Capítulo V

En el que la criada está satisfecha de sí misma,

pero en el que Maigret, hacia las seis de la

mañana, lo está menos de sí mismo

Era sonrosada, con senos gruesos, embutida en un pijama de crespón color rosa, lavado tan frecuentemente que dejaba transparentar sombras. Se habría dicho que su cuerpo, demasiado redondo por todas partes, estaba inacabado, y su cutis, demasiado lozano para París, hacía pensar en un pajarillo que no ha perdido aún la pelusa. Cuando le abrió la puerta, Maigret percibió olor a cama y a axilas.

Había dejado que la portera la telefonease para despertarla y anunciarle que subía. No debía de haber conseguido contestación en seguida, porque, cuando llegó al tercero, seguía sonando el timbre del teléfono. Tuvo que esperar. El aparato estaba demasiado lejos del descansillo para que oyese la voz. Percibió pasos sobre la moqueta, y la muchacha le abrió sin avergonzarse de ello y sin haberse tomado la molestia de ponerse una bata. ¿Quizá no poseía ninguna? Cuando se levantaba por la mañana era para ponerse al trabajo, y cuando se desnudaba por la noche era para acostarse. Era rubia, tenía los cabellos despeinados y le quedaban restos de maquillaje sobre los labios.

—Siéntese usted ahí.

Habían atravesado el recibidor y la muchacha había encendido en el salón solamente una gran lámpara de pie. Para ella, había elegido el canapé verde pálido, donde se había medio tendido. El aire que entraba por las altas puertas-ventanas hinchaba las cortinas. Ella miraba a Maigret con la seriedad de los niños que examinan a una persona mayor de la que les han hablado mucho.

—Yo no me lo imaginaba a usted exactamente así —confesó por fin.

—¿Cómo me imaginaba usted?

—No sé. Está usted mejor.

—La portera me ha dicho que no me guardaría usted rencor si subía a hacerle algunas preguntas.

—¿Respecto a mi señora?

—Sí.

Aquello no la sorprendía. Nada debía de sorprenderla.

—¿Qué edad tiene usted?

—Veintidós años. De los cuales llevo seis en París. Puede usted empezar.

Comenzó por tenderle la fotografía de Alain Lagrange.

—¿Le conoce usted?

—No le he visto nunca.

—¿Está usted segura de que no ha venido nunca a ver a su señora?

—En todo caso, no ha venido desde que yo estoy con ella. Los jóvenes no son su tipo, a pesar de lo que pudiera creerse.

—¿Por qué podrían pensar lo contrario?

—Por su edad.

—¿Hace tiempo que está usted a su servicio?

—Desde que se mudó aquí, hace cerca de dos años.

—¿No estaba con ella cuando vivía en la calle de Notre-Dame-de-Lorette?

—No. Fui a pretender el día que se mudaba.

—¿Tenía aún a su antigua muchacha?

—Ni siquiera la vi. Como quien dice, comenzaba de nuevo. Los muebles, los cacharros, todo era nuevo.

Para ella, aquello parecía tener un sentido y Maigret creía comprender lo que pensaba in mente.

—¿No la quiere usted?

—No es del tipo de mujeres a quienes se puede querer. Por otra parte, a ella le da igual.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que se basta a sí misma. No se toma la molestia de ser amable. Cuando habla, no es por usted, sino porque tiene ganas de hablar.

—¿No sabe usted quién la telefoneó cuando decidió de repente marchar a Londres?

—No. Fue ella quien cogió el teléfono. No pronunció nombre alguno.

—¿Pareció sorprendida, fastidiada?

—Si la conociese, sabría usted que nunca demuestra lo que siente.

—¿Ignora usted todo su pasado?

—Salvo que vivía en la calle de Notre-Dame-de-Lorette, que se muestra muy campechana conmigo y que repasa todas las cuentas.

Oyéndola, aquello lo explicaba todo y esta vez también Maigret tenía la impresión de que la comprendía.

—En suma; según usted, no es una verdadera mujer de mundo.

