XIII

 

LOS alimentos eran mi necesidad preponderante. No había pensado en ello. La producción de aire y agua, en este desierto sin aire, me había parecido tan difícil de conseguir y casi un milagro cuando los obtuve, que pensé que la producción de alimentos en un lugar donde ya existía una forma de vida muy rudimentaria, sería cosa resuelta.
¿No estaba, acaso, floreciendo el desierto que rodeaba los despojos del cohete, pese a su aparente humildad, a sus estrellas y apretados horizontes, al frío y a la escasez de aire y agua? Cierto que las plantas estaban distribuidas a grandes distancias y, aun suponiendo que algunas pudiesen comerse, tendría que recorrer un área muy grande para obtener mi ración. Pero había vida y la digestión humana es maravillosamente adaptable cuando puede absorber cosas vivientes. Con agua —entonces ya estaba obteniendo una poca y sin duda conseguiría más en el futuro— seguramente las haría crecer profusamente. Además, en último término, contaba con los insectos y su miel.
Ataqué el problema de los alimentos con toda la energía y decisión que había descubierto necesitaba si quería sobrevivir. A la mañana siguiente, después de haber resuelto mis problemas de aire y agua, me tomé una hora de descanso y la dediqué a contemplar la llanura de color castaño oscuro, desde la salida de mi cohete, y el firmamento que, según las horas del día cambiaba desde el azul marino oscuro al verde botella.
Era un firmamento raro, ya que las estrellas permanecían visibles, excepto en el área más cercana al Sol lo que daba una falsa impresión de desnudez y altura; pero no pasé mucho tiempo contemplándolo. Quise apresurarme por hacer el trabajo que tenía que realizar. Me acerqué a las plantas más cercanas y, cuidadosamente, empecé a facilitar el esparcimiento de sus fibras sobre la tierra seca.
Tal fue mi primer trabajo: algo puramente mecánico. Me arrodillé, examinando la planta con espíritu crítico y con todo detalle por primera vez. Bastó mi sentido del tacto para darme cuenta de que, lo que aparecía en la superficie como zarcillos finos y jugosos de color rojo verdoso tenían la dureza y la consistencia del cuero. Busqué las raíces, suponiendo que, en algún sitio debían estar blandas. Pero era mucho más difícil que separar los finos filamentos de una seta de la Tierra y quitarle la tierra que llevan prendida, arrancar y limpiar las raíces de esta planta. Los filamentos se extendían por yardas, pero, clavados en el suelo, era poco menos que imposible descubrirlos a simple vista.
Arranqué la planta sin sus raíces, rompiéndolas en el punto donde tomaban contacto con la tierra.
Me llevé algo así como media libra de tallos duros como nuestros sarmientos junto con unas dos onzas de algo que, por su color verde, me pareció debían ser las hojas.
Pensé que tal vez fuesen comestibles. Se parecían, a los finos tallos de una hierba rizada.
Volví hacia el cohete. Tuve mi premio en la cocina. Preparé una cazuela de agua hirviendo e introduje las hojas. Las dejé cocer durante un cuarto de hora. Luego, con sumo cuidado, extraje un tallo e intenté comerlo.
Entonces me di cuenta de que necesitaría más energía de lo que pensaba. Aquellas hojas podían resistir los grandes cambios de temperatura del día y la noche marcianos. El agua que yo hervía, debido a la baja presión, no lo hacía a la misma temperatura que el agua de la Tierra. Podía compararse, en menor escala, a la diferencia entre los cien y los setenta grados a que hierve el agua en las tiendas levantadas en los campamentos de la cima del Everest por cuyo motivo los escaladores no podían preparar allí su té.
Intentar comer aquello era como pretender masticar la más cruda y correosa hoja de hierba.
Carecía de olla a presión. Tendría que construirme una con un artefacto de tapadera muy ajustada, cuyo reborde rebajaría para el perfecto cierre, apretándola con suficiente peso para que, por el silbido del vapor, supiera que existía en su interior la presión bastante. Dejé que la planta cociera allí dentro, pensando con la natural preocupación que si tenía que usar tal cantidad de fuerza eléctrica para cada comida, pronto volvería a mi punto de partida y tendría que buscar otras fuentes de energía.
