5.

 

LAURA 

Antes.

 

 

No recuerdo muy bien cómo y en qué momento me vino esa idea a la cabeza. Solo sé que llegó un buen día, se instaló en mi mente, y nunca más se quiso marchar de allí. Se quedó para siempre, escrita en piedra.

Quod scripsi, scripsi, como diría mi padre, muy amigo de las locuciones latinas.

Había llegado al convencimiento de que mi suerte se había terminado.

Así, sin más. Como si la suerte viniera en una bolsita que te entregan cuando naces, y fuera finita. Un saquito repleto de brillantes monedas de oro que te procuran una buena infancia, una entusiasta juventud y un cómodo inicio en la vida adulta. Hasta que, de repente y sin previo aviso, la bolsa se queda vacía. Entonces es cuando has de acostumbrarte a no tener suerte nunca más.

Eso es lo que me pasó a mí cuando murió mi hermana.

De mi infancia, no puedo recordar ni un solo día que pudiera calificar como malo de verdad. Nací en una buena familia de clase media, en la que tanto mis padres como mis abuelos procuraron darnos todo lo mejor que tenían a mi hermana Ana y a mí. Y a pesar de que hoy en día me doy cuenta de que tuvimos ciertas carencias afectivas, en aquella época, sin embargo, no fuimos demasiado conscientes de ello. Ni de los roces, ni las tensiones, ni los gritos silenciados a media noche tras las puertas cerradas… De modo que yo guardo en mi memoria la idea de que las dos gozamos por aquel entonces de muy buenos y bonitos momentos, agrandados en el presente por una mente tan hambrienta de recuerdos como es la mía.

De finales de los setenta y principios de los ochenta, conservo las risas y los juegos de la primera y más tierna infancia, en los que no siempre coincidíamos, ya que mi hermana era tres años mayor que yo. Me acuerdo del enfado que pillé unas Navidades, cuando la resabiada de Ana me chivó que sus Majestades los Reyes Magos tenían poco de orientales, y menos aún, de consanguinidad con ninguna casa real. Mis padres, lejos de entristecerse por mi desilusión, se tomaron a gracia la ocurrencia de la niña, aliviados por no tener que hacer aquel paripé nunca más. Y ya de paso, aprovecharon para no volver a comprar un solo regalo por Navidad. Ni falta que hacía. Nunca acertaban con mis gustos.

Cada año, al despertarme y salir corriendo de la cama, descubría con supina incredulidad que los Reyes me habían dejado a los pies del árbol un muñeco horroroso que yo nunca había pedido. Otras veces, en cambio, lo que me encontraba al llegar derrapando al salón, era una colección de libros sobre la vida de los osos polares ilustrados a todo color, con abundante información sobre su alimentación, sus hábitats y la flora de sus bosques. Todo un lujo de detalles para alguien que estudiara, por ejemplo, para guarda forestal, pero nada interesante para una niña pequeña como yo, que soñaba con vestidos de princesa y preciosas muñecas Barbie a las que, dicho sea de paso, nunca me iba a parecer por muchos años más que tuviera, como pretendía hacerme creer aquel anuncio de la televisión.

Así que, de niña, y antes de que Ana lo estropeara todo con su arranque de sinceridad, llegué al convencimiento de que aquellos pobres reyes, con el follón de las cartas, las direcciones y las prisas por entregar, al final, se acababan confundiendo de casa y mezclaban todos los regalos. De mayor, mi conclusión fue que mis padres compraban cualquier cosa en cualquier sitio, con total desinterés, lo justo para cubrir la papeleta y no tener que cargar con el peso de su mala conciencia. Aunque tampoco les culpo. Ha de ser muy duro vivir una vida de mentiras, donde la convivencia marital se convierta en un auténtico vacío de amor y respeto mutuo. El hastío que esta situación ha de provocar, debe de acabar invadiendo cada rincón del alma, por mucho que uno procure retenerlo en algún lugar oscuro, y preservar así a sus hijas del dolor, y de la desagradable experiencia de probar su amargo sabor.

