Capítulo VI
En el que Maigret hace el sacrificio de llevar un
clavel en el ojal, aunque no le sirve de nada
Se encontraron nubes al acercarse a la costa inglesa y volaron por encima. Por un amplio hueco, Maigret tuvo la suerte de ver el mar, que brillaba como las escamas de los peces, y barcos de pesca que dejaban tras ellos un rastro de espuma.
Su vecino se inclinó amablemente para señalarle unas rocas gredosas, explicándole:
—Dover…
Le dio las gracias con una sonrisa y pronto no hubo más que un vapor casi transparente entre la tierra y el avión. Sólo algunas veces se salía casi en seguida para encontrar debajo de sí pastos moteados de manchas minúsculas.
Por fin, el paisaje empezó a ladearse y se encontraron en el aeródromo de Croydon. También encontraron a míster Pyke. Porque míster Pyke estaba allí, esperando a su colega francés. No en el propio campo de aterrizaje, como hubiera podido sin duda hacerlo, ni apartado de la muchedumbre, sino con ésta, muy formalito, detrás de las barreras que separaban a los pasajeros de los parientes o de los amigos que los esperaban.
No hizo grandes gestos, no agitó ningún pañuelo. Cuando Maigret miró hacia donde se encontraba se contentó con hacerle una ligera inclinación de cabeza, como debía de hacerla cada mañana al encontrarse con sus colegas en la oficina.
Hacía años que no se habían visto y doce o trece que el comisario no había puesto los pies en Inglaterra.
Siguió la fila y penetró, con su maleta en la mano, en un edificio donde tenía que pasar por las oficinas de inmigración y por la aduana. Míster Pyke seguía allí, tras un cristal, con un traje gris oscuro que parecía demasiado estrecho, su sombrero de fieltro y un clavel en el ojal.
Aquí también habría podido decir al oficial de Inmigración: «Es el comisario Maigret que viene a vernos…».
Maigret lo habría hecho por él en Le Bourget. No le guardaba rencor, sin embargo, comprendiendo, por el contrario, que era una especie de delicadeza por su parte. Era él quien estaba un poco avergonzado por su enfado de la mañana con el funcionario del Yard, porque el hecho de estar Pyke allí significaba que el hombre no había cumplido mal su oficio y que incluso había mostrado iniciativa. No eran más que las diez y media. Para llegar a tiempo a Croydon, Pyke había dejado Londres casi inmediatamente después de haber entrado en su despacho.
Maigret salía de la habitación. La mano seca y dura se tendió.
—¿Cómo va usted?
Pyke proseguía en francés, lo que para él era un sacrificio, porque lo hablaba con dificultad y padecía por cometer incorrecciones.
—Espero que va usted… a enjoy…, ¿cómo traduce usted…?, gozar. Sí, gozar de este día resplandeciente.
Por cierto, era la primera vez que Maigret se encontraba en Inglaterra en verano, y se preguntaba si había visto alguna vez Londres bajo un sol auténtico.
—He pensado que preferiría usted hacer el trayecto en coche, en lugar de ir en el autocar de la compañía.
Pyke no le hablaba de su investigación, no hacía ninguna alusión a ella; todo formaba parte de su sentido del tacto. Tomaron asiento en un coche Bentley del Yard, conducido por un chófer uniformado, y éste, respetando escrupulosamente los reglamentos de velocidad, no pasó de largo ante ninguna luz roja.
—Bonito, ¿verdad?
Pyke designaba una hilera de casitas rosadas que, a la luz grisácea, habrían parecido tristes, pero que bajo el sol eran bonitas. Tenía cada una, entre la puerta y la verja, un cuadro de césped un poco mayor que una sábana. Se sentía que saboreaba aquel espectáculo de los alrededores de Londres, donde vivía él mismo.
A las casas rosadas sucedieron casas amarillas, luego casas pardas y de nuevo rosadas. Empezaba a hacer calor y en algunos jardincillos funcionaba una regadora automática.
—Iba a olvidar mostrarle esto.
