20

Aquella noche, Robert L. Biggers no había podido dormir, y, ahora, se tomaba distraído el desayuno y leía absorto el Herald. En el momento en que se ponía la gabardina, dispuesto a irse, su esposa entró medio dormida, con el niño en brazos, en la cocina, y le preguntó:

—¿Tienes dolor de cabeza?

—No más de lo normal. ¿Por qué?

—Te has levantado tan temprano que he pensado que no te encontrabas bien.

—No. Estoy normal. Es que he pensado que a quien madruga Dios le ayuda, ¿sabes? Y si llego pronto a la oficina podré terminar el trabajo ese de los regalos del Club de Navidades, y quizá, por una vez en la vida, llegue a casa a una hora decente.

—Bueno, que te vaya todo bien.

—Gracias.

Robert L. Biggers dio un beso a su esposa y salió.

Poco después, cerraba con llave la portezuela de su automóvil, en el aparcamiento del mercado West Marshfield, y se encaminaba hacia la central del Massachusetts Bay Cooperative Bank. Sacó la llave del bolsillo y abrió la puerta principal del banco. Después de entrar, volvió a cerrar con llave la puerta. Se dirigió a las taquillas de guardarropía, se quitó la gabardina y la colgó. Cuando entró en el vestíbulo del banco, tarareaba una canción de las Supremes, que había oído por la radio, durante el trayecto hacia el banco. Ante sí, vio a un hombre de estatura media. El hombre vestía un chaquetón de nailon, de color anaranjado, y se cubría el rostro con una media también de nailon. En la mano derecha sostenía un formidable revólver negro.

—¿Qué diablos…? —dijo Robert Biggers.

El hombre movió, en ademán imperativo, la mano con el revólver hacia la derecha.

—¿Qué diablos hace usted aquí? ¿Qué pasa? —preguntó Robert Biggers.

—Vamos, obedezca —ordenó el hombre.

En el despacho del director, Harry Burrell estaba sentado en su silla, con las manos enlazadas, sobre el estómago. Allí había dos hombres más. Iban con chaquetones de nailon de color naranja, y medias de nailon cubrían sus rostros. Sostenían en la mano sendos revólveres.

—Nos están atracando, Bob —dijo Harry—. Confío en que tú como los restantes empleados no hagáis estupideces, y en que no se os ocurra portaros como héroes. En las circunstancias en que nos hallamos, una estupidez y una heroicidad vienen a ser lo mismo. Hay otro hombre, amigo de estos que ves. Y este otro hombre se encuentra en mi casa, con mi mujer, a quien seguramente le habrá dado ya un ataque de histeria. Me han asegurado que no tienen intención de hacer daño a nadie, y que sólo quieren dinero. Te quedarás aquí hasta la hora de abrir el banco, y, entonces, te dedicarás a tu trabajo habitual. Cuando el mecanismo de relojería abra la cámara fuerte, estos hombres cogerán el dinero y se irán. Yo me iré con ellos. Si les dejamos actuar a su manera, nada malo nos pasará.

—¡Dios…! —exclamó Robert Biggers.

—No es tan raro como imaginas —le advirtió Harry Burrell—. Llevo treinta y seis años en este oficio, y esta es la cuarta vez que me atracan. La experiencia me ha enseñado que esta gente nunca miente. Quieren el dinero, y basta. No tienen la menor intención de causarnos daño. Si sabemos conservar la serenidad, nada malo nos ocurrirá.

—No puede ser… Me parece imposible —dijo Robert Biggers.

—Pues mucho me temo que te equivocas —contestó Harry Burrell—. Ya te digo, conserva la calma, y nada malo nos pasará. Bueno, ahora he de encargarte un trabajo. ¿Te encuentras con ánimo para llevarlo a cabo?

—Sí, claro.