Pero, como ya he dicho anteriormente, nosotras no éramos conscientes de aquella zozobra que subyacía en el seno de nuestra familia, y vivimos esos años de la infancia de una manera feliz y despreocupada. Sé que es mi deber de buena hija confesárselo algún día a mis padres, para que se queden tranquilos. Ellos, que en su fuero interno saben perfectamente que han sido un auténtico desastre.

En ese sentido, mis abuelos jugaron un papel esencial, aportando la dosis mínima e indispensable de estabilidad que la familia necesitaba. Y aunque tampoco fueron muy generosos a la hora de prodigarse en besos y abrazos, sí recuerdo que cuidaban de nosotras con celo y paciencia. Aún conservo la imagen de mi abuelo, acompañándonos al colegio por las mañanas, sujetándonos de la mano cuando azotaba un fuerte viento que nos revolvía las faldas del uniforme, y que amenazaba con llevársenos por los aires a las dos. Entonces, yo también me aferraba fuertemente a él, convencida de que, si no fuera por mi buen abuelo, en cualquier momento saldría volando y desparecería de allí para siempre, sin dejar rastro. Y lo recuerdo, igualmente, partiéndose la espalda por nosotras, enseñándonos a andar en bici de dos ruedas en verano, y empujando con ahínco nuestro trineo por la ladera del monte nevado en invierno. Lo único que no figura entre mis recuerdos es el hecho de que, alguna vez, le diéramos las gracias.

Por su parte, el punto fuerte de mi abuela era la cocina, siempre estaba preparando sus maravillosos guisos, que eran para chuparse los dedos. También era ella la que permanecía a un costado de nuestra cama, haciendo guardia la noche entera si teníamos fiebre o nos perseguía una pesadilla que nos atormentaba y no nos dejaba dormir. Ellos cubrían con creces todas las necesidades que unas niñas podían tener, y que sus padres se descubrieron incapaces de atender.

De los últimos años ochenta, guardo en la memoria los veranos en Cork, fríos y lluviosos, pero absolutamente emocionantes para mí. Salía por primera vez de casa, de la mano de mi adorable hermana, que me obligaba a hacerle la cama y a recoger el dormitorio por las dos. Solo ella dominaba el inglés, y si yo no me plegaba a sus exigencias, me amenazaba diciéndome que no se tomaría la molestia de traducirme cada vez que hubiera algo que yo no entendiera, cosa que sucedía continuamente. Pero, a cambio, me llevaba a comer hamburguesas y fish & chips con mayonesa, sentadas las dos en el banco de un parque cualquiera. Aquél era, con mucho, el mejor plan que se nos podía llegar a ocurrir. La sensación de libertad que yo experimentaba en esos momentos era maravillosa: estaba junto a mi hermana mayor, daba igual si en Irlanda o en el fin el mundo. Y mientras ella estuviera a mi lado, nada malo podría ocurrirnos.

A principios de los noventa, Ana se fue a estudiar a Barcelona, y unos pocos años más tarde la seguí yo. Ésa sí que fue nuestra gran aventura: las dos completamente solas, viviendo en un estudio de alquiler de la calle Francolí, un cuarto piso sin ascensor en un edificio modernista cuya fachada me entusiasmaba sobremanera.

Yo, que acababa de empezar a estudiar Bellas Artes, estaba embelesaba por las orgánicas formas de piedra que trepaban entre los balcones, cual filamentos de una enorme flor exótica. Era como si en lugar de talladas, aquellas figuras pétreas hubieran sido licuadas por las expertas manos de algún alquimista poseedor de una fórmula mágica, capaz de moldear como la plastilina la más dura de las materias. Sus cornisas de vivos colores y las barandillas de hierro de nuestro balcón, forjadas con profusión de referencias florales, constituían mi particular vergel de la felicidad.

