9.

 

LAURA

Viernes, 7 de junio de 2013.

 

 

Me dirijo a toda prisa a la oficina de Asier. Me acaban de llamar los del centro de jardinería. Dicen que en poco menos de media hora estarán allí, descargando todo lo que les compré hace unos días. Al principio, solo tenía intención de adquirir unas pocas jardineras para colocar en ellas unas cuantas plantas pequeñas. Pero después, viendo la inmensa variedad de arbustos que tenían en el vivero y las flores tan preciosas que han llegado esta temporada, me he animado a comprar algunas cosas más. Hay que tener en cuenta que la terraza del estudio tiene un tamaño realmente generoso. Al final, me he decantado por unos maceteros altos para los arbustos, y he escogido unos más pequeños y alargados para albergar el resto de plantas. Incluso me he atrevido a comprar un pequeño arbolito: se trata de un liquidámbar que me ha cautivado nada más verlo. Me ha recordado a ese otro ejemplar tan precioso que se encuentra en el Parque de la Catedral Nueva, justo enfrente del colegio de mis hijas. Ése que en otoño adquiere una tonalidad anaranjada y rojiza absolutamente impresionante, poco antes de comenzar a perder sus hojas. Espero que el nuestro resulte ser igual de bonito. Ojalá sea así.

Más vale que me dé prisa, porque me han llamado hace un buen rato y ya estarán a punto de llegar. Por suerte, voy muy cómodamente vestida, con un chándal de lo más flojo y unas zapatillas que uso habitualmente cuando trabajo en el jardín. De este modo, puedo ponerme manos a la obra en cuanto terminen de descargarlo todo. Hoy mismo dejaré plantadas un buen número de macetas. Estoy segura de que me dará tiempo. Tan solo son las cuatro de la tarde, así que tengo un montón de horas de sol por delante para poder trabajar a gusto.

Llamo al videoportero que hay abajo, en el portal. Enseguida me abren. Cuando subo, Carol me está esperando con la puerta abierta. Se pone muy contenta nada más verme.

- ¡Laura! ¡Qué sorpresa! – me da dos besos y despliega una enorme sonrisa de bienvenida -. ¡Pasa, pasa, por favor! ¡No te esperábamos! ¡Voy a avisar a Asier!

Nada más entrar, me percato de que hay movimiento en la oficina. Están todas las luces encendidas. Me temo que esperan a alguien. Imagino que a un cliente, es de suponer. Tal vez no haya sido una buena idea quedar con los de la jardinería, precisamente hoy…

Alberto ordena papeles en la sala de reuniones. Me saluda y también me da dos besos, es un hombre muy correcto y amable. Pablo, por su parte, asoma tímidamente la cabeza al fondo del pasillo, y al verme, se pone nervioso y se vuelve a esconder. Un tipo raro, este cerebrito. Ya me habían advertido que su inteligencia va en proporción a su insociabilidad. Por último, aparece Asier. Me mira, y al instante, en su cara se dibuja una mueca de disgusto.

- Hola Laura, qué haces aquí – me pregunta. O lo afirma. No sé muy bien –. Nos pillas preparando una reunión muy importante. Esperamos a unos clientes que están a punto de llegar…

Yo les miro a todos: Carolina está guapísima, como siempre. Lleva una blusa blanca inmaculada y ligeramente escotada, y una falda estrecha que, aun siendo discreta, acentúa su formidable figura. Hoy luce su perfecta melena suelta, que se descuelga en una cascada de suaves ondas rubias que le recorren la espalda. Su aspecto es formidable. No se podría mejorar. Ellos, por su parte, aunque visten de manera informal, llevan sendas camisas impolutas de manga larga. Asier ha escogido una de color azul oscuro que le sienta fenomenal. Esta mañana ni siquiera he reparado en ello.

Y por otro lado, aquí estoy yo, con mi chándal viejo y mis zapatillas con agujeros. Empiezo a pensar que estoy metiendo la pata, de nuevo.

