XXIII
SABÍA que aquella noche no
podría dormir. Estaba al borde de la desesperación y me sentía
humillado. Aquella tarde había visto fracasar todas mis esperanzas
y mi trabajo estaba reducido a la nada. Y todavía no era esto lo
peor. Lo que más me humillaba hasta un extremo que no podía
resistir, era comprobar que, después de tanto esfuerzo, todavía no
sabía nada, o casi nada, de la vida de Marte. No comprendía como
podía ser así. En mis tiempos terrestres había leído bastantes
libros imaginativos en los que hombres extraordinarios de la
Tierra, extranjeros en otros planetas, se hacían dueños del terreno
que les cercaba con rápidas y pequeñas estratagemas y continuaban
allí, triunfantes y todopoderosos. Puede que, pensando en mí,
hubiese soñado con algo parecido. Pero en lugar de lograrlo, mi
situación mejor se parecía a la de los hombres blancos que
penetraron en las grandes llanuras del norte de América: se
encontraban en una tierra hostil, frente a extraordinarias amenazas
y siempre al borde de la mayor miseria. Si no se tratara de un
asunto de vida o muerte hubiese sido mejor abandonar, ya que no
podía enfrentarme con aquellos seres desconocidos y no podía llegar
a comprender sus extravagantes rarezas.
Mi campamento en el cohete, que yo ya había
convertido en un verdadero hogar, que me parecía familiar y seguro,
volvía a ser ahora lo mismo que fuera al principio de mi
desembarco: un pie puesto firmemente sobre un mundo donde sólo
podía esperar lo más inesperado. Antes me había sentido dispuesto a
afrontar cualquier eventualidad, incluyendo cualquier subversión de
las leyes de la naturaleza; ahora comprendía que las leyes
naturales de la ciencia debían y podían aplicarse, y que a mí me
hacía falta conocerlas tanto como necesitaba de la imaginación para
desentrañar los medios diferentes de los terrenos que aquellos
seres podían usar para cumplirlas. Me metí dentro del cohete
amargamente desesperado, sintiéndome tonto y ridículo. Cerré la
escotilla tras de mí, y en aquella cámara de metal que era de la
Tierra, que había sido construida en la Tierra y que ahora, pese a
hallarse inclinada y rota, inútil para el objeto para el cual había
sido creada, me parecía simbólicamente la misma Tierra, me senté y
apoyé la cabeza entre mis manos.
Torpemente esperaba sin pensar en nada,
mientras en el exterior, se asentaba la suave y húmeda noche de
aquella estación benefactora y breve que producía, en Marte, el
crecimiento de todas las cosas. Pensé que aquellos seres que
ejecutaban unos actos con propósito determinado, tenían que ser
capaces de aprender. Hurgando en mi mente vacía, me di cuenta, poco
a poco, que mi error consistía en haber creído que, al igual que en
la Tierra, todas las criaturas llevaban una vida de lucha y que,
por lo tanto, debían tener cierto conocimiento y razonar o, por lo
menos, reaccionar ante los estímulos del dolor y de la muerte. Pero
los seres que habían despojado mi llanura limpiándola como lo
hubiera hecho una nube de langostas, procedían como tales
langostas. El hecho de que uno pudiera sufrir e incluso morir
cuando llegara a determinado lugar, no había influido sobre
cualquiera de los otros para que dejara de seguir avanzando.
Suponer tal cosa era como si hubiese imaginado que se puede
convencer a la hierba que crece en la Tierra, que deje de hacerlo
en determinado lugar, ante la reiterada experiencia de que será
cortada.
Sabía que, afuera, el aire era suave y el
rocío iba empapando la tierra reseca. Las plantas podían
recuperarse de la pérdida de sus frutos, echarían nuevas raíces y
se avivarían de nuevo para resistir a la futura y duradera sequía.
Antes de que apareciera la próxima estación activa, volverían a
echar sus frutos. Pero cuando esto ocurriera yo ya estaría muerto y
la jaula vacía donde yo vivía, símbolo de mi futilidad, se
convertiría en un sepulcro huero, en una simple advertencia para
futuras generaciones de hombres que intentaran venir desde la
Tierra.
Pensé que podía escribir un diario. Tenía
que dejar un mensaje que permaneciera inmutable en el aire
inmutable. Diría en él que, aquí, o en cualquier parte de los
alrededores, podrían encontrar el esqueleto de un hombre que no
supo comprender a aquellas criaturas nómadas y pacíficas que vivían
en un mundo sin rivalidades, que no acusaban ninguna de las
reacciones de la Tierra, que eran, tal vez, en su auténtica
inocencia, imposibles de detener; pero cuyas mentalidades, si es
que las tenían, permanecían para mí, incomprensibles.