Sin embargo, mi deleite por la belleza de aquella fachada me impedía ver el mal estado que, por el contrario, presentaba el interior del edificio: lo vieja y fea que estaba nuestra cocina, el vetusto fregadero de mármol que era imposible limpiar… Por no hablar de lo destartalado que se encontraba el único baño de la vivienda, sembrado por doquier de unas extrañas manchas de óxido que avivaban nuestra imaginación, y que nos hacían elucubrar acerca de los posibles descuartizamientos que pudieran haber tenido lugar en tan siniestro habitáculo, en algún remoto pasado. Las cañerías, que discurrían a la vista, estaban herrumbrosas, y al paso del agua, su sonido rebotaba escandalosamente a lo largo y ancho de todo el angosto patio interior, donde, además, a la fuerza te ponías al día de la vida y milagros del resto de los vecinos, aún sin tener el menor interés en ello. Y eso, sin contar con el pequeño detalle de que no teníamos calefacción. Nos calentábamos con un radiador de butano que a duras penas conseguía sacarnos el frío húmedo que nos calaba los huesos, en los cortos pero intensos inviernos de Barcelona.

Ana sí que era consciente de todo aquello, sobre todo, porque sufría en sus propias carnes los malditos catarros y las gripes que venían continuamente a martirizarle la existencia. Por desgracia, los virus se estaban convirtiendo en unos huéspedes habituales de nuestra fascinante e insalubre casa, aunque nunca fueran bienvenidos.

- ¡Y otra vez, un piso sin ascensor! – refunfuñaba mi hermana -. ¡Igual que en casa de nuestros padres! ¡Está visto que tú y yo no mejoramos!, ¿eh?

Si he de ser sincera, creo que la buena impresión que aquel edificio me causaba, era a todas luces exagerada. Aceptando que, indudablemente, su fecha de construcción debía de rondar aquella prodigiosa etapa de finales del siglo XIX o principios del XX, el estado de conservación en el que se encontraba dejaba bastante que desear, y ni siquiera contaba con una fachada tan singular como yo pretendía creer. Tenía cierta intención ornamental, eso es cierto, pero no era, ni mucho menos, un claro ejemplo de la arquitectura modernista de la ciudad. Aunque, a decir verdad, por aquel entonces, eso a mí me daba exactamente igual: yo estaba en Barcelona, era feliz con mis estudios de Bellas Artes y, a pesar de que no era ni de lejos el espíritu reencarnado de Monet o Picasso - como muchos de mis compañeros creían ser -, no estaba dispuesta a que un jarro de realidad me enfriara la ilusión del momento que estaba viviendo. Y además, otra cuestión más mundana – pero nada desdeñable - a tener en cuenta a la hora de obviar definitivamente las deficiencias que presentaba nuestra casa, era el hecho de saber que la renta a pagar resultaba asequible para nuestros padres, que se podían permitir costearla sin hacer demasiados esfuerzos.

Cada día cogía la línea 3 del metro hasta la parada de la Zona Universitaria, situada en el extremo noroeste de la Avenida Diagonal. Iba y venía de la Facultad con mis carpetas y tubos repletos de dibujos a carboncillo, acrílicos y telas pintarrajeadas a las que me gustaba llamar “expresiones abstractas”, sobre todo para provocar las risas de Ana. Ella siempre decía que en esa escuela teníamos todos muchos pájaros en la cabeza, que éramos unos pijos disfrazados de progres con peto y alpargatas y que, para disimularlo aún más, nos habíamos vuelto alérgicos al peine y a las tijeras.

Ana tenía una visión mucho más realista de la vida que yo, por eso estudiaba informática. Era una de las pocas chicas que sobresalía en su promoción, y se tomaba los estudios muy en serio. Decía que los ordenadores serían un instrumento fundamental en un futuro no muy lejano y que, en cuestión de unos pocos años, todos acabaríamos teniendo uno en nuestra propia casa. Y al escucharla, yo miraba mis botes de pintura repletos de brochas sumergidas en aguarrás, y pensaba que, si de verdad algún día tenía que sustituir todo aquello por un insípido y frío cachivache con teclas enchufado a una pared, me iba a dar un auténtico pasmo. Estaba convencida de que mi hermana se equivocaba: por aquel entonces, para mí era impensable aceptar que los ordenadores pudieran llegar algún día a ser tan indispensables como ella creía.

