__ II __

Lyon encontró que sir David Ashmore era un tema pictórico excelente y, por si fuera poco, un modelo cómodo. Además, era un anciano muy agradable, tremendamente arrugado pero con la cabeza clarísima; y llevaba justo la bata afelpada que Lyon habría escogido. Se enorgullecía de su edad pero se avergonzaba de sus achaques, que, sin embargo, exageraba, y que no le impedían posar con tanta sumisión como si el retrato al óleo fuera una rama de la cirugía. Demolió la leyenda de su temor a que la operación resultara mortal con una explicación que gustó mucho más a nuestro amigo. Sostenía que un caballero sólo debía ser retratado una vez en su vida, que era una muestra de ansiedad y presunción ir colgando retratos por todas partes. Eso estaba bien para las mujeres, que eran un bonito motivo de adorno para las paredes; pero el rostro masculino no se prestaba a la repetición con finalidad decorativa. El momento idóneo para retratarlo era al final, cuando estaba allí todo el hombre, con toda su experiencia. Lyon no le pudo contestar que ese período no era un verdadero compendio —había que tener en cuenta las pérdidas— ya que, en el caso de sir David, la cristalización se había producido sin fisuras. Hablaba de su retrato como de un mapa del país que deberían consultar sus hijos en caso de duda. Y sólo se podía dibujar un buen mapa cuando se había recorrido el terreno. Dedicaría a Lyon sus mañanas, hasta la hora de comer, y hablarían de muchas cosas, sin pasar por alto, como estímulo para el chismorreo, a la gente de la casa. Ahora que «no salía», como él decía, veía menos a los visitantes de Stayes: iba y venía gente de la que él no sabía nada y le gustaban las descripciones de Lyon. El artista hacía bocetos con pincel fino, sin caer en la caricatura, y sucedía con frecuencia que, cuando sir David no conocía a los hijos e hijas, había conocido a los padres y madres. Era uno de esos terribles ancianos transformados en un almacén de antecedentes. Pero en el caso de la familia Capadose, a la que llegaron tras una cómoda etapa, su conocimiento abarcaba dos o incluso tres generaciones. El general Capadose era un viejo compinche, y recordaba también a su padre. El general no fue mal soldado, pero en su vida privada mostró una tendencia demasiado especuladora: siempre se escapaba a la City para invertir el dinero en algún asunto desastroso. Se casó con una joven que le aportó algo y tuvieron media docena de hijos. No sabía gran cosa de lo que les había sucedido, excepto que uno había entrado en la Iglesia y había ascendido, ¿no era el deán de Rockingham? Clement, el que se encontraba en aquel momento en Stayes, tenía cierto talento militar; había servido en Oriente, se había casado con una joven bonita. Había estudiado en Eton con su hijo y acostumbraba a ir a Stayes en vacaciones. Más tarde, al regresar a Inglaterra, había aparecido otra vez con su mujer; eso era antes de que a él, el anciano señor Ashmore, lo retiraran. Era un chico atractivo, pero tenía una debilidad terrible.

—¿Una debilidad terrible?

—Es un mentiroso descomunal.

El pincel de Lyon se detuvo en seco mientras repetía la expresión que, en cierto modo, lo había sorprendido.

—¿Un mentiroso descomunal?

—Ha tenido suerte si no lo ha averiguado por su cuenta.

—Bueno, confieso que he advertido cierto matiz romántico…

—Oh, no siempre es romántico. Es capaz de mentir sobre la hora o el nombre de su sombrerero. Al parecer, hay gente así.

—Bueno, son unos tremendos bribones —declaró Lyon, aunque le tembló un poco la voz al pensar en lo que había hecho con su vida Everina Brant.

—Oh, no siempre —dijo el anciano—. Este individuo no tiene nada de bribón. No hace daño a nadie y no tiene mala intención; no roba, no estafa, no juega ni bebe; es muy amable, es fiel a su esposa, quiere a sus hijos. Lo que pasa es que no es capaz de dar una respuesta normal.

—Entonces, supongo que todo lo que me contó anoche era falso: me contó una serie de historias elaboradísimas. Costaba tragárselas, pero nunca pensé que la explicación fuera tan sencilla.