—Pues ve al vestíbulo, y, a medida que los otros empleados lleguen, les abres la puerta, y, luego la vuelves a cerrar. Cada vez que entre alguien, cierra la puerta después. Los llevas al guardarropía, les explicas lo que pasa, y les dices que no hagan absolutamente nada que nos pueda poner en peligro. Diles que recuerden que mi esposa está en casa, y que un tipo la vigila revólver en mano. ¿Podrás encargarte de eso?

Uno de los hombres habló:

—Procure que todos estén tranquilos y que no hagan absolutamente nada. Que no haya alarmas, ni nerviosismos, ni ruidos, ni nada. Esto es lo que su jefe quiere.

—Así lo haré —repuso Robert Biggers.

—Muy bien —dijo Harry Burrell—. Pues adelante, y recuerda que confío en ti.

Robert Biggers se sentó tras su mesa escritorio, y no se molestó en fingir que trabajaba. Su mente funcionaba a toda velocidad, aunque, al parecer, no se centraba en una cuestión determinada. Cuando llegaron los tres pagadores, dio a cada uno de ellos la misma explicación: «Nos están atracando. Esperan que el mecanismo de relojería abra la caja. Estad tranquilos, y no hagáis ruido, ni nada. Uno de los atracadores está en casa de Mr. Burrell, y tiene a su mujer en rehenes», y les acompañó al cuarto destinado a guardarropía.

Nancy Williams fue la única que no reaccionó con calma. Tenía dieciocho años, y había terminado los estudios de secundaria en el anterior mes de junio. Abrió desmesuradamente los ojos, y dijo:

—No puede ser. Me estás tomando el pelo.

—No —respondió Robert Biggers.

—¿Nos atracan? ¿De veras?

Se encontraban en el corredor, junto al guardarropía. Mientras hablaban, uno de los hombres con revólver en la mano se había acercado silenciosamente. Nancy Williams dio media vuelta sobre sí misma, y fijó la vista en el negro revólver.

—¡Dios mío! —exclamó.

Robert Biggers sintió una oleada de indignadas ansias de proteger a la muchacha. Tres jueves, por la tarde, a las ocho, al cerrar, había llevado a Nancy Williams a cenar en el Post House. Luego, la había llevado a tomar copas, y, después, al Parador de la Linterna, en donde se había acostado con ella. Era joven, de carnes firmes, y apasionada.

El hombre con el revólver dijo:

—Hola. Anda, a trabajar, pequeña. Y tú también, conquistador. Olvida la cosa esa de acompañar a la gente hasta el guardarropía.

Nancy Williams dudó. Pero inmediatamente se dirigió hacia las jaulas de los pagadores. El hombre con el revólver se dirigió a Robert Biggers:

—Linda chica… ¿Qué, tienes algo que ver con ella?

Robert Biggers le miró fijamente. El hombre dijo:

—Oye, me importa muy poco lo que hagas con esa chica. Me he limitado a hacerte una pregunta. Ahora, sal de allí, y ponte en tu sitio de trabajo. Andando.

Robert Biggers volvió a su escritorio.

A las ocho y cincuenta y dos minutos, el mecanismo de relojería abrió la puerta de la cámara acorazada. Harry Burrell y los otros dos hombres salieron del despacho del primero. Uno de los hombres se quedó junto a Mr. Burrell, apuntándole con el revólver. Dos hombres se metieron los revólveres entre el cinturón y el cuerpo, y extrajeron de los chaquetones bolsas de plástico verdes. Entraron en la cámara acorazada. Poco después, uno de los hombres salía con dos sacos repletos. Volvió a entrar. Pocos minutos después, de la cámara salían los dos hombres.

Mr. Burrell se dirigió a los empleados:

—Por favor, presten atención. Ahora, me iré con estos hombres. Vamos a mi casa. Allí recogeremos al hombre que nos espera. Luego, me iré con ellos. Me soltarán cuando estimen que se encuentran a salvo. Si queréis que nada malo me pase, no hagáis nada hasta las diez. Conservad las ventanas cerradas hasta las nueve y quince. Entonces, dejad que los clientes entren, y procurad comportaros con calma y como si nada hubiera ocurrido. Si alguien quiere cobrar una suma importante, decid que el mecanismo de cierre de la caja fuerte se ha estropeado, y que yo he salido en busca de alguien que lo arregle. ¿Comprendido?