Sé que durante aquellos años hubo momentos malos, en los que añorábamos nuestro hogar y a nuestros amigos de siempre, pero mi mente se resiste a mirar objetivamente aquel pasado. Cuando echo la vista atrás, solo consigo rememorar con la misma añoranza las horas ligadas al estudio y a los largos días de duro esfuerzo y trabajo, que las dedicadas al esparcimiento y la diversión, muchas de las cuales fueron invertidas en disfrutar de las múltiples fiestas de estudiantes que se celebraban por doquier. Aunque es evidente que, en aquellos tiempos, no me sabían todas igual, de eso estoy segura.

Aún puedo sentir el nerviosismo de las largas noches en vela, preparando la entrega del día siguiente. Trabajábamos en la sala de estudios de la Facultad, un amplio espacio poco ventilado que apestaba a tabaco y a otras sustancias, digamos, “inspiradoras” para algunos, pero que a mí solo conseguían darme sueño. A veces, nos quedábamos allí dibujando durante toda la noche para que, al día siguiente, algún profesor malévolo y retorcido cogiera su rotulador rojo y, en cuestión de segundos, cometiera el sacrilegio de emborronar sin piedad aquel trozo de papel en el que tanto esfuerzo habíamos invertido. Era su particular manera de mostrar al alumno de turno cuán equivocado estaba en la forma, en las proporciones. Tinta espesa que corría cruelmente por las láminas bajo las inquisidoras luces blancas de las aulas, y gruesas lágrimas apenas contenidas en los ojos del alumno mancillado de turno, en tanto que los demás, avergonzados, mirábamos hacia otro lado, no fuera a ser que no supiera contenerse y comenzara a llorar delante de todos…

No sabían igual, no, esos angustiosos espectáculos dedicados al escarnio público, que las numerosas celebraciones que se organizaban en los pisos de los amigos y conocidos. En los cálidos meses que precedían al verano, esas veladas podían acabar a altas horas de la madrugada y a la orilla del mar, viendo el amanecer. De entre todas las playas que frecuentábamos, nuestra favorita era, sin duda alguna, la de la Barceloneta, distrito otrora denostado por la incesante actividad industrial del litoral, pero que, a partir de las Olimpiadas del 92, recuperó todo su encanto de barrio trabajador y marinero.

Ana, en cambio, no salía mucho de fiesta por aquella época. Prefería levantarse pronto un domingo por la mañana para ponerse a estudiar, y dejarme preparado un bocadillo que yo engullía con apetito en cuanto regresaba a casa con las luces del nuevo día. Tampoco es que Ana fuera una persona muy seria. Hoy en día comprendo con angustia que es probable que su salud ya empezara a dar muestras de un deterioro lento e imparable, un agónico camino al cadalso que ella misma intentaba disfrazar de responsabilidad y buenos hábitos de conducta.

Por eso, agradezco el no haber intuido entonces que las toses y las gripes que continuamente la asediaban y la dejaban a menudo varios días postrada en la cama, eran tan solo la antesala de algo mucho más terrible que años después se iba a desencadenar. Prefiero no haber sido consciente de ello, no. Porque de haberlo sabido antes, mi propio descenso a los infiernos hubiera comenzado mucho más pronto de lo que en realidad lo hizo.

Cuando hablo de fiestas hasta el amanecer a la orilla del mar, cualquiera podría imaginar que pasé muchas y muy buenas veladas románticas en aquellas playas de arena fina, contemplando la salida de un sol que parecía flotar sobre un manso y tibio mar de olas plateadas… Pero nada más lejos de la realidad.

