__ III __
Por fin propuso el asunto del retrato del coronel: la temporada estaba ya muy avanzada y quedaba poco tiempo para la desbandada general. Lyon dijo que debía aprovecharla en lo posible, lo importante era empezar; después, en otoño, cuando regresaran a su vida londinense, podrían seguir adelante. La señora Capadose objetó que no podía aceptar otro regalo de tanto valor. Lyon ya le había dado aquel antiguo retrato suyo y ya había visto la falta de delicadeza que habían tenido. Ahora le regalaba aquel bello recuerdo de la niña, porque sería bello sin duda cuando lo terminara, si alguna vez se daba por satisfecho; una posesión preciosa que cuidarían para siempre. Pero su generosidad debía detenerse ahí: no podían contraer con él una deuda tan grande. No podían encargarle el cuadro, seguro que lo entendía sin que se lo explicara; era un lujo fuera de su alcance, porque sabían qué precios alcanzaban. Además, ¿qué habían hecho ellos, qué había hecho ella, sobre todo, para que los colmara de regalos? No, era demasiado bondadoso; era imposible que Clement posara. Lyon la escuchó sin protestar, sin interrumpir, mientras se inclinaba sobre una obra, y al final dijo:
—Bueno, si no se queda el cuadro, ¿por qué no dejar que pose para mi propio placer y beneficio? Que sea un favor, un servicio que le pido. Me vendrá muy bien pintarlo y me quedaré yo con el cuadro.
—¿Y a qué se debe que le venga tan bien? —preguntó la señora Capadose.
—¡Vaya! Es un modelo extraordinario, un personaje muy interesante. Tiene un rostro muy expresivo que me enseñará un sinfín de cosas.
—¿Y qué expresa? —dijo la señora Capadose.
—¡Pues su carácter!
—¿Y desea usted pintar su carácter?
—Claro que sí. Eso es lo que ofrecen los grandes retratos, y haré que el del coronel lo sea. Me llevará a la cima. Como ve, mi petición es eminentemente interesada.
—¿Y cómo puede estar más alto que ahora?
—Oh, soy insaciable. Por favor, dé su consentimiento —dijo Lyon.
—Bueno, el carácter de mi marido es muy noble —señaló la señora Capadose.
—Ah, confíe en mí, ¡lo sacaré a la luz! —exclamó Lyon, un poco avergonzado de sí mismo.
Antes de marcharse, la señora Capadose dijo que su marido probablemente aceptaría la invitación, pero añadió:
—Por nada le permitiría espiar en mí de esa manera.
—Oh —rio Lyon—: a usted podría dibujarla a oscuras.
Poco después el coronel puso a disposición del pintor su tiempo libre y hacia finales de julio le había hecho varias visitas. Lyon no quedó decepcionado ni por la calidad del modelo ni por el grado de compromiso de éste; tenía plena confianza en que produciría un buen resultado. Tal era su estado de ánimo; estaba encantado con su motif[32] y muy interesado en su problema. Lo único que lo inquietaba era la idea de que cuando enviara el retrato a la Academia no podría ponerle como título para el catálogo «El mentiroso». Sin embargo, eso era lo de menos porque había decidido que ese rasgo de carácter sería perceptible incluso para la inteligencia más simple; sería tan destacado como resultaba ahora para él en el ser humano. Como en aquel momento no veía otra cosa en el coronel, se entregaba al placer de pintar sólo eso. No podría haber explicado cómo lo hacía, pero le parecía que el misterio de cómo hacerlo se le revelaba de nuevo cada vez que se sentaba a trabajar. Estaba en los ojos y estaba en la boca, estaba en cada arruga del rostro y en cada gesto, en la hendidura de la barbilla, en la disposición del cabello, la curva del bigote, el ir y venir de la sonrisa, el ascenso y la caída de la respiración. Estaba, en definitiva, en su forma de mirar un mundo embaucado: en la forma que siempre tendría de mirar. En Europa había media docena de retratos que Lyon consideraba supremos; le parecían inmortales porque estaban tan perfectamente conservados como magistralmente pintados. A ese pequeño grupo ejemplar aspiraba sumar el lienzo al que estaba entregado en aquel momento. Una de las obras que lo ayudaban a componerlo era el magnífico Moroni de la National Gallery: el joven sastre con una chaqueta blanca que está ante la mesa de trabajo con unas tijeras. El coronel no era sastre; tampoco el modelo de Moroni, a diferencia de muchos sastres, era mentiroso; pero su obra aspiraba a alcanzar la misma claridad magistral en la representación del personaje. En un grado que pocas veces había conocido, tenía la satisfacción de sentir que la vida iba creciendo bajo su pincel. Resultó que al coronel le gustaba posar y hablar mientras posaba; lo que era una suerte, ya que su charla era la mayor inspiración de Lyon. Éste ponía en práctica la idea que llevaba meditando tantas semanas de sacar a la luz su interior: no podría haberse encontrado en mejor relación con él para ese propósito. Lo animaba, seducía, estimulaba, manifestaba una inconmensurable credulidad, y únicamente lo interrumpía cuando el coronel no reaccionaba ante ésta. El coronel tenía sus baches, sus horas estériles y en esos momentos Lyon se daba cuenta de que también el cuadro languidecía. Cuanto más se remontaba su compañero, más giros describía en el aire, mejor pintaba él; sus vuelos nunca eran lo bastante largos. Lo azuzaba cuando desfallecía; en algunos momentos lo inquietaba que el coronel descubriera su juego. Pero, al parecer, no se daba cuenta; se recreaba y explayaba bajo la luz sutil y constante de la atención del pintor. Así el cuadro fue avanzando muy deprisa; resultó asombrosa la brevedad de su empresa en comparación con el de la niña. El cinco de agosto estaba ya casi terminado: ésa era la fecha de la última vez que, por el momento, podía posar el coronel, ya que se iba de la ciudad al día siguiente con su mujer. Lyon estaba muy contento, veía el camino libre: podría terminar a su gusto, sin que fuera necesaria la presencia de su amigo. En cualquier caso, como no había prisa, lo dejaría descansar hasta su propio regreso a Londres, en noviembre, entonces volvería y lo miraría con otros ojos. Cuando el coronel le preguntó si su mujer, si encontraba un minuto, podría ir a verlo al día siguiente —tenía tantas ganas—, Lyon le rogó como favor especial que esperara: estaba lejos de encontrarse todavía satisfecho. Ésta era repetición de una propuesta que la señora Capadose ya le había hecho la última vez que la visitó, y él ya le pidió entonces que no fuera todavía, diciendo que le faltaba mucho para estar satisfecho. En realidad, estaba encantado y, de nuevo, se sentía un poco avergonzado.
