AGUA DE TEMPESTAD

Wang suspiró al sentir que las manos masculinas divagaban por sus senos. En los brazos, marcados por las cicatrices de la viruela, también se resaltaban los contornos de fieros dragones que como culebras prodigiosas pugnaban por subir hacia su cuerpo, lamer con sus lenguas de fuego la suavidad de sus pechos y morderle gentilmente los pezones.

Bajó las manos de Tutu hacia sus caderas para sentir sus dedos temblorosos acariciándola. Miró el torso y el abdomen del muchacho: un laberinto formado por los dibujos de dragones trazaba un camino hacia abajo, llevando la vista hasta el pubis masculino. Curiosa, abrió el pantaloncillo militar del muchacho, para investigar si ahí también encontraría otra bestia imaginaria.

— Los Cielos me amparen—, murmuró felizmente al tener ante su vista aquella presencia quimérica y contundente. Una acopio de vitales pulsaciones recorría esa masa desmedida. Un dragón rojo emergía hacia ella, sonriendo como un demonio gentil que quisiera conquistarla con su magia.

Sintió las nalgas nubecidas de deseo, el pubis como una red de pulsaciones y, sin esperar más, se despojó completamente de su túnica, levantó la cadera haciendo un arco con las piernas para alcanzar con el núcleo de su carne roja y abierta la cabeza de la bestia y acariciarse, dejar que el animal arrebolado que brotaba hacia ella se abriera camino por la intensa humedad de sus entrañas. El dragón cuando está en el agua se cubre con cinco colores y por tanto es un dios, ¿o no? Jamás podré contenerlo todo, nunca cabrá dentro de mí este prodigio divino. Percibió cómo su propio cuerpo se rasgaba de dicha al recibir la irrupción desmesurada del dragón entre los pliegues mojados de su esencia. Si el dragón desea hacerse más grande, debe meterse en las entrañas de la tierra. Abrió las piernas para ensanchar la dimensión interna de su ser y dejar que se agrandara dentro de ella esa materia expandida al máximo. Experimentaba los latidos de su propio cuerpo aceptando el vasto elemento de vida que se sumergía en ella hasta tocar los límites de su capacidad. Gritó y abrió los ojos. El cuerpo de Tutu era ahora el territorio donde un enjambre de dragones poderosos y revoloteantes pululaba sin descanso, fieras de deseo que con sus ribetes rojos y su densidad de fuego parecían saltar sólo para encontrarla a ella. Si el dragón desea ascender, debe llegar hasta las nubes, y si quiere descender, se mete en lo profundo de un pozo. Y con una presión de sus caderas, logró subir hasta casi desprenderse, para luego dejar que, nuevamente, el enorme delirio de aquel dragón se internara pulsando dentro de ella. Del Cielo a la Tierra, de la inmensidad de las nubes al recóndito corazón del mundo, el dragón estableció un dominio de júbilo y fatiga, de dicha y desconcierto en la carne femenina, entrando y saliendo por el umbral enrojecido, devastando el nido de placer para ampliarlo hasta los límites del desvarío.

Cuando Wang al fin percibió que la bestia vibraba derramando un fuego intenso, un líquido que quemaba dentro de ella, se agitó, y meciendo las caderas, dejó caer su cuerpo sobre el ser que la invadía, para sentir una erupción caliente que parecía traspasar el límite de su felicidad, agitándola, revolviéndola, alterándola hasta hacerla desmoronarse de satisfacción, como nunca jamás lo hubiese imaginado.

Desfallecida, se dejó caer sobre el cuerpo de Tufu. No hubo respuesta. La piel del muchacho se apagaba lentamente. Wang acarició por última vez el sinuoso rostro, pero su extraño amante no reaccionó. Ella cerró los ojos. Sentía cómo una sustancia abundante y tibia se escapaba de su cuerpo, escurriéndose por sus muslos. Aún latía dentro de ella el dragón terrible que la hiciera estremecerse. Dichosa, deseó conservarlo en su interior, y como buscando un refugio donde guardar esa imagen, esa sensación para siempre, se sumió en un sueño profundo en donde todo fuera posible, incluso mantener un instante de alegría eternamente.

Tufu, sin embargo, no tardó en despertar de su modorra sexual. Había asistido a su propio placer como un testigo presencial aunque distante. El goce experimentado era algo único. Toda su piel había prendido en una fiebre singular, una delicia desgarradora que parecía querer despellejarlo al tiempo que lo hacía vibrar de gusto. Pero era como un sueño. Las imágenes y percepciones apenas lograba recordarlas como algo vivido por él mismo. Se esforzó por evocar el tacto de sus manos sobre el cuerpo de Wang, pero su mente recuperó sólo una sensación abstracta de deleite. Esperó. Su cuerpo se iba apagando. Sintió cómo poco a poco su miembro cada vez más menudo salía del cuerpo de Wang. Ella suspiró. Con delicadeza se apartó de la muchacha. Al incorporarse, el rojo de la habitación lo hizo alucinar. Se percibía extraño a sí mismo, pero el dolor de los golpes había desaparecido y la debilidad se había tomado en una serena energía que lo invadía. Arregló su ropa, mirando su piel, percatándose de que todo había sido un sueño, de que la laxa dimensión de sus partes masculinas se asemejaban ahora a un pequeño gusano de seda. El dragón desea ocultarse.