Aquella noche, metido en los restos de mi
cohete, llegué al fondo de la desesperación. No era el pensamiento
de la muerte lo que más me amargaba. Todo el mundo debe morir y, si
se desesperara uno por esto, no valdría la pena de vivir. Lo mismo
da que la muerte esté prevista para dentro de seis meses, seis años
o sesenta. Lo que me irritaba era mi derrota, la certeza de que
tuve el éxito al alcance de la mano y que lo dejé escapar
sencillamente porque no había sido capaz de competir con unas
criaturas sombrías e ingeniosas, para la posesión de los frutos de
la desolada llanura.
Me enojaba conmigo mismo por no haber
recolectado los frutos antes, sin esperar a que estuviesen maduros.
Me indignaba por no haber hecho empalizadas más grandes y más
fuertes, con un centenar de miles de voltios en ellas, de manera
que la chispa que saltara pudiese matar a cualquiera que se le
acercara o intentara tocar o cortar los alambres. Mi enojo
descargaba sobre mí como una chispa. Era como un reguero de pólvora
que me ponía a punto de explotar.
Me levanté y me puse mi mascarilla y mi
botella de oxígeno para salir al exterior. No sé qué pensaba hacer
Era de noche y tuve el buen sentido de coger mi lámpara eléctrica,
sin soñar siquiera lo que podría hacer en la vacuidad de la
llanura, bajo la tenue claridad de las dos lunas marcianas.
Recordándolo, pienso que mi desfallecida mente consciente debió
sentir, casi imperceptible todavía, alguna tenue y muriente
vibración de la tierra. Debí pensar que algo había allí y, enojado como estaba, la idea de
que existiera algo, algo vivo y a mi alcance, fue bastante para
echarme al exterior. Las lecciones que había recibido, no habían
aprovechado a mi mente sino a mi alma: fuese lo que fuese lo que
hacia mí viniera, yo tenía que salir en su busca, ya que si me
limitaba a esperarle era seguro que sería derrotado.
Me arrastré a través de la escotilla. El
exterior estaba frío y húmedo y, por primera vez desde que estaba
en Marte, creí que notaba correr un fresco airecillo.
La temperatura debía ser de cerca cero
grados, y aunque no helaba todavía, el rocío ponía una nota
plateada a todo mi alrededor, bajo la luz fría v suave de las dos
pequeñas lunas. Noche de Marte. Inexplicablemente, desaparecieron
mi enojo y mi desesperanza y sentí dentro de mí como una
exultación.
Anduve con rapidez, desde la pavesa hasta
aquel pequeño montículo rocoso al que había ido en el primer
momento de mi desembarco, cuando me sentí el primer hombre que
pisaba el suelo de Marte. Aquel lugar no pertenecía a mis dominios.
Desde luego, allí me sentía más abandonado que las insensatas
bestias.
Pero, lo que deseaba, era ponerme a prueba,
demostrar mi audacia, sentir el estímulo del frío, para probarme
que no estaba todavía vencido. Subí a la pequeña y saliente roca, y
miré a mi alrededor.
Quedé pasmado y en tensión, en el momento en
que mis ojos se sintieron heridos por un destello, por un
relámpago.
Procedía del sudoeste, del lugar hacia donde
se habían ido las «Cosas». Volví a verlo, como si fuera una especie
de proyector, como las luces de los barcos que están en alta mar.
Bajo mis píes, sentí que el suelo temblaba. Era como si el sonido
lejano, no pudiendo precisarse a través del escaso y tenue aire, se
transmitiera por el suelo, igual que una máquina cuando hace
maniobras y se arrastra sobre los carriles de acero.
Recordé las bestias que había visto una
noche anterior, las de la segunda especie, aquellas de las cuales
sólo había percibido una luz. Sí: desde luego se trataba de
animales. Recordé la semejanza entre aquella cosa más grande
entrevista y algún vehículo de la Tierra. Mi mente excitada se
desbocó en fantásticas conjeturas. ¿Se trataba, tal vez, de algún
vehículo conducido por una raza inteligente? Después de todo, ¿qué
sabía yo de Marte? Era demasiado ingenuo suponer que un viajero del
espacio, aterrizando en un planeta extraño, pudiera ponerse de
inmediato en contacto con las principales especies que allí
existieran. En la Tierra, sí alguien aterrizara en ella, lo más
probable es que, primero, sólo viese vacas en los campos en que se
posara... Y, a la caída de la tarde, empezaría a ver las líneas de
los faros a lo largo de una carretera...
Cuando vi que las luces se dirigían hacia
mí, me sentí dispuesto a cualquier cosa. Permanecí en mi puesto,
mientras las luces se encaminaron hacia mí con rapidez
inconcebible, describiendo una carrera sinuosa. Puede ser un
vehículo, pensé... Y, entonces, volví a oír el zumbido de los pasos
producido por enormes patas.
