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A siete millas y media al Este de Palmer, la Carretera 20 forma una curva hacia el Norte, en lo alto de una colina, y, luego, desciende hacia el Sur, alejándose de una zona cubierta de pinos. A última hora de la tarde, un hombre joven, con barba, metió el deportivo Karmann Ghia dorado que conducía en la zona de aparcamiento, apagó los faros, y se repantigó en el asiento, dispuesto a esperar, mientras su aliento se condensaba en la superficie interior del parabrisas, y la escarcha comenzaba a cubrir las planchas metálicas.

En la oscuridad, Jackie Brown, al volante de su Roadrunner, recorrió el trébol que la carretera forma en Carlton, en Massachusetts, rodó por las empinadas curvas que luego forma la carretera, y avanzó veloz hacia el Oeste, por la carretera 20. Llegó a la zona de aparcamiento antes dicha quince minutos después de que en ella el muchacho con barba detuviera su Karmann Ghia. Jackie Brown aparcó, detuvo el motor y esperó cinco minutos. El intermitente derecho del Karmann Ghia se encendió y apagó una vez. Jackie Brown salió de su automóvil.

El interior del Karmann Ghia olía a plástico, gasolina y pintura.

—Menos mal que me dijiste que habías cambiado de automóvil —dijo Jackie Brown—. Con éste no te hubiera reconocido. ¿Qué pasó con el tres noventa y seis?

—Nada, que el seguro había vencido —dijo el muchacho de la barba—, y tenía que renovarlo. Valía una fortuna. Luego, un día salí de paseo, llené el tanque, y me costó otra fortuna. Aquel automóvil se me comía vivo.

—Pero corría que daba gusto, echando chispas por el tubo de escape.

—Soy demasiado viejo para esta clase de cacharros. Me rompo los cuernos para llevar a casa ciento setenta dólares semanales, y no puedo permitirme coches como esos que te dejan con la cartera vacía. Se me ha metido en la cabeza casarme y llevar una vida ordenada.

—No exageres. Esos ciento setenta del ala casi los has sacado con los negocios que haces conmigo.

—Y una mierda. En los últimos seis meses me has proporcionado unas ganancias de tres mil setecientos dólares, y los gasté sin apenas darme cuenta. Quiero dejar esta vida de líos. Si sigo así, me encontraré entre rejas sin apenas darme cuenta.

—Bueno —dijo Jackie Brown—, parece que no estás de buen humor esta noche. Vayamos a lo que interesa, ¿tienes la mercancía? Yo he venido con el dinero.

—Dos docenas —repuso el de la barba.

Se volvió hacia atrás y agarró una bolsa que llevaba detrás de los asientos. Añadió:

—Casi todos son de cuatro pulgadas.

—Bueno, no hay problema. Ahí tengo el dinero. Son cuatro ochenta, ¿no?

—Eso. Oye, ¿y cómo es que ahora aceptas tranquilamente los de cuatro pulgadas? Hace seis meses, ponías el grito en el cielo si te entregaba unidades que no fueran de dos pulgadas. Y, ahora, de repente, te da igual. ¿Qué ha pasado?

—Mi clientela ha mejorado.

—¿Con quién diablos negocias ahora? ¿Te has metido en la Mafia o algo por el estilo?

Jackie Brown esbozó una sonrisa.

—Te diré la verdad —repuso—. Ahora ni siquiera sé quiénes son mis clientes. Me visita muy a menudo un tipo negro, pero no dispone de mucho dinero, y además pide una mercancía que tú no tienes. He de buscarla en otro sitio. Y luego, otro cliente es un tipo gordo, de unos treinta y seis o treinta y siete años, que no sé a qué diablos se dedica. Me parece que es irlandés, pero ni siquiera sé su nombre. Conmigo utiliza el nombre de Paul, pero tampoco estoy muy seguro de que se llame así. Ahora bien, el hijo de mala madre compra cualquier tipo de mercancía, se queda con todo. En mi vida había visto a un tipo capaz de comprar tanto revólver. Le da lo mismo que sean de cuatro pulgadas, de seis, que sean treinta y ocho, cuarenta y uno, cuarenta y cinco, cuarenta y cuatro… nada, se queda con todo, y paga a tocateja. El tipo compra una docena en menos de una semana, y ya me encarga más. No para. No estoy seguro, pero me parece que está más o menos liado con la Mafia; ahora bien, el tipo nunca me lo dirá, y yo tampoco pienso preguntárselo. Me paga en buenos billetes, y esto me basta. Y con el negro lo mismo, que pague y que haga lo que le dé la gana. Pasé el fin de semana en Nassau, y allí estuve con la fulana más impresionante que he visto en mi vida, y el tipo ese gordo, el que se queda con todo, pagó el gasto. Por lo que a mí respecta, puede dedicarse a lo que le dé la gana, a suministrar al Ejército de Salvación si quiere. Mientras el tipo siga pagando, me da igual.

—Parece que no me necesitas —dijo el de la barba—. Los negocios con esa otra gente te van mejor que conmigo.

—Te doy veinte dólares —propuso Jackie Brown— por unos cacharros que no te cuestan ni cinco. Además, nunca te he causado el menor problema. Sé muy bien en qué se te va el dinero; sin embargo, mientras funciones, me importa un pimiento lo que hagas. Pero ten cuidado, porque si comienzas a crearme problemas, no tendré el menor inconveniente en crearte problemas todavía mayores. Me consta que los negocios que haces conmigo representan sólo una propinilla para ti. Pero es una propinilla bastante fuerte, muchacho, y esto es algo que no debes olvidar. También yo tengo teléfono. Y puedo hablar con la policía de Springfield con la misma facilidad con que tú puedes hablar con la de Boston.

—Anda, vete a la mierda ya —dijo el de la barba.

—Hasta la semana próxima —concluyó Jackie Brown—. Trae un par de docenas por lo menos. Vendré con el dinero.