—Desde luego que no. Trabajé en casa de una auténtica mujer de mundo y conozco la diferencia. He trabajado también en el barrio de la plaza Saint-Georges, en casa de una mujer a quien mantenía su amante.

—¿Ha sido «entretenida» Jeanne Debul?

—Si lo ha sido, ya no lo es ahora. Seguramente es rica.

—¿Vienen hombres a su casa?

—Su masajista todos los días. A él también le hablaba con familiaridad y le llamaba Ernest.

—¿Nada entre ellos?

—Eso no le interesa.

La chaqueta del pijama de la muchacha era de esas que se meten por la cabeza, muy corta, y como Georgette se había echado sobre los cojines, aparecía una faja de piel por encima de la cintura.

—¿No le molesta que fume?

—La ruego me perdone —dijo Maigret—, pero no tengo cigarrillos.

—Los hay en ese velador…

Ella encontró natural que el comisario Maigret se levantase y le tendiese un paquete de cigarrillos egipcios pertenecientes a Jeanne Debul. Mientras él sostenía la cerilla, la muchacha daba chupadas torpes al cigarrillo y echaba el humo como una principiante.

Estaba satisfecha de sí misma y contenta de haber sido despertada por un hombre tan importante como Maigret, que la escuchaba con atención.

—Tiene muchas amigas y amigos, pero vienen aquí muy raramente. Ella les telefonea y les llama la mayoría de las veces por su nombre de pila. Los ve por la tarde en cócteles o en restaurantes y, por la noche, en los cabarets. Me he preguntado frecuentemente si, anteriormente, no tuvo una casa de citas. ¿Se da cuenta de lo que quiero decir?

—¿Y la gente que viene aquí?

—Su administrador, sobre todo. Lo recibe en su despacho. Es un abogado, monsieur Gibon, que no es del barrio; vive en el distrito noveno. Le conocía, pues, de antes, cuando vivía en el mismo barrio. Hay también un hombre más joven que está en el Banco y con el que discute sus inversiones. Es a él a quien telefonea cuando tiene que dar órdenes de Bolsa.

—¿No ve usted nunca a un tal François Lagrange?

—¿La zapatilla?

Continuó, riéndose:

—No soy yo quien le llama así. Es la señora. Cuando le anuncio que está aquí, gruñe: «¡Otra vez esa zapatilla vieja!». Esto también es un signo, ¿no le parece? Él, para anunciarse, dice siempre: «Pregunte a madame Debul si puede recibir al barón Lagrange».

—¿Le recibe?

—Casi siempre.

—¿Lo que significa frecuentemente?

—Pongamos una vez por semana. Hay semanas que no viene y otras que viene dos veces. La semana pasada vino dos veces el mismo día.

—¿Hacia qué hora?

—Siempre por la mañana, alrededor de las once. Aparte de Ernest, el masajista, es al único que recibe estando en la cama.

Y como Maigret acusara el golpe:

—No es lo que usted cree. Incluso para el abogado, se viste. Reconozco que viste bien, con sencillez. Es incluso lo que me chocó desde el primer momento: su forma de ser cuando está en la cama y su forma de ser cuando está vestida. Son dos personas distintas. No habla del mismo modo, se diría que cambia hasta la voz.

—¿Es más ordinaria en la cama?

—Sí. No es solamente ordinaria. No encuentro la palabra.

—¿François Lagrange es al único a quien recibe así?

—Sí, sí. Le dice, sin importar el atuendo en que se encuentre en aquel momento: «Entra, tú…», como si fueran viejos camaradas…

—¿…o viejos cómplices?

—Si usted quiere. Hasta que yo salgo, no hablan de nada importante. Él se sienta tímidamente en el borde de la butaca, como si temiera arrugar el raso.

—¿Lleva papeles, alguna cartera con él?

—No. Es un buen mozo. No es mi tipo, pero le encuentro fachada.

—¿No ha oído usted nunca su conversación?