Salí de nuevo del cohete, dejando la olla que cociera a fuego lento. Había empezado la tarde; pero pasé todavía una hora observando los insectos. La particularidad que ofrecían era su distribución metódica, en forma que muy raramente tenía más de uno dentro de mi campo visual y noté su manera de viajar en línea recta yendo y viniendo de su nido.
Nunca se habían dado cuenta del cohete ni habían hecho ningún esfuerzo para observarlo o para observarme. Me di cuenta, mientras trabajaba en mis máquinas; cualquier obstáculo que pusiera en su camino, parecía que les hacía retroceder; pero sólo por un instante, ya que luego proseguían su ruta pasando por encima del obstáculo. Si esto no era posible, porque carecían de la energía y de la adherencia de nuestras especies rápidas trepadoras, se disparaban en ángulo recto dentro de un semicírculo, probando una y otra vez con diámetros más largos, hasta completar un plano semicircular lo bastante ancho sin desviarse de lo que, para ellos, era una verdadera carrera geométrica para alcanzar de nuevo su camino.
Capturé uno de estos insectos y lo metí en una caja. Dejé la caja en el suelo para recogerla cuando volviera al cohete. Entonces hice lo que hice por mucho que me repugnara. Cogí una de las muchas barras y pedazos de aluminio que había obtenido al desguazar mi pavesa y fui hacia un nido de insectos. Lo ataqué con mi barra, abriéndome camino por la ladera. Lo hice con cautela, echándome hacia atrás y vigilando cada vez que se producía el menor desmoronamiento. Los insectos eran largos de seis pulgadas. En la Tierra, cualquier ser de mi mismo tamaño, al atacar un nido de hormigas, hubiese sido atacado a su vez y ahuyentado por las hormigas guerreras. Con expectación esperaba la salida del enjambre. Su natural lentitud no disminuía el horror que sentía al imaginarlos abriéndose camino hacia el exterior.
No ocurrió nada. Aquella ausencia de reacción era espantosa. Aquellos bichos no contestaban a ningún ataque. Mientras yo escarbaba por la ladera de su nido, ellos iban y venían con ciega indiferencia. Uno de ellos, saliendo del agujero, vino directamente hacia mí, se paró al tropezar con mi pie, se volvió, salió en semicírculo y luego siguió tranquilamente hacia su objetivo.
Cuando tuve el lado del nido abierto y pude ver sus senderos y sus asquerosas larvas, no se dieron cuenta de nada. Uno de ellos, apareciendo por un canal que yo había roto, se cayó fuera del nido y empezó a andar en círculo. Parecía no tener idea de lo que le había ocurrido.
Cuando llegó la noche, cuantos había dejado al descubierto podían morir. No hicieron ningún esfuerzo inmediato para reconstruir su hogar destrozado. Estaba pensando en esto cuando descubrí lo que buscaba; el depósito de un líquido verdoso en una serie alineada de depresiones en forma de taza, semejante a la cera, justo al lado de la salida del nido. Cogí una muestra con una cuchara que, al efecto, había llevado conmigo. Luego, cuidadosamente, volví a construir el nido. Esperaba que tendrían el instinto de reconstruir los canales interiores que había estropeado; pero no estaba muy seguro de ello, porque me temía que podían morirse a la más ligera perturbación de su manera de vivir. De todos modos, deseaba equivocarme. Si resultaba que aquello era miel —y así lo esperaba— sería cuanto podría obtener como comida y, si todo un nido moría cada vez que yo sacara alguna cantidad, ya estaba viendo que tendría que adaptarme a una vida nómada y que todo el planeta apenas si sería suficiente para mantenerme.
