1
Jackie Brown, muchacho de veintiséis años, sin expresión en el rostro, dijo que se encontraba en disposición de proporcionar cierto número de armas de fuego, concretamente revólveres.
—Puedo entregarte unas cuantas unidades mañana por la noche, probablemente. Probablemente podré entregarte seis unidades. Sí, mañana por la noche. Y en cosa de una semana, quizá diez días, una docena más. Un tipo me dará diez por lo menos, pero ya he comprometido cuatro con otro, y éste está esperando esas unidades, ¿comprendes?, las necesita. Las necesita para un trabajo. Así es que, ya sabes: seis mañana por la noche, y doce dentro de una semana.
El tipo chaparro sentado ante Jackie Brown había dejado que se le enfriara el café. Ahora, dijo:
—No sé… No me gusta lo que dices, muchacho. No sé… No, no, no me gusta comprar material de la misma partida de la que otro compra también su material. No, no me gusta porque yo no sé qué va a hacer el otro tipo con ese material. ¿Comprendes? No, porque si esto trae problemas a mis clientes, entonces puedes estar seguro de que también me causará problemas a mí.
—Comprendo —repuso Jackie Brown.
Los que habían terminado temprano su jornada de trabajo pasaban apresurados por la calle, aquella tarde de noviembre. El inválido que sostenía bajo el brazo un fajo de Records molestaba a los transeúntes al dirigirse a ellos a gritos, pregonando su mercancía, desde su carrito de ruedas. El hombre chaparro dijo:
—No, no lo entiendes. Lo entiendes, sí, pero de otra manera. Tengo ciertas responsabilidades que tú no tienes, y por esto no lo entiendes.
—Oye, te he dicho que lo comprendo, y realmente lo comprendo —contestó Jackie Brown—. ¿Sabes cómo me llamo, supongo? ¿O no?
—Sí, lo sé.
—Bueno, pues no tienes nada que temer.
—Y una mierda, nada que temer. Ya estaría yo contento por tener diez centavos por cada nombre que sé. Mira, fíjate en eso.
El hombre chaparro puso la mano izquierda, dorso al techo, sobre la mesa de fórmica con motas doradas, y, refiriéndose a la mano, dijo:
—¿Sabes qué es esto?
—Tu mano —dijo Jackie Brown.
—¿Sí? Bueno, pues me gustaría que examinaras tu mercancía con más vista de lo que has examinado mi mano. Anda, mira tu mano.
Jackie Brown puso la mano izquierda sobre la mesa y se la miró:
—Ahí está, ¿qué pasa?
—Cuéntate los nudillos.
—¿Todos?
—¡Cristo! ¡Cuenta los que te pase por los huevos! Yo tengo cuatro más, ahí, en los dedos. En cada dedo un nudillo más. ¿Y sabes cómo me salieron? Pues compré material a un hombre del que también sabía el nombre, ¿comprendes?, y se averiguó todo, de manera que el tipo por cuya cuenta había yo comprado el material, fue a parar a la casa grande de Walpole por una temporada entre quince y veinticinco años. Todavía está allá, pero este hombre tenía amigos. Y por esto tengo nudillos dobles. Cerraron el cajón de una mesa, teniendo yo los dedos en el borde. Puse los dedos, y uno de ellos cerró el cajón. No sabes lo que duele. No, no creas que sea una broma.
—¡Dios…! —exclamó Jackie Brown.
—Bueno, pero lo que más me fastidia es que sabes lo que te van a hacer, ¿comprendes? Sí, porque tú estás allí, tranquilamente, y entonces van y te dicen que has metido la pata y que hay un tipo que te la tiene jurada, has cometido una equivocación gorda, y un tipo está encerrado por tu culpa. En el fondo, nada personal tienen contra ti, ¿comprendes?, pero has de pagar. «Y ahora, muchacho, pon la mano aquí, sí, aquí». Y uno piensa que no, que no quiere poner la mano. De niño, cuando iba a la Escuela Dominical, una vez una de las monjas me dijo que extendiera la mano, y las primeras veces lo hice, y la monja me dio en los nudillos con una regla con cantos de acero. Fue algo muy parecido. Y un día la monja me dijo, «¡Extiende la mano!», y yo que le contesté, «No». Y me cruzó la cara con la regla. Pues es lo mismo. Igual, pero con una diferencia, sí, porque esos tipos estaban fríos, tranquilos, no se habían irritado siquiera, ¿comprendes? Eran tipos a los que yo veía casi todos los días, con algunos había tomado copas, y con otros había ido por ahí, en busca de fulanas. Y van y te dicen, «Oye, muchacho, no es nada personal, ¿sabes?, pero has cometido un error; vamos, la mano; sí, porque no me gustaría tener que pegarte un tiro». Y, entonces, tú extiendes la mano, y, de las dos, puedes extender la que te dé la gana. Yo extendí la izquierda porque no soy zurdo y sabía muy bien lo que iban a hacerme, y entonces te ponen los dedos en el borde del cajón, y uno de los tipos lo cierra de una patada. ¿Has oído alguna vez el ruido que hacen los huesos al quebrarse? Hacen el mismo ruido de una caña al romperse. Duele de mala manera.