No hay memoria lo suficientemente imaginativa ni complaciente que pueda maquillar el hecho de que yo fuera una estudiante poco agraciada: era demasiado alta y desgarbada, cosa que me producía una gran inseguridad. No ayudaba mucho a mejorar mi imagen la amalgama de granos y espinillas que poblaron mi cara a lo largo de la adolescencia, y que durante años se resistieron a marcharse y a dejar de torturarme con su presencia. Tampoco se puede decir que mi cabello colaborara en la ardua tarea de darme un buen aspecto: una maraña indomable de abundantísimo pelo oscuro, que si llevaba demasiado corto, se me inflaba como si fuera un globo a presión, y si lo dejaba largo y suelto, me confería el aspecto de una logradísima bruja de cuento, a punto de coger su escoba y salir volando. Por lo tanto, sin remedio alguno, en cualquier caso. También es probable que la realidad no fuera tan terrible como yo la recuerdo, pero así se recoge en los anales de mi memoria, y así me sentía yo por aquel entonces, no lo podía remediar.

Y en cuanto a la vista… Ese gesto tan mío de entornar los ojos para leer o mirar la pizarra, que yo consideraba que me hacía interesante, en realidad, resultó ser una miopía de cuidado. Me pusieron unas gafas que no me gustaban nada, y de las cuales, como no soporto las lentillas, no he conseguido librarme jamás. Afortunadamente, hoy en día los cristales son más finos que los de antes, y las monturas de pasta, más llevaderas y atractivas que las metálicas que se estilaban entonces. Aquéllas no me sentaban bien, por mucho que me esforzara en buscar el modelo que resultara más favorecedor.

De modo que, con semejante panorama, lo cierto era que el aire supuestamente desaliñado que se estilaba por aquel entonces en la Facultad de Bellas Artes, me venía como anillo al dedo para ocultar mis propios complejos e inseguridades. No era que yo fuera fea, ni muchísimo menos: tan solo se trataba de que no estaba dispuesta a perder el tiempo con banalidades mundanas. Descuidaba el aspecto que proyectaba hacia los demás, porque tenía una gran vida interior, llena de creaciones alucinantes batallando por salir de ella y por plasmarse al fin en forma de “gran idea genial y apabullante”, que dejaría a todos tan boquiabiertos, que nadie dudaría ya de que mi aspecto exterior era único e irremplazable, como mínimo a lo Frida Khalo, cargado de una personalidad arrebatadora.

Pero a quién iba yo a engañar… En la Facultad había gente desaliñada, y sin embargo, de aspecto realmente fabuloso… Por ejemplo, estaba Enric…

Aaaah… Enric…

No sé muy bien si alguna vez en su vida se lavaba el pelo, pero tenía unas maravillosas ondas rubias, como si de un atleta griego se tratara, esculpido por el mismísimo Fideas. Era un efebo de lacios rizos que se descolgaban espléndidamente sobre sus ojos de un azul penetrante y cautivador, un océano índigo en el que yo no quería por menos que perderme… Aaaah… Enric…

No sé si fue el destino, o tal vez Afrodita andaba juguetona por aquel entonces en la clase de Historia, pero el caso es que uno de los dos me premió brindándome a Enric como compañero de pupitre durante todo un largo trimestre. Teníamos que realizar un trabajo por parejas para la asignatura de Arte del señor Fergás, aquel profesor que se ponía tibio de ginebra en el bar de la Facultad antes de entrar en nuestra aula a las tres de la tarde. Pero ésa es otra historia que no viene a cuento ahora…

El caso es que Enric iba a ser mi compañero durante una buena temporada, y yo iba a tener un montón de excusas para hablar con él… para quedar con él… para trabajar con él hasta el amanecer, codo con codo… quién sabe si, también, para ir con él a alguna fiesta, o pasear con él cogidos de la mano por el Barrio Gótico al salir de algún garito, y después, besarnos enloquecidamente como si no hubiera un mañana, sentados en cualquier banco del Port Vell mientras observáramos los barcos al zarpar… ¿Y si daba yo el primer paso, invitándole a un concierto? ¡La semana siguiente venían los Oasis a Barcelona! Sin apenas darme cuenta, me puse a tararear su Wonderwall.

“Hay muchas cosas

que me gustaría decirte,

pero no sé cómo…”

“Y después de todo,

tú eres mi maravilla…”

 

¡Aaay, me temo que, por aquel entonces, mi imaginación iba muchísimo más rápida que los acontecimientos! Pero ese día, me moría de ganas por llegar a casa y contárselo a Ana, con todo lujo de detalles.