El cinco de agosto el tiempo era muy cálido y ese día, mientras el coronel, sentado bien derecho, se dedicaba a chismorrear, Lyon, para tener un poco de corriente, abrió una puertecita auxiliar que llevaba directamente del estudio al jardín y algunas veces servía de entrada y salida a modelos y visitantes más humildes, así como vía de paso para lienzos, marcos, embalajes y demás material de trabajo. La entrada principal cruzaba la casa y vivienda de Lyon; y este acceso tenía el encanto de hacer pasar primero por una galería alta, desde la cual una escalera pintoresca y retorcida permitía descender a la sala amplia, llena de adornos y trastos. La perspectiva de esa sala a sus pies, con todos aquellos objetos ingeniosos y de valor que Lyon había coleccionado, nunca dejaba de arrancar exclamaciones de entusiasmo a las personas que entraban por la galería. El camino procedente del jardín era más sencillo y, al mismo tiempo más cómodo y privado. Los dominios de Lyon, en St. John’s Wood, no eran inmensos pero, cuando la puerta estaba abierta en un día de verano, permitía entrever flores y árboles, oler agradables aromas y oír los pájaros. Aquella mañana en concreto, un visitante no anunciado había encontrado conveniente utilizarla, una mujer más bien joven que se plantó en la sala antes de que el coronel la viera y en la que éste reparó antes que su amigo. Aguardó en silencio y miró a los dos hombres, uno tras otro.
—¡Oh, vaya! ¡Aquí tenemos a otra! —exclamó Lyon en cuanto sus ojos se posaron en ella. La mujer pertenecía, en realidad, a un grupo un tanto inoportuno: el modelo en busca de empleo, y explicó que se había aventurado a entrar directamente de aquella manera porque muchas veces, cuando iba a visitar a algunos caballeros, los criados la engañaban, la echaban y no anunciaban su llegada—. Pero ¿cómo ha entrado en el jardín? —preguntó Lyon.
—La puerta estaba abierta, señor. La puerta de servicio. Estaba ahí el carro del carnicero.
—El carnicero debería haberla cerrado —dijo Lyon.
—Entonces, ¿no me necesita, señor? —prosiguió la mujer.
Lyon siguió pintando; nada más verla la había examinado con una mirada penetrante, pero no volvió a dirigir los ojos hacia ella. El coronel, sin embargo, la examinó con interés. Se trataba de una persona de la que resultaba difícil decir si era joven y parecía vieja o si era vieja y parecía joven; pero era evidente que había doblado ya varias de las esquinas de la vida y tenía un rostro rosado que, no obstante, no sugería lozanía. Con todo, era bonita y quizá, en otros tiempos, posara por la calidad de su tez. Llevaba un sombrero con muchas plumas, un vestido con muchos abalorios, guantes largos y negros, envueltos en pulseras de plata, y zapatos de pésima calidad. Su aspecto no era exactamente el de una institutriz fuera de lugar ni tampoco el de una actriz a la caza de un contacto, pero algo en ella sugería una profesión interrumpida o incluso una carrera profesional malograda. Iba sucia y desaliñada, y a los pocos minutos de que estuviera en el estudio, el aire o, al menos, el olfato, empezó a familiarizarse con cierta vaharada alcohólica. Su pronunciación no era muy esmerada y cuando Lyon le dio por fin las gracias y le dijo que no la necesitaba, que en aquel momento no estaba haciendo nada en lo que pudiera serle útil, ella contestó con aire ofendido.
—Pero si yo ya he trabajado para usted.
—No la recuerdo —contestó Lyon.
—Anda, pues apostaría que la gente que vio sus cuadros seguro que se acuerda de mí. No tengo mucho tiempo, pero se me ha ocurrido pasar por aquí un momento.
—Se lo agradezco mucho.
—Si algún día me necesita me envía una postal…
—Nunca envío postales —dijo Lyon.
—Pues bueno, ¡me vale una carta! Lo que sea. Envíela a la señorita Geraldine, Mortimer Terrace Mews, w ‘ill…
—Muy bien, ya me acordaré —dijo Lyon.
La señorita Geraldine se entretuvo.
—He pensado: me paso un momento y a lo mejor sale algo.
—Me temo que no puedo prometerle nada, estoy muy ocupado con los retratos —prosiguió Lyon.
—Sí, ya veo. Me gustaría estar en el lugar de este caballero.
—Me temo que, en ese caso, el retrato no se me parecería —dijo el coronel riéndose.
—Oh, claro, no se puede comparar, no sería tan bonito. No me gustan nada los retratos —declaró la señorita Geraldine—. Nos quitan el pan de la boca.
—Bueno, muchos pintores no saben hacer retratos —sugirió Lyon para consolarla.
—Oh, he posado para los mejores y sólo para los mejores. Muchos no podrían hacer nada sin mí.
—Me alegro mucho de que esté tan solicitada —Lyon empezaba a aburrirse y añadió que no quería entretenerla, que ya la mandaría buscar en caso necesario.