Tendió a Maigret un papel en el que había notas escritas en francés:
Alain Lagrange, diecinueve años, empleado de oficina. Llegó a las cuatro de la mañana al hotel Gilmore, frente a la estación Victoria, sin equipaje.
Durmió hasta las ocho. Salió.
Se presentó primero en el hotel Astoria y se informó si allí se hospedaba madame Jeanne Debul.
Se dirigió después al hotel Continental y luego al hotel Claridge, en donde hizo la misma pregunta.
Parece seguir lista alfabética de los grandes hoteles.
No ha venido nunca a Londres. No habla inglés.
Maigret también se contentó con hacer un gesto de agradecimiento. Estaba cada vez más arrepentido de sus malos pensamientos respecto al funcionario de la mañana.
Después de un largo silencio y varias hileras de casas iguales, Pyke tomó la palabra:
—Me he permitido reservarle una habitación en el hotel, porque tenemos muchos turistas en este momento.
Tendió a su colega una ficha que llevaba el nombre del Savoy y el número de la habitación; Maigret estuvo a punto de no prestarle atención. El número le sorprendió: 604.
Así, pues, habían pensado en alojarlo justamente enfrente de Jeanne Debul.
—¿Sigue aquí esta persona? —preguntó Maigret.
—Lo estaba cuando hemos dejado Croydon. He recibido un informe telefónico cuando su avión comenzaba a aterrizar.
Nada más. Pyke estaba satisfecho, no tanto de probar a Maigret que la Policía inglesa es eficiente como de mostrarle Inglaterra bajo un sol indiscutible.
Cuando penetraron en Londres y se cruzaron con los grandes autobuses rojos y vieron mujeres con vestidos claros en las aceras, no pudo menos de murmurar:
—Esto es algo, ¿no?
Y al acercarse al Savoy:
—Si no está usted ocupado, ¿podría venir a recogerle para almorzar hacia la una? De aquí a entonces estaré en mi despacho. Puede usted telefonearme.
Eso fue todo. Le dejó entrar solo en el hotel, mientras el chófer de uniforme entregaba la maleta a uno de los mozos.
¿Le reconoció el empleado de la recepción después de doce años? ¿Le conocía solamente por las fotografías? ¿O era tan sólo una adulación profesional o el hecho de que su habitación había sido reservada por el Yard? Sin esperar a que hablase, le tendió su llave:
—¿Ha tenido usted buen viaje, monsieur Maigret?
—Estupendo, muchas gracias.
El inmenso vestíbulo, donde a cualquier hora del día o de la noche había gente ocupando profundos sillones, le impresionaba siempre un poco. A la derecha vendían flores. Todos los hombres llevaban una en el ojal, y, a causa del humor de Pyke, sin duda, Maigret se compró un clavel rojo.
Recordaba que el bar estaba a la izquierda. Se dirigió hacia la puerta de cristales, que intentó en vano abrir.
—¡A las once y media, señor!
Maigret se puso serio. Siempre ocurría así en el extranjero. Detalles que le encantaban e, inmediatamente, otro detalle que le ponía de mal talante. ¿Por qué diablos no tenía derecho a beber una copa antes de las once y media? No se había acostado en toda la noche. Tenía la sangre en la cabeza y el sol le producía una especie de vértigo. ¿Quizá también el movimiento del avión?
Cuando se dirigía hacia el ascensor, un hombre al que no conocía se acercó a él.
—La señora acaba de ordenar que le suban el desayuno. Míster Pyke me ha rogado que le tenga al corriente. ¿Debo permanecer a su disposición?
Era un hombre de Scotland Yard, que no resultaba fuera de lugar en este hotel lujoso; él también llevaba una flor en el ojal. La suya era blanca.
—¿No se ha presentado el joven?
—Hasta ahora, no.
—¿Quiere usted vigilar el vestíbulo y avisarme cuando llegue?
—Aún transcurrirá tiempo antes de que llegue a la letra S. Creo que el inspector Pyke ha puesto a uno de mis compañeros vigilando el hotel Gilmore.