Me apresuré a volver al cohete, esperando que mi olla no herviría en seco. Cuando llegué entré conmigo mis muestras y, ante todo, las guardé cuidadosamente en cajas cerradas. Deliberadamente me había expuesto al peligro de coger alguna infección con el aire de Marte, al salir por primera vez de mi cohete, y me estaba enterando de que Marte, como las regiones polares de la Tierra, estaba singularmente carente de infecciones y que mi riesgo había sido mínimo.
La olla no hervía en seco. Cuando levanté la tapadera vi que las pálidas hojas estaban hirviendo lentamente en un líquido verdoso concentrado. Examiné el resultado obtenido con la natural aprensión. Hubiese querido disponer de un perro o de un gato para poder ensayarlo. Es verdad que la mezcla no había manchado la olla y, por lo que pude ver, su propio verdor, su clorofila, presentaba la misma clase de fotosíntesis gracias a la cual las plantas se ganan la vida en la Tierra. Esto era tranquilizador. La ebullición seguramente había matado las bacterias y, como las plantas carecían de enemigos (como ocurría con los insectos), no había motivo para suponer que contuvieran venenos artificiales. Claro que tenía mis dudas. Introduje una hoja en mi boca y la conservé en ella, para escupirla luego, enjuagándome rápidamente con un vaso de agua.
No tenía ningún sabor. Al principio no noté ningún efecto. Luego, débilmente, tal vez procedente del vapor que salía de la olla, percibí un perfume de amoníaco.
Cuando volví a probarlo y mordí una hoja, noté que aquello estaba tierno, pero repugnante. Noté otro gusto que no pude identificar; pero fue lo bastante para que, en el acto, dejara mis experimentos.
Permanecí perplejo y aparté mi olla. Era poco como experiencia. Únicamente perfumes y sabores. Sin embargo vi el peligro y lo consideré grave.
Sé poco de química orgánica. Pero sé que la vida en la Tierra consiste principalmente en hidrocarburos con sus átomos distribuidos en diferentes maneras. Cuando la construcción precisa de las moléculas se concentraba en cosas muertas, se obtenían solo plásticos y las innumerables y abigarradas substancias de la industria química. Pero por el momento no quise que se apoderara de mí una erudición devastadora. No le presté atención. Me dispuse a trabajar en mi insecto. Era desagradable tener que matarlo con un fino cuchillo, pero no disponía de cloroformo ni de nada que formara parte de un equipo de vivisección.
En cuanto hube utilizado el cuchillo comprendí que no se trataba exactamente de un insecto como había imaginado, puesto que no era un vertebrado. No tenía esqueleto externo ni espina dorsal. Únicamente una piel correosa y tiras de cartílagos en sus patas.
Exteriormente podía dividirse en dos mitades, y no en tres secciones como los insectos de la Tierra. Su parte posterior consistía en cuatro patas unidas por una estructura interna cartilaginosa que hubiese servido como modelo excelente para el fuselaje de un aeroplano. Su parte anterior consistía en una estructura similar con dos patas, una larga trompa y un área pigmentada que yo tomé por un ojo.
En el interior, la parte de la espalda contenía algo de lo que carece todo insecto terrestre: un pulmón. Esto era lo que constituía la base móvil de la vida en Marte: un pulmón sobre un sistema locomotor.
El mismo dispositivo para alimentarse y su diminuto sistema digestivo parecían de risa. A pesar de que usaba los lentes del telescopio para verificar mi vivisección, no pude encontrar el cerebro.
Parecía como si el ojo fuese el cerebro. La única cosa que, por fin, encontré semejante a un nervio, apareció como ramificado a través de todo el organismo de aquel ser.
Odiaba aquel trabajo y, en cuanto pude, tiré toda aquella suciedad. Era posible que tuviese que vivir en Marte alimentándome de pulmones de insecto; pero pensé que; llegado el caso, lo más fácil era que me muriera de náuseas. Si había que llegar a esto para subsistir, era mejor plantearse la cuestión de si vivir valía la pena.