—Con ella, no es posible. Adivina todo. Tiene el oído fino. Es más bien ella quien escucha en las puertas. Si alguna vez telefoneo, puedo estar segura de que está en alguna parte espiándome. Si llevo una carta al correo, me dice: «¿A quién estarás tú escribiendo?». Y sé que mira la dirección. ¿Se imagina usted el tipo?

—Ya veo.

—Hay algo que no ha visto usted todavía y que va a sorprenderle.

Se levantó y tiró la colilla al cenicero.

—Sígame. Ahora ya conoce usted el salón. Está amueblado en el estilo de todos los salones del edificio. Uno de los mejores decoradores de París se encargó del trabajo. Aquí, el comedor, en estilo moderno también. Espere que encienda.

Empujó una puerta, dio vuelta a un conmutador y se hizo a un lado para dejarle ver un dormitorio todo de raso blanco.

—Ahora, aquí, cómo se viste por la noche…

En una pieza contigua, la muchacha abrió los armarios y pasó la mano por la seda de los vestidos bien alineados.

—Bueno, venga ahora.

Precedía al comisario por un pasillo; el crespón del pantalón del pijama se había pegado por detrás. Abrió otra puerta, volvió a dar la vuelta a un conmutador.

—¡Aquí tiene usted!

Era, en la parte trasera del piso, un despachito que habría podido ser el de un hombre de negocios. No se encontraba allí la menor huella de feminidad. Un archivador metálico pintado de verde; detrás del sillón giratorio había una enorme caja de caudales de un modelo reciente.

—Aquí es donde pasa parte de las tardes y donde recibe al abogado y al hombre del Banco. Mire…

Señalaba un montón de periódicos: «El Correo de la Bolsa». Cierto es que, al lado, Maigret vio un periódico de carreras.

—¿Lleva gafas?

—Solamente en esta habitación.

Había un par de gafas grandes, con montura de concha, sobre el secante con esquinas de piel.

Maigret intentó, maquinalmente, abrir el archivador, pero estaba cerrado con llave.

—Todas las noches, al volver, viene a encerrar sus alhajas en la caja de caudales.

—¿Y qué contiene además? ¿Ha visto usted el interior?

—Títulos, sobre todo; papeles y una libretita roja que ella consulta frecuentemente.

De la mesa Maigret cogió uno de esos listines en los cuales se anotan los números de teléfono que se utilizan frecuentemente y se puso a recorrer sus páginas. Leía los nombres a media voz. Georgette explicaba:

—El lechero…, el carnicero…, la ferretería de la avenida Neuilly, el zapatero de la señora…

Cuando, en lugar de apellidos, había sólo un nombre de pila, sonreía satisfecha.

—Olga… Nadine… Marcelle…

—¿Qué le decía yo?

Algunos nombres masculinos también, aunque menos. Y luego nombres que la criada no conocía. En el apartado «Bancos», no se contaban menos de cinco establecimientos inscritos, entre ellos un Banco americano de la plaza Vendôme.

Buscó, sin encontrarlo, el nombre de Delteil. Había en un sitio un André y un Pierre. ¿Se trataba del diputado y su hermano?

—Después de haber visto el resto de la casa y el guardarropa, ¿esperaba usted encontrarse esto?

Maigret dijo que no por darle gusto.

—¿No tiene usted sed?

—La portera ha tenido la gentileza de prepararme café.

—¿Y no quiere usted una copita?

Le volvió a llevar hacia el salón, apagando las luces tras ellos, y como si la entrevista hubiera de durar aún mucho tiempo, volvió a tomar asiento en el canapé al ver que Maigret había rechazado el licor.

—¿Bebe su ama?

—Como un hombre.

—¿Eso quiere decir mucho?

—Yo sólo la he visto borracha una vez o dos al volver de madrugada. Se prepara un whisky inmediatamente después del café con leche, y en el transcurso de la tarde se toma otros tres o cuatro. Por eso digo que bebe como un hombre. Se traga el whisky casi puro.

—¿No le ha dicho en qué hotel de Londres iba a hospedarse?

—No.

—¿Ni cuánto tiempo iba a permanecer allí?