- Perdona Asier, es que me han llamado los del vivero… – trato de disculparme –, y me han dicho que ya tenían todo preparado y cargado en el camión, y que si me venía bien, me lo traían hoy mismo. Y yo he pensado que, al ser viernes por la tarde, ya estaríais con un pie en el fin de semana, y…

- Pues podías haber preguntado primero, porque hoy nos viene fatal – me interrumpe, tajante.

Al instante, Carol sale en mi defensa y trata de interceder a mi favor, pero no hay tiempo para discusiones porque están llamando abajo. Cruzo los dedos, con la esperanza de que no sean los clientes los que lleguen primero. Estoy de suerte, vemos a través de la pantalla del videoportero que se trata de los empleados del centro de jardinería. Afortunadamente para mí, son varios los operarios que han venido a descargar mi pedido y, gracias a eso, tardan escasos minutos en subirlo todo y depositarlo en la terraza. Les firmo la hoja de entrega, y se marchan inmediatamente.

En el descansillo del ascensor, se cruzan con los clientes a los que Asier y sus compañeros estaban esperando. Son dos señores muy trajeados, que saludan formalmente a los tres miembros del equipo presentes. Se ve que alguien les ha abierto la puerta del portal, y no les ha hecho falta llamar. A mí me sorprenden en la terraza, desapilando una montaña de jardineras. No me ha dado tiempo a marcharme, así que será mejor que me quede aquí fuera, llenando las macetas de tierra y empezando a organizar las cosas. Al fin y al cabo, ellos no tienen ni idea de quién soy yo, ni tienen por qué saberlo. Darán por hecho que la persona que se encuentra en la terraza trasteando con las plantas es una trabajadora del centro de jardinería que, por añadidura, tiene un aspecto de lo más zarrapastroso. Así que no le voy a dar la menor importancia al asunto, y decido centrarme en aquello para lo que he venido hasta aquí: abro los sacos de sustrato, lleno las jardineras hasta la mitad, planto el arbustito de turno, y después, sigo rellenando con tierra, hasta que llego al borde superior. La verdad es que me están quedando preciosas, estoy realmente orgullosa.

Tanto es así, que me vengo arriba y me animo a ponerme manos a la obra con la tarea más complicada de todas: plantar el liquidámbar. El arbolito es un poco grande, pero me veo capaz de manejarme con él yo sola. Repito la misma operación que ya he realizado varias veces: lleno la maceta – esta vez, una muy grande – de tierra hasta la mitad, sujeto con manos firmes el tronco del árbol y trato de alzarlo a pulso, a fin de introducirlo dentro de ella. Pero entonces, de pronto, me doy cuenta de que estoy perdiendo el equilibrio y de que me empiezo a tambalear. El árbol pesa mucho más de lo que yo había imaginado y está a punto de escurrírseme entre las manos, arrastrándome a mí con él. Mi espalda se arquea peligrosamente hacia atrás, y yo, instintivamente, suelto un juramento acompañado de un tremendo alarido.

- ¡¡Mecaaaaaa…!!

No lo he podido evitar, y muy a mi pesar, soy consciente de que mi imprecación se ha escuchado dentro de la sala de reuniones. Y por si esto no hubiera llamado suficientemente la atención, en mi desesperado intento por retomar el equilibrio, me bamboleo de un lado para otro y estoy refrotando de arriba abajo los cristales del muro cortina con la copa del condenado arbolito, como si de una escobilla gigante se tratara. Todos los presentes, muy dignamente sentados con las espaldas bien erguidas en torno a la mesa, han girado sus cabezas al unísono para mirarme y, viendo los apuros que estoy pasando para no acabar por los suelos y con una rama de árbol atravesada en medio del estómago, han salido disparados a auxiliarme, incluidos los dos clientes que han venido tan trajeados. Entre Asier y uno de estos señores sujetan el tronco y lo dejan apoyado contra la pared, mientras que Alberto me agarra a mí para que no me caiga de espaldas y me parta la crisma.