—Muy bien. Recuerde que es en Mews… ¡Qué pena! ¡No posa usted tan bien como nosotros! —prosiguió la señorita Geraldine, mirando al coronel—. Si me necesitara usted, señor…
—Lo está molestando, hace que se sienta incómodo —dijo Lyon.
—¡Incómodo! ¡Válgame Dios! —exclamó la visitante con una carcajada que propagó su olor—. Quizá usted sí envía postales, ¿eh? —dijo, dirigiéndose al coronel; y después se retiró con paso vacilante. Salió al jardín por donde había venido.
—Qué lamentable, está borracha —dijo Lyon. Pintaba con energía, pero levantó la vista y se contuvo: la señorita Geraldine, todavía en la puerta, había echado atrás la cabeza.
—Sí, ¡no me gusta nada! —exclamó con una explosión de alegría que confirmó la declaración de Lyon. Y después desapareció.
—¿Qué querrá decir? —preguntó el coronel.
—Oh, que no le gusta que lo esté pintando a usted en lugar de pintarla a ella.
—¿Y la ha pintado alguna vez?
—Jamás en la vida; no la había visto nunca. Está totalmente confundida.
El coronel guardó silencio un rato.
—Era muy guapa… hace diez años —comentó el coronel.
—Eso parece, pero está muy estropeada. En lo que a mí respecta, una sola gota las echa a perder. No me preocuparía nada por ella.
—Querido amigo, esa mujer no es modelo —dijo el coronel riendo.
—Desde luego, ahora no merece ese nombre, pero lo fue.
—Jamais de la vie. Era una excusa.
—¿Una excusa? —Lyon prestó atención y empezó a preguntarse qué vendría después.
—No venía a verlo a usted, sino a mí.
—Ya me he dado cuenta de que le prestaba atención. ¿Y qué quiere de usted?
—Oh, jugarme una mala pasada. Me odia. Muchas mujeres me odian. Me vigila, me sigue.
Lyon se recostó en su silla: no creía ni una palabra de lo que le decía. Estaba encantado con la historia y con el comportamiento inocente y alegre del coronel. La historia había florecido, fragante, ahí mismo.
—¡Mi querido coronel…! —murmuró con una mezcla de conmiseración y amistoso interés.
—Cuando ha entrado me he sentido incómodo, pero no me ha sorprendido —prosiguió el modelo.
—Si lo estaba, lo ha ocultado usted muy bien.
—Ah, ¡cuando uno ha pasado por lo que he tenido que pasar yo! Pero confieso que hoy estaba medio preparado. La he visto merodear por aquí, conoce mis movimientos. Esta mañana estaba cerca de mi casa, debe de haberme seguido.
—Pero ¿quién es, entonces, que tiene semejante toupet[33]?
—Sí, lo tiene —dijo el coronel—; pero, como puede observar, estaba bebida. De todos modos, hace falta tener la cara muy dura, como se dice vulgarmente, para venir. ¡Oh, es una mala mujer! No es modelo y nunca lo fue; sin duda, habrá conocido a alguna de esas mujeres y habrá copiado sus maneras. Hace diez años se aprovechó de un amigo mío, un ganso que merecía que lo desplumara, pero me vi obligado a intervenir por motivos familiares. Es una historia larga y la verdad es que se me había olvidado por completo. Ella tiene treinta y siete años, como mínimo. Hice que se librara de ella, la envié a ocuparse de sus asuntos. Ella sabía que me lo debía a mí. Nunca me lo ha perdonado, creo que está mal de la cabeza. No se llama Geraldine y dudo que ésa sea su dirección.
—Ah, ¿y cómo se llama? —preguntó Lyon interesadísimo. Los detalles siempre empezaban a multiplicarse, a abundar, cuando su compañero se lanzaba: fluían en batallones.
—Se llama Pearson, Harriet Pearson; pero se hacía llamar Grenadine… ¿no era ésa una marca de ron? Grenadine… Geraldine, es fácil pasar de uno a otro —Lyon estaba encantado con la celeridad de su respuesta, y su interlocutor prosiguió—: Hacía años que no pensaba en ella, la había perdido de vista por completo. No sé qué pretende, pero es prácticamente inofensiva. Mientras venía, me ha parecido verla en la calle, un poco más arriba. Debe de haber averiguado que vengo aquí y habrá llegado antes. Me aventuraría a decir (o, mejor dicho, estoy seguro) que me está esperando.
—¿Y no sería mejor que llevara usted algún tipo de protección? —preguntó Lyon, riendo.
—La mejor protección son cinco chelines, estoy dispuesto a llegar hasta eso. A menos que lleve un frasco de vitriolo. Pero éstas sólo tiran vitriolo a los hombres que las han engañado, y yo nunca la he engañado. Le dije la primera vez que la vi que conmigo no le iba a servir nada. Oh, si está allí andaremos un rato juntos, charlaremos un poco y, como digo, estoy dispuesto a darle hasta cinco chelines.
—Bueno —dijo Lyon—, contribuiré con otros cinco —tenía la sensación de que era poco pago por su diversión.
Sin embargo, la partida del coronel de la ciudad interrumpió momentáneamente la diversión. Lyon esperaba que le llegara una carta contándole la segunda parte de la ficción; pero, al parecer, su excelente modelo no se dedicaba a la pluma. Sea como fuere, se marchó de la ciudad sin escribir; habían quedado citados para tres meses más tarde. Oliver Lyon siempre pasaba las vacaciones de la misma manera: durante las primeras semanas visitaba a su hermano mayor, feliz propietario, en el sur de Inglaterra, de una vieja casona, llena de recovecos y con jardines de estilo formal, en la que disfrutaba muchísimo, y después viajaba al extranjero, generalmente a Italia o a España. Aquel año siguió sus costumbres después de examinar por última vez su obra casi terminada y sentir el grado de satisfacción habitual por el modo en que la mano había traducido la idea: era siempre, en su opinión, un compromiso lamentable. Una tarde amarilla, en el campo, mientras fumaba en pipa en una de las viejas terrazas, experimentó el deseo de volverla a ver y darle un par de retoques: lo había pensado con frecuencia mientras descansaba. El impulso fue tan fuerte que no pudo rechazarlo y, aunque tenía intención de regresar a la ciudad a lo largo de la semana siguiente, se sintió incapaz de afrontar la demora. Le bastaría con mirar el cuadro cinco minutos para aclarar algunas cuestiones que le rondaban; así que a la mañana siguiente, para darse ese gusto, tomó el tren para Londres. No envió ninguna nota por adelantado; comería en su club y probablemente regresaría a Sussex a las 5.45.