—No me dijo nada. No tardó ni media hora en hacer sus maletas y vestirse.

—¿Cómo iba vestida al marcharse?

—Llevaba un traje sastre gris.

—¿Se ha llevado trajes de noche?

—Dos.

—Creo que ya no tengo nada más que preguntarle y que voy a dejarla que se acueste.

—¿Ya? ¿Tiene usted prisa?

Descubría adrede un poco más de piel entre las dos partes del pijama y cruzaba las piernas deliberadamente.

—¿Le ocurre a menudo hacer sus investigaciones de noche?

—Algunas veces.

—¿No quiere usted tomar nada?

La muchacha suspiró.

—Yo, ahora que me he espabilado, no voy a poder volverme a dormir. ¿Qué hora es?

—Van a dar las tres.

—A las cuatro empieza a amanecer y los pájaros se ponen a cantar.

Maigret se levantó, molesto por decepcionarla, y quizá tuvo ella todavía la esperanza de que él no deseaba marcharse, sino acercarse a ella. Sólo cuando vio al comisario dirigirse hacia la puerta, se levantó a su vez.

—¿Volverá usted?

—Es posible.

—No me molestará usted nunca. No tiene usted más que tocar dos timbrazos cortos y uno largo. Sabré que es usted y le abriré. Cuando estoy sola, no abro nunca.

—Muchas gracias, señorita.

Volvió a encontrar el olor a cama y a axila. Uno de los gruesos senos rozó su manga con cierta insistencia.

—¡Buena suerte! —le dijo la muchacha a media voz cuando el comisario llegó a la escalera.

Se asomó por la barandilla para verle bajar.

En la Policía Judicial encontró a Janvier esperándole, después de haber pasado varias horas en la calle de Popincourt; parecía extenuado.

—¿Todo va bien, jefe? ¿Ha hablado?

Maigret dijo que no con la cabeza.

—He dejado allí a Houard, por si acaso. Hemos puesto todo el piso patas arriba, sin que diera gran resultado. He querido solamente mostrarle esto.

Maigret se sirvió primero un vaso de anís y pasó la botella al inspector.

—Va usted a ver. Es bastante curioso.

En unas tapas de cartón, arrancadas de un cuaderno escolar, había recortes de periódicos, algunos ilustrados con fotografías.

Maigret, con las cejas fruncidas, leía los titulares, recorría los textos, mientras Janvier le miraba con aire raro.

Todos los artículos, sin excepción, hablaban del comisario; algunos de hacía siete años. Eran informaciones de investigaciones, aparecidas día por día, y frecuentemente, de la sesión de la Audiencia.

—¿No nota usted nada, jefe? Mientras le esperaba a usted me he tomado la molestia de leerlos de cabo a rabo.

Maigret notaba algo, pero prefería no hablar de ello.

—¿Verdad que podría jurarse que han elegido los casos en los cuales usted parecía defender más o menos al culpable?

Incluso uno de los artículos se titulaba: «El comisario es un buen chico».

Otro estaba dedicado a una declaración de Maigret, en la Audiencia, declaración en el curso de la cual todas sus contestaciones mostraban su simpatía por el joven al que estaban juzgando.

Más claro aún era otro artículo, aparecido un año antes en un semanario, que no trataba de un caso particular, sino de la culpabilidad en general, y se titulaba: «La bondad de Maigret».

—¿Qué opina usted? Todos estos recortes prueban que el hombre le sigue a usted desde hace tiempo y se interesa por sus hechos, sus gestos y su carácter.

Algunas palabras estaban subrayadas con lápiz azul; «indulgencias y comprensión», entre otras.

Por fin, había un trozo completamente encuadrado, en el que un periodista contaba la última mañana de un condenado a muerte y revelaba que, después de haberse negado a que viniese un sacerdote, el condenado había solicitado la gracia de una última entrevista con el comisario Maigret.

—¿No le hace a usted gracia?

Maigret se había tornado más serio, en efecto, más pesado, como si aquel descubrimiento le abriera nuevos horizontes.

—¿No has encontrado nada más?