Tampoco es que quisiera darle demasiada envidia a mi hermana: si mi aspecto por aquella época no era nada elogiable que digamos, el de Ana lo era menos aún. En su caso, se unía a un gran parecido físico conmigo, la evidencia de un incipiente sobrepeso, que si bien de muy pequeña era casi imperceptible, a partir de los veinte años evolucionó de una manera irrefrenable. Avanzaba con la misma silenciosa lentitud con la que su salud comenzaba a deteriorarse.

Yo le proponía que hiciera más ejercicio, como si no fueran suficientes los cuatro pisos de escaleras que nos subíamos y bajábamos cada día. Habitualmente, teníamos que cargar además con la compra que le hacíamos al pakistaní del colmado de enfrente. Entonces, era yo la que subía rezongando y maldiciendo mi suerte por tener que hacer tanto esfuerzo, mientras que ella, por su parte, subía callada… pero no en silencio. De sus labios salía un sonido ronco y entrecortado, el exhalo del que casi no puede respirar, del que ha de concentrar todas sus energías en procurarse esa bocanada de aire que impregne sus pulmones y que impida que caiga al suelo, fulminado por el impacto de un rayo imaginario. Y yo, cuando oía aquella respiración, no le decía nada a mi hermana, tan solo procuraba coger las bolsas que ella llevaba en las manos y subírselas hasta casa. Incluso hoy en día, algunas veces, cuando estoy sola, sigo oyendo aquellos angustiosos jadeos resonando detrás de mí. Ahora los oigo dentro de mi cabeza, y cada una de esas inhalaciones que escucho, es una puñalada que recibo y que me desgarra por dentro, de una manera lenta y certera… Hasta que me agarro con fuerza el torso, me encojo en un ovillo para contener el dolor y grito hacia mi interior, tratando de espantar aquellos recuerdos que se empeñan tercamente en no abandonarme jamás, por mucho que los años pasen. Por mucho que yo lo intente.

Mi hermana ya no era aquella roca fuerte que fue en mi infancia, aquel peñón al que yo me podía aferrar si algo salía mal, en busca de amparo y refugio. A medida que pasaban los años, se iban rotando los papeles: era yo la que volvía temprano a casa, para ver qué tal le había ido todo en clase. Para saber si había tomado sus medicinas contra aquella maldita gripe que nunca se acababa de marchar. Para escuchar su respiración al otro lado de la puerta y cerciorarme de que todo iba bien, y de que mi mundo seguía en orden…

Sin apenas darme cuenta, me acostumbré a estar siempre vigilante, acechando en la oscuridad, tumbada en la cama, con el cuerpo rígido y sin atreverme a mover un solo músculo, no fuera a ser que en ese preciso instante se me pasara por alto algún ruido sospechoso. Agudizaba el oído y permanecía alerta ante cualquier indicio que pudiera indicarme que algo amenazaba nuestro equilibrio y ponía en peligro nuestra pequeña existencia, ésa que yo consideraba sagrada.

Aquel día, un lunes del mes de octubre de 1997, yo subía los peldaños de dos en dos. Me sentía ligera como una pluma. Si el verano ya había sido lo suficientemente bueno de por sí, disfrutando en Vitoria-Gasteiz con mis amigas de la infancia – algunas de ellas me acompañan desde los tiempos de preescolar, y a pesar de que me fui a estudiar bien lejos, nunca se olvidaron de mí, cosa por la que les estaré eternamente agradecida -, el primer trimestre del curso no desmerecía en absoluto a todo lo anterior. De hecho, pintaba de maravilla. Tenía que salir urgentemente a comprarme ropa nueva, pero eso sí, nada que resultara demasiado llamativo, no fuera a ser que Enric advirtiera que era él el artífice de mis desvelos por lucir buen aspecto. Aunque, bien pensado, tampoco es que el chaval tuviera pinta de ser de los que se dan cuenta de estas cosas, la verdad… Con alguna camiseta chula, me bastaría. Algo desenfadado y casual, que no pareciera que estaba de estreno. Por otro lado, en cuanto a pantalones se refería, ya andaba bastante sobrada: con la de vaqueros rotos y desgastados que tenía en el armario, podría haber vestido a toda una clase entera.

