XXVII
ENCERRADO en su restringido
horizonte, bajo el firmamento marciano, que a veces se presentaba
claro o casi negro, abigarrado de estrellas en pleno mediodía, y
otras veces aparecía vago y vaporoso con tonalidades verdes y
azules, el desierto parecía gris e interminable. El primer día
cubrí cincuenta millas y setenta y cinco el segundo y, la
vegetación, seguía creciendo desparramada.
Al tercer día me hubiese sentido contento si
hubiese podido distinguir un poco de verde en cincuenta yardas. La
tierra era ahora pedregosa. Una vez tuve que circundar un área de
montañas de arena, por lo menos de un centenar de yardas de
diámetro. Era fina como el polvo y se levantaba como una nube en
cuanto dejaba que una de mis ruedas la hollara. El paisaje se hacía
más feo. Había supuesto un fin al viaje de las criaturas, pero toda
vez que no había cruzado todavía el ecuador, de acuerdo con mis
cálculos, me parecía absurdo que los monstruos se hubiesen detenido
en aquella región desolada. Era más verosímil que, satisfecha su
hambre comiendo en su camino desde las regiones polares del norte,
sintiéndose fuertes y gordos, tanto las criaturas parecidas a
hombres como aquellas que se alimentaban de éstas, debían haberse
precipitado hacia el sur, hacia las suculentas tierras del sur,
donde esperarían el verano.
Siempre que no me encontrara con
dificultades insuperables, podría seguirles hasta allí, sin hacer
demasiadas desviaciones en el camino.
De todos modos, no estaba muy seguro. Marte,
visto desde la Tierra y visto por mí a medida que me acercaba a él,
no presentaba una superficie absolutamente uniforme. Aparte de los
colores climáticos, que cambiaban con las estaciones, había áreas
permanentemente distintas. Pero nadie sabía en qué consistía esta
diferencia.
Seguía abriendo mucho los ojos porque sabía
que una cordillera de montañas podía detenerme. Pero, durante una
semana, no cesé de cruzar una llanura sin fin.
Por la mañana, me despertaba tieso y frío.
Llevando el traje escafandra durante la noche podía, por lo menos,
mantener cierta presión en mi cuerpo y conseguía dormir sin
helarme, evitando la escoriación perpetua que me producía la
mascarilla; pero, sometido a presión, el traje resultaba enteco e
inconfortable. Dormía mientras me sentía demasiado fatigado para
intentar revolverme; pero, por la mañana, me ponía de nuevo mi
mascarilla y, con el cilindro de oxígeno portátil, andaba y hacía
ejercicios hasta que mi cuerpo entraba en calor.
Comí antes de iniciar la marcha. Claro que
decir comer es decir mucho, puesto que sólo se trataba de una
imitación. Decir «comí» era exagerar un poco. Mientras permanecí en
el cohete, había logrado conservar la presión y la temperatura en
mis departamentos habituales. Ahora, viviendo constantemente al
aire libre —cosa que no creí posible al llegar a Marte—, me
entraban ganas de tomar bebidas calientes. Fuese lo que fuese lo
que tomara como alimento, ya se tratara del lujo de una lata de
conservas o de una horrible menestra derivada de mis manipulaciones
con los frutos, podía meterlo en la marmita y hacerlo cocer con la
batería de mi máquina. Luego me lo tomaba como si se tratara de un
magnífico estofado, y me colocaba de nuevo mi máscara, respirando
entre sorbos.
Puede creerse que un hombre no ha de poder
vivir mucho tiempo de esa manera; pero un hombre puede vivir
durante años, sea cual sea la manera, con tal de que posea las
cosas indispensables y básicas, para su sostenimiento.
Luego continué mi camino. Seguí la dirección
que señalaba mi brújula, mirando concentradamente hacia adelante.
De vez en cuando, levantaba la vista y veía el horizonte cerrado,
siempre invariable. A veces, el círculo de firmamento que me
envolvía presentaba algo ligeramente irregular. A veces, al llegar
a la cima de un ligero promontorio, era posible ver un poco más
allá de las eternas dos millas y media que tenía por delante. Una
perspectiva de cinco millas ya se convertía en un verdadero
panorama.
Al mediodía me detuve, cociné y comí y, a
las seis de la tarde, repetí la misma operación. Acampé,
extendiendo un toldo al lado de mi máquina. En cierto modo, el
encontrarme debajo cubierto, me proporcionaba algún confort bien
que poco me aprovechaba, embutido siempre dentro de mi traje a
presión. Yo, por lo menos, soy un ser acostumbrado a la Tierra. Si
nos es posible, no nos acostamos al aire libre, teniendo el
firmamento como único dosel, ni cuando andamos por los desiertos de
nuestro propio planeta.
Al cabo de una semana de viaje, la tierra
apareció de un amarillo pálido. Sin duda alguna me encontraba en un
lugar de conexión o enlace. Aquello tenía la forma de una hendidura
geológica, y más allá, en el horizonte, parecía cortado y doblado
hacia abajo.
Este día me detuve durante bastante tiempo.
Lo hice, por un lado, porque me era indispensable aligerar la
máquina para cruzar la ranura, y por otro, porque aquel cambio
embarullaba mis ideas. Me pregunté cómo los científicos y los
astrónomos de la Tierra no habían formulado teorías sobre la
evolución de mi planeta. ¿Por qué motivo, Marte tenía que ser
llano, con anchas zonas de delicados colores? ¿Por qué, teniendo en
cuenta su tenue atmósfera, no tenía que ser montañoso y dentado
como la Luna? Sin duda aquello era debido a que cuando los
astrónomos lo miraban desde la Tierra, estos detalles les dejaban
indiferentes; pero, para un hombre que tenía que recorrer todo el
planeta, aquellos detalles adquirían una gran importancia. ¿Había
estado, alguna vez, cubierto por el mar? Y, la vida, ¿se había
desarrollado en él como ocurrió en la Tierra, lentamente, desde los
comienzos acuosos para llegar a la gran rivalidad de las especies,
hasta que, por desecación, únicamente algunas de ellas —las
mejores— habían sobrevivido? Y, ¿en qué período de tal proceso,
habían aparecido los monstruos independientes que vivían durante la
noche?
Me detuve a reflexionar; volvía a emprender
la marcha y me detuve de nuevo para volver a pensar.
Ansiaba saber. Miré hacia abajo, hacia la
arena pedregosa y amarilla y me pregunté si sería posible que allí
se encontraran algunos fósiles.
Cuando miré hacia arriba, había una cadena
de bajas colinas blancas ante mí. Aunque eran redondeadas y de
apariencia caliginosa, inmediatamente comprendí, nada más que con
verlas, que jamás podría atravesarlas con mi máquina.