—Facturas. Sin pagar, evidentemente. El barón debe dinero en todas partes. El carbonero no ha cobrado desde el invierno pasado. He aquí una foto de su mujer con su primer hijo.

La foto era mala. El vestido, anticuado, y el peinado también. La mujer era joven y posaba con una sonrisa melancólica. Quizá la época lo requería así, para hacer distinguido. Maigret habría jurado, sin embargo, que nada más ver la fotografía cualquiera hubiera comprendido que aquella mujer no tendría un destino feliz.

—En un armario he encontrado uno de sus vestidos, de raso azul pálido, y una caja de cartón llena de ropas de niño.

Janvier tenía tres hijos, el último de los cuales sólo tenía un año.

—Mi mujer, en cambio, no conserva más que sus primeros zapatos.

Maigret descolgó el auricular.

—¡La Enfermería Especial! —dijo a media voz—. ¡Allô! ¿Quién está al aparato?

Era la enfermera, una pelirroja a quien conocía.

—Aquí, Maigret. ¿Cómo va Lagrange? ¿Cómo? La oigo mal.

Decía que su enfermo, a quien le habían puesto una inyección, se había dormido casi en seguida. Media hora más tarde oyó un ligero ruido y fue de puntillas a ver.

—Estaba llorando.

—¿No le ha hablado?

—Me oyó y encendí la luz. Le relucían aún lágrimas en las mejillas. Me miró largo rato en silencio y tengo la impresión de que titubeaba en hacerme confidencias.

—¿Le daba a usted la impresión de estar en sus cabales?

Ella también titubeó.

—No soy yo quien ha de juzgarlo —dijo batiéndose en retirada.

—¿Y después?

—Hizo un ademán para cogerme la mano.

—¿Se la cogió?

—No. Se puso a gemir repitiendo siempre las mismas palabras: «No les permitirá usted que me peguen, ¿verdad…? No quiero que me peguen…».

—¿Eso es todo?

—Y, al final, se agitó. Creí que iba a saltar de la cama y se puso a gritar: «¡No quiero morir!… ¡No quiero!… ¡No deben dejarme morir!…».

Maigret colgó y se volvió hacia Janvier, que, frente a él, luchaba contra el sueño.

—Puedes ir a acostarte.

—¿Y usted?

—Tengo que esperar hasta las cinco y media. Necesito saber si ese crío ha tomado realmente el tren de Calais.

—¿Con qué motivo lo habría tomado?

—Para reunirse con alguien en Inglaterra. El miércoles, por la mañana, Alain le había robado su automático y se había provisto de cartuchos. El jueves había ido al bulevar Richard Wallace, y media hora después Jeanne Debul, que conocía a su padre, recibía una llamada telefónica y partía a toda prisa de la estación del Norte.

¿Qué hizo el muchacho durante la tarde? ¿Por qué no partió en seguida? ¿No podía suponerse que era por falta de dinero?

Para encontrarlo por el único medio que tenía a su alcance, había de esperar a la caída de la noche.

Como por casualidad, atacó al industrial de Clermont Ferrand no lejos de la estación del Norte, poco antes de la partida de un tren para Calais.

—Por cierto, se me olvidaba decirle que han telefoneado a propósito de la cartera. La han encontrado en la calle.

—¿En qué calle?

—Calle de Dunkerque.

Continuaba cerca de la estación.

—Sin el dinero, claro.

—Antes de marcharte, telefonea al servicio de Pasaportes. Pregúntales si han expedido un pasaporte a nombre de Alain Lagrange.

Durante este tiempo, se plantó ante la ventana. No era aún de día, sino la hora gris y fría que precede a la salida del sol. En una especie de polvo glauco, el Sena se deslizaba, casi negro, y un marinero lavaba con agua abundante el puente de su barco amarrado al muelle. Un remolcador, sin ruido, bajaba la corriente para ir a algún sitio a buscar su ristra de pinazas.

—Solicitó un pasaporte hace once meses, jefe. Deseaba ir a Austria.

