XIV
RECUERDO la ilustración de una
de las ediciones de Robinson Crusoe que
leí de niño. Robinsón estaba de pie en lo alto de un promontorio,
contemplando su isla. Llevaba una chaqueta de piel de cabra y
sombrero, su rifle a la espalda y un loro en un brazo Así debía
considerarse que andaba un náufrago en aquellos tiempos. No lo sé.
Lo que si sé es que, cuando tuve que preocuparme yo mismo para
atender las más elementales necesidades de la vida en un hombre de
mi época, es decir: aire, agua y una fuente de energía, y cuando
tuve que empezar a explorar la superficie de Marte para subvenir a
otras necesidades secundarias como son: los alimentos y alguna
fuente de materiales en bruto, yo presentaba un aspecto muy
distinto.
El triciclo —así recuerdo mi sueño— tardé
una semana en fabricarlo. La idea de fabricarlo no procedió del
concepto que, como hombre del siglo XX me correspondía, ya que
todos, automáticamente, tienden a poseer algún medio de transporte.
Fue el resultado de la observación y la necesidad. La llanura
marciana que hasta entonces había visto, era lisa. Parecía que así
debía seguir en grandes zonas a mi alrededor y en todas
direcciones. Para cruzarla debía llevar conmigo grandes cantidades
de oxígeno y agua, y, a pesar de la reducida gravedad del pequeño
planeta, no me veía transportando sobre mis espaldas todas estas
cosas tan necesarias, además de algo no menos indispensable para mi
protección durante la noche. Tampoco pensaba que caminar fuese un
sistema progresivo para seguir adelante cuando tuviese que alejarme
de mi base y volver, al cabo de pocos días, para rehacer mi
aprovisionamiento. Por esto pensé en un triciclo o, por lo menos,
en una bicicleta.
El rodaje se obtenía por medio de unas
ruedas dentadas sobre ruedas igualmente dentadas y un carril a cada
lado de una plataforma plana sobre los ejes traseros. Sobre la
Tierra, un rodaja en esta forma, sin ninguna protección, pronto se
hubiese llenado de hollín y pronto dejaría de andar en cuanto el
polvo se empapara con la grasa protectora. En Marte, sin oxígeno en
la atmósfera, no se producía el hollín.
El rodaje era impulsado por medio de
pedales, como en una bicicleta de la Tierra; luego, cuando al andar
resultara difícil, los pedales se auxiliarían con un pequeño motor
eléctrico. En la Tierra, el peso del motor carecería de
importancia, así como el de las pilas de las baterías, elementos
que yo aproveché de mi cohete para ayudarme a conducir. En Marte,
donde el peso quedaba reducido a la mitad, era todavía menos
importante. La dirección se regía por una simple rueda delantera y
un manillar adaptado por medio de horquillas de aluminio que
recorté del retorcido envoltorio de mi cohete, lo que dio a la
máquina la apariencia de un triciclo.
Todo el mecanismo procedía de las hélices y
del engranaje de control del cohete. La rueda delantera era uno de
los grandes discos que, girando a treinta mil revoluciones por
minuto, habían constituido los estabilizadores del cohete.
Sobre la plataforma lisa de detrás del
triciclo monté un tanque de oxígeno líquido. Cuando todo estuvo
dispuesto para realizar mi primera excursión por las llanuras de
Marte, monté un asiento o sillín sobre los pedales, saqué mis
arreos y mi botella de oxígeno que tenía que llevar siempre conmigo
cuando me trasladaba andando, conecté mi mascarilla con el aparato
para respirar instalado encima del vehículo, con lo que pude
suprimir la botella.
El manillar era un travesaño fuerte sin
ninguna curva. No llevaba ningún rifle, sino un telescopio colgado
a mi espalda. En mi puño no había ningún loro, sino una brújula que
me fabriqué magnetizando un trozo de hierro con una bobina de
alambre.
En la plataforma trasera, además del
oxígeno, había unas toscas cajas que contenían mi equipo. Sólo
contaba con una cosa para mantenerme vivo y en calor si hacía
falta, como creía, si pasaba alguna noche al sereno. La vieja
escafandra que me había aislado lo bastante para permanecer en el
mismo espacio y que llevaba conmigo. Aparte de todo esto, llevaba
también cajas para los ejemplares que pensaba encontrar. Había un
martillo, que llevaba con propósitos geológicos cuando quisiera
desmenuzar las rocas. Cogí agua en recipientes cerrados. También
llevaba conmigo, encerrado en mi propio cráneo, el cerebro de un
hombre del siglo veinte. En la Tierra no era un cerebro
especialmente privilegiado. Nadie lo había admirado nunca. Nadie me
había estimado como un hombre brillante. Yo pertenecía,
simplemente, a esta clase de personas que resultan útiles en unas
vacaciones campestres porque saben remendar sus propios pinchazos
cuando hacía ciclismo y que podía echar una mano para ayudar a
descarbonizar el motor de un coche. Como ingeniero práctico, nunca
había llegado muy lejos al lado de los matemáticos y los ingenieros
de Woomera. Siempre me interesé más en el cómo que en el porqué de
las cosas y estimaba más el rendimiento que proporcionaban que el
placer estético que podían producir. Incluso, cuando, viviendo con
mi padre en el piso de encima de su tienda de carnicero, pasé por
un período de intelectualismo, y me agarré al vegetarianismo como
una manía, lo hice más por el interés en demostrarme a mí mismo que
la gente podía vivir sin comer carne, que por todos los otros
razonamientos morales.