Aguzó su instinto para salir del laberinto rojo. Igual podía ser invisible, pues se percibía como un dragón encubierto por su propia magia: las nubes de su deseo lo ocultaban.

Había pasado bastante tiempo. La taberna dejaba escuchar desde abajo un ajetreo propio de la hora en que la mayor clientela llegaba. Pero nadie me verá. Soy escurridizo como un dragón de aire, inapreciable como la neblina de una larva encantada. Bajó las escaleras cautelosamente, maravillándose de que los viejos tablones no crujieran a su paso. Soy incorporal como el suspiro de los dioses. Sin más, escurrió el cuerpo entre la multitud, cada vez menos sorprendido de que nadie lo notara. Se entretuvo fingiendo que recorría un laberinto de cuerpos en movimiento sólo para percatarse deleitado de que no atraía la atención de ningún parroquiano.

Al salir a la calle se sintió fuerte para enfrentarse a la lluvia con visos de tormenta que azotaba la ciudad. La tempestad es la canción que entusiasma a los dragones. Pero estaba tan ensimismado en la alegría que su recién descubierto poder le causaba, tan engolosinado con su nueva fuerza y sus flamantes capacidades, que no notó al otro dragón que lo observaba y sigiloso lo seguía. Sí, era cierto, algo había cambiado en aquel muchacho cacarizo, se dijo Mein con rabia. En un primer momento, al ver que Tufu salía de "El Laberinto del Dragón" y luego al hallar entre los biombos y almohadones de seda roja a Wang, dormida y escurriendo esencias masculinas entre su muslos, pensó en las mil maneras que sus manos habían desarrollado para matar a un hombre, en los mil golpes que podría practicar sobre un cuerpo, en sus puntos vitales, para causar una muerte repentina o crear las condiciones de desequilibrio interno que provocaran un fallecimiento paulatino, doloroso, inevitable.

Sin embargo, sabía también que aquel muchacho no tenía la culpa de que Wang se hubiese extralimitado. Había dudado en un primer momento entre despertar a la joven y preguntarle qué era tan importante como para rendirse ante la fealdad del cacarizo escudero. Pero, mejor, decidió seguirlo, pues que a Wang podría inquirirla en cualquier otro momento, y la oportunidad de ir detrás de Tufu se daba sola y había que aprovecharla. Para ser un miembro de la Secta del Dragón hay que tener fría la cabeza ante cualquier situación y hacerla rendir. El instinto dragonero lo condujo a observar con glacial interés profesional cómo Tufu se entretenía confundiéndose entre la muchedumbre de la taberna, cómo nadie le hacía el menor caso, cómo, con una sonrisa satisfecha, guiaba su casi imperceptible cuerpo hacia la puerta.

Será fácil seguirlo entre la lluvia. Ha cambiado, sí, parece casi invisible, y es algo que no se comprende, pero el hueco que haga entre las gotas de la lluvia lo delatará. Era impulso, propensión a entregarse a su causa lo que lo hacía sacar consecuencias lógicas de hechos inusuales, lo que lo obligaba a continuar en esa senda cada vez más excéntrica.

Tufu tomó por la avenida principal con rumbo a los establos de la taberna, que se hallaban detrás de unos almacenes de grano. Se irá a caballo y jamás lo alcanzaré. Pero, contra toda expectativa, el joven llevó su montura por las riendas, haciéndola caminar a su lado, a trote, como si al desafiar la lluvia con los recursos de su propio cuerpo emprendiera una prueba más. Ha cambiado, y lo sabe. Quizás el pusilánime bastardo está transformándose en el dragón de la profecía. Posiblemente, tal vez, ojalá y no. Mein conservaba una punzada interna de celos, a pesar de sus esfuerzos por dominar profesionalmente sus sentimientos.

Salieron de la ciudad, cubiertos por la intensa lluvia de la tormenta. Mein aprovechaba la negra silueta del caballo para seguirlo. Ni siquiera los relámpagos lograban delatar la presencia de Tufu, que era sólo una traza entre el tupido esplendor del chubasco. El luchador, sin embargo, perseveraba. Si el joven bastardo realmente se había transformado en algo diferente, entonces había hecho bien en seguirlo, ser testigo de la transmutación final, para estar con él y asegurarse que favorecería las metas de la Secta del Dragón, garantizar que se reconocería como elegido del movimiento, para respaldarlo.

