Capítulo IV

Continuación de la noche en vela y de las entrevistas desagradables

Pierre Delteil se mostró en seguida agresivo. Por ejemplo: mientras Maigret daba instrucciones a Lapointe, que acababa de entrar de servicio, se mantuvo cerca de la mesa, apoyado contra ella, golpeteando con sus bien cuidados dedos sobre una pitillera de plata, y cuando Maigret, en el momento en que Lapointe salía, volvió a llamarle para pedirle que encargase emparedados y cerveza, estiró a propósito los labios en una sonrisa irónica.

Era cierto que había recibido una fuerte impresión y que desde entonces su nerviosismo no había dejado de crecer, hasta el punto de que cansaba el mirarle.

—¡Por fin! —exclamó cuando la puerta se cerró y el comisario se sentó a su mesa.

Y como éste le miraba como si le viese por primera vez:

—Supongo que va usted a llegar a la conclusión de un crimen para robarle o una historia de mujeres, ¿no? Han debido de darle desde arriba instrucciones para acallar el asunto. Pues tengo que decirle esto…

—Siéntese, monsieur Delteil.

No se sentó en seguida.

—Me horroriza hablar a un hombre en pie.

La voz de Maigret era un poco cansada, un poco sorda. La lámpara del techo no estaba encendida y la de la mesa sólo difundía una luz verde. Pierre Delteil terminó por instalarse en la silla que le designaban, cruzó y descruzó las piernas, abrió la boca para decir nuevas palabras desagradables, pero no tuvo tiempo de pronunciarlas.

—Simple formalidad —le interrumpió Maigret, tendiéndole la mano sin tomarse la molestia de mirarle—. ¿Quiere usted mostrarme su carnet de identidad?

Lo examinó con cuidado, como un policía en la frontera, y le dio vueltas entre sus dedos.

—Productor de cine —leyó por fin en el apartado de la profesión—. ¿Ha producido usted muchas películas, monsieur Delteil?

—Pues…

—¿Ha producido usted alguna?

—Todavía no se ha empezado a filmar, pero…

—Si lo entiendo bien, no ha producido usted nada todavía. Se encontraba usted en Maxim's cuando le localicé por teléfono. Un poco antes estaba usted en Fouquet's. Ocupa un cuarto en un inmueble bastante caro de la calle de Ponthieu y posee usted un hermoso coche.

Le examinaba ahora de pies a cabeza, como si quisiera apreciar el corte del traje, la camisa de seda y los zapatos que provenían de un zapatero de lujo.

—¿Tiene usted bienes personales, monsieur Delteil?

—No veo a qué vienen estas…

—…estas preguntas —terminó muy plácidamente el comisario. A nada. ¿Qué hacía usted antes de que su hermano fuese elegido diputado?

—Trabajé en la campaña electoral.

—¿Y antes de eso?

—Yo…

—Eso es. En suma, desde hace algunos años, es usted la eminencia gris de su hermano. A cambio de ello, éste subvenía a sus necesidades.

—¿Quiere usted humillarme? ¿Forma esto parte de las instrucciones que ha recibido? Confiese que esos señores saben perfectamente que se trata de un crimen político y le han encargado que ahogue la verdad cueste lo que cueste. Lo comprendí allá arriba y es por lo que le he esperado a usted. Quiero decirle que…

—¿Conoce usted al asesino?

—No precisamente; pero mi hermano se estaba volviendo molesto para algunos, y se las han arreglado para…

—Puede usted encender su cigarrillo.

De repente, hubo un silencio.

—Supongo que, según usted, no hay más explicación que un crimen político.

—¿Conoce al culpable?

—Aquí, monsieur Delteil, soy yo quien hace las preguntas. ¿Tenía amantes su hermano?

—Todo el mundo lo sabe. No se ocultaba.

—¿Tampoco de su mujer?

—No tenía motivos para ocultárselo, puesto que estaba en trance de divorcio. Es una de las razones por las cuales Pat se encuentra en los Estados Unidos.