—¡Dios…! —repitió Jackie Brown.
—Pues esto es lo que quería decir. Estuve más de un mes enyesado. Ahora todavía me duele, cuando cambia el tiempo. Y no puedo doblar los dedos. Por esto me importa muy poco tu nombre. También sabía el nombre de aquel tipo, pero me cascaron los dedos. El nombre no basta. Me pagan para que ande con tiento. Lo que quiero saber es qué ocurrirá si se llega a averiguar de dónde sacó el material este otro tipo al que también vas a vender unas cuantas unidades, sí, y unas cuantas unidades de la misma partida. ¿Tendré que comenzar a mirar precios de muletas para andar? Esta clase de negocios no son una tontería, ¿comprendes? No sé a quién habrás vendido armas antes de ahora, pero el tipo me ha dicho que vendías armas, y yo necesito armas. Ahora bien, como es natural, tomo mis precauciones, no quiero riesgos. ¿Y qué pasaría si el tipo que te compra cuatro unidades da una a otro tipo, y este otro tipo se carga a uno de la bofia? ¿Tendré que salir del país?
—No.
—¿No? En fin, esperemos que sea verdad. No puedo jugarme más dedos. Y si tengo que salir del país, muchacho, también tú tendrás que hacerlo. Sí, porque lo que me hagan a mí será de risa comparado con lo que te harán a ti. Y esto lo sabes muy bien, muchacho.
—Sí, lo sé.
—Eso espero. No sé a quién habrás vendido material hasta ahora, pero puedo decirte que esos tipos para quienes trabajo son diferentes.
—No se puede descubrir la procedencia de estas armas. Lo garantizo.
—¿Sí? ¿Por qué?
—Oye, son armas nuevas, ¿comprendes? Ni se han estrenado, sólo han disparado en las pruebas de fábrica. Armas de estreno. Ligeras. Con percutor reforzado. Tambor flotante. Y puedes dejar cualquiera de esas unidades, cargada, en manos de un perito, y nada. Son del treinta y ocho especial. Ya te lo he dicho, es mercancía de primera.
—Robadas, y con el número raspado. Con armas así me pillaron. Tienen ese baño en el que echan el revólver o lo que sea, y, entonces, sale el número. Si no me das material mejor que éste, me parece que dentro de poco no podremos darnos la mano tú y yo.
—No, no es esa clase de material. Cada unidad tiene su número de serie. Y si pillan a alguien con uno de esos trastos encima, el tipo puede estar tranquilo. No hay modo de saber que el trasto proceda de robo. Es nuevo, por estrenar.
—¿Y con número de fabricación?
—Sí. Miras el número de fabricación, y lo único que sabes es que son del modelo fabricado para la Policía Militar, en 1951, y que la partida fue enviada a Rock Island, y que no hay antecedentes diciendo que los cacharros esos hayan sido robados. Son del tipo nuevo, especial para los agentes de investigación militar. No, no consta que hayan sido robadas.
—¿Tienes un amigo en la fábrica?
—Tengo armas para vender. Vendo armas y basta. He cerrado muchas ventas, y he tenido muy pocas quejas. Te puedo proporcionar revólveres de cuatro pulgadas y de dos pulgadas. Dime la clase que quieres, y la tendrás.
—¿Precio?
—Depende del lote.
—También depende de lo que quiera pagar. ¿Precio?
—Ochenta —dijo Jackie Brown.
—¿Ochenta? —repitió el hombre chaparro—. ¿Y dices que no es la primera vez que vendes armas? Demasiado caro. Piensa que estamos hablando de treinta unidades. Entro en cualquier tienda, y, por ochenta, compro tranquilamente treinta unidades. En fin, ya veo que el asunto del precio nos obligará a charlar un rato más.