—Sin duda, estaría en vena —prosiguió sir David—. Es una peculiaridad innata, igual que uno es cojo, tartamudo o zurdo. Creo que va y viene, como una fiebre intermitente. Mi hijo me dice que sus amigos por lo general lo entienden y no le llaman la atención… por su esposa.

—¡Oh, su esposa, su esposa! —murmuró Lyon pintando deprisa.

—Me atrevería a decir que está acostumbrada.

—En absoluto, sir David. ¿Cómo puede acostumbrarse?

—¡Vaya, querido amigo, cuando una mujer ama…! ¿Y no les gusta también a ellas la exageración? Son connoisseurs[30]… comprenden bien a un colega.

Lyon guardó silencio un momento; no tenía argumentos para negar que la señora Capadose estaba muy unida a su marido. Pero al cabo de un poco, replicó:

—¡Oh, ésta no! La conocí hace años, antes de que se casara; la conocí bien y la admiraba. Era clara y diáfana.

—Me gusta mucho —dijo sir David—, pero he visto cómo lo secundaba.

Lyon examinó a sir David durante un momento, pero no como modelo.

—¿Está usted seguro?

El anciano vaciló; después contestó con una sonrisa.

—Está usted enamorado de ella.

—Es muy probable. ¡Dios sabe que lo estuve!

—Ella está obligada a ayudarlo, no puede desenmascararlo.

—Puede callarse —señaló Lyon.

—Bueno, delante de usted lo probable es que se calle.

—Tengo curiosidad por saberlo —y añadió Lyon para sí: ¡Dios mío, lo que habrá hecho de ella! Pero no lo dijo porque le pareció que ya se había delatado bastante su pensamiento en relación con la señora Capadose. Sin embargo, ahora no dejaba de dar inmensas vueltas a la cuestión de cómo podía desenvolverse una mujer en semejante atolladero. Cuando regresó y se mezcló con los demás, Lyon la miró con un interés todavía mayor; él había tenido sus problemas en la vida, pero pocas veces había sentido una inquietud tal como la que sentía ahora por conocer en qué medida la lealtad de una esposa y el contagio de un ejemplo podían haber afectado a un espíritu totalmente sincero. Oh, él tenía por una verdad inmutable que, al margen de las tendencias que pudiera manifestar cualquier otra mujer, ella, desde siempre, había sido totalmente incapaz de ninguna desviación. Aunque no hubiera sido demasiado simple para engañar a nadie, habría sido demasiado orgullosa; y si no hubiera tenido demasiada conciencia, habría mostrado escasa afición. Era lo último que habría consentido o disculpado, justo aquello que no habría perdonado. ¿Contemplaba atormentada cómo su marido daba saltos mortales? ¿O se había convertido en alguien tan perverso que le parecía bien llamar la atención aunque fuera a costa de su honor? Habría sido necesaria una portentosa alquimia —deshacer lo hecho, por así decir— para llegar a este último resultado. Además de estas dos alternativas (sufrir tortura en silencio o estar tan enamorada que la humillante idiosincrasia de su marido sólo le pareciera un rasgo más de brillantez, una prueba de su vitalidad y su talento), existía también la posibilidad de que no se hubiera dado cuenta, de que se lo creyera todo. Una breve reflexión volvía insostenible esta hipótesis; era demasiado evidente que la versión que él daba de las cosas debía de entrar en contradicción una y otra vez con lo que ella sabía. Apenas llevaba un par de horas con ellos cuando Lyon ya la había visto enfrentada a esa invención perfectamente gratuita sobre el beneficio que habían sacado del cuadro que él pintó en sus primeros años. Ni siquiera entonces, por lo que había podido ver, pareció sufrir, y… pero, por el momento, Lyon no podía hacer otra cosa que considerar el caso.