Sabía que Ana estaría en casa, porque llevaba cuatro días sin ir a clase por culpa de una fiebre que no se acababa de marchar.

Antes de girar la llave de la puerta, ya me di cuenta de que algo iba mal.

La voz de mamá resonaba por todo el hueco de la escalera. Nada más entrar, pude ver que estaba hablando con alguien desde el teléfono de pared que teníamos en el pasillo, y mientras lo hacía, se movía intranquila de un lado para otro tensando tanto el cable, que a punto estuvo de arrancarlo de su base. En el cuarto de Ana, la tenue luz de la lamparita de mesa apenas alumbraba su apagado rostro, tumbada como estaba en la cama, con la cara medio hundida en la almohada. A su lado, papá, sentado en el borde del colchón, acariciaba su pelo y le susurraba al oído palabras de ánimo. Al verme llegar, él se giró hacia mí, y pude ver la preocupación reflejada en su rostro.

-¿Pero se puede saber qué está pasando?- pregunté, perpleja-. ¿Qué estáis haciendo vosotros aquí? ¿Por qué habéis venido, mamá y tú? ¡Si ni siquiera habéis avisado!

Yo no conseguía entender nada.

- Hija, tu hermana no se encuentra bien – me contestó mi padre, cogiéndome del brazo –. ¿Te acuerdas de los análisis que le hicieron la última vez que vinisteis a casa? Pues ya tenemos los resultados.

Entonces recordé que, efectivamente, a finales de septiembre, justo antes de empezar las clases, mi hermana había ido al Hospital de Txagorritxu y se había sometido a un exhaustivo chequeo que duró dos días seguidos. Los médicos querían averiguar la causa última de sus catarros sin fin, pero en aquel momento no nos proporcionaron ninguna información de relevancia, y por tanto, yo no volví a pensar en ello.

- Y lo que dicen esos resultados, no es muy alentador que digamos – continuó hablando papá -. Algo no marcha bien con sus defensas, y tenemos que descubrir de qué se trata. Así que hemos decidido llevarnos a tu hermana a casa, para que puedan seguir haciéndole pruebas con más tranquilidad. Mientras tanto, tú te quedarás aquí y continuarás con tus estudios, que el curso acaba de empezar, y es importante que te centres, ¿de acuerdo? Éste es tu último año, y queremos que lo acabes bien. Ya te iremos contando en cuanto haya novedades.

Al día siguiente se marcharon los tres. Mi hermana se despidió de mí con un abrazo para el que casi no le alcanzaban las fuerzas, como si todo su cuerpo entero se hubiera transformado en una masa informe de plastilina. Al darme un beso, me susurró al oído:

- ¿Por qué tú no te has pillado ni un maldito catarro en todo este tiempo?

Me acuerdo perfectamente del momento en el que se marcharon. El sonido de la puerta al cerrarse detrás de ellos, y después, el silencio. Recuerdo cómo me quedé sola en aquel piso, que ya no era ni tan modernista, ni tan interesante como antaño me había parecido, sino inhóspito, húmedo y vacío. Durante un buen rato permanecí allí, de pie, sin saber muy bien qué hacer, con los miembros paralizados, mirando embobada las paredes de aquel sucio pasillo, en las que el descolorido papel que las forraba comenzaba a transparentarse, mostrando la cola enmohecida de su trasdós. En nuestro salón, el frío del otoño comenzaba a colarse por las rendijas de las desvencijadas puertas del balcón.

Entonces sentí aflorar en mi piel una nueva e inquietante sensación, que se vertía por todos y cada uno de mis poros y que provenía del más recóndito rincón de mi ser: fue la primera vez que lo experimenté, y ya nunca más quiso abandonarme.

Aquel día descubrí lo que era sentir miedo.