Todos afirmaron con un movimiento de cabeza.

Mr. Burrell y el hombre que iba con él salieron por la puerta trasera. Los otros dos se quedaron junto a la cámara acorazada. De nuevo tenían los revólveres en la mano. Uno de ellos se puso el revólver en el cinturón. El otro lo conservó en la derecha. Los dos se inclinaron levemente para coger los sacos de plástico verde que habían dejado en el suelo.

Robert Biggers movió levemente, despacio, el pie izquierdo, y oprimió el botón de alarma, bajo la mesa escritorio. Su rostro adquirió expresión de alivio, en el momento en que consiguió oprimir el botón. Era una alarma silenciosa. Sólo sonaba en la comisaría de policía.

El hombre que sostenía el revólver preguntó:

—¿Qué has hecho?

Robert Biggers le miró. El hombre dijo:

—Te he preguntado qué has hecho.

Robert Biggers siguió mirándole en silencio.

—Acabas de tocar la alarma —dijo el hombre—. Has tocado la alarma, estúpido de mierda.

—No —contestó Robert Biggers.

—¡Embustero hijoputa!

El revólver negro se levantó lentamente.

—Te dije que no lo hicieras —dijo el hombre—, y lo has hecho. Estúpido.

El revólver pegó un brusco salto atrás, contra el antebrazo derecho del hombre. En el mismo instante, Biggers se levantaba de la silla para protestar. La bala le dio en el estómago, y Biggers cayó hacia atrás, en la silla. La segunda bala le dio exactamente en el centro del pecho, hacia la derecha, y lo derribó sobre el brazo derecho de la silla, sin que la expresión de protesta y sorprendida inocencia variase en su rostro.

—Vosotros, los restantes cabrones —dijo el hombre—, meteos en la cámara acorazada.

Los empleados comenzaron a moverse. Nancy Williams tenía expresión de perplejidad.

—¡Dentro de la cámara! —repitió el hombre.

Y con el revólver les indicó el camino, a modo de refuerzo de la orden. Cuando estuvieron dentro, cerró la puerta y giró el volante del mecanismo de seguridad.

—Andando —dijo.

El segundo hombre estaba ya a mitad del corredor que conducía a la puerta trasera, con los tres sacos repletos. En la sala de trabajo, Robert L. Biggers sangraba y la sangre caía sobre el brazo de la silla, goteando lentamente sobre la alfombra dorada y anaranjada, mientras la expresión de pasmada sorpresa y protesta de inocencia iba cuajándose en su cara.

En la zona de aparcamiento, los dos hombres arrojaron los sacos al interior de un Plymouth sedán, blanco. En un Pontiac sedán, verde, el primer hombre estaba sentado junto a Harry Burrell. El hombre que había disparado sobre Biggers gritó:

—¡Bingo! ¿Oyes? ¡Bingo!

El primer hombre levantó el revólver y, con el tambor, golpeó fuertemente a Burrell en la base del cráneo. Burrell cayó de lado, quedando arrinconado en la parte izquierda del asiento trasero. El hombre se quitó la máscara y abrió la puerta del automóvil.

—Yo me encargo de ir a buscarle —dijo—. Id al lugar convenido. ¡Vamos, de prisa!

Los otros dos hombres sacaban del aparcamiento el Plymouth, en marcha atrás. El Plymouth salió de la zona de aparcamiento, de prisa, pero sin llamar la atención por su velocidad. Cuando llegó a la zona situada ante el banco, seguía marchando a buena velocidad, aunque con moderación. Sus ocupantes se habían quitado las medias que les tapaban la cara.

El Pontiac verde abandonó el lugar en que se hallaba, detrás del banco, y recorrió la zona de aparcamiento, orientándose, después, hacia Oriente, en dirección opuesta a la seguida por el otro automóvil.