Al pasar el vado de un arroyuelo, Mein intentaba mirar la dirección que había tomado Tufu, rogándole al cielo que escupiera otro relámpago para orientarse con su luz. Sin embargo, tropezó, lastimándose un pie con una rama suelta que flotaba entre las aguas agitadas del arroyo. Reprimió el grito de dolor, pero era consciente de que había hecho un ruido delator. Un relámpago lo obligó a agacharse y se dio cuenta que la silueta de Tufu volteaba hacia donde él agazapado hacía el intento por pasar desapercibido. Ojalá que el trueno lo distraiga. Como si este pensamiento cobrara realidad, el portentoso estruendo que seguía al relámpago sacudió la atmósfera.

Nuevamente se incorporó. La ruta que practicaba era errática, en apariencia, pero Mein tuvo la fuerte sensación de que el muchacho obedecía a un designio importante aunque ininteligible para él. ¿Es un laberinto? ¿Ha descubierto acaso las líneas de dragón? Era imposible, pues nadie conocía ya los cauces por los que transitaban aquellas bestias fabulosas que en el pasado habían habitado T'ien-Hsia, pero ahora, dado el extraño comportamiento que Tufu exhibía, ya nada podría extrañarle.

Se internaron por un bosquecillo de shan zhi, pero, de nuevo, un fogonazo vino en auxilio de Mein desde el cielo. No había duda: Tufu se dirigía hacia palacio, aunque siguiendo una ruta tortuosa, un camino laberíntico, la vía de los dragones.

Después de recorrer un largo trecho, Tufu rodeó la muralla frontal, se desvió para tomar a la izquierda y luego, como si siguiera la senda trazada por la cola de un dragón, como si sus pasos pisaran el espinazo proverbial, cada una de las vértebras de un inmenso animal sepultado en aquellas tierras, dio una amplia vuelta periférica para terminar en una de las gruesas murallas traseras. De puntillas, Mein se acercó, agradeciendo a las luces que bajaban desde las alturas que le permitieran ver cómo el que ahora consideraba indudablemente extraño muchacho hacía a un lado una gruesa capa de vegetación y traspasaba la muralla, abriendo una hoja de madera, internándose a través de una puerta secreta. Qué regocijo, por fin sabemos dónde está el acceso oculto. Un misterio develado que podría facilitar los planes de su secta. Mein se acercó, pero no pudo dejar de estremecerse al escuchar que una terrible carcajada emanaba desde el otro lado de la muralla. Estaba seguro de que Tufu lo había descubierto y se burlaba de él. Pero no, quizás sólo se trataba de un extraño saludo. Arriesgándose, decidió esperar. Si el muchacho no mandaba guardias a que intentaran atraparlo, significaría que estaba de su parte y que efectivamente se había transformado en aquel ser profetizado que él y sus compañeros de la Secta del Dragón habían estado esperando por tanto tiempo. Después de varios relámpagos y truenos, el luchador estuvo cierto de que nada más ocurriría, así que dobló las manos como un caracol, posándolas frente a su boca, frunció los labios y emitió a través de la tormenta un insólito silbido. La risa del dragón, la última prueba de reconocimiento.

Desde el otro lado de la muralla, Tufu no tuvo necesidad de hacer un gesto especial para responder espontáneamente a aquel silbido. Solamente volteó, sabiendo que era Mein quien lo llamaba, y haciendo un último saludo a su antiguo maestro, emitió aquel extraño sonido desde la profundidad de su garganta. Había visto al luchador a través de la tormenta y había permitido que lo siguiera. Era un hombre torpe, ahora se daba cuenta, pero por el cual aún sentía cierto cariño. Sin embargo, ahora tenía cosas más importantes en qué pensar. Había lanzado una carcajada, sin ningún temor a delatarse ante aquel luchador fisgón, al mirar que los caballos de Kulum y sus guardias se refugiaban malamente debajo de los árboles del jardín. Pero también había disfrutado al cerrarle la puerta casi en las narices a su perseguidor. Luego, con aquel raro siseo, había sido la despedida ¿Acaso no había sido capaz él, Tufu, de seducir y llevar al delirio más extremo a Wang, la mujer de Mein? A partir de ese momento, no había nada que ambos pudieran tratar.

La tormenta lo empapaba. Ahora quería seguir el rastro de Kulum. Vengarse era un futilidad, pero seguramente su primo tenía algo que decirle acerca de lo ocurrido en el estanque. Además, había un misterio que se sentía impelido a desentrañar: buscaría entre los sótanos de palacio a aquel muchacho del que le había hablado Kulum, para saber quién era. Su pulso de dragón se aceleró ante las posibilidades de esa búsqueda.

Empapado por el agua de la tempestad, se adentró entre los laberintos formados por las columnas rojas del palacio, siguiendo el camino de adoquines, para subir una escalera. Ahí se detuvo: sentía la presencia de Kulum, pero no había rastro qué seguir. Buscó en la pared de piedra, intuyendo una entrada secreta. Sus dedos persiguieron las grietas, presionaron las piedras. No dejó ni un espacio sin escudriñar hasta dar por fin con la piedra que accionaba el mecanismo de apertura. Miró ante el umbral oscuro. Sólo se percibía una profunda tenebra. Pero no importaba, su instinto de dragón lo guiaría hasta alcanzar sus fines.