—Me gustaría verte entrar en una tienda y pedir treinta unidades. No sé quién eres, ni sé lo que pretendes. Ahora bien, tampoco me importa. Pero me divertiría mucho verte en una tienda, diciéndole al tipo que tienes unos amigos que quieren treinta unidades, y que a ver si te hace descuento. El F.B.I. se te echaría encima antes de que sacaras el dinero del bolsillo.
—Las armas compradas en una tienda tienen sus ventajas —dijo el hombre chaparro.
—Para otros, quizá —observó Jackie Brown—, pero para ti, no. Puedes estar seguro de que no encontrarás a nadie, en cien kilómetros a la redonda, que te ofrezca una mercancía que pueda compararse con la mía. Y lo sabes muy bien. Así es que basta de idioteces.
—En mi vida he pagado más de cincuenta. Y ahora no estoy dispuesto a subir hasta los ochenta. Además, tampoco te sobran los clientes que te compren treinta unidades. Y si este negocio sale tal como debe salir, te compraré más. Estás acostumbrado a vender dos o tres unidades, y por esto quieres darme la mercancía en tres o cuatro entregas.
—Mañana podría vender cincuenta, sin que tú hubieras nacido. Las puedo obtener cuando quiera. Y puedo vender, si me da la gana, todas las armas que puedo conseguir. Oye, fíjate, si fuera a la iglesia y me confesara, el cura me daría una penitencia de tres avemarías, y me preguntaría si puedo proporcionarle un cacharro ligero para llevarlo bajo la sotana. La gente pierde el culo buscando armas. Todos quieren comprar. La semana pasada me vino a ver un tipo que andaba como loco buscando un Python, y yo le proporcioné una Blackhawk, gorda y pesada, de seis pulgadas, con cargador de cuarenta y una peladillas, y el tipo la cogió como si fuera un tesoro, la ilusión de su vida. Si hubieras visto al pobre hijoputa, con un bulto debajo de la chaqueta, que parecía hubiera robado un melón… Y hay otro tipo que, totalmente en serio, me preguntó si podía proporcionarle ametralladoras. Está dispuesto a pagar lo que sea, y a comprar todas las que pueda proporcionarle, sin importarle el calibre.
—Sería negro, ese fulano, ¿no? —preguntó el hombre chaparro.
—Era un tipo simpático y agradable —repuso Jackie Brown—. Y me parece que dentro de una semana quizá le podré proporcionar esa mercancía. Sí, y será excelente material, también. Metralletas M-dieciséis, en magnífico estado.
—Nunca he podido comprender a esos tipos empeñados en utilizar ametralladoras, metralletas y demás —comentó el chaparro—. Si te echan el guante, te cascan perpetua, y con esos cacharros no se puede hacer nada, como no sea ir a la guerra. No se pueden ocultar, no se pueden llevar en el automóvil, y no puedes dar en el blanco, como no sea que estés dispuesto a cargarte un par de paredes con tal de cepillarte a un tipo, lo cual siempre es arriesgado. No, las ametralladoras nunca me han interesado. Lo mejor que he visto en mi vida es el Smith de cuatro pulgadas. Está muy bien hecho, lo puedes llevar encima y donde pones el ojo va la bala.
—Muchos dicen que es demasiado grande —dijo Jackie Brown—. Hará cosa de una semana, un tipo me pidió un par de treinta y ochos, y yo le ofrecí uno de esos Smith y un Colt de dos pulgadas. El Colt le gustó, pero el Smith no tanto. Le puso qué sé yo las pegas. Me preguntó si creía que iba a andar por ahí con una funda y sobaquera. De todos modos, se lo quedó.
—Oye, quiero treinta revólveres —dijo el hombre chaparro—. Acepto los de cuatro y dos pulgadas. Del treinta y ocho, y aceptaré cañones largos si no queda más remedio. Te pagaré mil doscientos dólares.
—Ni hablar. No interesa. Quiero setenta dólares por unidad, como mínimo.
—Estoy dispuesto a subir hasta mil quinientos —condescendió el hombre chaparro.
—Partamos la diferencia —dijo Jackie Brown—. Mil ochocientos.
—Pero, antes, he de ver la mercancía —objetó el hombre chaparro.
—Sí, hombre, cuando quieras.
Al decir estas palabras, la expresión de Jackie Brown varió. Ahora, sonreía.