La cuestión, aunque no hubiera estado mezclada, a través de su arraigada ternura por la señora Capadose, con un elemento de tensa expectación, habría seguido presentándose como un problema muy curioso, porque no había pintado retratos durante tantos años sin convertirse en algo parecido a un psicólogo. Su investigación se veía limitada, por el momento, a la oportunidad que le ofrecieran los tres días siguientes, ya que el coronel y su esposa se iban después a otra casa. Por supuesto, también se centraba en gran medida en el coronel, ya que el caballero constituía tan rara anomalía. Además, tenía que ir deprisa. Lyon era demasiado escrupuloso para preguntar a otras personas qué pensaban del asunto, tenía demasiado miedo de poner en evidencia a la mujer que había amado en otros tiempos. También era probable que lo iluminara la conversación con el resto de los presentes: el raro hábito del coronel, que afectaba a su situación en igual medida que a la de su esposa, sería un tema de conversación familiar en cualquier casa donde tuviera por costumbre pasar unos días. Lyon no había observado en los círculos que frecuentaba ninguna tendencia destacada a abstenerse de comentar las singularidades de sus miembros. Interfería con sus averiguaciones el hecho de que el coronel estuviera cazando durante todo el día mientras él manejaba los pinceles y charlaba con sir David; pero llegó un domingo y la situación se compensó en parte. Por fortuna, la señora Capadose no cazaba y cuando él terminó el trabajo no estaba inaccesible. Dio un par de largos paseos con ella (a ella le gustaba) y la engatusó para que tomaran el té en un bonito rincón del salón. Por mucho que la observara, no era capaz de hacerse una idea de si la consumía una vergüenza oculta; la conciencia de estar casada con un hombre cuya palabra no valía nada no era, para ella, en la medida en que él podía adivinar, como una plaga para la rosa. Parecía no tener otra cosa en la cabeza que su propia plácida franqueza y, cuando él la miraba a los ojos (profundamente, como se permitía hacer de vez en cuando), éstos no tenían una conciencia incómoda. Habló con ella una y otra vez de los buenos viejos tiempos, rememoró cosas que (antes de aquel encuentro) no tenía ni idea de que recordara. Después le habló de su marido, alabó su apariencia, su talento para la conversación, manifestó que había desarrollado rápidamente sentimientos cordiales por él y le preguntó (con una audacia interna que le hizo temblar un poco) qué clase de hombre era.

—¿Qué clase? —dijo la señora Capadose—. Dios mío, ¿cómo puede definir una mujer a su marido? Me gusta mucho.

—Ah, eso ya me lo ha dicho —exclamó Lyon con aire exageradamente compungido.

—Entonces ¿por qué me lo pregunta otra vez? —añadió al cabo de un momento, como si se sintiera tan feliz que pudiera permitirse compadecerse de él—. Es todo lo bueno y amable que se puede ser en este mundo. Es un soldado y un caballero ¡y un encanto! No tiene defecto alguno. Y posee mucho talento.

—Sí, parece que tiene mucho talento. Pero, claro está, a mí no me parece un encanto.

—¡Me da igual lo que piense usted de él! —dijo la señora Capadose y, al sonreír, le pareció más hermosa que nunca. O bien era profundamente cínica o bien de un hermetismo todavía más profundo, y Lyon a duras penas podría arrancarle la señal que deseaba: algún indicio de que, en definitiva, habría hecho mejor casándose con un hombre que no era la encarnación del más despreciable, del menos heroico de los vicios. ¿Es que ella no veía, no sentía, las sonrisas que circulaban cuando su marido ejecutaba alguna de sus características cabriolas verbales? ¿Cómo podía, una mujer de su carácter, soportar aquello día tras día, año tras año, sin que cambiara ese mismo carácter? Pero Lyon sólo estaría dispuesto a creer en esa alteración cuando la oyera mentir. El problema le fascinaba y, sin embargo, casi le exasperaba mientras se formulaba todo tipo de preguntas. ¿Acaso no mentía, al fin y al cabo, cuando dejaba pasar aquellas falsedades sin protestar? ¿No era su vida una complicidad perpetua? ¿Y no lo alentaba y ayudaba con el mero hecho de no disgustarse con él? Aunque tal vez estuviera disgustada y la desesperación de su orgullo diera como resultado esa máscara inescrutable. Quizá protestaba en privado, apasionadamente; quizás todas las noches, en sus habitaciones, tras la espantosa actuación del día, ella le hiciera las escenas más desgarradoras. Pero si esas escenas eran en vano y él no se esforzaba en curarse, ¿cómo podía, además, mirarlo después de tantos años de matrimonio, con la perfecta e ingenua satisfacción que había advertido durante la cena del primer día? Si nuestro amigo no hubiera estado enamorado de ella, habría encontrado incluso divertidas las fechorías del coronel; pero, dadas las circunstancias, aquello le parecía trágico, aunque no perdía de vista que su solicitud también habría podido resultar cómica.