- Muchísimas gracias, ya pueden perdonar… - digo yo, con un hilillo de voz.

Estoy totalmente avergonzada. Sin pretenderlo, he interrumpido la reunión y he pasado a ser el centro de atención. Justamente, lo último que yo pretendía.

Asier está de pie delante de mí, con gesto serio. De repente se ha hecho un extraño silencio, y él se ve en la obligación de tener que presentarme a estos señores.

- Ella es mi mujer, Laura - dice, sin mucho entusiasmo –. Nos está ayudando a acondicionar la terraza.

- ¡Ah!, ¡encantado! – y uno por uno, los dos hombres se prestan a darme la mano, algo desconcertados. Es obvio que, a juzgar por mi pésimo aspecto, ninguno de los dos habría pensado jamás que yo tendría nada que ver con Asier.

Pero la situación se vuelve aún más embarazosa, porque mi mano está impregnada de tierra húmeda, y los dos hombres se llevan una desagradable sorpresa cuando me la estrechan. Aun así, mantienen el tipo como pueden y, una vez finalizan ese cordial y engorroso apretón, se limpian la mano con disimulo, frotándosela contra la pernera del pantalón.

- Por favor, sigan, sigan. No se interrumpan por mí.

Quiero que vuelvan todos ahí dentro y que se olviden de mi existencia. Me paso el resto de la hora y media que aún dura la reunión, plantando pequeñas macetas de flores acurrucada en una esquina, lejos de la vista de todos. Una tarea sencilla y fácil de realizar, que me garantiza que no volveré a llamar la atención en lo que queda de tarde.

Por fin, llega un momento en el que los dos hombres se van. Yo les despido desde la terraza con un leve gesto de cabeza. No me atrevo ni a entrar en el estudio. Y cuando lo hago, me disculpo con Alberto, me disculpo con Carol, me disculpo con Asier… Alberto y Carol, por su parte, coinciden en restar importancia al incidente y en referirse a él como algo menor. Asier, en cambio, no dice nada. Permanece de pie junto a ellos en absoluto silencio. No me dedica ni una sola palabra de ánimo que me reconforte y me ayude a olvidarme de mi último error.

- Bueno, va siendo hora de que me marche – les anuncio a todos –. Perdonadme, de verdad, os lo pido una vez más. No volverá a suceder. A partir de ahora, tomaré siempre la precaución de llamar antes de venir.

- ¡Pero tranquila mujer, que no ha pasado nada! – insiste Carol, dándome un fuerte y reconfortante abrazo –. Mira que le das vueltas a las cosas… ¡Pásate por aquí cuando quieras! ¡Tú siempre serás bienvenida!

Realmente, mi amiga es un amor.

Mi marido, ya no lo es tanto.

Empiezo a estar un poco enfadada con él. Antes de salir por la puerta, echo un vistazo a la terraza. Va a quedar magnífica. Estoy haciendo un buen trabajo. Incluso he comprado una mesita de teka con sus sillas a juego, para que puedan salir a tomarse un café los días en los que haga buen tiempo. Es cierto que yo podría ser menos precipitada y haber avisado antes de venir, pero creo que me merezco, al menos, un escueto y sencillo “gracias” por mis buenas intenciones, que considero sobradamente probadas.

Y sé a ciencia cierta que no lo voy a escuchar de labios de Asier.

Camino por la calle, taciturna. Me he puesto mis auriculares y escucho a The Verve, con su Bitter Sweet Symphony. Oigo la voz de Richard Ashcroft cantando:

Porque es una sinfonía agridulce, esta vida…

 

Pienso en Asier. Realmente, cada día estamos más distantes. Hubo una época en la que teníamos tanto en común…

“Pero soy un millón de personas diferentes,

de un día para otro.

No puedo salir del molde,

no, no, no, no, no,

no puedo cambiar,

no puedo cambiar…”

 

Me acuerdo de cómo nos conocimos. Recuerdo aquel fin de semana de marzo de 1998.

Como si fuera ayer.