—Luego su pasaporte es valedero aún. No se exige visado alguno para Inglaterra. ¿Lo has encontrado entre sus cosas?

—No, nada.

—¿Y ropa para mudarse?

—No debe de poseer más que un traje decente y lo lleva puesto. Tiene otro en el armario, rozado hasta la trama. Y todos los calcetines que hemos visto estaban agujereados.

—Vete a dormir.

—¿Está usted seguro de que ya no me necesita?

—Completamente seguro. Además, quedan dos inspectores en el despacho.

Maigret no se dio cuenta de que se adormecía en su sillón y, cuando abrió de repente los ojos porque el remolcador de antes subía la corriente y pitaba antes de pasar por debajo del puente, seguido de siete pinazas, el cielo estaba rosado y se veían trazos luminosos en el ángulo de ciertos tejados. Miró su reloj y descolgó el teléfono.

—¡La Policía del puerto, en Calais!

Tardó cierto tiempo en obtener la comunicación. La Policía del puerto no contestaba. El inspector que vino por fin al aparato estaba sin aliento.

—Aquí Maigret, de la Policía Judicial de París.

—Estoy al corriente.

—¿Qué hay?

—Ahora mismo hemos terminado el examen de los pasaportes. El barco sigue en el muelle. Mis compañeros continúan allí.

Maigret oyó la sirena del correo que iba a partir.

—¿Y el joven Lagrange?

—No hemos encontrado nada. Nadie que se le parezca. Había pocos pasajeros y la comprobación fue fácil.

—¿Tiene usted la lista de los que se embarcaron ayer?

—Voy a buscarla en el despacho de al lado. ¿Espera usted?

Cuando habló de nuevo, fue para anunciar:

—Tampoco veo ningún Lagrange entre los que se marcharon ayer.

—No se trata de Lagrange. Mire usted si figura una tal Jeanne Debul.

—Debul… Debul… D… D… Aquí está Daumas, Dazergues… Debul, Jeanne, Louise, Cleméntine, cuarenta y nueve años, con domicilio en Neuilly-sur Seine, 7 bis, bulevar…

—Ya sé… ¿Qué destino ha dado?

—Londres, hotel Savoy…

—Muchas gracias. ¿Está usted seguro de que Lagrange…?

—Puede usted tener confianza, señor comisario.

Maigret tenía calor, quizá por no haberse acostado. Estaba de mal humor y cogió la botella de anís con aire de vengarse de algo. De repente, descolgó de nuevo el auricular y gruñó:

—Le Bourget.

—Perdón, ¿cómo dice?

—Le pido comunicación con Le Bourget.

Su voz era áspera; el telefonista se apresuró.

—Aquí, Maigret, de la Policía Judicial.

—Inspector Mathieu.

—¿Hay algún avión para Londres durante la noche?

—Hay uno a las diez de la noche, otro a las doce cuarenta y cinco, y, por último, el primer avión de la mañana acaba de despegar hace unos instantes. Le oigo todavía tomar altura.

—¿Quiere usted procurarse la lista de los pasajeros?

—¿De cuál de ellos?

—Del de las doce cuarenta y cinco.

—Un momento…

Era raro que Maigret fuese tan poco amable.

—¿La tiene usted ya?

—Sí.

—Busque Lagrange.

—Bien… Lagrange, Alain, François, Marie…

—Muchas gracias.

—¿Eso es todo?

Maigret había colgado ya. A causa de la maldita estación del Norte, que le había hipnotizado, no había pensado en el avión, de modo que en aquel momento Alain Lagrange, con su revólver cargado, se encontraba en Londres desde hacía un buen rato.

—Su mano se movió un instante sobre la mesa antes de coger de nuevo el teléfono.

—El hotel Savoy, de Londres.

Consiguió la comunicación en seguida.

—Hotel Savoy. La oficina de recepción a la escucha.

Le molestaba repetir su parlamento, su nombre y cargo.

—¿Puede usted decirme si una tal Jeanne Debul llegó ayer a ese hotel?