La habitación era amplia y tenía anejo un salón gris perla, cuyas ventanas daban al Támesis, por donde justamente pasaba ahora un barco, parecido a los barquitos de París, cuyos dos puentes estaban cubiertos de turistas.
Maigret tenía tanto calor que decidió tomar una ducha y cambiarse de ropa. Estuvo a punto de telefonear a París para tener noticias del barón, pero cambió de opinión, se vistió y entreabrió la puerta de su habitación. El 605 estaba enfrente. Se veía sol por debajo de la puerta, lo que indicaba que habían apartado las cortinas. En el momento en que iba a llamar oyó el ruido del agua en la bañera y comenzó a pasearse por el pasillo fumando su pipa. Una camarera que pasaba le miró con curiosidad. Debió de hablar de él en la cocina, porque un camarero de smoking vino a observarle a su vez. Entonces, viendo en su reloj que eran las once y veinticuatro minutos, tomó el ascensor, llegando a la puerta del bar en el mismo momento en que abrían. Por otra parte, otros caballeros que habían esperado aquel momento en los sillones del vestíbulo, se precipitaron igualmente allí.
—Scotch?
—Bueno.
—¿Soda?
Su mueca debió de indicar que encontraba que el brebaje no tendría demasiado sabor, porque el barman propuso:
—¿Doble, señor?
Eso ya estaba mejor. Nunca había sospechado que podía hacer tanto calor en Londres. Fue a tomar el aire durante algunos minutos ante la puerta giratoria, miró de nuevo la hora y se dirigió hacia el ascensor.
Cuando llamó a la puerta del 605, una voz femenina dijo en el interior:
—¡Entre!
Y suponiendo sin duda que era el camarero que venía a recoger el servicio del desayuno:
—¡Come in!
Dio vuelta al pomo y la puerta se abrió. Se encontró en una habitación vibrante de sol, donde una mujer, envuelta en una bata, se hallaba sentada ante su tocador. No le miró en seguida. Siguió cepillando su cabello moreno y tenía horquillas entre los dientes. Vio a Maigret en el espejo y sus cejas se fruncieron.
—¿Qué desea usted?
—Comisario Maigret, de la Policía Judicial.
—¿Y eso le da derecho a introducirse en casa de la gente?
—Es usted quien me ha rogado que entrase.
Era difícil calcularle la edad. Debió de haber sido muy hermosa, y aún le quedaba algo. Por la noche, bajo las luces, todavía causaría ilusión, sobre todo si su boca no tomaba el gesto duro que tenía en aquel momento.
—Podría empezar por retirar la pipa de la boca.
Lo hizo torpemente. No se había acordado de la pipa.
—Además, si tiene usted que hablarme, hágalo de prisa. No veo lo que la Policía francesa pueda querer de mí, sobre todo aquí.
Seguía sin darle la cara y resultaba molesto. Ella debía de saberlo y se entretenía ante el tocador, en cuyo espejo observaba al comisario. En pie, Maigret se sentía demasiado grandón, demasiado macizo. La cama estaba deshecha y había en ella una bandeja con los restos del desayuno; como asiento no veía más que una butaquita en la cual le era imposible encajar sus amplios muslos.
Pronunció, mirándola él también por el espejo:
—Alain está en Londres.
O bien ella era muy fuerte, o bien aquel nombre no le decía nada, porque no pronunció palabra.
Continuó con el mismo tono:
—Está armado.
—¿Y para anunciarme eso ha atravesado usted el canal de la Mancha? Porque supongo que viene usted de París. ¿Qué nombre ha dicho usted? Me refiero al suyo.
Estaba convencido de que ella representaba una comedia, con la esperanza de vejarle.
—Comisario Maigret.
—¿De qué distrito?
—Policía Judicial.
—¿Busca usted a un joven que se llama Alain? No está aquí. Registre la habitación, si eso ha de tranquilizarle.
—Es él quien la busca a usted.
—¿Por qué?
—Eso es precisamente lo que quería preguntarle.
