Capítulo IX

En el que Maigret descubre la cabeza de ternera

en tortuga y en el que describe Londres

a madame Maigret

Aquello había ocurrido como de costumbre, excepto que no había transcurrido un mes desde la última cena, sino bastante menos.

Primero, la voz de Pardon en el teléfono:

—¿Estará usted libre mañana por la noche?

—Probablemente.

—¿Con su mujer, naturalmente?

—Sí.

—¿Le gusta la cabeza de ternera en tortuga?

—No conozco eso.

—¿Le gusta la cabeza de ternera?

—Bastante.

—Entonces le gustará en tortuga. Es un plato que he descubierto con ocasión de un viaje a Bélgica. Ya verá. Ahora que no sé qué vino servir con eso…, ¿quizá cerveza?

En el último momento Pardon, como lo explicaba casi científicamente, se había inclinado por un vino ligero del Beaujolais.

Maigret y su mujer habían hecho el camino a pie, evitando mirar al pasar la calle Popincourt. Jussieu, del Laboratorio Científico de Policía, estaba allí y madame Maigret pretendía que olía a solterón.

—He querido invitar al profesor Journe. Me ha contestado que no cena nunca fuera de casa. Hace veinte años que no ha hecho una comida fuera de casa.

La puerta ventana estaba abierta y el balcón de hierro forjado dibujaba sus arabescos en el aire, que se tomaba azul.

—Hermosa noche, ¿verdad?

Maigret tuvo una sonrisita que los demás no podían comprender. Repitió dos veces la cabeza de ternera. En el momento del café, Pardon, que pasaba los puros, tendió, distraído, la caja a Maigret.

—¡No, gracias! Solamente en el Savoy.

—¿Fumabas cigarros puros en el Savoy? —se extrañó su mujer.

—No tenía más remedio. Vinieron a decirme al oído que la pipa estaba prohibida.

Pardon sólo había organizado aquella cena para hablar del asunto Lagrange y todos ponían buen cuidado en no llevar la conversación a aquel terreno. Hablaban de todo, perezosamente, excepto de aquello en lo que todo el mundo estaba pensando.

—¿Se dio usted una vueltecita por Scotland Yard?

—No tuve tiempo de hacerlo.

—¿Cómo son sus relaciones con ellos?

—Excelentes. Son las gentes con más delicadeza que existen.

Estaba convencido de ello y guardaba un cierto afecto por míster Pyke, que había levantado la mano en gesto de adiós en el momento en que el avión despegaba y que, en el fondo, estaba quizá conmovido.

—¿Mucho trabajo en el Quai des Orfèvres en este momento?

—Nada más que rutina. Y usted…, ¿muchos enfermos en el barrio?

—Rutina también.

Entonces se empezó a hablar de enfermedades. De modo que eran las diez cuando Pardon se decidió a murmurar:

—¿Lo ha visto usted?

—Sí. Y usted, ¿lo ha visto también?

—He ido dos veces.

Las mujeres, por discreción, fingían no escuchar. En cuanto a Jussieu, el asunto ya no pertenecía a su negociado y miraba por la ventana.

—¿Le han careado con su hijo?

—Sí.

—¿No ha dicho nada?

Maigret negó con la cabeza.

—¡Siempre el mismo estribillo!

Porque François Lagrange se atenía a su primera actitud, se replegaba sobre sí mismo como un animal que tiene miedo. En cuanto se acercaban a él, se pegaba contra la pared, un brazo doblado ante el rostro para protegerse de los golpes. «No me peguen… No quiero que me peguen». Llegaba a castañetear los dientes de verdad.

—¿Qué opina Joume de él?

Esta vez fue Maigret quien hizo la pregunta.

—Joume es un sabio, probablemente uno de nuestros mejores psiquiatras. Es también un hombre atormentado por el temor de las responsabilidades.

—Lo comprendo.

—Además, siempre ha sido contrario a la pena de muerte.

Maigret no hizo ningún comentario y dio una chupada lenta a su pipa.

—Un día que le hablaba de pesca me miró con aire escandalizado. No mata ni a los peces.

—¿De modo que…?

—Si François Lagrange aguanta durante un mes…

—¿Lo aguantará?

—Tiene bastante miedo para ello. A menos que alguien le fuerce a salir de sus defensas…

Pardon miraba fijamente a Maigret. Era el motivo de la cena, la pregunta que deseaba hacer desde hacía tiempo y que sólo se atrevía a expresar con una mirada.

—Respecto a mí —murmuró el comisario—, eso ya no me concierne. He entregado ya mi informe. El juez Rateau, por su parte, seguirá la opinión de los expertos.

¿Por qué Pardon parecía darle las gracias? Era molesto. Maigret le guardó un poco de rencor por esta indiscreción. Era exacto que eso ya no le incumbía. Evidentemente, habría podido…

—Tengo otros asuntos en que ocuparme —suspiró levantándose—; entre otros, una tal Jeanne Debul… Volvió ayer a París. Sigue fanfarroneando. Antes de dos meses espero tenerla en mi despacho entre dos agentes…

—Se diría que tienes algo personal contra ella —comentó madame Maigret, que, sin embargo, no parecía escuchar.

Ya no se habló más. Un cuarto de hora más tarde, en la oscuridad de la calle, madame Maigret se cogió del brazo de su marido.

—Es gracioso —dijo éste—. En Londres, los faroles, que, sin embargo, son casi iguales…

Y, según andaban, se puso a describirle el Strand, Charing Cross, Trafalgar Square.

—Creía que apenas tuviste tiempo de comer.

—Salí algunos minutos por la noche, después de cenar.

—¿Solo?

—No, con él.

Ella no le preguntó de quién se trataba. Cuando iban acercándose al bulevar Richard Lenoir debió de acordarse de la taberna donde había bebido un vaso de cerveza antes de acostarse. Eso le dio sed.

—¿No te importa que…?

—¡Claro que no! Vete a beber. Te espero.

Porque era una tabernita en la cual ella hubiera tenido la impresión de molestar. Cuando Maigret salió limpiándose la boca, se cogió de nuevo a su brazo.

—Una hermosa noche…

—Sí…

—Llena de estrellas.

¿Por qué la vista de un gato que, al acercarse ellos, se metió por un tragaluz le hizo entristecerse un momento?

Junio de 1952