__ IV __
El otoño fue fresco, tal como la señorita Putchin les había dicho que sería, pero el trabajo decreció de manera natural con los meses invernales y los días más cortos. En realidad, apenas pasaba una hora sin una visita de un tipo u otro, y no se les permitía olvidar que llevaban una tienda que, como bien podrían decir, tenía la clientela menos fluctuante del mundo. Las estaciones la afectaban, de igual manera que afectan a los viajes, pero no estaba sometida a ninguna otra influencia, consideración o convulsión como aquéllas a las que está expuesta la población mundial. Esta población, que nunca aparecía exactamente en hordas simultáneas, sino en una corriente plena, rápida y constante, se sometía a la agradable experiencia y se marchaba, siguiendo su torpe camino, debidamente impresionada y edificada en diversos grados. Gedge se entregó sin reparo a la idea de intentar mantener una relación con el público; incluso, al principio, había intuido que la oportunidad de un contacto tan infrecuente con el pueblo llano podría resultar tan interesante como cualquier otro aspecto de su trabajo. Tipos, clases, nacionalidades, modales, diversidades de conducta, maneras de ver, sentir o expresar pasaban por delante de él y se convertían, en cierta manera, en la experiencia de un hombre que había viajado poco. Sus viajes habían sido breves y austeros, pero la justicia poética, una vez más, parecía inclinada a actuar en su favor y colocarlo en el lugar de toda Europa donde tal vez confluyera un mayor número de razas. En cualquier caso, esta teoría lo llevaba hacia adelante, lo ayudaba a poner fin a sus inquietos comienzos y, en cierto modo, le doraba el pesado pan de jengibre —así se lo describía a su mujer— de su rutina diaria. Nunca habían conocido a mucha gente y su lista de visitas era escasa: lo que, de nuevo, confería cierta justicia poética al hecho de recibir visitas en tal escala. Se vestían y se quedaban en casa, se ponían en orden de batalla y recibían y, excepto el ofrecimiento de un refrigerio —y Gedge pensaba que, al final, acabaría habiendo un buffet subcontratado a una gran empresa—, su hospitalidad, si de la hospitalidad dependiera, los elevaba a un rango principesco. Así se iniciaron y, si bien al principio estuvieron a punto de desfallecer de cansancio, resurgieron animados y con las piernas fuertes, como si hubieran pasado unas vacaciones en los Alpes. Gedge opinaba que esta experiencia también representaba, como ventaja, similar maduración del espíritu, y con ello se refería a cierto dominio de una paciencia inalterable.
La paciencia fue necesaria para el particular tipo de prueba que, cuando la temporada de animación estuvo de nuevo con ellos, se destacó como la más dura: la inmensa asunción de veracidades y santidades, de la solidez general de la leyenda con que llegaba todo el mundo. Sin duda, Gedge estaba bien preparado para hacerle frente y daba todo lo que tenía; sin embargo, algunas veces creía percibir un vago resentimiento por parte de sus peregrinos porque no les suministraba mayores dosis. En los relativamente ociosos meses de invierno, había empezado a irritarse cuando aparecía un peregrino solo. El piadoso individuo, entretenido durante media hora, algunas veces parecía ofrecerle la promesa de entretenimiento o la apariencia de una relación personal; rememoraba las pocas visitas agradables que había recibido en el curso de una vida casi desprovista de interés social. Algunas veces le gustaba la persona, su cara, su manera de hablar; un hombre educado, un caballero, no uno de la manada; una mujer elegante, despistada, fortuita, poco consciente de su presencia, pero que, mientras rondaba por la casa, hacía que se preguntara quién era. Estas oportunidades suponían para él sutiles anhelos y débiles revuelos; en realidad, actuaban dentro de él de una manera especial, extraordinaria. Le habría gustado hablar con esos acompañantes ocasionales, hablar de verdad con ellos, hablar como podrían haber hablado si se hubieran encontrado allí donde él no podría encontrarlos: en una cena, en el «mundo», en una visita a una casa de campo. Entonces él podría haber dicho —siempre sobre el santuario y el ídolo— cosas que en ese momento no podía decir. La forma en que, por primera vez, se manifestó su irritación fue cuando empezó a sentirse obligado a decirles —tanto al visitante ocasional, incluso cuando era comprensivo, como al grupo boquiabierto— las cosas concretas, en torno a una docena atroz, que esperaban. Si había llegado a considerarlas atroces, la causa se remitía a un punto que, tras sopesar durante un tiempo, eludió, evitó y desoyó. El punto en cuestión era que estaba en camino de convertirse en dos personas muy distintas, la pública y la privada, y que, de alguna manera, tenía que conseguir que ambas vivieran juntas. Estaba separándose en dos mitades, sin lugar a dudas; él, que en todas las circunstancias siempre se había mostrado tan entero, tan sólido. Una de las dos mitades, o, tal vez, puesto que la división prometía ser bastante desigual, uno de los cuartos, era el guardián, el hombre del espectáculo, el sacerdote del ídolo; la otra parte era el pobre hombre, sincero y fracasado que siempre había sido.
