23.
LAURA
Viernes, 3 de abril de 2015.
Con Matthew, hace ya tiempo que todo se acabó. Todo. Como si nunca hubiera sucedido. Como si él jamás hubiera estado aquí. Desapareció de mi vida de repente, por sorpresa, sin que me diera tiempo a prepararme para recibir el golpe. Y ha sido duro.
Muy duro…
Repaso una y otra vez los acontecimientos de los últimos meses y, por mucho que me esfuerce, no consigo entender qué es lo que ocurrió en realidad. Qué hice yo mal. Qué fue lo que le molestó, para que decidiera desaparecer de mi vida sin darme ni tan siquiera un motivo, un por qué. Una mínima explicación…
La Navidad había terminado. Estrenábamos año. Las niñas volvieron al colegio, y yo estaba muy ilusionada con la idea de recuperar mi rutina de cada día. Quería ver a Matthew, preguntarle por sus vacaciones. Saber si todo le había ido bien, si había quedado con sus amigos…
Si había sido feliz…
Pero él había cambiado. Ya no era el mismo del año pasado, aquél que se despidió de mí a las puertas de la Navidad, dándome un largo beso y un cálido abrazo, después de haber hecho el amor durante toda la mañana. No, no era la misma persona, estaba claro que no. Lo advertí desde el primer momento, desde el instante en que cruzó mi puerta. Algo en su mirada me alertaba de que todo era distinto. Que las cosas entre nosotros nunca más volverían a ser lo que un día fueron.
Durante las primeras semanas de enero, Matthew siguió acudiendo a mi taller con la misma frecuencia de siempre. Y como de costumbre, retomamos el repaso de los verbos y de las oraciones gramaticales, pero también comencé a prestarle ayuda con el resto de asignaturas porque, a medida que su dominio de la lengua iba en aumento – a un ritmo sorprendente, he de admitirlo -, las tareas referentes a otras materias iban ganando terreno a la ortografía y a la sintaxis. En la escuela para adultos le exhortaban a no abandonar el camino emprendido, y a mantener la misma tenacidad y grado de esfuerzo que venía demostrando hasta el momento. De seguir así, al llegar el verano obtendría su tan ansiado título de graduado en educación secundaria – hasta entonces, sus calificaciones estaban resultando ser excelentes -, y de este modo, en septiembre, podría comenzar a estudiar al fin un módulo de enfermería, aproximándose así un poco más a su sueño de convertirse en médico algún día. Y daba la impresión de que esa magnífica noticia era la única cosa que lograba arrancar un destello de ilusión de sus ojos.
Porque lo que era a mí, ya no me deseaba. En absoluto.
Me hicieron falta muy pocos días para ser consciente de ello. Había desaparecido de su rostro esa forma de mirarme, tan directa, tan descarada, tan cargada de deseo y de pasión. Ahora ya no se fijaba en mis ojos. Tan solo me dedicaba miradas fugaces e imprecisas, que no decían nada, que no querían nada. Ya nunca me tocaba, no buscaba hacerlo, y yo, que desde el principio rechacé tomar la menor iniciativa, me limitaba a no hacer comentarios al respecto. Aguardaba pacientemente, con la esperanza de llegar a descubrir qué era aquello que estaba ocurriendo. Algún día tendría que saberlo. Tarde o temprano, él acabaría dándome una explicación que justificara el viraje tan drástico que había dado su comportamiento.
Tal vez había conocido a alguna chica durante las vacaciones. No sería de extrañar que se hubiera sentido atraído por ella, y ahora, esa supuesta muchacha fuera su novia. Quizá era eso lo que ocurría, y él no se atrevía a contármelo por miedo a que yo me pudiera enfadar. Tal vez temiera que yo fuera de ese tipo de personas que están dispuestas a montar un numerito por celos, en plan mujer despechada, o algo por el estilo. Y si era eso lo que pensaba, entonces, realmente, no podía estar más equivocado. Desde el principio de nuestra furtiva relación tuve claro que, si llegaba el día en el que Matthew conocía a alguien especial, yo me apartaría silenciosamente de su camino, sin hacer el menor ruido. Ésa era, sin duda, la actitud más correcta, después de tantas incorrecciones como llevábamos acumuladas hasta la fecha. Bien pensado, sería lo mejor que nos podría llegar a pasar a ambos. De ese modo, él sería feliz junto a una chica – tan joven como él, a poder ser -, y yo pondría punto y final a una locura de amor sin sentido que a punto estaba de hacer saltar por los aires mi matrimonio, mi familia, y toda mi vida entera.