La observación le mostraría a lo largo de esos tres días que, si bien Capadose mentía profusamente, lo hacía sin mala intención y que ejercía su notable facultad sólo en asuntos de escasa importancia. «Es un mentiroso platónico —se dijo—. Es desinteresado, no actúa con la esperanza de obtener nada ni de hacer daño. Lo hace por amor al arte y lo empuja el amor a la belleza. Tiene una visión personal de lo que podría haber sucedido, de lo que debería haber sucedido, y contribuye a la buena causa con la mera sustitución de una nuance[31]. Por así decirlo, ¡él también pinta, como yo!». Sus manifestaciones eran de una variedad considerable, pero tenían en común el rasgo de ser todas ellas singularmente banales. Por eso resultaban ofensivas; obstruían el campo de la conversación, ocupaban un espacio valioso, lo convertían en una especie de niebla iluminada por el sol. Porque es fácil encontrar acomodo para una mentirijilla contada bajo presión, igual que para una persona que se presenta con una nota del autor el día del estreno. Pero la mentira superflua es como el caballero sin nota ni entrada que se instala con un taburete en mitad del pasillo de platea.

Lyon absolvía a su victorioso rival en un caso particular: al principio, lo desconcertaba que, dada su incontinencia, no se hubiera metido en un lío en el ejército. Pero se dio cuenta de que lo respetaba, que aquella augusta institución quedaba a salvo de sus estragos. Además, aunque su conversación estaba llena de fanfarronadas, resultaba sorprendente que pocas veces presumiera de sus hazañas militares. Sentía pasión por la caza, la había practicado en países lejanos y algunas de sus mejores flores eran recuerdos de peligros y huidas en solitario. Naturalmente, cuanto más solitaria era la escena, mayor era la flor. Cualquier conocido nuevo del coronel recibía siempre el tributo de un ramillete: Lyon no tardó en llegar a esta conclusión general. Y ese hombre extraordinario tenía incoherencias y lapsus inesperados: de vez en cuando caía en la veracidad más anodina. Lyon comprobó lo que le había dicho sir David: que sus aberraciones sobrevenían en forma de ataque o períodos concretos y, en ocasiones, respetaba la tregua de Dios durante un mes seguido. La musa lo inspiraba a placer y con frecuencia lo dejaba solo. Él desaprovechaba las mejores oportunidades y después se ponía a navegar contra el viento. Por lo general, tendía más a afirmar lo falso que a negar lo cierto; sin embargo, esta proporción algunas veces se invertía de manera asombrosa. Con frecuencia se sumaba a quienes se reían de él, reconocía el intento de engaño y que muchas de sus anécdotas tenían un carácter experimental. No obstante, nunca se retiraba ni retractaba por completo: se sumergía y emergía en otro lugar. Lyon adivinaba que, alguna vez, sería capaz de defender su posición con violencia, pero sólo cuando ésta fuera muy mala. En ese caso, podría llegar con facilidad a ser peligroso: sería capaz de pegar a alguien y volverse violento. Estas ocasiones pondrían a prueba la ecuanimidad de su esposa y a Lyon le habría gustado verla entonces. En el salón de fumar y otros lugares, los presentes, en la medida en que eran íntimos, tenían siempre una protesta jocosa a mano; pero entre los hombres que lo conocían desde hacía tiempo, su voz plena de matices era una vieja historia, tan vieja que habían dejado de hablar de ella, y Lyon no tenía interés, como he dicho, en recabar la opinión de los que podrían haber compartido su sorpresa.