En St. John’s Wood la marea de la vida humana fluye siempre muy deprisa y en aquellos primeros días de septiembre Lyon encontró una soledad implacable en las calles rectas y soleadas donde las pequeñas tapias revocadas de los jardines, con sus puertas tan poco comunicativas, tenían un aspecto vagamente oriental. Su casa estaba en calma, y accedió con su llave maestra, ya que tenía la teoría de que era bueno a veces pillar a los criados por sorpresa. Sin embargo, su paso convocó de inmediato a la buena mujer que llevaba la casa y que acumulaba las funciones de cocinera y ama de llaves, y ésta lo recibió (él cultivaba un trato franco con el servicio) sin la confusión de la sorpresa. Lyon le dijo que no le importaba que la casa no estuviera en orden, sólo había ido para unas horas y tenía quehacer en el estudio. A lo cual ella contestó que llegaba en el momento justo para ver a una dama y un caballero que se encontraban allí en aquel momento, habían llegado cinco minutos antes. Les había dicho que él no estaba en casa, pero dijeron que no importaba, sólo querían ver un cuadro y tendrían mucho cuidado con todo.
—Espero que le parezca bien, señor —concluyó el ama de llaves—. El caballero dice que ha posado para usted y me ha dado su nombre, un nombre bastante raro. Me parece que es militar. Ella parece toda una señora; en cualquier caso, señor, allí están.
—Oh, muy bien —dijo Lyon cuando la identidad de sus visitantes estuvo clara. El ama de llaves no podía saberlo, porque por lo general tenía poco que ver con las idas y venidas; el sirviente, que acompañaba a las visitas a la entrada y la salida, había ido con él al campo. Estaba francamente sorprendido de que la señora Capadose hubiera ido a ver el retrato de su marido cuando ella sabía que el artista deseaba que se abstuviera de hacerlo; pero estaba familiarizado con el hecho de que era una mujer de carácter fuerte. Además, tal vez no se tratara de la señora Capadose; el coronel quizá había llevado consigo alguna amiga curiosa, alguien que deseara un retrato de su marido. En cualquier caso, ¿qué estaban haciendo en la ciudad en aquel momento? Lyon se dirigió hacia el estudio con cierta curiosidad; se preguntaba vagamente qué estarían «tramando» sus amigos. Apartó la cortina que colgaba en la puerta de comunicación, la que daba a la galería que se había considerado conveniente construir cuando se añadió el estudio a la casa. Cuando digo que apartó debería corregir la frase; le puso la mano encima pero, en aquel momento, lo detuvo un sonido muy singular. Procedía de la planta baja y lo sobresaltó muchísimo; era como un gemido apasionado, una especie de grito ahogado acompañado de un violento sollozo. Oliver Lyon escuchó un momento con atención y después se dirigió hacia la barandilla de la galería, que estaba cubierta con una gruesa alfombra antigua de estilo morisco. Sus pasos no hicieron ruido, aunque no se lo había propuesto, y, tras el primer instante, se encontró aprovechándose irresistiblemente de la circunstancia de no haber llamado la atención de las dos personas del estudio, que se encontraban a unos veinte pies por debajo de él. Lo cierto era que estaban tan profunda y tan extrañamente absortas que se comprendía que no fueran conscientes de que los observaban. La escena que se desarrolló delante de los ojos de Lyon era una de las más extraordinarias que éstos habían presenciado. La delicadeza y la incomprensión le impidieron al principio interrumpirla, porque lo que veía era una mujer que lloraba desconsoladamente contra el pecho de su compañero, y a esas influencias sucedió, tras un minuto (los minutos fueron breves y escasos), un motivo concreto que en aquel momento tuvo fuerza suficiente para hacerlo retroceder detrás de la cortina. Podría añadir que también tuvo la fuerza de empujarlo a aprovechar, para ver mejor, la ranura formada por la unión de las dos mitades de la portière[34]. Era perfectamente consciente de lo que hacía; en aquel momento era un fisgón, un espía. Pero se daba cuenta de que aquello no sólo era un abuso de confianza, sino también algo muy extraño, y que si, en cierto modo, no era asunto suyo, en otro sentido desde luego sí lo era. Lyon observó y reflexionó todo aquello en un instante.
Sus visitantes se encontraban en el centro de la sala; la señora Capadose se agarraba a su marido, llorando, sollozando como si fuera a rompérsele el corazón. Su pena le pareció horrible a Oliver Lyon, pero su sorpresa fue mayor que su horror cuando oyó que el coronel respondía con estas palabras, pronunciadas con vehemencia:
—¡Maldito sea, maldito sea, maldito sea!
¿Qué había pasado? ¿Por qué lloraba ella y a quién maldecía él? Lyon vio al instante siguiente lo sucedido: el coronel había buscado su retrato inacabado (sabía en qué rincón acostumbraba a dejarlo el artista, apartado, de cara a la pared) y lo había colocado ante su esposa en un caballete vacío. Ella lo había mirado unos momentos y después, al parecer, lo que había visto en él había producido una explosión de consternación y resentimiento. Ella estaba demasiado absorta en su llanto y él demasiado absorto en el abrazo y las exclamaciones para mirar alrededor o levantar la vista. La escena era tan inesperada para Lyon que no pudo interpretarla en el momento como una prueba del triunfo de su mano, de un éxito tremendo: sólo podía preguntarse qué pasaba. La idea del triunfo le llegó un poco más tarde. No obstante, desde donde estaba podía ver el retrato; le sobresaltó su apariencia de vida, no le había parecido tan magistral. La señora Capadose se separó bruscamente de su marido, se desplomó en la silla más cercana, hundió el rostro entre los brazos y apoyó éstos en una mesa. De repente los sollozos dejaron de ser audibles, pero temblaba como abrumada por la angustia y la vergüenza. Su marido se quedó un momento examinando el cuadro; después se acercó, se inclinó sobre ella, la abrazó de nuevo y la calmó.
