LA LENGUA DEL DRAGÓN

Tufu había seguido los laberintos de aquel pasillo secreto, sólo para encontrar que el rastro de Kulum lo llevaba a una puerta inaccesible. Sin embargo, exploró las otras vertientes del pasadizo, enojándose porque, a pesar de haber sido habitante del palacio toda su vida, jamás se le había ocurrido pensar que existiera tal ingenio secreto. Lo peor era que Kulum sí había sido enterado de tal misterio. ¿Fue Wue, su malvado padre, o la despreciable dama Kaufu? Curioso, exploró los distintos destinos del laberinto: a la sala de armas, al salón principal donde oficiaba Wue, a la cocina incluso. Llegó tan lejos en su búsqueda que, siguiendo un pasadizo inclinado, bajó hasta lo que parecían las mazmorras. Abrió una pequeña ventana secreta, más bien un mirador y observó el interior de aquella celda que ya había visto días atrás, cuando en uno de sus solitarios paseos había entrado en la zona de calabozos. El muchacho cautivo parecía más extraño que nunca, volteado de espaldas y vistiendo sólo sus pantalones. Pero cuando dio la vuelta Tufu se percató de que no era un joven de alta alcurnia el que se hallaba en esa celda, sino una muchacha, una joven mujer, bellísima a pesar de la congoja que cubría su rostro. Qué interesante hallazgo. Su instinto le decía que algo extraordinario ocurría en palacio. Excitado, había regresado hacia donde concluía el rastro de Kulum. Ese era otro misterio que debía resolver. La muchacha estaba cautiva, la dejaría para más tarde, en cambio su primo seguía moviéndose. Era imprescindible saber qué hacía. Husmeó cerca de la puerta secreta: ahí también sucedía cosas insólitas, lo presentía, detrás de la placa de madera que cubría la salida por donde el rastro de Kulum se perdía. Pegó la cara al panel y trató de escuchar, pero sólo le llegaban rumores de la tormenta, los truenos y la lluvia, y entre ellos ecos de algo raro, quizás gemidos, tal vez grititos. Aguzó el olfato. Sin duda había aromas desconocidos. Discriminó en la mezcla de olores y captó un perfume picante, seductor. Pero, bajo ese matiz casi mágico, sus narinas se expandieron para captar la fragancia del sexo, de los núcleos más recónditos de la femineidad.

Se pegó más a la puerta inamovible. Deseaba captar aquello que ocurría en el interior de esa habitación. Buscó con la nariz resquicios por donde se filtrara el fuerte olor de hembra que percibía, pero sólo captaba limosnas de esa esencia. Comenzó a desesperarse, a sentir que su cuerpo reaccionaba inútilmente ante tales insinuaciones, ante las leves caricias que el airecillo le traía. Quiso golpear la habitación al darse cuenta en lo más profundo de su ser que aquellos tufillos instantes pertenecían de seguro a la dama Kaufu, la inefable y podrida dama imperial.

Pero, al mismo tiempo, su mente racional le dijo que aquello no era posible, que si bien Kaufu se deshacía de placeres en el otro lado de la barrera, él jamás lograría traspasarla para llegar a ella.

Salió del laberinto con el cuerpo encendido, pensando en una senda practicable hacia las habitaciones de su tía. No era factible arribar por las puertas interiores de palacio. Intuía que sus posibilidades de invisibilidad eran portentosas, pero no deseaba arriesgarse. El jardín, la enredadera me dará fácil acceso hacia el balcón de Kaufu. Corrió con sigilo por corredores internos, evitando a los escasos guardias. El palacio se hallaba casi desierto. Aunque él mismo no sentía frío, sabía que la temperatura había descendido considerablemente debido a la tormenta y aquellos que no tenían asunto urgente, se refugiaban en sus habitaciones, al calor de sus braseros.

Cuando finalmente salió al jardín, Tufu sintió la frescura del aire pero se sorprendió de la quietud del cielo. Miró hacia las nubes, donde se habría un claro que dejaba ver las estrellas sobre un cielo intensamente azul. Pero era sólo un resquicio, un ojo abierto en medio de la furia.

— Nooo—, escuchó un grito desesperado que venía del balcón de la dama Kaufu y se sorprendió mirando un objeto grande, del tamaño de un cuerpo humano, un bulto que comenzaba a flotar. Enfocó mejor la vista y se dio cuenta de que aquella cosa no era sino su odiado enemigo, Hsia, el filósofo despreciable, que flotaba desnudo. Qué magia increíble hacía que aquel aborrecido hombre se elevara cada vez más. Al observar el balcón miró tres personas asomadas: la dama Kaufu, que con gesto crispado estiraba una mano hacia Hsia, mientras su maldecido primo segundo Kulum la detenía, y a un lado de la escena, impasible, una muchacha, en la que reconoció a la doncella de su tía. ¿De ahí provenía la magia?