En algunos momentos reconocía este carácter principal como nunca lo había hecho antes; cuando se asustaba ante la idea de que tal vez le aguardaba alguna reafirmación suprema de su identidad. Aquella parte era sincera, sin duda, por el mero hecho de que era posible. Era pobre y fracasada porque estaba a punto de enfrentarse a lo que le daba sustento. Por supuesto, la salvación —la salvación del hombre del espectáculo— estaría en mantenerse en el filo; en otras palabras, en no permitir que avanzara ni una pulgada. Podía contar con ello, se decía, si no hubiera público, si no hubiera miles de personas exigiéndole aquello por lo que le pagaban. Veía que se acercaba el momento en que ellos, esos miles de personas —y quizá, todavía más, el individuo serio— llegarían a influir sobre él como si de verdad fueran a ver si se ganaba el sueldo. Quizá no tardase en imaginar que estaban confabulados con el Órgano, que éste los enviaba —sin duda, tras una encendida sospecha— para examinarlo y remitir sus impresiones. Fue el modo en que se derrumbó ante el peregrino solitario lo que lo condujo a sus primeras reflexiones: se derrumbó ante la necesidad de hacer acopio de valor para sofocar una fe ciega. Lo que querían, sobre todo, era sentir que todo «estaba igual que antes»; y el sobresalto de tener que abandonar ese punto de vista era mayor de lo que cualquiera podía soportar sin ayuda. Los momentos malos tenían lugar en el piso de arriba, en la Cámara Natal, porque allí las fuerzas que presionaban alcanzaban una intensidad espantosa. La mera expresión de los ojos, crédulos, omnívoros, a punto de humedecerse, con que muchas personas miraban a su alrededor, podría llegar a hacer que le resultara difícil seguir comportándose con cortesía. A menudo iban en parejas —algunas veces, uno de los dos había ido antes— y entonces se lo explicaban uno a otro. En ese caso, nunca corregía las explicaciones; escuchaba, escuchaba para aprender: tras lo cual señalaba a su mujer que lo que aprendía no tenía fin. Se daba cuenta de que, si algún día llegaba a derrumbarse, sería con ella en primer lugar. Le había lanzado indirectas e insinuaciones suficientes, pero ella seguía tan henchida de entusiasmo que no se daba cuenta o simulaba que no las entendía.
La mayor complicación era que, con el regreso de la primavera y el incremento de visitantes, los servicios de su esposa eran más necesarios. Ella ocupaba el terreno con él, desde primera hora; acompañaba al grupo de arriba mientras él no quitaba ojo ni, especialmente, oído, al grupo de abajo. ¿Y cómo iba a saber, se preguntaba, lo que su mujer les decía y qué tenía que aguantar que dijeran —o, en otras palabras, pobrecillos, creyeran— mientras estaban lejos de su control? Un día u otro, y no podía evitar la idea de que sucedería antes de que pasara mucho tiempo, tendría que hablar con ella de aquel asunto: el asunto era, concretamente, la vertiente moral de su posición. La moral de las mujeres era especial: estaba empezando a intuirlo. El concepto que Isabel tenía de su oficio consistía en conservar y enriquecer la leyenda. La leyenda ya era muy atractiva, pero ¿para qué estaba ella allí si no era para hacer que lo fuera más? Desde luego, no estaba para helar cualquier muestra de piedad natural. Si era dudoso que Él, de verdad, hubiera nacido en la Cámara Natal —si todo eran paparruchas, como dirían las personas vulgares—, ¿qué daban a cambio de los seis peniques que cobraban? ¿Dónde estaba el equivalente que se habían comprometido a suministrar?
—Oh, sí: aquí mismo —y golpeaba el suelo con el pie—. ¿Cambiado? Oh, claro que no, excepto en alguna cosilla: ya ve cómo es esto, ¿no es precisamente su encanto? Está casi como Él lo vio. Pobre y sencillo, sin duda; pero por eso, precisamente, es tan maravilloso.
No quería oírla y, sin embargo, no quería tampoco darle pie a que siguiera hablando; no quería plantear dificultades ni quitarle el pan de la boca. Sin embargo, debía advertírselo antes de que ambos fueran demasiado lejos. Así fue como una tarde junio se lo planteó; con el buen tiempo, la afluencia había sido de las más numerosas y el gentío, durante todo el día, se había saciado con la historia.
—Mira, no deberíamos ir demasiado lejos.
Lo curioso era que, para aquel entonces, ella había dejado de ser consciente de la causa de su inquietud, tan lanzada estaba en su trabajo.
—¿Demasiado lejos para qué?
—Para salvar nuestras almas inmortales. Isabel, no deberíamos contar demasiadas mentiras.
Ella lo miró con terrible reproche.
—Ah, ¿ahora vas a empezar otra vez?
—Nunca he empezado; no quería preocuparte. Pero, mira, no sabemos nada —y continuó mientras ella lo miraba fijamente, ruborizada—: No sabemos nada de que Él haya nacido aquí. En realidad, no sabemos nada de nada. No tenemos la menor muestra que sirva de prueba. De manera que no sigas insistiendo.
—¿Insistiendo en qué?