—¿Qué pasa, querida, qué pasa? —preguntó.
Lyon oyó la respuesta.
—¡Qué cruel! ¡Oh, qué cruel!
—Maldito sea, maldito sea, maldito sea —repitió el coronel.
—Ahí está todo, ahí está todo —insistió la señora Capadose.
—¡Pero bueno! ¿Qué es lo que está?
—Todo lo que no debería estar, todo lo que él ha visto, es terrible.
—¿Todo lo que ha visto? ¡Vaya! ¿No soy un hombre bien plantado? Me ha pintado bastante guapo.
La señora Capadose se había levantado otra vez de un brinco y había dirigido otra mirada a aquella traición en forma de pintura.
—¿Guapo? ¡Horrible, horrible! Eso no… ¡Nunca, nunca!
—¿No qué, por el amor de Dios? —casi gritó el coronel.
Lyon veía su rostro enrojecido, desconcertado.
—Lo que ha hecho de ti, lo que tú sabes. Él lo sabe, lo ha visto. Todo el mundo lo sabrá, todo el mundo lo verá. Imagínate esto en la Academia.
—Estás sacando las cosas de quicio, querida; pero si tanto te disgusta, no es necesario que lo exponga.
—Oh, él lo enviará, ¡es tan bueno el retrato! ¡Vámonos, vámonos! —gimió la señora Capadose, agarrando a su marido.
—¿Es tan bueno el retrato? —exclamó el pobre hombre.
—Vámonos, vámonos —repetía ella; y se volvió hacia la escalera que subía a la galería.
—Por aquí no, no vayamos por la casa, tal como estás —oyó Lyon que objetaba el coronel—. Podemos ir por aquí —añadió; y condujo a su mujer hacia la puertecita que daba al jardín. Estaba cerrada con un pestillo, pero lo descorrió y abrió la puerta. Ella salió deprisa, pero él se detuvo, mirando hacia la habitación.
—¡Espérame un momento! —le gritó y, con paso nervioso, volvió a entrar en el estudio.
Se acercó de nuevo al cuadro y lo miró de nuevo.
—¡Maldito sea, maldito sea, maldito sea! —estalló una vez más. Lyon no tenía claro si esa maldición estaba dirigida al original o al pintor del retrato. El coronel se dio la vuelta y se movió deprisa por la habitación, como si buscara algo; durante un instante Lyon no pudo adivinar sus intenciones. De repente, el artista exclamó por lo bajo: «¡Quiere estropearlo!». Su primer impulso fue bajar corriendo e impedirlo; pero se detuvo, todavía con los sollozos de Everina Brant en sus oídos. El coronel encontró lo que buscaba: dio con ello entre algunos cachivaches que había sobre una mesa y regresó al caballete. Al instante Lyon advirtió que el objeto que había cogido era una pequeña daga oriental y que la había hundido en el lienzo. Parecía animado por una furia repentina, ya que deslizó hacia abajo el instrumento con extremo vigor (Lyon sabía que no estaba muy afilado), haciendo un corte profundo, largo y terrible. A continuación lo sacó y lo clavó varias veces en la cara de su retrato, exactamente como si estuviera apuñalando a una víctima humana: el efecto era muy extraño, como una especie de suicidio simbólico. A los pocos segundos, el coronel había tirado la daga sin dejar de mirarla, como si esperara que estuviera bañada en sangre, y se marchó a toda prisa, tras cerrar la puerta a su espalda.
Lo más extraño de todo fue —como sin duda parecerá a todos— que Oliver Lyon no hiciera el menor gesto para salvar su cuadro. Pero él no sentía como si lo estuviera perdiendo o, como si no le importara perderlo, sino como si hubiera llegado a una certeza. Su vieja amiga, en efecto, se avergonzaba de su marido, y era él el responsable, y había conseguido un gran éxito, a pesar de que el retrato hubiera quedado reducido a jirones. Esta revelación lo entusiasmó tanto —igual que toda la escena— que cuando bajó la escalera, después de que se marchara el coronel, temblaba con feliz agitación; estaba mareado y tuvo que sentarse un momento. El retrato tenía una docena de heridas con desgarro: el coronel lo había matado a cuchilladas. Lyon lo dejó donde estaba y no lo tocó, apenas lo miró; se limitó a dar vueltas por su estudio, todavía agitado, durante una hora. Después, su ama de llaves entró para sugerirle que comiera un poco; por debajo de la escalera había un acceso a la zona de servicio.
—Ah, ¿el señor y la señora se han marchado, señor? No los he oído.
—Sí, han salido por el jardín.
Pero la mujer se había detenido y miraba el cuadro del caballete.
—¡Qué barbaridad! ¡Cómo lo ha puesto!
Lyon imitó al coronel.
—Sí, lo he hecho trizas, en un ataque de disgusto.
—¡Santo cielo, después de tanto trabajo! ¿No les gustaba, señor?
—Sí, no les gustaba.
—Bueno, pues deben de ser personas de grandísima categoría. ¡Ya me gustaría a mí!
—Córtelo en trozos: servirá para encender el fuego —dijo Lyon.