Lo más singular de todo era que ni la sorpresa ni la familiaridad impedían que la gente apreciara al coronel; sus mayores exigencias de una atención, por lo demás, un tanto escéptica, se tenían por desbordamientos de vida y alegría, casi de belleza. Le gustaba retratar su valor y lo hacía con una gruesa brocha y, sin embargo, no cabía duda de que era valiente. Era gran jinete y tirador, a pesar del cúmulo de anécdotas que ilustraban esas habilidades: en definitiva, no estaba lejos de ser tan inteligente ni su carrera de ser casi tan maravillosa como pretendía. Con todo, su mejor cualidad era una sociabilidad indiscriminada que daba por hecho el interés y la credulidad de los demás y, en cambio, de eso no presumía; le daba un aire ordinario, incluso, en cierto modo, vulgar; pero era tan contagiosa que, en contra de lo previsible, su interlocutor se ponía de su lado. Oliver Lyon reflexionaba para sí que el coronel no sólo mentía sino que hacía que uno se sintiera también un poco mentiroso, aunque le llevara la contraria (o especialmente si lo hacía). Por la noche, durante la cena y más tarde, nuestro amigo contemplaba el rostro de su mujer para ver si lo recorría alguna sombra o un débil espasmo. Pero en ella no se veía nada y lo más sorprendente era que casi siempre escuchaba a su marido cuando hablaba. En eso consistía su orgullo: no quería que se sospechara siquiera que no hacía frente a las circunstancias. Sin embargo, Lyon veía una y otra vez que al día siguiente de los hechos aparecía una figura velada en la penumbra dispuesta a arreglar los daños del coronel, de la misma manera que los familiares de los cleptómanos visitan puntualmente las tiendas que han sufrido sus hurtos.

—Debo disculparme, por supuesto que no era cierto, espero que no haya causado ningún perjuicio, es sólo su incorregible…

¡Oh, oír la voz de aquella mujer tan profundamente humillada! Lyon no albergaba ningún plan inicuo, ningún deseo consciente de aprovecharse de su vergüenza o su lealtad; pero se decía que le gustaría conseguir que sintiera que habría sido más digna su unión con otra persona en concreto. Soñaba incluso con el momento en que, con el rostro ardiente, le rogara que no tuviera en cuenta todo aquello. Entonces se sentiría casi consolado, sería magnánimo.

Lyon terminó su retrato y se preparó para marcharse tras haber trabajado en un radiante halo de interés que lo impulsaba a creer que el resultado sería bueno, pero cuando se encontró con que gustaba a todo el mundo, en especial al señor y la señora Ashmore, empezó a sentirse escéptico. En cualquier caso, cambió de compañía: el coronel y la señora Capadose siguieron su camino. Sin embargo, podría decirse que despedirse de la dama no fue tanto un final como un principio, porque la visitó poco después de su regreso a la ciudad. Le había dicho cuándo estaba en casa; parecía sentir aprecio por él. Y si lo apreciaba, ¿por qué no se había casado con él o, al menos, lamentaba no haberlo hecho? Si lo lamentaba, lo ocultaba muy bien. La curiosidad de Lyon sobre este punto puede parecer fatua al lector, pero algún derecho tendrá un hombre decepcionado. Al fin y al cabo, no pedía mucho; no pedía que lo amara en aquel momento ni que le permitiera decirle que la amaba, sino sólo que diera alguna muestra de que se arrepentía. Pero ella, en cambio, en esos momentos se recreaba exhibiendo su hijita ante él. La niña era bonita y tenía los más hermosos ojos de inocencia que había visto: lo que no impedía que se preguntara si contaba mentiras horribles. Esa idea lo entretenía mucho: la imagen de la ansiedad con que, mientras crecía, su madre la examinaría en busca de los síntomas de la herencia. ¡Bonita ocupación para Everina Brant! ¿Mentiría ella también a la niña sobre el padre? ¿Sería necesario que lo hiciera, mientras estrechaba a su hija contra el pecho, para protegerla? ¿Se controlaría el coronel delante de la niña, para que no lo oyera decir cosas que ella sabía que eran diferentes de las que él contaba? Lyon lo dudaba: el carácter le podía y lo único que podría salvar a la niña era que fuera demasiado tonta para analizar nada. No se podía juzgar todavía, era demasiado pequeña. Si desarrollaba su inteligencia, seguro que seguiría la huella de su padre: ¡hermosa mejora en la situación de su madre! Su carita no despertaba sospechas, pero tampoco la cara grande de su padre: aquello no demostraba nada.

