__ III __

Sin duda, en aquel momento no hubo nada en su forma de despedirse, algo brusca, que prolongara ni sostuviera esa interrupción; sin embargo, aconteció que, con el concurso de las circunstancias, no se volvieron a ver antes de la gran fiesta de Burbeck. La ocasión estaba destinada a reunir a una treintena de personas desde un viernes al siguiente lunes, y Sutton se presentó el viernes. Sabía de antemano que la señora Grantham estaría allí y eso, tal vez, durante el período de impedimento, lo había ayudado un poco a ser paciente. Tenía ante sí la certeza de una copa llena, rebosante, durante dos días, de su presencia. No obstante, al llegar se encontró con que ella todavía no había llegado al terreno de juego y se enteró de que acudiría con un pequeño grupo que se uniría al general al día siguiente. Ese conocimiento lo obtuvo de la señorita Banker, que era siempre la primera en presentarse en cualquier reunión que fuera a disfrutar de su presencia, y gracias a la cual, además —en parte, por esa misma razón—, tanto los indecisos como los especulativos podían considerarse bien aconsejados a la hora de iniciarse lo antes posible en las etapas previas de cualquier asunto. Era recia, rubicunda, rica, madura, universal: un volumen macizo y manoseado, alfabético, maravilloso, con un buen índice y que se abría en la página que uno buscaba. Para Sutton, se abrió instintivamente en la G, lo que resultó muy conveniente.

—En realidad, está esperando para traer a lady Gwyther.

—Ah, ¿vienen los Gwyther?

—Sí; gracias a la señora Grantham, han dado con ellos a tiempo. Ella será lo más destacado, todo el mundo quiere verla.

La indecisión y la especulación se unieron y combinaron en aquel momento en Shirley Sutton.

—¿Se refiere… a la señora Grantham?

—¡Oh, no, claro que no! A la pobre lady Gwyther, que, recién llegada a Inglaterra, aparece ahora literalmente por primera vez en su vida en sociedad y de la que ella, precisamente ella (¿no conoce la extraordinaria historia? Debería conocerla, ¡sobre todo usted!), se está ocupando tan maravillosamente. Será como… estos días, aquí, como si ella la presentara.

Sutton, por supuesto, entendió más de lo que le decía.

—Nunca sé lo que debería saber; sólo sé, de manera inveterada, lo que no debiera. Así pues, ¿cuál es esa historia extraordinaria?

—¿De verdad que nadie se la ha contado…?

—¡De verdad! —contestó él sin pestañear.

—Lo cierto es que sucedió hace poco —dijo la señorita Banker—, pero todo el mundo está ya dándole vueltas. Gwyther ha puesto a su esposa en manos de la señora Grantham, pero no le creeré a usted si simula no saber por qué no habría debido hacerlo.

Sutton se preguntó entonces qué cosa podría simular.

—¿Lo dice porque sus manos son peligrosas?

La señorita Banker vaciló.

—Si no lo sabe, tal vez no debería decírselo yo.

A él le gustaba la señorita Banker y encontró el tono idóneo para suplicarle.

—Por favor, dígamelo.

—Bueno —suspiró—, ¡será culpa suya! Han sido tan amigos que sólo puede darse un nombre a la crueldad del original procédé[62] de lord Gwyther. Cuando era joven lo llamábamos dejar plantado. En francés lo llaman lâcher. Pero me refiero no tanto al hecho mismo como a los modos, aunque podrá decir usted, naturalmente, que en estos casos sólo hay una manera de hacer las cosas. Cuanto menos se diga, mejor.

Sutton pareció pensar un poco.

—Oh, ¿él dijo demasiado?

—No dijo nada, eso fue todo.

Sutton siguió adelante.

—Pero ¿qué fue eso?

—¡Vaya! Eso fue lo que a ella, como cualquier mujer, debió de parecerle una muestra de perfidia. Él se limitó a ir y hacerlo: es decir; se casó con esa niña sin los preliminares de un escándalo o una ruptura… antes de que ella pudiera reaccionar.

—Entiendo. Pero, por lo que cuenta usted, parece como si ahora ella hubiera reaccionado.

—Bien —la señorita Banker rio—: nosotros mismos veremos hasta qué punto. Eso es lo que todos intentarán ver.

—Oh, en ese caso, ¡tendremos mucho trabajo!

Y Sutton tuvo la sensación de que él, sin duda, tenía trabajo, impresión que no disminuyó tras una conversación posterior con la señorita Banker en el curso de un breve paseo por el campo, al día siguiente. Sutton habló como quien ha examinado diversos aspectos.

—Si no me equivoco, ¿dijo usted ayer que lady Gwyther es una «niña»?

—Nadie lo sabe. Es asombroso cómo ha conseguido…

—¿Cómo lady Gwyther ha conseguido…?

—No, cómo May Grantham la ha tenido oculta hasta este momento.

Sutton apeló rápidamente al reloj.

—Cuando dice «este momento», ¿quiere decir que los esperamos ahora?

—No llegarán hasta la hora del té. Todos los demás llegan juntos a tiempo de tomarlo —era evidente que, desde el día anterior, la señorita Banker había llenado sus lagunas y, por así decirlo, ofrecía ahora una versión revisada y ampliada—: Es como si hubiera impedido que la viera hasta el gato y sólo para poder sacarla ella a la luz.

—Bien —meditó Sutton—, eso habría sido una respuesta muy noble…

—¿A la conducta de Gwyther? Desde luego. Me da escalofríos.

—¿Escalofríos?

—Porque, para la chica, del modo en que empiece, bien o mal, dependen los signos y presagios de su primera aparición. Ésta es una gran casa y una gran ocasión, y estamos reunidos aquí, me da la impresión, igual que las multitudes romanas en el circo, dispuestas a contemplar cómo echan a los tigres a la siguiente doncella cristiana.

—¡Oh, si es una doncella cristiana…! —murmuró Sutton. Pero se detuvo ante lo que evocaba su imaginación.

Quizá alimentara un poco esa facultad el hecho de que la señorita Banker tuviera el efecto de dar a entender que la señora Grantham podría ser, en cualquier caso, algo parecido a una matrona romana.

—La ha tenido encerrada para que sólo pudiéramos recibirla de su mano. La habrá formado para nosotros.

—¿En tan pocos días?

—Bueno, la habrá preparado, la habrá engalanado para el sacrificio con cintas y flores.

—¡Ah, si eso significa que sólo la ha llevado a su modista…!

Y de golpe se le ocurrió a Sutton, como una idea nueva y casi, al mismo tiempo, como freno a su ansiedad, que quizá era eso lo único que deseaba el pobre Gwyther de su común amiga, tal vez receloso del gusto formado en Stuttgart.

Por lo general, en Burbeck sucedían varias cosas a la vez; así que, en estas ocasiones, allí donde se sirviera el té, éste discurría con una inigualable falta de pompa, si el tiempo lo permitía, en una zona sombreada de una de las terrazas, ante uno de los paisajes. Shirley Sutton, que, a medida que declinaba la tarde, se movía de un lado para otro más inquieto, mezclándose en grupos dispersos sólo para no encontrar nada que lo tranquilizara, dio con el té al doblar una esquina de la casa: lo vio desplegado con todo lujo. Podría decirse que en Burbeck, como a tantas otras cosas, se le sacaba el máximo partido. Constituía, de inmediato, con múltiples mesas y platos resplandecientes, alfombras, cojines, helados y frutas, hermosa porcelana y bellas mujeres, una escena de esplendor, casi un acontecimiento de gran ópera. Casi cabía esperar que una de las hermosas mujeres se pusiera de pie con una copa dorada y entonara una célebre canción.

Y, en efecto, una de ellas se levantó cuando Sutton se acercaba y éste se encontró poco después en presencia, ni más ni menos, que de la señora Grantham. Se reunieron en la terraza, algo alejados de los demás, y el movimiento en el que la detuvo podría haber sido el de retirada. No obstante, enseguida vio que si la señora Grantham estaba a punto de entrar en la casa sólo era por algún recado —para buscar algo o llamar a alguien— que la habría devuelto de inmediato al público. Por algún motivo, tuvo entonces la sensación —y más que nunca, aunque la impresión no le resultaba del todo nueva— de que la señora Grantham se sentía como si fuera una figura en la vanguardia del escenario y, sin duda, habría bastado un vistazo para que cualquiera la identificara como prima donna assoluta. En efecto, durante los pocos minutos que estuvo hablando con ella, le provocó una extraordinaria serie de oleadas que recorrieron sus sentidos a una velocidad extraordinaria, y no fue lo menos característico del fenómeno el hecho de que la aparición con que terminó fuera la misma con que había empezado. «La cara… la cara…», iba repitiendo en silencio; eso fue, tanto al final como al principio, lo único que vio con claridad. La señora Grantham poseía una esplendorosa perfección, pero ¿qué había hecho esa perfección a su belleza? Era su belleza, sin duda, lo que destacaba, pero cuando sus ojos se encontraron, se dio cuenta de que él, misteriosamente, estaba contemplando otra cosa.

Se diría que había cambiado como consecuencia de algún acontecimiento, y con esa súbita impresión, algo lo obligó a buscar con la mirada a lady Gwyther. Pero mientras él examinaba el grupo que se había congregado —las identidades añadidas a última hora a las de las veinticuatro horas previas—, vio que lady Gwyther no estaba entre las personas que iba reconociendo, una de las cuales era el marido de la ausente. Nada en todo aquel asunto era más singular que su conciencia de que, mientras volvía a su interlocutora tras los saludos con la cabeza, con la mano y las sonrisas que había prodigado, ella sabía lo que él había estado pensando. Lo sabía por su forma de buscar en vano; pero ¿por qué aquella certeza había endurecido y tensado sus rasgos, precisamente en un momento en que mostraba una magnificencia sin precedentes? La aprensión indefinible que, de un modo u otro, le había sobrevenido tras su conversación con la señorita Banker y, después, había surgido perversamente de nuevo, aquella ansiedad sin nombre, le produjo en aquel momento, con una punzada más aguda y repentina, el efecto de una gran expectación. A su vez, le mostró que todavía no había comprendido cuánto se jugaba con aquello. Se le reveló por primera vez que le «importaba de veras» saber si la señora Grantham era una persona bondadosa. Era ridículo que pendiera de semejante hilo, pero, sin duda, algo había en el aire que se lo diría de manera definitiva.

Lo que estaba en el aire descendió a la tierra al momento siguiente. Sutton se dio media vuelta en cuanto captó la expresión con que los ojos de ella acompañaban a algo que se acercaba. Una persona menuda, muy joven y muy arreglada, había salido de la casa, y la expresión de los ojos de la señora Grantham era la de un artista ante su obra, interesado, incluso hasta la impaciencia, en el juicio de los demás. La personita se acercó y aunque la acompañante de Sutton, sin mirarlo ya, se dirigió a ella por su nombre y la saludó, él estaba ya seguro. Vio muchas cosas —demasiadas: parecían ser plumas, volantes, excrecencias de seda y encaje— apretujadas y en conflicto y, tras un momento, también vio, luchando por salir de ahí, una carita que le pareció asustada o enferma. Después, volviendo de nuevo los ojos a la señora Grantham, vio otra cara.

No volvió a hablar con la señorita Banker hasta el final de la velada, tras una tarde en la que había tenido la sensación de guardar un silencio demasiado perceptible; pero algo se habían dicho sin palabras, separados por la mesa de la cena y el salón, y, cuando al final las encontraron, fue en la necesaria calma de un tranquilo extremo de la larga e iluminada galería, cuando ella volvió a abrirse en el párrafo preciso.

—Tenía usted razón, eso era. Ella hizo lo único que podía hacer, con tan poco tiempo. La llevó a su modista.

Sutton, dando la espalda a la galería, había enterrado los ojos durante un minuto entre las manos, como si quisiera ocultar una visión.

—Y oh, ¡la cara, su cara!

—¿La de quién?

—La de cualquiera que uno mire.

—Pero la de May Grantham es maravillosa. Se ha vestido muy bien…

—Con un espléndido buen gusto y un buen sentido del efecto que quería lograr, ¿no? Sí —Sutton demostró que veía más lejos.

—Desde luego, tiene sentido del efecto. ¡El sentido del efecto tal como se veía en el traje de lady Gwyther…! —a la señorita Banker le faltaban palabras para expresarlo—. Todo el mundo está abrumado. Aquí, ya sabe, este tipo de cosas son graves. La pobre criatura está perdida.

—¿Perdida?

—Puesto que, como decimos, tanto depende de la primera impresión. La primera impresión ya está hecha… ¡oh, y tan hecha! La desafío ahora a que la deshaga jamás. Su marido, que es orgulloso, no la apreciará especialmente por todo esto —prosiguió la señorita Banker—. Y no creo yo que su belleza fuera tanta para destrozarla así… apenas posee una frescura febril, asustada. ¿Qué vio en ella?… Se ha hecho con un arte atroz…

—¿También toma a la modista por alguien diabólico?

—¡Oh, las londinenses y sus modistas! —dijo la señora Banker riendo.

—Pero la cara… ¡la cara! —repitió Sutton tristemente.

—¿La de May?

—La de la niña. Es exquisita.

—¿Exquisita?

—De un patetismo inimaginable.

—¡Oh! —exclamó la señora Banker.

—Por fin ha empezado a ver —una vez más, Sutton mostró hasta qué punto él también veía—. Brilla sobre su inocencia. Va entendiendo poco a poco lo que han hecho con ella. Esta noche está incluso peor que cuando ha llegado, ¡cómo iba para la cena! Sí —dijo con seguridad—, se ha dado cuenta y lo sabe, ¿cómo no iba a darse cuenta, con la ayuda de todos ustedes?

—¡Tendría que haberse dado cuenta antes! —suspiró la señorita Banker inteligentemente.

—No, en ese caso no habría sido tan hermosa.

—¿Hermosa? —exclamó la señorita Banker—: ¡Si va emperifollada como un mono de feria!

—Sí, su cara; llega directamente al corazón. Eso es lo que la hace hermosa —dijo Shirley Sutton—. Y eso es —reflexionó— lo que hace a la otra…

—¿Intencionada?

—¡Horrible!

—Se lo toma muy a mal —dijo la señorita Banker.

Lord Gwyther, justo antes de estas palabras de la señorita Banker, había aparecido y ahora estaba cerca de ellos. Sutton, como si quisiera evitarlo, antes de contestar a la observación de su interlocutora, se dirigió a una puerta cercana que se abría oportunamente.

—Tan mal —contestó desde allí— que me marcharé mañana por la mañana.

—¿Y se perderá lo que aún falta? —preguntó ella a su espalda.

Pero Sutton se había ido ya, y lord Gwyther, aproximándose, retomó amablemente su pregunta.

—¿Lo que aún falta de qué?

La señorita Banker lo miró a los ojos.

—Del vestuario de la señora Grantham.

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