Aquello fue más corto que con la Policía. El empleado de la recepción tenía a mano la lista de sus clientes.

—Sí, señor. Habitación 605. ¿Desea usted hablar con ella?

Maigret titubeó:

—No. Vea usted si ha llegado ahí esta noche un tal Alain Lagrange.

Tardó apenas un poco más.

—No, señor.

—Supongo que pide usted el pasaporte a los viajeros, a su llegada.

—Desde luego. Nos atenemos al reglamento.

—Alain Lagrange no podría, por tanto, estar alojado ahí bajo otro nombre.

—A menos de poseer un pasaporte falso. Quiero hacerle notar que son comprobados todas las noches por la Policía.

—Gracias.

Le quedaba por hacer una llamada telefónica y ésta, le disgustaba particularmente, tanto más cuanto que iba a verse obligado a echar mano de su escaso inglés aprendido en el colegio.

—Scotland Yard.

Habría sido un milagro que el inspector Pyke, que había estado en Francia, estuviera de servicio a tal hora. Tuvo que contentarse con un desconocido que fue lento en comprender quién era él y que le contestó con voz gangosa.

—Una tal Jeanne Debul, de cuarenta y nueve años, se hospeda en el hotel Savoy, habitación 605… Desearía que durante las próximas horas la hiciera vigilar discretamente.

Su lejano interlocutor tenía la manía de repetir las últimas palabras de Maigret, pero con acento correcto, como para corregirle.

—Es posible que un muchacho joven intente visitarla o ponerse en su camino. Le doy su descripción…

Y después de haber facilitado la descripción, añadió:

—Está armado con un Smith & Wesson especial. Esto le permite detenerle. Le mandaré su fotografía por telefoto dentro de algunos minutos.

Pero el inglés no compartía este criterio y Maigret se vio obligado a dar detalles y a repetir tres o cuatro veces lo mismo.

—En suma, ¿qué desea usted que hagamos?

Ante tanta obstinación, Maigret estaba pesaroso de haber tomado la precaución de telefonear a Scotland Yard y sentía deseos de contestar: «Nada».

Estaba sudando.

—Estaré allí lo antes posible —terminó por declarar.

—¿Quiere usted decir que viene a Scotland Yard?

—Sí, voy a Londres.

—¿A qué hora?

—No lo sé. No tengo ante mí el horario de aviones.

—¿Viene usted en avión?

Terminó por colgar, exasperado, mandando a todos los diablos a aquel funcionario al que no conocía y que era quizás un buen hombre. ¿Qué habría contestado Lucas a un inspector del Yard que le hubiera telefoneado a las seis de la mañana para contarle una historia del mismo género en francés chapurreado?

—Soy yo otra vez. Póngame de nuevo con Le Bourget.

Un avión partía a las ocho quince. Le daba tiempo para pasarse por el bulevar Richard Lenoir, mudarse e incluso afeitarse y desayunar. Madame Maigret tuvo buen cuidado de no hacerle preguntas.

—Ignoro cuándo volveré —dijo, gruñón, con una vaga intención de hacer enfadar a su mujer para poder desahogar los nervios en alguien—. Me voy a Londres.

—¡Ah!

—Prepara mi maleta pequeña con una muda y mis chismes de afeitar. Deben de quedar algunas libras esterlinas en el fondo del cajón.

Sonaba el teléfono. Estaba poniéndose la corbata.

—¿Maigret? Aquí, Rateau.

El juez de instrucción, que, como era de esperar, había pasado la noche en su cama y estaba, sin duda, encantado de despertarse con un sol hermoso, mientras tomaba su desayuno, pedía noticias.

—¿Cómo?

—Digo que no tengo tiempo, que tomo el avión para Londres dentro de treinta y cinco minutos.

—¿Para Londres?

—Eso es.

—Pero ¿qué ha descubierto usted que…?

—Perdóneme si cuelgo, pero el avión no espera.

Estaba en tal estado de ánimo, que añadió:

—¡Le enviaré tarjetas postales!

En aquel momento, naturalmente, ya había colgado el auricular.