Esta vez Jeanne Debul se levantó y Maigret se dio cuenta de que era casi tan alta como él. Llevaba una bata de gruesa seda color salmón, que revelaba formas todavía armoniosas. Fue a coger un cigarrillo sobre un velador, lo encendió y llamó al maître. Por un momento creyó que era con la intención de hacer que le echaran, pero cuando se presentó el criado, le dijo sencillamente:
—Un scotch sin hielo, con agua natural.
Cuando la puerta se cerró de nuevo, se volvió hacia el comisario.
—No tengo nada más que decirle. Lo siento.
—Alain es hijo del barón Lagrange.
—Es posible.
—Lagrange es amigo suyo.
Jeanne Debul ladeó la cabeza, como alguien que siente lástima de su interlocutor.
—Escuche, señor comisario: no sé lo que ha venido usted a hacer, pero pierde el tiempo. Sin duda se equivoca de persona.
—¿Se llama usted Jeanne Debul?
—Ése es mi nombre. ¿Quiere usted ver el pasaporte?
Hizo señas de que era inútil.
—El barón Lagrange acostumbra visitarla a usted en su piso del bulevar Richard Wallace, y, sin duda, anteriormente, en la calle de Notre-Dame-de-Lorette.
—Veo que está usted informado. Dígame ahora cómo el hecho de que yo conozca a Lagrange explica el que usted me persiga en Londres.
—André Delteil ha muerto.
—¿Habla usted del diputado?
—¿Era también amigo suyo?
—No creo haberle visto nunca. He oído hablar de él, como todo el mundo, con motivo de sus interpelaciones. Si le he visto, habrá sido en algún restaurante o cabaret.
—Ha sido asesinado.
—Dada su forma de entender la política, debía de haberse creado cierto número de enemigos.
—El asesinato ha sido cometido en la vivienda de François Lagrange.
Llamaban. Era el camarero con el whisky. Bebió un buen trago, sencillamente, como alguien que tiene costumbre de tomar alcohol todos los días a la misma hora, y con el vaso en la mano fue a sentarse en la butaquita, cruzó las piernas y se arregló los faldones de la bata.
—¿Eso es todo? —preguntó.
—Alain Lagrange, el hijo, se ha procurado un revólver y cartuchos. Se presentó ayer en su domicilio de usted, un poco antes de su marcha precipitada.
—Repita esa palabra.
—Pre-ci-pi-ta-da.
—Porque usted sabe, supongo, que la víspera yo no tenía intención de venir a Londres.
—No dio usted cuenta de ello a nadie.
—¿Informa usted de sus intenciones a su criada? ¿Es verosímil que sea Georgette a quien ha interrogado usted?
—No tiene importancia. Alain se presentó en su domicilio.
—No me han hablado de ello. No oí llamar a la puerta.
—Porque la portera fue tras él, le encontró en la escalera y él dio media vuelta.
—¿Dijo a la portera que era a mí a quien quería ver?
—No dijo nada.
—¿Habla usted en serio, comisario? ¿Es realmente para contarme esas bobadas por lo que ha hecho el viaje?
—Recibió usted una llamada telefónica del barón.
—¡Vaya!
—La puso al corriente de lo ocurrido. O quizás estaba usted ya al corriente.
Maigret tenía calor. Ella no ofrecía por dónde cogerla, siempre tan tranquila, tan pulcra en su atuendo mañanero. De cuando en cuando sorbía de su vaso, sin pensar en ofrecerle una copa, y lo mantenía allí de pie, violento.
—Lagrange está detenido.
—Eso es asunto suyo y de usted, ¿no? ¿Qué dice él?
—Intenta hacer creer que está loco.
—Siempre ha estado un poco loco.
—¿Es, sin embargo, amigo suyo?
—No, comisario. Puede usted ahorrarse ingenio. No me hará usted hablar, por la excelente razón de que no tengo nada que decir. Si quiere usted examinar mi pasaporte, verá usted que a veces vengo a pasar algunos días en Londres. Siempre en este hotel; se lo confirmarán. En cuanto a Lagrange, el pobre, hace años que le conozco.