Volvió al campo en el tren de las 3.30 y unos días más tarde viajó a Francia. Durante los dos meses que pasó fuera de Inglaterra estuvo esperando algo; no habría podido decir qué, alguna manifestación por parte del coronel. ¿O no escribiría, no explicaría, no daría por hecho que Lyon había descubierto, como decía la cocinera, el modo en que lo había «puesto»? ¿Y no le parecía justo compadecerse de una manera u otra de su desconcierto? ¿Se declararía culpable o refutaría las sospechas? Esta última vía sería difícil y pondría a prueba su talento, enfrentado al testimonio del ama de llaves de Lyon, que había hecho pasar a las visitas y establecería relación entre su presencia y la violencia ocasionada. ¿Preferiría el coronel ofrecer alguna disculpa o reparación? ¿O las palabras que pronunciara serían solo una prolongación de aquella irritación destructiva que nuestro amigo había visto que su mujer le comunicaba de manera tan repentina y poderosa? Podría declarar que no había tocado el cuadro o bien reconocer que lo había hecho y, en cada caso, tendría que contar una hermosa historia. Lyon aguardaba el relato con impaciencia y, en vista de que no llegaba ninguna carta, se sentía decepcionado. Sin embargo, con más impaciencia deseaba conocer la versión de la señora Capadose, si acaso la hubiera; porque sin duda sería la prueba verdadera: demostraría, por un lado, hasta dónde estaba dispuesta a llegar por su marido y, por otro, hasta dónde estaba dispuesta a llegar por él, Oliver Lyon. No veía la hora de saber qué vía elegiría; si adoptaría la del coronel, fuera ésta la que fuere. Lyon deseaba averiguarlo sin más demora, tener alguna idea por anticipado. Para ello le escribió una carta desde Venecia en la que, en el tono habitual en una vieja amistad, le preguntaba si había novedades, le contaba sus paseos y expresaba sus deseos de que se vieran pronto en Londres, pero no mencionaba el cuadro. Pasaron los días y no recibió respuesta; así pues, llegó a la conclusión de que ella no se sentía capaz de escribirle una carta, ya que todavía estaba demasiado afectada por la emoción que le había causado su «traición». Su marido había respaldado esa emoción y ella había respaldado el acto derivado de ésta, lo cual suponía una ruptura y el final de todo. Lyon contemplaba esta posibilidad bastante arrepentido, al mismo tiempo que le parecía lamentable que unas personas tan encantadoras se hubieran equivocado tanto. Finalmente lo animó, si bien no le aclaró mucho la situación, la llegada de una carta, breve pero llena de buen humor, que no insinuaba ningún resentimiento ni mala conciencia. La parte más interesante, para Lyon, era la posdata, que decía lo siguiente: «Debo confesarle una cosa. Hacia primeros de septiembre pasamos un par de días en la ciudad y aproveché la ocasión para desafiar su autoridad: estuvo muy feo por mi parte pero no pude evitarlo. Hice que Clement me llevara a su estudio, ya que tenía muchísimas ganas de ver lo que había hecho usted con él, contraviniendo así sus deseos. Hicimos que sus criados nos dejaran pasar y contemplé el cuadro un buen rato. ¡Es asombroso!». «Asombroso» era una palabra muy poco comprometida, pero, al menos, la carta no era una ruptura.
El tercer día después de la llegada de Lyon a Londres era domingo y fue a comer a casa de la señora Capadose. Ésta, en primavera, lo había invitado de forma amplia y él había aprovechado para presentarse varias veces. Eran ésas las ocasiones (antes de que posara para él) en que había tenido un trato más familiar con el coronel. Justo después de comer, el anfitrión desaparecía (según decía, salía a visitar a sus mujeres) y la segunda media hora era la mejor, incluso cuando había otras personas. En aquella ocasión, a principios de diciembre, Lyon tuvo la suerte de encontrar sola a la pareja, sin Amy siquiera, que aparecía poco en público. Estaban en el salón, esperando a que anunciaran el almuerzo, y, en cuanto entró, el coronel exclamó:
—¡Querido amigo! ¡Estoy encantado de verlo! Tengo tantas ganas de seguir posando…
—Oh, termínelo, por favor. Es tan bonito… —dijo la señora Capadose, mientras le tendía la mano.
Lyon los miró, primero a uno y luego al otro. No sabía lo que esperaba, pero aquello no.
—Ah, entonces ¿creen que he captado algo?
—Lo ha captado todo —dijo la señora Capadose sonriendo con sus ojos de color castaño dorado.
—¿Mi esposa le ha contado por carta nuestra travesura? —preguntó su marido—. Me llevó a rastras, tuve que ir. —Por un momento, Lyon se preguntó si con el término «travesura» se refería al ataque al lienzo, pero las siguientes palabras del coronel no confirmaron esta interpretación—: Ya sabe que me gusta posar, ofrece una excelente ocasión a mi bavardise[35]. Y ahora tengo tiempo.
—Recuerde que casi había terminado —señaló Lyon.
—Es cierto, qué lástima. Me gustaría que empezara de nuevo.
—¡Querido amigo, tendré que empezar de nuevo! —dijo Oliver Lyon con una carcajada, mirando a la señora Capadose. Ella no lo miró a los ojos, se había levantado para llamar a comer—. El cuadro está destrozado —prosiguió Lyon.
—¿Destrozado? ¿Y por qué lo ha hecho? —preguntó la señora Capadose, de pie delante de él, con toda su clara y plena belleza. Ahora que lo miraba resultaba impenetrable.
—No lo hice yo, me lo encontré así, con una docena de agujeros.
—¡Vaya! —exclamó el coronel.
Lyon volvió hacia él los ojos, sonriendo.
—No sería usted, ¿verdad?
—¿No se puede arreglar? —preguntó el coronel. Parecía tan sincero como su esposa y se diría que era incapaz de tomar en serio la pregunta de Lyon—. ¿Por el placer de posar para usted? Querido amigo, si se me hubiera ocurrido, no dude de que lo habría hecho.
—¿Usted tampoco? —preguntó el pintor a la señora Capadose.
