la primera armadura de combate cortaba el aire hacia él. Intentó de un modo desesperado detener el golpe, pero la hoja se clavó en la parte superior de su hombrera antes de acabar rebotando contra su casco, del que atravesó las capas de protección exteriores.
La visión de Uriel quedó inundada por una luz roja. Alzó la espada de un modo instintivo para bloquear el golpe de revés que sabía que seguiría a continuación para rematarlo. Inclinó la espada de modo que desviara el golpe, pero la fuerza del impacto lo derribó de nuevo. La armadura de combate le propinó una patada con uno de sus pesados pies y Uriel salió despedido hacia atrás, con las placas de la armadura abolladas.
Ventris rodó hasta quedar de espaldas y vio que la armadura de combate ya se alzaba por encima de él con la espada khopesh en alto y preparada para propinarle el golpe de gracia.
Un rugido ensordecedor, semejante al del acero al ser rasgado, atronó el lugar, una columna de chispas cubrió la parte superior de la armadura de combate. Una línea llameante apareció a lo largo de la cintura de la máquina, como si una gigantesca sierra la estuviese cortando por la mitad. Uriel vio la forma angulosa de un gigante blindado a la espalda de la armadura de combate cuando la parte superior de ésta cayó desgarrada por un tremendo golpe. Las piernas de la máquina fueron las siguientes en caer, y Uriel vio entonces al hermano Zethus, una aparición enormemente bienvenida.
Los tubos múltiples del cañón de asalto del dreadnought todavía estaban girando, y de su enorme puño de combate aún caían trozos de la armadura de combate. Detrás del Antiguo vio un par de tanques de apoyo Whirlwind junto a la gigantesca y poderosa forma de un Land Raider. Las plataformas de disparo de los Whirlwind lanzaron una andanada de cohetes al mismo tiempo que el Land Raider comenzaba a destruir de forma sistemática los vehículos tau que todavía estaban combatiendo.
—Las fuerzas de apoyo se encuentran en posición, tal como ordenó, capitán Ventris —le dijo el hermano Zethus.