—¿En qué circunstancias le conoció?
—No le importa a usted. En las circunstancias más sencillas, se lo confieso, sin embargo; como un hombre y una mujer suelen conocerse.
—¿Ha sido su amante?
—Es usted de una extremada delicadeza.
—¿Lo ha sido?
—Supongamos que lo haya sido, una tarde o una semana, o incluso un mes, hace de ello doce o quince años…
—¿Han continuado siendo buenos amigos?
—¿Teníamos que pelearnos o pegarnos?
—Le recibía usted por la mañana, en su alcoba, cuando todavía estaba en la cama.
—Ahora es por la mañana, mi cama está deshecha y está usted en mi alcoba.
—¿Trataba usted de negocios con él?
Jeanne sonrió.
—¿Qué negocios, Dios mío? ¿Usted no sabe que todos los negocios de que hablaba Zapatilla sólo existían en su imaginación? ¿No se ha tomado la molestia de informarse sobre él? Vaya al Fouquet's, al Maxim's, a cualquier bar de los Champs-Elysées y le informarán. No valía la pena tomar el avión o el barco para esto.
—¿Le daba usted dinero?
—¿Es un crimen?
—¿Mucho?
—Se fijará usted que soy paciente. Hace un cuarto de hora que hubiera podido hacer que le echasen, porque no tiene usted ningún derecho a estar aquí ni a interrogarme. Quiero, sin embargo, repetirle de una vez para siempre que va usted por mal camino. Conocí al barón Lagrange antaño, cuando todavía conservaba la fachada y causaba ilusión. Me lo encontré años después y ha hecho conmigo lo que hace con todo el mundo.
—¿Lo cual significa?
—Que me ha dado sablazos. Infórmese. Es el hombre a quien le faltan eternamente algunos cientos de francos para lanzar el más estupendo negocio y enriquecerse en algunos días. Lo que quiere decir que no tiene con que pagar el aperitivo que está tomándose o el metro para volver a su casa. He hecho como los demás.
—¿Y le pedía dinero a domicilio?
—Eso es todo.
—Su hijo no deja por ello de estar en Londres, buscándola a usted.
—No le he visto nunca.
—Está en Londres desde anoche.
—¿En este hotel?
Fue la única vez en que su voz estuvo un poco menos firme, marcando cierta ansiedad.
—No.
Maigret titubeó. Tenía que elegir entre dos soluciones y se inclinó por la que creyó correcta.
—En el hotel Gilmore, frente a la estación Victoria.
—¿Cómo puede estar usted seguro de que es a mí a quien busca?
—Porque desde esta mañana se ha presentado ya en una serie de hoteles preguntando por usted. Parece seguir la lista alfabética. En menos de un cuarto de hora estará aquí.
—Sabremos entonces lo que quiere de mí, ¿verdad?
Había un ligero estremecimiento en su voz.
—Está armado.
Jeanne Debul se encogió ligeramente de hombros, se levantó y miró la puerta.
—Supongo que debo darle las gracias por haber tenido la bondad de velar por mí.
—Es tiempo todavía.
—¿De qué?
—De hablar.
—Hace ya media hora que no hacemos otra cosa. Ahora le ruego que me deje sola con el fin de que me vista. Añadió con una voz que no sonaba muy clara y con una risita:
—Si realmente ese muchacho ha de visitarme, mejor será que esté preparada.
Maigret salió sin añadir nada más, los hombros encorvados, descontento de sí mismo, porque no le había sonsacado nada y tenía la impresión de que durante toda la entrevista Jeanne Debul había conservado la superioridad. Después de cerrar la puerta se paró en el pasillo. Le habría gustado saber si ella telefoneaba o manifestaba alguna actividad repentina.
Desgraciadamente, una camarera, la misma que le había visto rondar por el pasillo, salió de una habitación contigua y le miró con insistencia. Molesto, se puso en marcha hacia el ascensor.
En el vestíbulo encontró de nuevo al agente de Scotland Yard instalado en uno de los sillones y la mirada fija en la puerta giratoria. Se sentó a su lado.
—¿Nada?
—Todavía no.
Había a aquella hora muchas idas y venidas. No dejaban de parar coches ante el hotel, trayendo no solamente viajeros, sino también londinenses que venían a almorzar o simplemente a tomarse una copa en el bar. Todos estaban muy alegres. Todos tenían pintado en el rostro el mismo alborozo que Pyke ante aquel día excepcional. Se formaban grupos. Siempre había tres o cuatro personas alrededor del mostrador de recepción. Algunas mujeres, sentadas en los sillones, esperaban a sus compañeros, a los que seguían después al comedor.
Maigret recordó que el hotel tenía otra salida al Embankment. Si hubiera estado en París… ¡Habría sido todo tan fácil! A pesar de haberse puesto Pyke a su disposición, no quería abusar. En el fondo, aquí tenía siempre miedo de hacer el ridículo. ¿Habría tenido el inspector Pyke la misma sensación humillante durante su estancia en Francia?
Allá arriba, por ejemplo, en el pasillo, de estar en Francia, la presencia de la camarera no le habría molestado. Le habría contado cualquier cosa, probablemente que pertenecía a la Policía, y hubiera continuado su vigilancia.
—¡Hermoso día, señor!
Incluso esto comenzaba a fastidiarle. Aquella gente estaba demasiado contenta con su día excepcional. No tenía en cuenta otra cosa. Los transeúntes, por la calle, andaban como en un sueño.
—¿Cree usted que vendrá?
—Es probable, ¿no? El Savoy está en su lista.
—Tengo un poco de miedo de que Fenton se haya mostrado torpe.
—¿Quién es Fenton?
—Mi colega que el inspector Pyke ha enviado al Lancaster. Debía instalarse, como yo, ante la recepción y esperar. Luego, al salir el joven, seguirle.
—¿Y no es muy bueno?
—No, no es malo, señor. Es un agente muy bueno. Sólo que es pelirrojo y lleva bigote, por lo que, cuando se le ha visto una vez, se le reconoce.
El agente miró su reloj y suspiró.
Maigret, en cambio, vigilaba los ascensores. Jeanne Debul salió de uno de ellos, vestida con un traje veraniego de chaqueta. Parecía completamente satisfecha. Tenía en los labios esa vaga sonrisa de una mujer que se sabe hermosa y bien vestida. Varios hombres la siguieron con la mirada. Maigret se fijó en el grueso diamante que llevaba en el dedo.
Con la mayor naturalidad dio algunos pasos por el vestíbulo, mirando los rostros que había a su alrededor, depositó su llave sobre la mesa del conserje y titubeó.
Había visto a Maigret. ¿Era a causa de él por lo que hacía la comedia?
Había dos lugares para almorzar: por una parte, el gran comedor, que estaba a continuación del vestíbulo y cuyas vidrieras daban al Támesis, y por otra parte, la parrilla, menos amplia, menos solemne, pero bastante concurrida, y desde cuyas ventanas se podía ver la entrada del hotel.
Fue a la parrilla adonde se dirigió por fin Jeanne Debul. Dijo algunas palabras al maître, que la condujo hacia una mesita cerca de una ventana.
En el mismo instante, el agente pronunció al lado de Maigret:
—Es él…
El comisario miró con viveza hacia la calle a través de la puerta giratoria, no vio a nadie que se pareciese a la fotografía de Alain y abrió la boca para hacer una pregunta.
Antes incluso de formularla, comprendió. Un hombrecito con pelo muy rojo, de llameantes bigotes, se acercaba a la puerta.
No se trataba de Alain, sino del agente Fenton. En el vestíbulo buscó a su colega con la vista, se acercó a él, e ignorando la presencia de Maigret, preguntó:
—¿No ha venido?
—No.
—Se ha presentado en el Lancaster. Lo he seguido después. Ha entrado en el Montreal. Me pregunto si me ha visto. Se ha vuelto dos o tres veces. Y de repente ha saltado a un taxi. He perdido un minuto antes de encontrar uno a mi vez. Me he dirigido a cinco hoteles más. No había…
Uno de los botones se inclinaba sobre Maigret.
—El jefe de recepción desearía decirle unas palabras —murmuró en voz baja.
Maigret le siguió. El jefe de recepción, con chaqué y una flor en el ojal, tenía en la mano un auricular telefónico. Hizo un guiño a Maigret, una seña que el comisario creyó comprender. Y dijo en el aparato:
—Le pongo con el empleado que está al corriente.
Maigret cogió el auricular.
—¡Allô!
—¿Habla usted francés?
—Sí…, yes…, hablo francés.
—Desearía saber si madame Jeanne Debul se hospeda ahí.
—¿De parte de quién?
—De un amigo suyo.
—¿Desea usted hablarle? Puedo ponerle la comunicación en su habitación.
—No, no…
La voz parecía lejana.
—Su llave no está en el tablero. Por lo tanto, debe de estar en su habitación. Supongo que no tardará en bajar…
—Muchas gracias…
—No podría…
Alain había colgado ya. No era tan tonto, después de todo. Debió de darse cuenta de que le seguían. Mejor que ir en persona a los diferentes hoteles, había tomado el partido de telefonear desde un teléfono público.
El jefe de recepción tenía otro auricular en la mano.
—Otra comunicación para usted, monsieur Maigret.
Esta vez era Pyke, que le preguntaba si almorzaría con él.
—Es preferible que permanezca aquí.
—¿Han tenido éxito mis hombres?
—No del todo. No es culpa de ellos.
—Ha perdido usted la pista.
—Vendrá aquí, desde luego.
—En todo caso, mis hombres están a su disposición.
—Conservaré al que no se llama Fenton, si usted lo permite.
—Conserve a Bryant. Muy bien. Es inteligente. ¿Quizás esta noche?
—Quizás esta noche.
Se unió a los dos hombres, que continuaban charlando y se callaron cuando él llegó. Bryant debía de haber revelado a Fenton quién era él y el pelirrojo se mostraba contrito.
—Le doy las gracias. Ya he encontrado la pista del muchacho. Ya no le necesitaré por hoy. ¿Quiere usted una copita?
—Nunca estando de servicio.
—Usted, Bryant, me gustaría que fuera a almorzar a la parrilla, cerca de esa señora que lleva un traje de chaqueta de florecillas azules. Si sale, intente seguirla.
Una ligera sonrisa se deslizó en los labios de Bryant, que miraba alejarse a su compañero.
—Esté usted tranquilo.
—Diga usted que pongan la nota en mi cuenta.
Maigret tenía sed. Tuvo sed durante más de media hora. Como los sillones, demasiado profundos, le daban calor, se levantaba, paseaba molesto entre la gente que hablaba inglés y que tenían todos un motivo para estar allí.
¿Cuántas veces vio girar la puerta, que cada vez enviaba sobre una de las paredes un rayo de sol? Más aún: era un ir y venir incesante. Los autos se paraban, volvían a arrancar: los viejos taxis, confortables y pintorescos; Rolls-Royce o Bentley, con chóferes impecables; pequeños coches en forma de autos de carreras.
La sed le hinchaba la garganta, y desde donde estaba podía ver el bar lleno de público, los pálidos martinis, que de lejos parecían tan frescos en su vaso empañado, y los whiskies que los clientes, de pie en el bar, tenían en la mano.
Si iba allí perdía de vista la puerta. Se acercaba, se alejaba: sentía haber despedido a Fenton, que hubiera podido, a pesar de todo, estar de guardia durante algunos minutos.
Bryant estaba comiendo y bebiendo, y Maigret comenzaba a tener hambre también.
Se volvió a sentar suspirando, cuando un anciano caballero de cabello blanco, sentado en un sillón al lado del suyo, pulsó un timbre eléctrico que Maigret no había notado. Algunos instantes más tarde, un mozo con americana blanca se inclinó ante él.