No pude dejar de hacer suposiciones. ¿No era
posible que, en Marte, existiera una civilización que desconociera
el uso de la rueda? Mientras se acercaba aquel ser, fuese lo que
fuese, mi imaginación trabajaba con la rapidez del rayo. No: no era
posible que existiera una civilización que poseyera aparatos
mecánicos sin contar con la rueda. Y, no obstante, ¿qué podía
existir en Marte que se moviese a tal velocidad? Bastante había
pensado en la economía y la vida bio-económica en una atmósfera
rarificada. ¿Qué cantidad de aire tenía que respirar una criatura
de aquel tamaño, que a mí me parecía que, pese al campo de
gravitación de Marte, debía pesar muchas toneladas, únicamente para
mantener caliente su cuerpo? Había empezado aquellos cálculos desde
el momento en que vi, por primera vez, los insectos parecidos a
hormigas y que descubrí que tenían pulmones. Recientemente había
visto aquellos grandes seres de dos patas, que gruesas como eran se
habían mostrado firmes e inexorables, terriblemente activos en sus
movimientos, pero no me había entretenido en pensar en la cantidad
de aire que respirarían aquellos cuerpos hinchados. Pero
ahora...
Bajo la pálida luz lunar, vi como daba la
vuelta y pasaba por mi lado. A lo largo de su costado observé unas
pálidas luces, muy parecidas a las fosforescencias de los peces de
las grandes profundidades. No podía compararlo a otra cosa. Pero,
esta «Cosa», tenía un centenar de pies de largo y se volvía, rápida
y atronadoramente, ¡y se venía hacia mí!
Mi temor aumentaba y estaba dispuesto a
huir. La furia y la exultación que me procurara la noche eran otra
cosa, pero cuando llegó el pánico, fue un pánico negro. La «Cosa»
—ahora ya rechazaba la hipótesis de un vehículo—, a un centenar de
yardas, se volvió hacia mi lado, y pasó por debajo de mi
observatorio. Siguió marchando, hacia la pavesa.
Cuando cruzó, sentí una oleada de calor. Un
aire caliente me envolvía. No podía dar fe de lo que era aquella
«Cosa»; pero, de pronto, comprendí por qué vivía y por qué se movía
en la noche.
No tuve tiempo de pensar. Bajo la luz
plateada, y con el resplandor que dibujaba claramente cada uno de
sus movimientos, vi que se dirigía hacia el cohete y seguía
adelante. ¿Fue mi imaginación la que creyó que se paraba un momento
cerca de él y fue por casualidad que bañó con su luz el cohete
durante un instante? Lo cierto es que volvió. Se dirigió hacia el
grupo de criaturas parecidas a hombres que yo había matado y que
había quedado en grupo disperso hacia el norte del cohete, y allí
se paró.
Lo contemplé, fascinado, horrorizado y
atónito. Al observarle me sentía más allá del miedo y de la
comprensión. En aquellos momentos me creía superior a mí mismo. La
rareza de lo que estaba viendo acrecentaba mi atención y aguzaba mi
inteligencia de tal manera que, aunque ahora ya lo he olvidado, vi
en lo que contemplaba un ejemplo de lo que podía ocurrirme a mí
mismo.
Porque la criatura —si así puedo llamarle—
se dirigió hacia uno y luego hacia otro de los cuerpos. Me pareció
que los examinaba, como si se preguntara cómo y porqué habían
muerto. Pasó algún tiempo antes de que oyera un espantoso y cascado
chasquido, y de que me diera cuenta de que lo que allí tenía lugar
era un gigantesco banquete.
Superado el pánico, lleno de miedo todavía,
miré desde mi loma e intenté comprender. Aquello, entonces, era el
Tiranosaurious Marciano. Si hubiese podido llegar a comprender como
cualquier ser en una atmósfera casi sin oxígeno, podía esperar
quemar y digerir aquellas inmensas cantidades de alimentos, todo
habría sido, para mí, más fácil. Así, pues, torpemente, empecé a
pensar en mi propio problema y en que aquellas cosas, fuesen lo que
fuesen, eran todo lo que había quedado de mi cosecha. Lo que estaba
contemplando me llevaba a la conclusión de que aquel ser tenía lo
que yo mismo no tenía.
Mi enojo se recrudeció en proporciones tan
enormes que si hubiese contado con los medios para atacarle lo
hubiese hecho, pese a que la «Cosa», demostraba ser el mismísimo
legendario dragón que lanza llamaradas.
Pero le vi detenerse, dar la vuelta a la luz
de la luna, y dirigirse de nuevo hacia el cohete. Vi sus luces,
mejor dicho, su resplandor, que se esparcía ante sí, bañando de luz
el cohete y todo aquel escenario que constituía mi hogar. Vi como
la luz aparecía y desaparecía, cambiando de color y recorriendo,
arriba y abajo, toda la escala cromática desde el ultravioleta al
infraencarnado, para empezar de nuevo.