Lyon recordó a sus amigos en más de una ocasión que le habían prometido que Amy posaría para él, y la única dificultad estaba en el tiempo del que disponía. También creció en él el deseo de pintar al coronel, tarea con la que se prometía una gran satisfacción íntima. Sacaría a la luz su personalidad, lo representaría en esa totalidad de la que había hablado con sir David y sólo los iniciados se darían cuenta. Éstos, sin embargo, tendrían el retrato en altísima estima y, sin duda, sería de gran profundidad: una obra maestra de caracterización sutil. Durante años había soñado con hacer algo que llevara no sólo el sello del psicólogo, sino también el del pintor, y ahí tenía por fin el modelo. Era una pena que no fuera mejor, pero eso no era culpa suya. Tenía la sensación de que, hasta aquel momento, nadie había captado como él la personalidad del coronel, y no sólo siguiendo su instinto, sino también un plan. En algunos momentos casi le asustaba el éxito de su plan: el pobre caballero iba terriblemente lejos. Algún día se detendría, miraría a Lyon entre los ojos, adivinaría el juego que se traía con él… y eso haría que su esposa también lo adivinara. No es que a Lyon le preocupara mucho, siempre que ella no creyera (como debía ser) que también formaba parte de la broma. Había adquirido tal costumbre de ir a verla los domingos por la tarde que se irritaba cuando salía de la ciudad. Eso ocurría con frecuencia, pues la pareja era muy aficionada a las visitas y el coronel siempre estaba deseando ir de caza, actividad de la que disfrutaba aún más cuando podía ejercitarla a expensas de otros. Lyon habría dado por supuesto que aquel tipo de vida desagradaba especialmente a su esposa, porque tenía la idea de que era en las casas de campo donde el marido se explayaba a gusto. Habría sido un alivio y un lujo para ella que se fuera solo, no ver cómo se exhibía ante los demás. En realidad, a Lyon le decía que preferiría quedarse en casa; pero no porque en casa de otras personas pasara las de Caín: el motivo que daba era que le gustaba mucho estar con la niña. Quizá las exageraciones no constituyeran delito, pero eran vulgares; el pobre Lyon se quedó encantado cuando llegó a esta conclusión. Sin duda, algún día, también él, cruzaría la línea; se convertiría en un animal dañino. Sí, y, mientras tanto, era vulgar a pesar de su talento, su buena presencia, su impunidad. Excepcionalmente, hacia final del invierno ella se quedó en casa en dos ocasiones en que su marido se fue a cazar varios días. Lyon todavía no se encontraba en situación de preguntarse si el deseo de no perderse dos de sus visitas habría tenido algo que ver con esa inmovilidad. Quizá habría sido más oportuno formularse más tarde esa pregunta, cuando empezó a pintar a la niña y la madre aparecía siempre con ella. Pero no estaba en la naturaleza de la señora Capadore dar a las cosas un falso nombre, fingir, y Lyon se daba cuenta de que quería con pasión a la niña, a pesar de la mala sangre que corría por sus venas.