Hsia emprendió francamente el vuelo y Tufu lo siguió con la vista: el filósofo se dirigía hacia el claro abierto en la tormenta, llevaba colgando en una mano una especie de bolsa negra, de la cual intentaba desprenderse. La bolsa se abrió y un objeto resplandeciente cayó. Tufu pasmó la mirada, contemplando cómo se acercaba vertiginosamente hacia su rostro. Fascinado por los brillos extraordinarios de aquel objeto, el muchacho no hizo esfuerzo alguno por esquivarlo. Lo golpeó en pleno rostro, con una contundencia terrible, pero él no se movió pues la superficie de la mole se desmoronó al tocarlo, explotando como si fuera un cristal hecho de estrellas fugaces, liberando en su cuerpo una sustancia líquida y pegajosa.

Un escalofrío sacudió todas las membranas de Tufu. Aquella agua magna, aquella humedad indescriptible encendía su piel. Cayó hacia atrás, aturdido no por el golpe sino por los terribles temblores que emanaban de su epidermis y parecían querer desprenderle la piel. El líquido se internaba por sus poros a través de la cicatrices de viruelas, penetrándolo por esas grietas de dragón que se habían alborotado y transformaban su propia naturaleza. Notó que una excitación tan vasta como intensa lo sacudía. Era simple deseo y más que eso. Sin embargo, sólo conocía una forma de realizar ese deseo. Miró nuevamente hacia el balcón. Si en un principio su calentura por la dama Kaufu lo había llevado al jardín, ahora sabía que ese proyecto era irrealizable. Por fortuna ni su tía ni su primo segundo lo había visto. No habían notado el objeto caído desde lo alto. Quizás era invisible para los ojos comunes. Pero la doncella sí había bajado la vista y había sonreído a Tufu una vez que éste se levantara del suelo y mirara hacia el balcón. Mejor me voy.

Sin embargo, dónde iría. Su cuerpo se tornaba cada vez más exigente. No era posible ir a despertar a las sirvientas de la cocina. Por más invisible que se sintiera, se armaría un alboroto contraproducente. Una gota de lluvia le mojó la frente. La tormenta comenzaba de nuevo.

Corrió, dejando que sus pasos lo guiaran. Cómo no se me había ocurrido. La carrera lo conducía hacia el sótano, a las celdas. ¡La muchacha cautiva! Es tan bella. Recordó la sugerencia sutil de sus pequeños senos. Continuó su carrera y aunque sintió que lo seguían, no le importó. Su ser entero pulsaba. Se quitó la camisa sin dejar de correr y en un viso atisbo percibió la piel de su cuerpo resplandeciente de tatuajes: donde antes había cicatrices de viruela, ahora refulgían extrañas líneas. Y, no obstante, le pereció tan natural, como formando parte de su nuevo ser. Llegó al sótano. Con sigilo observó. Una jarra tirada a un lado del guardia dormido. Está borracho. No sabía cuál era la llave de la celda que buscaba, pero no le importó. Estaba seguro que su nuevo poder le ayudaría a traspasar ese umbral. No se equivocó pues al empujar la pesada hoja de madera, ésta se abrió, soltando los cerrojos espontáneamente.

Allí, como el cuarto de Wang, también había un laberinto de biombos. Sin embargo esta vez no los esquivó. Con un simple esfuerzo de sus manos los fue haciendo a un lado, como si desgajara la piel de una enorme fruta, todas las capas que protegían su precioso corazón. La muchacha volteó hacia él, aún desnuda del torso. Quiso lanzar un grito, pero le fue imposible. Ante ella se encontraba una criatura inusual, un ser terrible, un hombre con el cuerpo brillante como si se hubiera bañado con la luz de las estrellas. Perdió el conocimiento.

Tufu, sin embargo, pasó por alto el desmayo. Se desprendió de su pantaloncillo y luego fue hacia el cuerpo inerme. Sus manos refulgían en la penumbra. Sus dedos tocaron la piel de la muchacha, lentamente mientras la despojaba del pantalón, descubriendo su cadera, sus muslos, dejándola completamente desnuda.

Ella despertó al sentir que Tufu acercaba decidido un dragón indómito hacia su pubis virginal. —¡No, por piedad, soy la princesa Chinti, la hija del emperador Wei!—, suplicó, sabiendo que en esa celda todo ruego era inútil.

— Y yo soy el rey dragón—, respondió Tufu sin pensarlo, sintiendo que su poder lo abarcaba todo. Ella lo miró con terror y fascinación: aquel hombre ciertamente parecía una mezcla de animal fabuloso y ser humano.

— No me hagas daño.

— No, sólo deseo que tú seas mía—, respondió, haciendo a un lado, delicadamente, los muslos de la princesa. —Déjame conocerte, Chinti, permite que la energía de este dragón halle reposo en tu interior.

Ella gritó, pues al mismo tiempo que hablaba, Tufu se permitía avanzar, dejando que su miembro tatuado de estrellas y dragones se hundiera lentamente, mientras sus manos acariciaban su piel, hipnotizándola, no con la anestesia de la inconsciencia, sino con la hipersensibilidad de las brasas que cada toque de esos dedos luminosos despertaba entre los rizos más secretos de su instinto.

Tufu notó la resistencia en el umbral y con un leve respingo de caderas continuó avanzando, sumergiéndose en esa carne imperial. La princesa se agitó, deseando salirse, queriendo que el dolor fuera menos que el placer, que la dicha que comenzaba a irradiar su cuerpo desde aquella zona vulnerada se expandiera como el destello de una estrella rota, como la carcajada de un dragón salvaje.

Tufu siguió moviéndose, consciente de la bondad que le brindaba la princesa. Ya no forcejeaba para desprenderse de él, sólo se movía levemente, aceptándolo. El joven dragón percibió la fuerza del cosmos, cada detalle de la piel de Chinti era una respuesta clara a todos sus deseos por realizarse. Escuchó un ruido, pero supo que no había peligro. Miró hacia un lado: su antiguo maestro, atónito, lo observaba desde la puerta de la celda. Con un gesto lo despidió y, como si su sola voluntad fuera una orden, Mein se retiró. Ya no hubo más testigos de aquel encuentro en que la princesa encontró la sabiduría de la naturaleza, en que Chinti conoció la lengua del dragón, el toque divino de ese ser, el idioma de la carne legendaria.

El goce la atravesaba. Atravesada por el goce, la princesa estalló cuando los movimientos en su interior se aceleraron. Las manos del dragón jugaban derramando la luz de sus mimos sobre su pecho. Ella se sentía encendida también, contagiada de ese esplendor, de la fuerza del mito cristalizado en carne luminosa.

Ella se estiró sobre los almohadones, para dejar que el placer se abriera paso totalmente en su cuerpo, agitándose sin descanso, sin poder agotar las pulsaciones de sus nervios. No pudo más y gritó. Dichosa, percibía la existencia del cosmos concentrándose en su interior, ampliando sus constelaciones por los caminos amplios que Tufu revelaba con cada toque del fulgor que irradiaba con sus dedos. Chinti se reclinó para mirar cómo brillaba su piel, cómo se veía su sexo libertino y primoroso, recibiendo los movimientos amplios e inquietos del dragón: el umbral enrojecido se expandía para atrapar con el arrebol refulgente de sus pliegues la extensión mi inmensa de esa bestia gentil que la embestía con suaves incursiones. La princesa se recreó detenidamente en ese juego de mirar y de sentir, admirada al percibirse flexible y caliente, tórrida y dócil a las frotamiento intenso. Tufu hizo un pase fulgurante sobre sus pechos y la obligó a mirarlo al rostro mientras sus dedos se recreaban jalando los botones morenos, pellizcando la punta enrojecida de sus senos para estirarla y soltarla. La princesa hacía verdaderos esfuerzos para no gritar de felicidad y nuevamente sintió que el fulgor de su carne temblaba, conmocionándose al mirar el rostro de Tufu encendido, brillando como el fuego de un dragón. No pudo más. Lo abrazó, besándolo, sintiendo que la lengua de su amante entraba y salía de sus labios al tiempo que su cuerpo recibía y dejaba escapar la magnitud impaciente y tierna de Tufu, la dimensión de todo su poder dentro de ella, la sabiduría de su lengua internándose en su boca y absorbiendo su saliva, cambiando los significados de su vida con cada beso, con cada arremetida, con cada suspiro en que sus respiraciones se mezclaban.

Un escalofrío profundo la invadió. El dragón soltaba sus llamas dentro de ella. Se separaron. Un temblor nervioso agitaba el resplandor de sus cuerpos tatuados por el goce. Chinti contuvo la respiración cuando Tufu se apartaba de ella.

— No, no me dejes—, dijo. Una caricia de los labios masculinos en su boca le respondió que no, que jamás se iría de ella, que estarían juntos.

Ella intuyó que aquel encuentro se repetiría mil veces, que las estrellas del dragón siempre brillarían en su cielo. El encontró reposo en la placidez de la tormenta, en la promesa de que siempre hallaría el camino seguro hacia ese lecho donde el dragón podía descansar y enfurecerse, donde el sosiego era la dicha inquieta del deseo. Y ambos supieron que ahí comenzaba a germinar una nueva alegoría, la fábula de un emperador dragón y la infanta soberana, rescatada por la fuerza del deseo.