Temía lo que pudiera ocurrir. Di un paso al
frente. La criatura iba avanzando hacia la pavesa, con intenciones
más bien amenazadoras, y yo estaba gritando dentro de mi máscara
mientras corría. Si el cohete quedaba estropeado —y la «Cosa» era
lo bastante grande para poder hacerlo— estaba completamente
perdido. Sería mejor morir allí antes, defendiendo mi hogar y mis
máquinas.
Ni el sonido de mis gritos ni mi carrera le
hicieron la más pequeña mella. Iba avanzando hacia la pavesa con
precaución rara y suave, como si esperara, según imaginé
insensatamente, que fuera a levantarse y atacarle. Mientras corría
bajo la luz lunar, creí que había llegado mi fin.
Creo que fue por casualidad que mi lámpara
de bolsillo lanzó un destello. La luz lunar era suficiente y yo no
necesitaba de la lámpara que nunca había usado desde que estaba en
Marte.
La «Gran Cosa» dio la vuelta. Tuve la visión
de una boca abierta, como en un bostezo, que era una cavidad de
pesadilla, de la que colgaban pelos, como si se tratara de una
barba, y vi unos brazos o patas delgados que imaginé debía usar
como lo hacen los crustáceos con sus tentáculos, para romper el
alimento e introducirlo en la boca. No pude ver más. Estaba bañado
en un estrecho y brillante rayo de luz de tal intensidad, que me
pareció un rayo de sol.
Me caí de rodillas. Cuando el terror llega a
determinado grado, paraliza todos los impulsos de tal modo que la
mente opera en el vacío sin tener conciencia de nada, como no sea
de la propia existencia. Encorvado y cegado, permanecí de
rodillas.
La luz aparecía y desaparecía. Tal como ya
había visto, recorría la escala de los colores. Pero la criatura se
había parado. No se acercó.
Pienso que permanecí arrodillado cosa de un
minuto. Sólo tenía conciencia de los cambios de la luz y de sus
intermitencias. Algo —¿cómo podría explicar esto?— hizo que
aquellos cambios continuos, tranquilos y espaciados, me produjeran
una sensación de paz.
A través de la máscara que envolvía mi
cerebro, apareció una idea. Puse mi lámpara de bolsillo delante de
mí y apreté el interruptor. La encendí y volví a apagarla. Era mi
último intento de locura: imaginar que podría comunicarme con aquel
monstruo de las profundidades marinas nacido en tierra firme.
¡Respondía! Los colores cambiantes y
radiantes se apagaron. En su lugar, después de una pausa, apareció
un simple relámpago, el eco y la reproducción del de mi
lamparilla.
Yo también provoqué un centelleo. Usé mis
rudimentarios conocimientos del código Morse. Recordé las letras,
repitiendo insensatamente los espacios sin significación alguna
pero con cuidado.
Sin comprender, ni tan siquiera osando
imaginar lo que había descubierto, abandoné mis inútiles grupos de
uno, de dos, de tres y de cuatro. Recibía una contestación
idéntica. Luego mandé un grupo, que conté cuidadosamente, de
diez.
La contestación fue de nueve.
Me paré y esperé. Recibí una señal que me
pareció de una confusión incomprensible. Intenté imitarla y debí
tener éxito porque recibí otra más difícil. Ésta la fallé y nos
detuvimos los dos, esperando.
Me di cuenta de que me encontraba ante un
ser de rara y compleja inteligencia que no podía contar hasta diez.
Lo que «ella» sabía no podía, imaginarlo. Imagino que «ella» debía
pensar que había descubierto, en sus dominios, una criatura extraña
y pequeña y algo ingeniosa.
Se volvió y, dándome la espalda, desapareció
en la noche. Detrás de ella, el lugar que ocupara mientras estuvo
«hablándome», resplandecía.
Cuando se hizo de día este espacio de la
tierra estaba pelado y cubierto de una especie de sal blanca. Tres
de los cuerpos del exterior de mis ruinas, estaban allí; pero eran
como una masa amorfa, que se derretía en un líquido brillante que,
en su parte exterior, iba convirtiéndose en una costra de polvo en
la que parecía crecer algo como hongos.
Los contemplaba con mis ojos enrojecidos,
desvelado y triste. Era para comer tales cosas que aquellos seres
monstruosos vivían de noche. Vivían en Marte, en aquella delgada
atmósfera, y tenían determinado tipo de inteligencia e irradiaban
calor con su cuerpo, todo lo cual me hablaba de un metabolismo y
una fuerza que excedía a todo lo que hubiese podido soñar.