Me quedaba todavía la muestra de la miel. Ya sabía que aquello no era miel, que procedía de una planta que no tenía la misma composición química que un vegetal de la Tierra y que servía para satisfacer las necesidades de un ser tan distinto de los de la Tierra que no podía situarla en ningún estrato biológico que yo conociera.
Se había hecho tarde. Como siempre, trabajaba en mis ruinas, a mi modo, bajo la simple luz de la lámpara, con el frío resplandor del metal que antes había sido funcional, pero que, ahora, estando patas arriba, mejor parecía surrealista. Para trabajar en la cocina había tenido que cambiar la estufa poniéndola sobre lo que, en otros tiempos, había sido un tabique. Mi mesa era un viejo tablero que haba sido clavado a las patas de la mesa por uno de sus lados, para que se mantuviera rígida contra lo que ahora era la pared.
Me acordé de la miel marciana. Había traído un buen suministro y, ante todo, hice hervir una pequeña cantidad. Tenía buen cuidado en no tocar ni probar nada sin hervirlo antes. Pero lo que ocurrió fue muy distinto del tenue vapor oliendo a amoníaco que se había desprendido de las plantas. Es casi imposible describirlo. Es fácil decir que se parecía a la infusión de unas hierbas aromáticas; pero esto nos llevaría a suposiciones completamente falsas. El perfume que instantáneamente, al más ligero calentamiento de la olla se desprendió, llenó todo el espacio interior del cohete, y no tenía nada que ver con el tomillo o la salvia ni con ninguno de los ingredientes que intervienen en la composición del curry indio.
En primer lugar, hay que decir que tenía algo de alcohólico. Lo que más puede acercarse a su descripción es compararlo con un licor fino, con una marca de benedictino.
La substancia seguía hirviendo, desde luego, a muy baja temperatura. No tenía que quedar ninguna mancha en el fondo de la olla.
Encontré una sección de tubo vacío que, en otros tiempos, había formado parte del suministro de aire, conduciendo el viciado desde el departamento a los tanques de purificación a base de potasio que había dejado de utilizar.
Hice un agujero en la tapadera de una cacerola e inserté el tubo en forma que el todo formara una masa compacta, atándolo abajo hacia otro depósito que instalé a tres pies de distancia. En otras palabras, construí un alambique. Observé el fluido amarillo verdoso cómo goteaba de una manera oleosa hacia la retorta.
No era alcohol. Si lo hubiese sido, se evaporaría con el calor diurno, bajo la presión del interior del cohete. Pero yo lo probé, sabiendo que me las entendía con una substancia de contenido mineral muy considerable.
No era alcohol; pero tres gotas fueron bastante para que tuviera la sensación de estar borracho. Una gota más y presentí que mi razón se perturbaría como si hubiese bebido en abundancia.
Pasé una hora riéndome como un idiota y preguntándome, si alguna vez volvía a la Tierra, cómo podría arreglármelas para patentar mi licor y hacer fortuna antes que ningún Gobierno lo prohibiera.
Si era un alimento, si podía utilizarse como tal, las cantidades de que disponía eran, relativamente, tan enormes que llegué a pensar que aquel era el mayor peligro que podía desprenderse de Marte. No es que sus efectos fuesen venenosos. Tampoco llegué a perder la cabeza. Pero, al beberlo, tuve la seguridad de que me proporcionaría una especie de placer vaporoso para cuando las máquinas se rompieran y la pavesa cayera en ruinas a mí alrededor. Fue con mano trémula y con una decisión que todavía considero digna de un superhombre que salí del cohete en la medianoche, embutido en mi escafandra, y desparramé por el aire mi único «alimento» aprovechable marciano. No tenía confianza en mí mismo para vivir entre sus perfumes, ni mientras estaría durmiendo. Podría andar como un sonámbulo si lo bebiera, y luego vivir como un loco idiota, porque su composición química, fuera la que fuera, ejercía un poderoso efecto inmediato sobre mi cerebro.
Las substancias que existían en Marte se diferenciaban peligrosamente de sus similares en la Tierra.