—En que Él nació… —pero al verle la cara se limitó a suspirar—: Ay, madre mía…
—¿No crees que Él bien tuvo que nacer en algún sitio? —replicó cortante.
Él vaciló: era difícil sacudir aquel edificio.
—Bueno, no lo sabemos. Puede saberse muy poco. Cubrió sus huellas como ningún otro ser humano ha hecho jamás.
Ella seguía con el traje de calle y no se había quitado los guantes que tenía el prurito de ponerse como parte del uniforme; recordaba que los llevaba la enérgica encargada del castillo situado en la región de Border, a la que había tomado como modelo. Tenía un aire oficial y ligeramente distante.
—Para cubrir Sus huellas, bien tuvo que existir. ¿Tenemos que renunciar también a eso?
—No, todavía no te lo pido, pero hay muy poca base.
—¿Y eso es lo que tengo que decirles a cambio de todo?
Gedge esperó y paseó de un lado a otro. El lugar estaba doblemente tranquilo tras el trajín del día, y la tarde de verano se detenía en él como una bendición, convirtiéndolo, en su pequeñez y antigüedad, en un sitio apacible y dulce. Daba gusto estar allí y daría gusto quedarse. Al mismo tiempo, había algo incalculable en el efecto que la gran densidad gregaria causaba en los nervios. Era una actitud que no tenía nada que ver con grados y matices, la actitud de desearlo todo o nada. Y no se podía discutir con ella. Eso sólo se podía hacer con amigos, y sólo en aquellos casos en que uno estuviera seguro de que los amigos no iban a traicionarlo.
—¿Y no podrías adoptar un método algo más discreto? —replicó él finalmente—. Lo que podemos decir es que se han dicho cosas, eso es lo único que nos atañe. Y, cuando clavan los paraguas en el suelo, podemos decir: «¿Y es éste el lugar donde Él nació?: pues eso es lo que se cuenta desde hace mucho tiempo». ¿No podríamos contestar algo así, para ser un poco decentes?
Ella lo miró fijamente.
—¿Así es como los tratas?
—No, he seguido mintiendo: sin escrúpulos y sin vergüenza.
—Entonces, ¿por qué me lo reprochas?
—Porque me ha parecido que podríamos pensarlo juntos, como verdaderos compañeros.
No era un razonamiento sólido, pensó, delante de ella con las manos en los bolsillos; y le pareció más endeble todavía después de que ella lo mirara durante un minuto.
—Morris Gedge, tengo intención de ser tu auténtica compañera y he venido aquí para quedarme. Eso es cuanto tengo que decir —sin embargo, no lo fue porque añadió—: Inténtalo y verás. Traiciona el lugar, traiciona la historia con algo más que una mirada y… bueno, te concedo nueve días. Entonces verás.
Gedge se hizo el inocente para ganar un poco de tiempo.
—¿Tan mal se lo tomarán? —y después, como ella no decía nada—: ¿Vendrán y me destrozarán? ¿Me harán pedazos?
Pero la señora Gedge no tenía ganas de tomárselo a broma.
—No lo consentirán, sencillamente.
—No, no lo consentirán. Eso es lo que digo. No querrán.
—Sería mejor que empezaras con Grant-Jackson —prosiguió ella—. Pero ni siquiera eso es necesario. Le llegaría enseguida, llegaría enseguida al Órgano, como si fuera un incendio.
—Ya veo —dijo el pobre Gedge. Y lo cierto era que, de momento lo veía, mientras su compañera aprovechaba lo que tomaba por una ventaja.
—¿Y crees que todo es un fraude?
—Bueno, concedo que hubo alguien, pero los detalles son inexistentes. Han desaparecido los eslabones. Las pruebas (en especial, sobre la habitación de arriba, en nuestra Santa Casa) no existen. Fue hace tantísimo tiempo… —se dio cuenta de que su argumentación volvía a parecer endeble.
—Por supuesto que fue hace muchísimo tiempo, eso es precisamente lo hermoso y lo interesante. Díselo a Ellos —continuó—, diles que las pruebas no existen y yo les contaré otra cosa —hablaba con tanta elocuencia que su rostro parecía reflejar la pregunta que ella estaba a punto de responder—. Les diré que eres un… —sin embargo, se interrumpió y cambió la frase—. Les diré exactamente lo contrario. Y averiguaré lo que tú digas para hacerlo, no me costará mucho. Si contamos historias distintas, quizá eso nos salve.
—Te entiendo. Quizá, como cosa extraña, despierte curiosidad. Quedaríamos en tablas. Pero Ellos sólo quieren amplias masas —la miró con tristeza—: Tú no eres más que uno de Ellos.
—Si ser como Ellos quiere decir que me gusta esto —contestó—, entonces te aseguro que lo soy. Y no me avergüenza la compañía.
—¿Que te gusta qué?
—Me gusta pensar que Él nació aquí.
—Piensas demasiado. Es malo para ti —Gedge dio media vuelta con su eterno gemido. Pero no pudo dejar de oír lo que ella le gritaba.
—Me niego a traicionar este lugar.
¿Y qué se podía decir? Estaban allí para conservarlo.