Antes de que ésta tuviera oportunidad de contestar, su marido la había cogido por el brazo, como si se le acabara de ocurrir una idea muy sugerente.
—Claro, querida, ¡esa mujer, esa mujer!
—¿Esa mujer? —repitió la señora Capadose; y Lyon también se preguntó a qué mujer se refería.
—¿No se acuerda de cuando apareció, se plantó en la puerta, o casi en la puerta? Ya le hablé de ella, le conté cosas. Geraldine… Grenadine… aquélla que apareció aquel día sin avisar —explicó a Lyon—. La vimos merodeando por allí, le conté la historia a Everina.
—¿Cree que fue ella quien destrozó el retrato?
—Ah, sí, ahora me acuerdo —dijo la señora Capadose con un suspiro.
—Volvió a aparecer… conocía el camino… estaba esperando su oportunidad —prosiguió el coronel—. ¡Ah, esa alimaña!
Lyon bajó la vista; se daba cuenta de que se ruborizada. Eso era lo que había estado esperando: el día en que el coronel sacrificara sin ningún miramiento a alguna persona inocente. ¿Y su esposa podía participar en semejante atrocidad? Durante las semanas previas, Lyon había recordado varias veces que, cuando el coronel perpetró su fechoría, ella había salido ya de la sala; pero, sin embargo, se había dicho —era casi una certeza— que cuando regresó con ella le contaría su hazaña. Estaría todavía arrebatado por el gesto e incluso, suponiendo que no le hubiera dicho lo que había hecho, ella lo habría adivinado. Ni por un instante creyó que la pobre señorita Geraldine hubiera estado rondando su puerta, ni tampoco lo había engañado, ni remotamente, la versión que le había dado el coronel antes del verano. Lyon no había visto a esa mujer antes del día en que se plantó en su estudio; pero la identificó y clasificó como si la conociera. Estaba familiarizado con las modelos londinenses en todas sus variedades, en cada fase de su desarrollo y en cada peldaño de su decadencia. Al entrar en su casa, aquella mañana de septiembre, justo después de la llegada de sus dos amigos, no había advertido el menor indicio, en toda la calle, de la reaparición de la señorita Geraldine. El hecho se había grabado en su pensamiento al recordar que, cuando su cocinera le dijo que en su estudio había una dama y un caballero, el panorama estaba completamente despejado: le había sorprendido que no hubiera ningún coche, ni siquiera de alquiler, a la puerta. Entonces pensó que habrían ido con el ferrocarril subterráneo; Lyon vivía cerca de la estación de Marlborough Road y sabía que el coronel, cuando iba a posar, en más de una ocasión había utilizado ese medio.
—¿Y cómo pudo entrar esa mujer? —preguntó a sus interlocutores con aire indiferente.
—Bajemos a comer —dijo la señora Capadose, saliendo de la habitación.
—Nosotros nos fuimos por el jardín, sin molestar a su criada, quería enseñárselo a mi esposa.
Lyon siguió a su anfitriona con el coronel, el cual lo detuvo en lo alto de las escaleras.
—Querido amigo, ¿es posible que cometiera yo la estupidez de no cerrar bien la puerta?
—No lo sé, coronel —dijo Lyon mientras bajaban—. Fue una mano muy decidida, una verdadera fiera.
—Bueno, esa mujer es una fiera, maldita sea. Por eso quería librarme de ella.
—Pero no comprendo sus motivos.
—Está mal de la cabeza y me odia: ése era su motivo.
—¡Pero a mí no me odia, querido amigo! —dijo Lyon, riendo.
—Odiaba el cuadro, ¿no recuerda que lo dijo? Cuantos más retratos, menos trabajo para gente como ella.
—Sí, pero, si en realidad no es modelo, como ella asegura, ¿en qué le molesta? —preguntó Lyon.
La pregunta desconcertó al coronel un instante, pero sólo un instante.
—Ah, ¡estaba hecha un lío! Como le he dicho, está mal de la cabeza.
Entraron en el comedor, donde la señora Capadose ocupaba ya su sitio.
—¡Es tremendo! ¡Es horrible! —dijo ella—. Ya ve que el destino está contra nosotros. La providencia no quiere que sea usted tan desinteresado y pinte obras maestras gratis.
—¿Vio usted a la mujer? —preguntó Lyon sin poder mitigar cierta adustez.
La señora Capadose no pareció percibirla o, si lo hizo, no le prestó atención.
—Había una persona, no lejos de la puerta, sobre la que Clement me comentó algo. Me dijo no sé qué sobre ella, pero nosotros fuimos en dirección contraria.
—¿Y cree usted que lo hizo ella?
—¿Cómo voy a saberlo? Si lo hizo, estaba loca, pobrecilla.
—Me gustaría mucho dar con ella —dijo Lyon, lo cual era falso, porque no tenía el menor deseo de tener otra conversación con la señorita Geraldine. Había puesto en evidencia a sus amigos ante sí mismo, pero no deseaba hacerlo ante nadie más y menos aún ante ellos.
—Oh, depende de si vuelve a aparecer. ¡Está usted a salvo! —exclamó el coronel.
—Pero recuerdo su dirección, Mortimer Terrace Mews, Notting Hill.
—Oh, eso son tonterías; no existe ese sitio.
—¡Dios mío, qué mujer tan mentirosa! —dijo Lyon.
—¿Y sospecha de alguien más? —prosiguió el coronel.
—Ni remotamente.
—¿Y qué dicen sus criados?
—Dicen que ellos no fueron y yo les he contestado que jamás había dicho tal cosa. Eso es más o menos lo fundamental de nuestras conversaciones.
—¿Y cuándo descubrieron el desastre?
—No lo descubrieron ellos, fui yo al volver.
—Bueno, pues es fácil que la mujer entrara —dijo el coronel—. ¿No recuerda cómo apareció aquel día, como un payaso en la pista?
—Sí, sí. Pudo hacerlo en tres segundos, si no fuera porque el cuadro no estaba a la vista.