Acudía con constancia, aunque Lyon multiplicaba las sesiones de posado: nunca confiaba a Amy a la niñera o a la doncella. Lyon había liquidado al pobre sir David en diez días, pero el retrato de aquella niña de sencillo rostro prometía prolongarse hasta el año siguiente. Pedía sesión tras sesión y a cualquiera que hubiera observado la escena le habría parecido que estaba agotando a la niña. Sin embargo, ni él ni la señora Capadose llegaban tan lejos: ambos estaban presentes en los largos descansos que le daba, cuando dejaba de posar y deambulaba por el gran estudio, divirtiéndose con sus curiosidades, jugando con los viejos ropajes y vestidos, sin ningún tipo de restricciones. Entonces su madre y el señor Lyon se sentaban y hablaban; él dejaba los pinceles y se recostaba en la silla; siempre le ofrecía té. Lo que no sabía la señora Capadose era de qué manera, durante esas semanas, abandonaba otros encargos: las mujeres no tienen imaginación para el trabajo de los hombres y no van más allá de la idea de que carece de importancia. Lo cierto era que Lyon lo había retrasado todo y había hecho esperar a algunas personas importantes. Guardaban silencio durante intervalos de media hora, cuando él manejaba los pinceles, y en ellos él era plenamente consciente de que Everina estaba allí sentada. Ella se callaba si él no insistía en hablar y no lo molestaba ni aburría. Algunas veces cogía un libro, había muchos por todas partes; otras veces alejaba un poco la silla y miraba cómo avanzaba el retrato (sin aconsejar ni corregir), como si sintiera especial interés por cada pincelada que representaba a su hija. Estas pinceladas eran, en algunas ocasiones, algo violentas; Lyon pensaba más en su corazón que en su mano. No se sentía más incómodo que ella, pero sí alterado; era como si en las sesiones (porque la niña, también, guardaba un maravilloso silencio) algo creciera entre ellos. O hubiera crecido ya: una confianza tácita, un secreto inexpresable. Eso era lo que él sentía; pero no podía, después de todo, estar seguro de que ella sintiera lo mismo. Lo que Lyon deseaba que ella hiciera por él era muy poco; ni siquiera que llegara a confesar que era desgraciada. Para sentirse tremendamente satisfecho le habría bastado con que reconociera, aunque fuera con una señal silenciosa, que con él su vida habría sido mejor. Algunas veces pensaba —llegaba tan lejos su presunción— que el que se sentara ahí, tranquilamente, era ya esa señal.

Lo más selecto
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
Section001.xhtml
01-una-vida.xhtml
01-una-vida-01.xhtml
01-una-vida-02.xhtml
01-una-vida-03.xhtml
01-una-vida-04.xhtml
01-una-vida-05.xhtml
01-una-vida-06.xhtml
01-una-vida-07.xhtml
01-una-vida-08.xhtml
01-una-vida-09.xhtml
01-una-vida-10.xhtml
01-una-vida-11.xhtml
01-una-vida-12.xhtml
01-una-vida-13.xhtml
01-una-vida-14.xhtml
01-una-vida-15.xhtml
01-una-vida-16.xhtml
01-una-vida-17.xhtml
01-una-vida-18.xhtml
01-una-vida-19.xhtml
01-una-vida-20.xhtml
01-una-vida-21.xhtml
01-una-vida-22.xhtml
01-una-vida-23.xhtml
01-una-vida-24.xhtml
01-una-vida-25.xhtml
01-una-vida-26.xhtml
01-una-vida-27.xhtml
01-una-vida-28.xhtml
02-lo-mas.xhtml
02-lo-mas-01.xhtml
02-lo-mas-02.xhtml
02-lo-mas-03.xhtml
02-lo-mas-04.xhtml
02-lo-mas-05.xhtml
02-lo-mas-06.xhtml
02-lo-mas-07.xhtml
02-lo-mas-08.xhtml
02-lo-mas-09.xhtml
02-lo-mas-10.xhtml
02-lo-mas-11.xhtml
02-lo-mas-12.xhtml
02-lo-mas-13.xhtml
02-lo-mas-14.xhtml
02-lo-mas-15.xhtml
02-lo-mas-16.xhtml
02-lo-mas-17.xhtml
02-lo-mas-18.xhtml
02-lo-mas-19.xhtml
02-lo-mas-20.xhtml
02-lo-mas-21.xhtml
02-lo-mas-22.xhtml
02-lo-mas-23.xhtml
02-lo-mas-24.xhtml
02-lo-mas-25.xhtml
02-lo-mas-26.xhtml
02-lo-mas-27.xhtml
02-lo-mas-28.xhtml
02-lo-mas-29.xhtml
02-lo-mas-30.xhtml
02-lo-mas-31.xhtml
02-lo-mas-32.xhtml
02-lo-mas-33.xhtml
02-lo-mas-34.xhtml
02-lo-mas-35.xhtml
02-lo-mas-36.xhtml
02-lo-mas-37.xhtml
02-lo-mas-38.xhtml
02-lo-mas-39.xhtml
02-lo-mas-40.xhtml
02-lo-mas-41.xhtml
02-lo-mas-42.xhtml
02-lo-mas-43.xhtml
02-lo-mas-44.xhtml
02-lo-mas-45.xhtml
02-lo-mas-46.xhtml
02-lo-mas-47.xhtml
02-lo-mas-48.xhtml
02-lo-mas-49.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml