LA MIRADA DE NOCHE
Condujo a su sobrino a la habitación contigua. Ahí, en un rincón, respiraba su sueño lento y profundo la doncella en un sosiego que nada perturbaría, pero Kaufu hizo un gesto de silencio a Kulum y lo guió hacia unas matas y almohadones bien dispuestos, el ajuar de recambio para su propia habitación, que formaba una especie de lecho.
— Aquí dormirás tranquilo hasta mañana—, le dijo con voz queda, al tiempo que el joven se recostaba, reprimiendo malamente un estornudo. Kaufu miró hacia la doncella, que se arrellanó, y nada más. La joven no despertaría. Se sintieron un relámpago y luego una campanada del bronce negro de los cielos, pero nuevamente la única reacción de la doncella fue cobijarse mejor, como si las mantas de lana la defendieran del ruido furioso que la tormenta se afanaba en arreciar como confirmación de su efímero pero contundente triunfo sobre la tranquilidad de las noches de estío.
Kaufu miró a Kulum: el muchacho había cerrado los ojos y dormía profundamente, boca arriba, y comenzaba a roncar. Con cuidado lo hizo acostarse de lado y cesó el ronquido. La dama suspiró, aliviada. No había necesidad de té, no había necesidad de esperar más, se sentía segura y expectante. Mientras se regocijaba en los pasos que la conducían a Hsia, la mujer iba desarreglando los listones que unían su túnica por el frente, y sonreía sin darse cuenta mientras más cerca veía a aquel filósofo dormido pero también muy despabilado, pasando por alto los relámpagos y truenos, las voces de un dragón rampante que pugnaban por abatirlo todo con sus luces y sus ruidos.
Sin embargo, al llegar hasta aquel cuerpo contradictorio que inerme se le ofrecía, no supo qué hacer. No acertaba a descifrar su propia expectativa. Su mano no voló al encuentro antes interrumpido. Su cuerpo palpitaba sin comprender qué podía esperar, cuál de sus anhelos se cumpliría. Eran tantas las noches de desvelos, tantos los días en que la espera terminaba con caricias fantasmales o con los abrazos y lamidas del pequeño Wue, que ahora se sumaban en una ignorancia completa. Es el qi que debe despertar, la energía que todo lo mueve y que he de recobrar, es el movimiento olvidado, es aquello que todo lo transforma y necesito hacer mío de nuevo. Y es que cada sensación y cada pensamiento, cada afecto y cada idea son expresión del movimiento del qi, recordaba, para su provecho, los murmullos de la doncella.
Se arrodilló. Estiró los dedos. Formó un capullo de aire para rodear el obelisco que se mantenía erguido ante sus ojos y después cerró la corona de sus manos para apretar, sentir entre las palmas las palpitaciones y la dureza que contrastaba con la suavidad de la piel. Hsia suspiró y la dama, al mirar la sonrisa dormida en la faz del filósofo, sintió alegría y repugnancia. Cesó su apretón y con un ágil movimiento se hizo con una vasta mascada de seda que rondaba por ahí, para ocultar aquel odiado rostro y parte del pecho. Se dio cuenta que la fina tela se pegaba a la silueta de Hsia, y constreñía su respiración, prestándole un simulado sonido de anhelos.
Se va ahogar, pero no importa. Un nuevo relámpago con su rugido encubrió por un instante el pensamiento de la dama. Sus manos dibujaron brechas de ansiedad hacia el órgano que se revelaba en su identidad sublime y separada ya de toda otro nexo. Lo tocó de nuevo, tomándolo por la base con una mano y extendiendo el rigor de sus uñas desde el remate hacia abajo, para subir de nuevo y constatar que aquella cosa que tocaba, aquel objeto independiente en apariencia, seguía siendo parte de un todo, pues a medida que las caricias y rozamientos desfilaban por las sinuosas vellosidades y estiraban el cuero blando del prepucio, la respiración de Hsia trataba de jalar más aire, pero impedida por la seda, su sonido asemejaba cada vez más al de un fuelle descompuesto pero manejado con todo rigor por un persistente obrero de fundición.
Probó de nuevo a estrujarlo, y confirmó que con cada caricia, fuera ésta dulce o tosca, el filósofo parecía más ahogado. ¿Era esa su venganza? Pero no hay revancha completa sin goce, se dijo al tiempo que acercaba el rostro al objeto de carne y percibía en su piel el calor, la llama, el fuego con que Hsia se incendiaba en ese sólo punto de su cuerpo. Un olor peculiar inundó su olfato. No los aromas repelentes que recordaba de muchos años atrás, las esencias masculinas que la mugre lograba concentrar en el miembro de su esposo cuando el hombre no se había aseado y que evocaban los olores del pescado seco. No, era un perfume peculiar, nunca antes percibido por la dama, una fragancia dulce y seductora que deseó conocer más de cerca. Su lengua fue al encuentro del perfume, sus labios anhelaron capturar esa emanación de mieles ignotas que brotaban de aquel objeto estremecido entre sus manos. Su boca succionó a un lado, buscando el camino que la llevara hasta la esencia y su lengua se deleitó en la ambigua ambrosía.
La respiración de aquel hombre maduro se agitó más, con un ritmo casi estrangulado. Kaufu no supo si era el sufrimiento de su presa lo que la estaba excitando cada vez más o aquel sabor perfumado que sentía como una invasión de caricias dulces y picantes en la boca y que baja por su garganta para impregnar, expansiva, su propia respiración. Es el jing, es la esencia, la carne de su espíritu, la afluente de su cuerpo.
Apartó sus labio y untó la humedad derramada de su propia saliva en su cara, en su cuello; se fue arrastrando para tocar con las palpitaciones de su corazón aquella masa que temblaba y parecía engrandecerse a cada manipulación y a cada lisonja que ella practicaba. Con la cima del órgano tocó los extremos de sus pechos, miró con alegre curiosidad cómo la punta de ese objeto se enrojecía cuando la pellizcaba, cada vez que con la abundancia de sus senos la aprisionaba, mientras la frotaba contra los pezones erizados, y sintió sus pechos como un único latido concentrado en ese punto de placer; gozosa con el juego, nuevamente bajó su cuerpo para absorber con los labios todas las preguntas que la sola existencia de aquel miembro hacía surgir en el universo de su piel femenina. Apretó con los labios y cautivó con una mordí da a su prisionero, recordando el relato de la doncella, la repugnancia en la joven y las muchas ansias que había causado en ella Con un gesto automático, se llevó la mano a la entrepierna. No deseaba alejar sus labios de aquel dragón tembloroso que le brindaba un sabor inefable y penetrante, pero tampoco quería causarse un placer por sí misma. Escuchaba la respiración afligida de Hsia y pensó en su rostro aborrecido, en su sonrisa inconsciente, en su aliento de viejo, en sus labios arrugados. Apartó la mano de su pubis y fue girando el cuerpo hasta posar la flor golosa de su sexo encima del filósofo; comenzó a moverse mientras su lengua exploraba las sinuosidades de aquel falo. Sus labios absorbían los sabores y perfumes desconocidos que emanaban de él, sintiéndose dichosa y abusiva, vencedora del dragón rampante que con su recio palpitar la abrumaba. Es el shen, la unión con la realidad, el nexo que permite percibirla y pensarla, ejercer las acciones que el qi y el jing propician con su energía y su identidad.
Sin embargo, otra identidad, violentada y perpleja, apreciaba desde el odio de las sombras cada uno de sus movimientos. Es repugnante, se dijo Kulum, intentando aprovechar los truenos para estornudar, evitando delatarse, enmascarando su presencia de espía en las sombras, mirando a la luz de los braseros y relámpagos a su tía, la honorable dama Kaufu, ni más ni menos, que exploraba y utilizaba el cuerpo de su enemigo para buscar placeres innombrables, para sacar la lengua y lamer las partes masculinas de su propio adversario, como si estuviesen hechas de la más dulce de las mieles.
Quiso marcharse para no ver más aquella atrocidad, deseó gritar para interrumpir con sus propios truenos de indignación la ignominia, pero no podía moverse ni apartar la vista, mientras notaba una extraña sensación de goce inopinado al observar cada uno de los movimientos que su tía, desnuda, despechugada y a horcajadas consumaba en el cuerpo del filósofo, renovándose con cada nueva caricia. Fluidos acuosos escurrían por su nariz y ni siquiera era capaz de limpiarse. Comenzó a temblar de nuevo y las mantas se deslizaron hacia abajo, dejándolo desnudo y con la clara evidencia de que su propio cuerpo reclamaba algo del placer que estaba observando.
La dama ahora había tomado el repugnante objeto que emergía del cuerpo enemigo y se frotaba sus pechos carnosos. El joven mirón jamás había imaginado que algo así fuera posible y un nuevo temblor caminó por su cuerpo. Pero no era la lengüetada de la liebre ni eran tampoco las punzadas de su propio placer: un toque ajeno se posaba en su espalda.
— Shhhs, no hables, honorable amo Kulum— escuchó en un murmullo. Un rostro se le acercó, haciéndolo percibir el perfume sencillo de una mujer limpia. Sus ojos se movieron para mirar a la doncella de su tía. Estaba desnuda y se cubría los pequeños pechos con una mano mientras con la otra hacía señas de silencio.
No dijo nada más, pero señaló hacia la escena que más allá, en la otra habitación, progresaba. Se descubrió los senos y llevó los dedos extendidos hacia el cuerpo de Kulum, rodeando su espalda desde atrás, cobijándolo para transmitirle su calor de muchacha diligente. Cuando el joven guerrero se estremeció en toda su desnudez, la doncella nuevamente hizo un siseo para pedir su silencio y su complicidad. El joven sintió su piel cubierta por aquel cálido cuerpo mientras unos dedos discretos se enredaban en el vello que rodeaba a su virilidad exaltada, provocándola más.
— Mira, observa a tu tía—. La voz de la doncella era casi como una exhalación, perdida entre el sonido de la lluvia pertinaz. —Mírala bien—, dijo de nuevo mientras su mano cobijaba con suavidad la erección. A pesar de sentirse abrigado por el cuerpo de ella, Kulum se estremeció: una nueva fiebre lo atacaba con deleite.
Un relámpago iluminó con mayor intensidad a su tía cuando ésta giraba su cuerpo. El retumbar del cielo apagó el murmullo oprimido de Hsia. Estaba mirando y sintiendo, era como si su vista lo acercara cada vez más a los detalles de aquella escena. Mientras la honorable dama Kaufu abría sus labios como una flor que busca el contacto con un ser vegetal de otro mundo para engullirlo, el árbol de su propio ser era agitado por los mimos de la doncella que hacía revolotear sus dedos y luego se aferraba con fuerza, jalando y aflojando.
— No es bueno que las personas repriman su deseo— susurró la voz femenina mientras las lisonjas, el roce de sus dedos lo surcaban como si tocasen una nube palpitante. —Si el deseo es olvidado, el ying y el yang no tienen comunicación—, continuó la muchacha al tiempo que oprimía en el estrecho nudo de sus dedos la felicidad de Kulum, para soltarlo y estrecharlo de nuevo, y murmurarle al oído palabras sabias y gemidos, pasándole la lengua por el cuello y mordiendo levemente con sus labios el lóbulo de su oreja, apagando con sus gozosas quejas el retumbar de los truenos y la luz de los relámpagos.
El joven quería voltearse y responder a las caricias, pero la doncella lo obligó a seguir mirando hacia adelante donde su tía aseguraba con las manos la base de aquel miembro y hacía resbalar su rostro y su lengua de arriba a abajo. Cada detalle de esos mimos, cada vez que la piel de la mejilla recibía el toque enrojecido de aquella punta, cada vez que la lengua o los labios deslindaban con su saliva tibia el tenso territorio de la dilatada erección, cada movimiento que estremecía los maduros pechos de la dama, cada tremolante cadencia de su pubis frotándose con el rostro del filósofo, cada pormenor del juego que gozaba la honorable dama Kaufu quedaban grabados en la mente de Kulum mientras sentía sobre sí su propio deleite.
— Cuando el yin y el yang están separados, la fuerza de la vida no puede salir y el espíritu sufre de enfermedad y penuria.
Las palabras frotaban la superficie de su inteligencia como el roce de los dedos femeninos tallaban el límite de sus sentidos.
Con vastedad percibió a su tía estrechar los labios como una corona roja sobre la columna nerviosa y prisionera, perdida lentamente en el mimo de esa boca tensa, atrapada entre esos labios arrogantes, errante en la saliva, extraviada en el halago de los dientes, exigente en su plenitud y perdida para siempre entre esos agasajos que la engullían hasta hacer que la incalculable plenitud se perdiera, para luego reencontrarse entre los labios estirados, brotar de nuevo temblorosa mientras la dama Kaufu movía todo su cuerpo y palpitaba de alegría.
— El deseo en hombres y mujeres es como la fuerza que da vida a la existencia. Sin el deseo, el movimiento termina—, secreteó la doncella al oído de Kulum, mientras con su mano buscaba otros misterios, moviendo los dedos con rapidez, sosteniendo todo el volumen de su virilidad para viajar por ella en alas de caricias veloces, efectivas, urgentes como la tormenta que acrecentaba sus gritos y estallidos desde afuera.
La dama Kaufu apretaba también sus mimos, propagando los besos de su lengua, el tacto de sus labios, la gracia de sus dedos sin detenerse, moviendo las caderas como una nube de carne encabalgada en la más feliz de las tormentas. Kulum miró con deleite cómo su tía tomaba nuevamente con sus manos el miembro cada vez más enorme y besaba con fuerza el glande, tensando sus labios, chupando para hacerlo resbalar hacia afuera, liberarlo un instante y hacerlo rehén de su boca otra vez hasta que un respingo la sorprendió, salpicando sus labios, empapando su rostro sorprendido. La honorable dama Kaufu nuevamente buscó con los labios la fuente de ese chorro, para absorberlo, beber-lo en un instante, y retirarse luego, dejando que el chisguete interminable la bañara, mientras ella frotaba su cuerpo sobre Hsia y, muda por el estallido de otro trueno, gemía de desesperación.
Kulum no pudo más y derramó su propia explosión convulsionada, su alma hecha de fluidos brotó como el surtidor de un manantial impaciente entre las caricias que la doncella le prodigaba. La mano femenina recorría las pulsaciones de su cuerpo, untaba el líquido y jalaba, haciéndolo girar y balancearse, sacudiendo cada nervio de su espíritu.
A través de sus estremecimientos, miró a la honorable dama Kaufu, desnuda y tremolante, llenándose gozosamente la boca y el rostro, el cuello y los pezones con el fluido que brotaba incontenible, en borbotones de lava blanca, abrasándose como si la asaltara y embistiera una bestia quimérica con un líquido de fuego.
— El dragón se ha escapado—, dijo en un murmullo, antes de perder el conocimiento.