—¿Es ella quien solicita el divorcio?

Pierre Delteil titubeó.

—¿Por qué motivo?

—Probablemente porque el matrimonio ha dejado de divertirla.

—¿Su hermano?

—¿Conoce usted a las americanas?

—A algunas.

—¿De las ricas?

—También.

—En ese caso debe usted saber que se casan un poco por diversión. Hace ocho años, Pat estaba de paso en Francia. Era su primera estancia en Europa. Le gustó quedarse, poseer un palacete en París, hacer vida parisiense…

—Y tener un marido que representara un papel en esa vida parisiense. ¿Fue ella quien empujó a su hermano a dedicarse a la política?

—Él siempre tuvo esa idea.

—Así, pues, aprovechó simplemente los medios que el matrimonio ponía a su disposición. Me dice usted que, más o menos recientemente, su mujer se hartó y regresó a los Estados Unidos para pedir el divorcio. ¿Qué habría sido de su hermano?

—Habría continuado su carrera.

—¿Y la fortuna? Habitualmente, las americanas ricas toman la precaución de casarse bajo régimen de separación de bienes.

—A pesar de todo, André no habría aceptado su dinero. No veo adónde van a parar esas preguntas…

—¿Conoce usted a este joven?

Maigret le tendió la fotografía de Alain Lagrange. Pierre Delteil la miró sin comprender y levantó la cabeza.

—¿Es el asesino?

—Le pregunto si le ha visto alguna vez.

—Nunca.

—¿Conoce usted a un tal Lagrange, François Lagrange?

Se puso a buscar en su memoria como si el nombre no le fuese desconocido del todo e intentara situarlo.

—Creo que, en ciertos medios —prosiguió Maigret—, le llaman el barón Lagrange.

—Ahora sé de quién habla. La mayoría de las veces le llaman simplemente el barón.

—¿Le conoce usted?

—Me lo encuentro de cuando en cuando en Fouquet's o en otros sitios. Le he estrechado la mano algunas veces. He debido de tomar el aperitivo con él…

—¿Tenía usted con él relaciones de negocios?

—No, gracias a Dios.

—¿Frecuentaba su hermano el trato de este hombre?

—Como yo, probablemente. Todo el mundo conoce más o menos al barón.

—¿Qué sabe usted de él?

—Casi nada. Es un imbécil, un dulce imbécil, un blando grandullón que intenta introducirse.

—¿Cuál es su profesión?

Y Pierre Delteil, más ingenuamente de lo que hubiera querido, preguntó:

—¿Tiene una profesión?

—Supongo que debe de tener medios de vida.

Maigret estuvo a punto de añadir: «No todos tienen un hermano diputado».

No lo hizo porque ya no era necesario. El joven Delteil marchaba como una seda, sin darse cuenta de su cambio de actitud.

—Se ocupa vagamente de negocios. Por lo menos, lo supongo. No es el único en su caso. Es el tipo de hombre que sujeta a uno por las solapas mientras le anuncia que está montando un negocio de algunos cientos de millones y que termina pidiéndole prestado dinero para cenar y tomar un taxi.

—¿Había dado algún sablazo a su hermano?

—Ha intentado sablear a todo el mundo.

—¿No cree usted que su hermano habría podido utilizarle?

—Desde luego que no.

—¿Por qué?

—Porque mi hermano desconfiaba de los imbéciles. No veo adónde quiere usted llegar. Tengo la impresión de que tiene usted alguna información de la que no desea hablarme. Lo que sigo sin comprender es cómo han sabido que un baúl depositado en la consigna de la estación del Norte contenía el cadáver de André.

—No lo sabíamos.

—¿Fue una casualidad?

Empezaba a reír con ironía.

—Casi una casualidad. Otra pregunta más. ¿Por qué motivo un hombre como su hermano fue a visitar, a su casa, a un hombre como el barón?

—¿Le visitó?

—No me ha contestado usted.

—Eso no me parece probable.

—Un crimen, al empezar la investigación, siempre parece improbable.