—Un doble scotch con hielo.
¡Vaya! Era tan sencillo como todo eso. No se le había ocurrido que podía hacerse servir en el vestíbulo.
—Lo mismo para mí. Supongo que no tienen ustedes cerveza, ¿verdad?
—Sí, señor. ¿Qué cerveza desea usted?
El bar tenía toda clase de cerveza: holandesa, danesa, alemana e incluso una cerveza francesa de importación que Maigret no conocía.
En Francia habría pedido dos vasos a la vez, tan sediento estaba. Aquí no se atrevió. Y le daba rabia no atreverse. Le humillaba el sentirse intimidado.
¿Es que los camareros, los maîtres, los botones, los porteros eran más impresionantes que los de un hotel de París? Le parecía que todo el mundo le miraba, y que el anciano, su vecino, le miraba con ojo crítico.
¿Iba a decidirse Alain Lagrange a venir, sí o no? No era la primera vez que aquello le ocurría: Maigret, de repente, sin razón justificable, perdía la confianza en sí mismo. ¿Qué estaba haciendo allí en realidad? Había pasado la noche sin dormir. Había ido a beber café en una portería y había escuchado las historias de una muchacha rolliza con pijama rosa, que le mostraba una parte del vientre y se esforzaba en hacerse la interesante.
¿Y qué más? Alain Lagrange le había birlado su revólver, había amenazado a un transeúnte en la calle y le había robado la cartera antes de subir al avión de Londres. En la Enfermería Especial, el barón se hacía el loco. ¿Y si estaba loco realmente?
Suponiendo que Alain se presentase en el hotel, ¿qué iba a hacer Maigret? ¿Dirigirse a él amablemente? ¿Decirle que deseaba una explicación?
¿Y si intentaba escaparse y forcejeaba? ¿Qué aspecto tendría, ante todos aquellos ingleses que sonreían a su sol, metiéndose con un muchacho? ¿Quizá sería sobre él sobre quien se echarían sin piedad?
Aquello ya le había ocurrido una vez en París, cuando era aún joven y estaba de servicio en la vía pública. En el momento en que echaba mano a un ratero, a la salida del metro, el tipo se había puesto a gritar: «¡Socorro!». Y fue a Maigret a quien la muchedumbre retuvo hasta la llegada de los guardias.
Tenía sed todavía; titubeaba en llamar. Apretó por fin el botón blanco, convencido de que su vecino de cabellos blancos le consideraba como un hombre maleducado que bebe vaso tras vaso de cerveza.
—Un…
Creyó reconocer fuera una silueta y pronunció sin pensar:
—Whisky and soda.
—Bien, señor.
No era Alain. De cerca no se le parecía en absoluto, y, por otra parte, se unió a una muchacha que le esperaba en el bar.
Maigret continuaba allí, completamente entumecido y con mal gusto de boca, cuando Jeanne Debul, en plena forma, salió de la parrilla y fue hacia la puerta giratoria.
Afuera esperó a que uno de los porteros avisara un taxi. Bryant la siguió, también muy alegre, dirigiendo al pasar un guiño a Maigret. Parecía decir: «¡No tenga miedo!». Subió en otro taxi.
Si Alain Lagrange hubiera sido simpático habría llegado ahora. Jeanne Debul ya no estaba allí. Ya no había, pues, el peligro de que se precipitase sobre ella y descargase su automático. El vestíbulo estaba más tranquilo que hacía una hora. La gente había comido. Más sonrosados que nunca, se iban unos tras otros a sus asuntos o a pasearse por Piccadilly o Regent Street.
—¿Lo mismo, señor?
—No; esta vez desearía un emparedado.
—Le ruego nos perdone, señor. Nos está prohibido servir comidas en el vestíbulo.
Maigret habría llorado de rabia.
—Entonces sírvame usted lo que quiera. Lo mismo, ¡sea!
¡Qué importaba, después de todo! ¡No era culpa suya!