12
—Me manda el Ganso.
Estas fueron las palabras que Jackie Brown dijo, dirigiéndose a la verde puerta en el tercer descansillo de la casa de viviendas baratas. El aire olía fuertemente a verdura cociéndose.
La puerta se abrió despacio, sin producir el menor sonido. La luz del interior iluminaba el canto de la puerta, y salía al descansillo. Jackie Brown volvió a mirar fijamente al denso aire interior. Sólo podía ver parte de la cabeza de un hombre: un ojo, una oreja y una porción de nariz. Al nivel de la cintura, vio dos manos que agarraban el doble cañón aserrado de una escopeta, que a lo sumo tendría una longitud de treinta centímetros. El hombre dijo:
—¿Qué quiere el Ganso?
No se había afeitado en varios días.
—Más de una vez —repuso Jackie Brown—, el Ganso me ha pedido que le ayude, y yo le he ayudado. Ahora, el Ganso quiere que tú me ayudes, gracias a haberle ayudado yo a él.
—¿Qué clase de ayuda? —preguntó el hombre con el rostro sin afeitar.
—Pues suponte que quisiera diez unidades y que tuviera la pasta para pagarlas ahora, al contado. ¿Comprendido?
La puerta se abrió del todo, y el hombre sin afeitar retrocedió unos pasos, manteniendo aún la escopeta en las manos, a la altura de la cintura.
—Entra —dijo—. Imagino que ya sabes lo que puedo hacer con este trasto, si llega el momento en que decido que no me gusta lo que dices. Anda, entra y habla.
Jackie Brown entró en el piso. Una moqueta blanca y de pelo largo cubría totalmente el suelo, había cortinas de color de naranja y sillas negras. También había una mesa baja y grande, de cristal y metal cromado, delante de un diván de cuero negro, con almohadones dorados y anaranjados. Una muchacha con larga melena rubia, ataviada con un mono de cachemira blanco, cuya cremallera llevaba abierta hasta el estómago, lo que permitía ver, en parte, sus senos sin sujetador, estaba aovillada en el diván. Al través de ocultos altavoces, Jackie Brown oía a Mick Jagger y sus Rolling Stones cantando una canción. Un globo blanco pendiente de un plateado brazo metálico iluminaba un cartel, en blanco y naranja, que decía: «Altamont. Esta es la próxima vez».
—Lindo… —dijo Jackie Brown.
—Déjanos solos, Grace —ordenó el hombre sin afeitar.
La muchacha se levantó y se fue. El hombre sin afeitar dijo:
—A ver, muéstrame el dinero.
—Primero hablemos de lo que me darás a cambio del dinero. Quiero diez unidades, del treinta y ocho o mejor que eso. Las quiero ahora. El Ganso me ha dicho que las tienes.
—¿Cuánto tiempo hace que conoces al Ganso? —preguntó el hombre sin afeitar.
—Desde que me encerraron en Weirs, hará unos cinco años. El Ganso estaba en la celda contigua a la mía.
—¿Y sigues con los motoristas?
—No. Dejé de ir en moto cuando me enteré de que se podía ganar dinero. Entonces, trabajaba para divertirme, en realidad, cosa de crío.
—¿Ves a los muchachos de las motos?
—Hace un par de años vi a unos cuantos. Andaba por ahí, por asuntos de negocios, y vi que varios muchachos, amigos de antes, estaban ahí, en ese sitio fuera de la ciudad, y me quedé; resultó que por fin les habían soltado. Me dijeron que el jefe estaba en la ciudad.
—Sí, estaba —dijo el hombre sin afeitar—. Celebraron un consejo de guerra.
—Sí, ya lo sabía —afirmó Jackie Brown—, pero no les sirvió para nada. Luego, me dijeron que unos cuantos del grupo de los Discípulos y otros del grupo de los Esclavos querían hacer negocios conmigo, pero les dije, bueno, mandé recado diciéndoles que no, que me había retirado, pero que estaba dispuesto a vender a cualquiera, a todos, y que, caso de volver al asunto de antes, lo haría con el grupo de los Ángeles. Todos mis amigos, los compañeros de antes, que siguen en el asunto, están con el grupo de los Ángeles, pero no, yo no quería volver al asunto, y no he vuelto.
—¿Y les has vendido algo?
—Oye —dijo Jackie Brown—, ¿por qué no dejas ya ese cacharro que tienes en la mano, a ver si podemos hablar tranquilos de una maldita vez? Además, tengo prisa. He de ver a un tipo en un sitio bastante alejado, al sur de este barrio, ¿sabes?, y además, tengo idea de cenar. No, a los Ángeles no les he vendido nada. La mercancía con la que negocio no es de este tipo, del tipo de esa cosa que tienes aquí. Es mercancía normal. A los Ángeles no les interesa lo que yo vendo.
El hombre sin afeitar puso el seguro de la escopeta, y dejó de apuntar con ella a Jackie Brown, aunque la conservó en sus manos.
—Creo que sí —dijo—, creo que puedo proporcionarte diez unidades. A cincuenta la unidad. Es mercancía muy solicitada. Y tendremos que ir a buscarla. El pago por adelantado.
—De acuerdo, por adelantado.
Sacó la cartera del bolsillo, apartó un fajo de billetes de cincuenta, y cogió diez. El hombre sin afeitar dijo:
—¿No tienes más pequeño?
—No. No son falsos. Además, tampoco te interesa que te pague en billetes de diez o de veinte. Ahora, abundan los billetes de diez y de veinte que más vale no tener. Los de cincuenta son seguros. ¿Cuánto tardaremos en el viaje ese para recoger la mercancía?
—Cosa de una hora. Grace, me voy. No tardaré en volver.
—¿En qué dirección vamos? —preguntó Jackie Brown.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Porque si vamos hacia el Sur, iré en mi automóvil y te seguiré. Ya te lo he dicho, esta noche tengo cita, precisamente hacia el Sur.
—No, no irás en tu coche. Irás en el mío. Vamos a salir por la puerta de atrás.
—¡Dios, esta noche llegaré a casa de madrugada!