—Querido amigo, ¡no me lo reproche! Naturalmente, lo saqué yo de su sitio.
—¿Y no lo volvió a guardar? —preguntó Lyon con gesto trágico.
—Ah, Clement, Clement, ¿no te lo dije? —exclamó la señora Capadose en tono de reproche exquisito.
El coronel gruñó con dramatismo y se tapó la cara con las manos. Las palabras de su esposa fueron para Lyon el toque final, hicieron que toda su visión se tambaleara, su teoría de que, en el fondo, ella seguía siendo fiel a la verdad. ¡Ni siquiera era sincera con un antiguo enamorado! Se sentía enfermo, no podía comer; sabía que tenía un aspecto muy extraño. Murmuró algo sobre que no merecía la pena lamentarse por lo irremediable e intentó llevar la conversación por otros derroteros. Pero le suponía un esfuerzo terrible y se preguntaba si ellos se sentirían igual que él. Se preguntaba todo tipo de cosas: si adivinaban que no los creía (por supuesto, nunca podrían adivinar que los había visto); si se habían puesto de acuerdo en la historia de antemano o la habían improvisado sobre la marcha; si ella se habría resistido, si habría protestado cuando el coronel se la propuso y, finalmente, habría tenido que ceder a sus presiones; si, en definitiva, ella no se odiaba en aquel preciso instante. La crueldad, la cobardía de endilgar la responsabilidad de aquel acto impío a aquella infeliz le parecía monstruosa; no menos monstruosa, en realidad, que la ligereza que podía hacerles correr el riesgo de que ella, ofendida e indignada, pusiera en evidencia su mentira. Naturalmente, ese riesgo sólo podría exculpar a la mujer, sin por ello inculparlos, dado que las probabilidades los protegían a la perfección; y el coronel contaba (habría contado con ello el día en que se explayó, tras verla por primera vez, en el estudio, si es que entonces lo había pensado y no se había dejado llevar por su carácter) con que la señorita Geraldine se hubiera desvanecido ya para siempre en el lugar desconocido de donde procedía. Lyon deseaba tanto olvidar el asunto que cuando al cabo de un poco la señora Capadose le dijo:
—Pero ¿no se puede hacer nada? ¿No se puede arreglar el cuadro? Ya sabe que ahora hacen maravillas…
—No lo sé, no me importa, ya pasó, n’en parlons plus[36] —contestó. La hipocresía de la mujer le repugnaba. Sin embargo, con deseos de retirar el último velo de su vergüenza, no tardó en decir—: ¿Y le gustó?
—Oh, me gustó muchísimo —contestó ella mirándolo a la cara, sin sonrojarse, sin palidecer, sin un titubeo. No cabía duda de que su marido le había enseñado bien. Después de esto Lyon no dijo nada más y sus interlocutores se abstuvieron temporalmente de insistir, como si fueran personas de tacto que comprendieran que aquel odioso incidente todavía le dolía.
Cuando se levantaron de la mesa, el coronel se marchó sin subir al piso de arriba; pero Lyon regresó al salón con la anfitriona, si bien por el camino le dijo que sólo podía quedarse un momento. Pasó ese momento —se prolongó un poco— de pie delante de la chimenea. Ella tampoco se sentó ni le pidió que lo hiciera; en su actitud se advertía el deseo de marcharse. Sí, su marido le había enseñado bien; con todo, Lyon soñó durante un segundo que, ahora que estaban solos, quizá ella cediera, se retractara, se disculpara, confiara en él y le dijera: «¡Mi querido y viejo amigo, olvide esta horrible comedia, entiéndame!».
Y cómo la habría querido, la habría compadecido, protegido y ayudado para siempre. Si no estaba dispuesta a hacer algo así, ¿por qué lo había tratado como si fuera un amigo viejo y querido? ¿Por qué le había permitido durante meses que supusiera unas cuantas cosas… o casi? ¿Por qué había ido a su estudio día tras día para sentarse cerca de él con el pretexto del retrato de su hija, como si le gustara pensar en lo que podría haber sido? ¿Por qué, en definitiva, había llegado tan cerca de una confesión tácita si no estaba dispuesta a avanzar una pulgada más? Y no estaba dispuesta… No lo estaba. Se daba perfecta cuenta mientras la veía ahí, esperando. Se movía un poco por la habitación, colocando dos o tres objetos sobre las mesas, pero no hizo nada más.
—¿Qué camino tomó cuando salieron? —preguntó de repente.
—¿Ella? ¿La mujer que vimos?
—Sí, la extraña amiga de su marido. Merece la pena seguir ese hilo —no deseaba asustarla; sólo quería darle el impulso necesario para que dijera: «¡Oh, no, no me haga pasar por esto, no le haga pasar a él! ¡No había nadie!».
En vez de eso, la señora Capadose contestó:
—Fue alejándose de nosotros, cruzó la calle. Nosotros nos dirigíamos hacia la estación.
—¿Y pareció reconocer al coronel? ¿Miró atrás?
—Sí, miró, pero no me fijé mucho. Pasó un coche y lo cogimos. Entonces fue cuando Clement me contó quién era: recuerdo que dijo que seguro que no andaba en nada bueno. Imagino que tendríamos que haber vuelto.
—Sí, habrían salvado el cuadro.
Ella no dijo nada durante un momento. Después sonrió.
—Lo siento mucho por usted, pero debe recordar que yo poseo el original.
Al oír estas palabras, Lyon dio media vuelta.
—Bien, tengo que irme —dijo; y la dejó sin añadir otra palabra de despedida y salió de la casa. Mientras subía despacio por la calle, recordó la primera vez que la vio en Stayes, su forma de mirar a su marido desde el otro lado de la mesa. Lyon se detuvo en la esquina y recorrió la calle con una mirada vaga. No volvería nunca, no podría. Seguía enamorada del coronel… le había enseñado demasiado bien.