Como llamaban a la puerta, Maigret gritó:

—¡Entre!

Era el camarero de la Brasserie Dauphine con los emparedados y la cerveza.

—¿Gusta usted, monsieur Delteil?

—Muchas gracias.

—¿No quiere usted?

—Estaba cenando cuando…

—No le retengo más. Tengo su número de teléfono. Es posible que mañana o pasado le necesite a usted.

—En suma: ¿descarta usted a priori la idea de un crimen político?

—No descarto nada. Como ve usted, estoy trabajando. Maigret descolgó el teléfono para indicar mejor que la entrevista había terminado.

—¡Allô! ¿Es usted, Paul?

Delteil titubeó, terminó por coger su sombrero e ir hacia la puerta.

—Sepa usted que, en todo caso, no permitiré… Con la mano, Maigret le indicaba: «¡Buenas noches! ¡Buenas noches!…». La puerta se cerró.

—Aquí, Maigret. ¿Entonces?… Sí, me lo figuraba… Según usted, fue muerto el martes por la tarde, ¿quizá por la noche?… ¿Si coincide?… Casi, casi…

Fue el martes también, pero en las primeras horas de la tarde, cuando François Lagrange había telefoneado por ultima vez al doctor Pardon para asegurarse de que Maigret asistiría a la cena del día siguiente. En aquel momento deseaba todavía encontrarse con el comisario y era más que probable que no lo hacía por pura curiosidad. No debía esperar la visita del diputado, pero ¿la preveía quizá para uno de los días siguientes?

El miércoles por la mañana su hijo Alain se presentó en el bulevar Richard-Lenoir, tan nervioso, con aspecto tan asustado, según madame Maigret, que ésta sintió lástima y le tomó bajo su protección.

¿Qué fue a hacer allí aquel joven? ¿A pedir consejo? ¿Había asistido al crimen? ¿Había descubierto el cadáver, que quizá no estaba aún en el baúl?

La cuestión es que la vista del revólver automático de Maigret le hizo cambiar de opinión: se apoderó del arma, abandonó el piso de puntillas y se precipitó hacia el primer armero que encontró al paso para comprar cartuchos. Tenía, pues, una idea en la cabeza. La misma noche, su padre no asistió a la cena en casa de los Pardon. En vez de esto, buscó un taxi, y, con la ayuda del chófer, fue a depositar el cadáver en la estación del Norte, después de lo cual se acostó y se puso enfermo.

—¿Y la bala, Paul?

Como ya lo esperaba, no había sido disparada con su automático americano, lo que habría sido imposible, por otra parte, puesto que el arma, en el momento del crimen, estaba todavía en su casa, sino con un arma de pequeño calibre, un 6,35, que no habría producido gran daño si el proyectil, alcanzando el ojo izquierdo, no hubiera ido a alojarse en el cráneo.

—¿Nada más que señalar?… ¿Y el estómago?

Éste contenía los restos de una cena copiosa y la digestión no había hecho sino comenzar. Esto situaba el crimen, según el doctor Paul, hacia las once de la noche, no siendo el diputado Delteil de los que cenan temprano.

—Muchas gracias, amigo. No, los problemas que quedan por resolver no son de su negociado.

Se puso a comer, completamente solo en su despacho, donde sólo reinaba una luz verdosa. Estaba preocupado y molesto. Le pareció que la cerveza estaba tibia. No había pensado en encargar café y, limpiándose los labios, fue a coger la botella de coñac que guardaba en su armario y se llenó un vaso.

—¡Allô! Póngame con la Enfermería Especial. Se sorprendió al oír la voz de Journe. El profesor se había ocupado personalmente del asunto.

—¿Ha tenido usted tiempo de examinar a mi cliente? ¿Qué opina usted de él?

Una respuesta categórica le habría aliviado un poco; pero el viejo Journe no era hombre de esta clase de respuestas. Le colocó, desde el otro extremo del hilo, un discurso esmaltado de términos técnicos, de donde se deducía que había, un sesenta por ciento de posibilidades de que Lagrange fuese un simulador y que, a menos de alguna torpeza por su parte, podían transcurrir semanas antes de que obtuviese una prueba científica.

—¿Está aún con usted el doctor Pardon?

—Está a punto de marcharse.

—¿Qué hace Lagrange?

—Completamente dócil. Ha permitido que le metiesen en la cama y se ha puesto a hablar a la enfermera con voz infantil. Le ha dicho, llorando, que habían querido pegarle, que todo el mundo se encarnizaba contra él y que durante toda su vida había sido lo mismo.

—¿Podré ver a Lagrange mañana?

—Cuando usted quiera.

—Quisiera decir dos palabras a Pardon.

Y a éste:

—¿Qué hay?

—Nada nuevo. No soy completamente de la opinión del profesor, pero es más competente que yo y hace años que no me ocupo de psiquiatría.

—¿Su opinión personal?

—Preferiría tener algunas horas para meditar sobre este caso antes de hablar de él. Es demasiado grave para dar una opinión a la ligera. ¿No va usted a ir a acostarse?

—Todavía no. Es poco probable que duerma esta noche.

—¿Me necesita usted?

—No, ya no, muchas gracias. Le ruego nuevamente que me excuse ante su mujer.

—Está ya acostumbrada.

—La mía también, afortunadamente.

Maigret se levantó con la idea de darse una vueltecita por la calle Popincourt con el fin de ver lo que habían conseguido sus hombres. A causa de los papeles quemados en la chimenea, no esperaba demasiado que descubriesen algún indicio pero tenía ganas de olfatear por los rincones.

En el momento en que cogía su sombrero, sonó el teléfono.

—¡Allô! ¿El comisario Maigret? Aquí el puesto de Policía del bulevar Saint-Denis. Me dicen que le telefonee por si acaso. Le habla el agente Lecoeur.

—Se notaba que el agente estaba muy conmovido.

—Es a propósito del joven cuya fotografía nos han remitido. Tengo aquí un tipo… Rectificó:

—…una persona a quien acaban de robar la cartera en la calle Maubeuge.

El denunciante debía de estar allí, escuchando, de modo que el agente Lecoeur elegía sus palabras.

—Se trata de un industrial de provincias…, espere…, de Clermont Ferrand… Pasaba por la calle Maubeuge, hace aproximadamente una media hora, cuando un hombre se destacó de la oscuridad y le puso un enorme revólver automático bajo la nariz…, más exactamente un joven…

Lecoeur habló a alguien que estaba detrás de él.

—Dice que un muchacho muy joven, casi un chiquillo. Parece ser que le temblaban los labios y que le costó gran trabajo pronunciar: «Su cartera…».

Maigret frunció las cejas. El noventa y nueve por ciento de las veces, un asaltante dice: «¡Tu cartera!».

En aquello mismo se reconocía al aficionado, al principiante.

—Cuando el denunciante me habló de un joven —continuaba Lecoeur—, he pensado en seguida en la fotografía que nos distribuyeron ayer y se la he mostrado. Lo ha reconocido sin titubear… ¿Cómo?

Era el industrial de Clermont Ferrand quien hablaba y del que Maigret percibía la voz diciendo con fuerza:

—¡Estoy absolutamente seguro!

—¿Qué hizo después? —preguntó Maigret.

—¿Quién?

—El asaltante.

De nuevo dos voces, como cuando un aparato de radio está mal regulado, pronunciando las mismas palabras:

—Se marchó corriendo.

—¿En qué dirección?

—Bulevar de la Chapelle.

—¿Cuánto dinero contenía la cartera?

—Unos treinta mil francos. ¿Qué hago? ¿Quiere usted verlo?

—¿Al denunciante? No. Tome nota de su declaración. ¡Un momento! Que se ponga él al aparato.

El hombre dijo en seguida:

—Me llamo Grimal, Gastón Grimal, pero preferiría que mi nombre…

—Desde luego. Quiero preguntarle solamente si no le ha llamado algo la atención en la actitud de su asaltante. Tómese tiempo para reflexionar.

—Hace media hora que reflexiono. Todos mis papeles…

—Hay muchas probabilidades de que los hallen. Su asaltante, ¿cómo era?

—Le he encontrado aspecto de muchacho de buena familia, no de un apache.

—¿Estaba usted lejos de un farol?

—No muy lejos. Como de aquí a la otra habitación. Parecía tan asustado como yo, tanto es así que estuve a punto…

—…de defenderse.

—Sí, pero luego pensé que un accidente ocurre de pronto y…

—¿Nada más? ¿Qué clase de traje llevaba?

—Un traje oscuro, probablemente azul marino.

—¿Arrugado?

—No sé.

—Muchas gracias, monsieur Grimal. Me sorprendería mucho si de aquí a mañana por la mañana una patrulla no encontrase su cartera en la calle. Menos el dinero, naturalmente.

Era un detalle en el cual Maigret todavía no había pensado y estaba un poco fastidiado por ello. Alain Lagrange se había procurado un revólver, pero debía de tener muy poco dinero en el bolsillo, a juzgar por el tren de vida que llevaba en la calle Popincourt.

Salió de repente de su despacho y penetró en el servicio de radio, donde sólo había dos hombres de guardia.

—Hagan una llamada general a todos los puestos de Policía y a los coches.

Menos de media hora más tarde, todas las estaciones de París estaban a la escucha:

Indiquen al comisario Maigret todo atentado a mano armada o tentativa de atentado que haya tenido lugar últimas veinticuatro horas. Urgente.

Maigret lo repitió y dio la descripción de Alain Lagrange.

Debe de hallarse todavía en el barrio de la estación del Norte y del bulevar de la Chapelle.

No regresó inmediatamente a su despacho y pasó al Servicio de Alojamiento.

—Busquen ustedes, si no lo tienen por alguna parte, el nombre de Alain Lagrange. Probablemente en un hotel de segundo orden.

Era cosa de verlo. Alain no había dado su nombre a madame Maigret. Había probabilidades de que hubiese dormido en algún sitio la noche anterior. Puesto que no conocían su identidad, ¿por qué no había de inscribir su verdadero nombre en la ficha?

—¿Espera usted, señor comisario?

—No. Denme la contestación arriba.

Los especialistas habían regresado de la calle Popincourt con sus aparatos, pero los inspectores se habían quedado allá. Poco después de medianoche, Maigret recibió una llamada telefónica del prefecto.

—¿Nada nuevo?

—Nada positivo hasta ahora.

—¿Los periódicos?

—No publicaron más que el comunicado. Pero en cuanto salga la primera edición, me figuro que habrá asalto de periodistas.

—¿Qué opina usted, Maigret?

—Nada todavía. El hermano de Delteil quería a toda costa que fuese un crimen político. Le he disuadido de ello con mucha suavidad.

El director de la Policía Judicial telefoneó también e incluso el juez Rateau. Todos dormían mal aquella noche. En cuanto a Maigret, no tenía intención de ir a acostarse.

Era la una y cuarto cuando recibió una sorprendente llamada de teléfono. No provenía ya de los alrededores de la estación del Norte, ni siquiera del centro de la ciudad, sino de la comisaría de Neuilly.

Allí acababan de hablar de la llamada de Maigret a un agente que regresaba de patrullar y aquél se rascó la cabeza y terminó por refunfuñar:

—Quizá fuese mejor que le telefonease.

Había contado su historia al sargento de servicio y el sargento le había animado a que se dirigiese al comisario. Se trataba de un joven agente que vestía el uniforme desde hacía sólo algunos meses.

—Yo no sé si esto le interesará —dijo, demasiado cerca del teléfono, de modo que su voz vibraba—. Fue esta mañana, o mejor dicho, ayer mañana, porque ya es más de medianoche… Estaba de servicio en el bulevar Richard Wallace, al lado del Bois de Boulogne, casi frente a Bagatelle, porque sólo esta noche hago servicio nocturno… Hay una hilera de casas todas iguales… Eran aproximadamente las diez… Me paré para mirar un enorme coche de marca extranjera que tenía una matrícula que yo no conocía… Un joven, detrás de mí, salió de un inmueble, el que tiene el número 7 bis. No me fijé en él, porque marchaba con naturalidad en dirección a la esquina de la calle… Luego vi a la portera que salía a su vez y que tenía un aspecto raro… Como da la casualidad de que la conozco un poco, porque cambié algunas palabras con ella un día que llevaba una citación para alguien que vive en su casa, me reconoció. «Parece usted inquieta», le dije. Y ella me contestó: «Me pregunto qué venía ése a buscar en la casa». Miraba del lado del joven que estaba justamente volviendo la esquina. «Ha pasado delante de la portería sin preguntar nada —continuó la portera—. Se dirigió al ascensor, vaciló y comenzó a subir la escalera. Como no le había visto nunca, corrí detrás. "¿Por quién pregunta?". Había subido ya algunos escalones. Se volvió sorprendido, como asustado, y tardó un momento en contestarme. Todo lo que se le ocurrió como contestación fue: "He debido de equivocarme de edificio"».

El agente continuó:

—La portera pretende que la miraba de un modo tan extraño que no se atrevió a insistir. Pero cuando salió, le siguió. Como yo estaba también intrigado, me dirigí hacia la esquina de la calle Longchamps, mas no había nadie. Sólo ahora acaban de mostrarme la foto. Yo no estoy seguro, pero juraría que es él. Quizás he hecho mal en telefonearle. El sargento me ha dicho…

—Ha hecho usted muy bien.

Y el joven agente, que no perdía el hilo, añadió:

—Me llamo Émile Labraz.

Maigret llamó a Lapointe.

—¿Cansado?

—No, jefe.

—Vas a instalarte en mi despacho y tomar todas las comunicaciones. Espero estar aquí de vuelta dentro de tres cuartos de hora. Si hubiera algo urgente, llámame al bulevar Richard Wallace, en Neuilly, 7 bis. En casa de la portera, que debe de tener teléfono. Por cierto, ganaríamos tiempo si la telefoneases ahora para advertirla que necesito hablarle un momento. De este modo, tendrá tiempo de levantarse y ponerse una bata antes que yo llegue.

El trayecto por las calles desiertas llevó poco tiempo y, cuando llamó, encontró la portería iluminada y a la portera, no con bata, sino completamente vestida. Era un inmueble elegante y la portería, una especie de salón. En la habitación contigua, cuya puerta estaba entreabierta, se veía un niño dormido.

—¿Monsieur Maigret? —murmuró la buena mujer, toda emocionada de recibirle personalmente.

—Siento mucho haberla despertado. Quisiera solamente que mirase estas fotografías y me dijese si el joven que sorprendió usted ayer mañana en la escalera se parece a alguna de ellas.

Había tomado la precaución de proveerse de un juego de fotos que representaban a muchachos de la misma edad aproximadamente. La portera no titubeó más de lo que lo había hecho el industrial de Clermont.

—¡Es él! —dijo designando la foto de Alain Lagrange.

—¿Está usted completamente segura?

—No es posible equivocarse.

—Cuando le alcanzó usted, ¿no hizo ningún ademán de amenaza?

—¡No! Tiene gracia que me pregunte usted eso, porque he pensado en ello. Es más bien una impresión, ¿comprende? No quisiera afirmar nada de lo que no estoy segura. Cuando se volvió, no se movió, pero tuve una extraña sensación en el pecho. Para decirle todo, me pareció que vacilaba en hacerme una mala pasada.

—¿Cuántos inquilinos hay en la casa?

—Hay dos viviendas por piso, lo que hace catorce viviendas en los siete pisos. Pero hay dos vacíos en este momento. Una familia se marchó hace tres semanas al Brasil —eran brasileños de la Embajada— y el señor del quinto murió hace doce días.

—¿Podría usted darme una lista de los inquilinos?

—Es fácil. Tengo una ya hecha.

Había agua hirviendo en un hornillo de gas y, después de haber entregado al comisario una hoja de papel mecanografiada, la portera se puso a preparar café.

—He pensado que tomaría usted una taza. A estas horas… Mi marido, que tuve la desgracia de perder el año pasado, no pertenecía en realidad a la Policía, pero era guardia municipal.

—Veo dos nombres en la planta baja, los Delval y los Trelo.

La portera se echó a reír.

—Sí, los Delval. Son importadores que tienen sus oficinas en la plaza de las Victorias. Pero monsieur Trelo vive completamente solo. ¿No le conoce? Es el cómico de cine.

—De todos modos, no era contra ellos contra quienes venía el joven, puesto que, después de haber titubeado ante el ascensor, se dirigió hacia la escalera.

—En el primero izquierda, monsieur Desquins, que ve usted en la lista, está ausente en este momento. Está de vacaciones en casa de sus hijos, que tienen una propiedad en el Mediodía.

—¿Y qué hace?

—Nada. Tiene dinero. Es un viudo muy educado y apacible.

—A la derecha, Rosetti.

—Son italianos. Ella es una hermosa mujer. Tienen tres criados, además de un aya para el niño, que tiene poco más de un año.

—¿Profesión?

Monsieur Rosetti está en la industria del automóvil. Su coche era precisamente el que miraba el agente cuando salí detrás del joven.

—¿Y el segundo? Le pido excusas por tenerla levantada tanto tiempo.

—De nada. ¿Dos terrones de azúcar? ¿Leche?

—Solo. Muchas gracias. Mettetal. ¿Quiénes son?

—Gente rica también, pero que no pueden conservar a las criadas porque madame Mettetal, que no tiene buena salud, la toma con todo el mundo.

Maigret tomaba notas al margen de la lista.

—En el mismo piso veo: Beauman.

—Son corredores de diamantes. Están de viaje. Es la temporada y les hago llegar el correo a Suiza.

—En el tercero derecha, Jeanne Debul. ¿Una mujer sola?

—Sí, una mujer sola.

La portera dijo eso con el tono que las mujeres emplean generalmente para hablar de otra mujer a la que no tienen ninguna simpatía.

—¿Qué género?

—Es difícil llamar a eso un género. Se marchó ayer a mediodía a Inglaterra. Me sorprendió incluso que no hubiese hablado de ello.

—¿A quién?

—A su muchacha, una buena chica que me cuenta todo.

—¿Está arriba la criada?

—Sí. Ha pasado una parte de la velada en la portería. Remoloneaba en ir a acostarse porque es miedosa y le asusta dormir sola en el piso.

—¿Dice usted que se sorprendió?

—¿La criada? Sí. La noche anterior madame Debul volvió de madrugada, como le ocurre muchas veces. Fíjese que decimos «madame», pero estoy convencida de que no ha estado casada nunca.

—¿Qué edad?

—¿La verdadera o la que pretende?

—Las dos.

—La verdadera la conozco porque he tenido en la mano su documentación cuando alquiló el piso.

—¿Cuánto tiempo hace?

—Unos dos años. Antes, vivía en la calle de Notre-Dame-de-Lorette. En fin, tiene cuarenta y nueve años y pretende tener sólo cuarenta. Por la mañana, aparenta su edad. Por la noche, la verdad…

—¿Tiene un amante?

—No es lo que usted sospecha. De otro modo, no la conservaríamos en la casa. El administrador es muy severo en ese punto. No sé cómo explicárselo.

—Inténtelo usted.

—No es del mismo tipo que los demás inquilinos. Sin embargo, no es alguien de mala nota. No es una «entretenida», por ejemplo. Tiene dinero. Recibe cartas de su banco y de su agente de cambio. Podría ser una viuda o una divorciada que toma la vida por el lado agradable.

—¿Recibe visitas?

—Ningún gigoló, si es eso lo que está usted pensando. Su administrador viene de cuando en cuando. Algunas amigas, también. Algunas veces parejas. Pero es más bien la mujer que sale que la mujer que recibe visitas. Por la mañana, permanece en la cama hasta el mediodía. Después de comer suele ir al centro, siempre muy bien vestida, incluso bastante discretamente, y luego vuelve para ponerse el traje de noche y sólo le abro la puerta bien pasada la medianoche. Por otra parte, es curioso lo que dice Georgette, su muchacha. Gasta mucho dinero. Sólo sus pieles valen una fortuna y lleva siempre en el dedo una sortija con un brillante como un garbanzo. No por ello deja Georgette de pretender que es avara y que pasa una buena parte de su tiempo revisando las cuentas de la casa.

—¿Cuándo se marchó?

—Hacia las once y media. Es lo que sorprendió a Georgette. A esa hora, su ama hubiera debido estar todavía en la cama. Se hallaba durmiendo cuando recibió una llamada telefónica. Inmediatamente hizo que le trajesen una guía de ferrocarriles.

—¿Fue poco después cuando el muchacho intentó penetrar en la casa?

—Sí, un poco después. No esperó a desayunar y preparó el equipaje.

—¿Mucho equipaje?

—Solamente maletas. Ningún baúl. Ha viajado mucho.

—¿Por qué dice usted eso?

—Porque sus maletas están llenas de etiquetas de grandes hoteles de Deauville, Niza, Nápoles, Roma y otras ciudades extranjeras.

—¿Dijo cuándo volvería?

—A mí, no. Georgette no sabe nada tampoco.

—¿No le ha pedido que le remita su correspondencia?

—No. Telefoneó simplemente a la estación del Norte para reservar un asiento en el expreso de Calais.

A Maigret le llamó la atención la insistencia con que las palabras «estación del Norte» volvían a surgir desde el comienzo del caso. Fue en la consigna de la estación del Norte donde François Lagrange había depositado el baúl conteniendo el cuerpo del diputado. Y también fue en los alrededores de la estación del Norte donde su hijo había asaltado al industrial de Clermont Ferrand.

El mismo Alain se deslizaba por la escalera de un inmueble del bulevar Richard Wallace y, poco más tarde, una inquilina de ese inmueble partía de la estación del Norte. ¿Coincidencia?

—¿Sabe usted?, si tiene usted el menor deseo de interrogar a Georgette, a ella la encantará. Tiene tanto miedo de quedarse sola, que estará encantada de tener compañía.

Y la portera añadió:

—¡Y sobre todo una compañía como la suya!

Antes de nada, Maigret quería terminar con los inquilinos del edificio y los punteó pacientemente uno tras otro. Había, en el cuarto, un productor de cine, auténtico, cuyo nombre se veía en todas las paredes de París. Justamente encima de él, vivía un director de escena también conocido y, como por casualidad, en el séptimo vivía un guionista que hacía cada mañana gimnasia en el balcón.

—¿Quiere usted que vaya a avisar a Georgette?

—Quisiera hacer primero una llamada telefónica.

Telefoneó a la estación del Norte.

—Aquí, Maigret, de la Policía Judicial. Dígame: ¿hay algún tren para Calais que salga alrededor de medianoche?

El industrial había sido asaltado en la calle de Maubeuge alrededor de las once y media.

—A las doce y trece minutos.

—¿Expreso?

—El que enlaza, a las cinco y media, con el correo de Dover. No hace paradas en el trayecto.

—¿No recuerda usted si han vendido un billete a un muchacho solo?

—Los empleados que se encontraban en las taquillas en ese momento han ido a acostarse.

—Muchas gracias.

Llamó a la Policía del puerto, en Calais, y les dio la descripción de Alain Lagrange.

—Está armado —añadió, por si acaso.

Y, sin creérselo, anunció, después de haber vaciado su taza de café:

—Subo a ver a Georgette. Avísela.

—A lo que contestó la portera con sonrisa maliciosa:

—¡Tenga mucho cuidado! Es una hermosa muchacha…

Y añadió:

—¡…a quien le gustan los buenos mozos!