A mediodía, a eso de las doce, y en cuanto acabábamos de estudiar, él recogía apresuradamente sus cosas y se marchaba, dejándome a mí sumida en el agitado mar de las dudas y el desasosiego. Y era en esos momentos, en la soledad de mi taller, cuando yo ponía mis discos, me tumbaba en la cama mirando al techo, y allí, con la música envolviéndome plácidamente e invadiendo hasta el último rincón de la habitación, me pasaba largas horas tratando de encontrar un motivo, una razón de ser que, de algún modo, justificara lo que estaba sucediendo. Y mientras escuchaba a Blossoms y su You Pulled A Gun On Me, deseaba con todas mis fuerzas que mis sospechas fueran ciertas. Que Matthew estuviera enamorado de otra. Que hubiera encontrado el amor de su vida en otros brazos, en otros labios, distintos de los míos, y que fuera ése el motivo de su evidente distanciamiento.
“No me harás el amor
como lo hacías.
No vendrás a mí
como lo hacías…”
En este caso, yo me retiraría discretamente con mi corazón partido a coserlo en un rincón. Y con los pocos trocitos que aún me quedaran ilesos, procuraría hacer un enorme esfuerzo y sentirme muy feliz por él. Porque desde lo más profundo de mi alma, siempre le he deseado y le desearé todo lo mejor.
“Y si te dije,
¿mi chica, estás bien?,
¿me quedaría contigo
y te haría mía?”
Y lo mejor para él, de seguro que no soy yo.
“Sueño contigo, eso me mantiene fuerte.
Lo sé, lo sé.
Parece como si yo te perteneciera.
Lo sé, lo sé…”
Pero los días pasaban y él no me contaba nada. No mencionaba a nadie. Ni siquiera lo hacía si yo me interesaba. Harta de esperar a que, voluntariamente, me diera una explicación, yo insistía tercamente en preguntar acerca de cómo habían transcurrido sus Navidades. Quería conocer más detalles de su grupo de amistades, si había conocido a alguien durante estas fiestas, alguna persona que ahora fuera especial para él, y que ocupara un lugar importante en su vida… Pero Matthew me respondía una y otra vez que no, y se mostraba realmente extrañado con mis preguntas, e incluso, en ocasiones, parecía sentirse incómodo con mis repentinas muestras de interés, tan inusuales en mí. Yo, que antes procuraba ser siempre muy discreta, y no acostumbraba a hurgar en su intimidad, más allá de lo estrictamente indispensable.
Hacia mediados de mes, sus visitas a mi taller comenzaron a espaciarse. Siempre traía preparada una excusa: tenía exámenes, había quedado en la biblioteca con un amigo para estudiar… Y entonces, yo, por descontado, me comportaba como si todos sus argumentos me resultaran creíbles y aceptables. En cada una de aquellas ocasiones, le animaba a que quedara con sus compañeros y a que preparara las asignaturas con ellos, a que afianzara sus relaciones con las chicas y los chicos de su edad… Aunque, en realidad, estuviera cada día más triste, viendo que mi espacio en su vida se iba haciendo pequeño, muy pequeño…
“Entonces, me haces el amor.
¡Oh!, la corriente fluye…
Chica, cuando tú me miras, yo…
simplemente, no sé…”
Hasta que un buen día, sin más, ese espacio dejó de existir.
Al tercer día consecutivo que le llamé por teléfono y me ofreció otra nueva excusa – una de tantas – para no venir a estudiar conmigo ese día, respiré hondo, colgué el teléfono y no le volví a llamar nunca más.
Aquello era el final.
“No correrás conmigo,
el reloj dice que te vayas.
Me sacaste una pistola
y en mi mente explota…”
Alicia había sido expulsada del País de Las Maravillas. Pero lo más duro de todo era lidiar con el hecho de que ningún conejo blanco le había explicado el por qué.
A partir de ese momento, pasé por diversos estados de ánimo. El primero y más inmediato, fue la incredulidad. Cómo era posible que, de la noche a la mañana, se hubiera olvidado de mí. Así, sin más. Sin un motivo aparente. Sin una razón. Aquello no podía ser, tenía que haber una explicación, y yo me estaba volviendo loca tratando de encontrarla, con el agravante que suponía el hecho de no poder hablar con nadie de mi angustia, sin antes confesar. Todo lo que podía hacer, era soportar que mi mente pensara en él a cada instante sin poder evitarlo, mientras que mis labios soportaban el castigo de permanecer sellados. Completamente mudos.
Una mañana de finales de febrero, al fin, lo volví a ver. Estaba de pie, apoyado en un árbol del parque que se extiende frente al colegio de mis hijas, esperándome pacientemente. No sé muy bien cuánto tiempo llevaba apostado allí, antes de que yo me percatara de su presencia. Solo sé que, en cuanto lo vi, sentí que se me erizaba todo el vello del cuerpo y que mis piernas comenzaban a flaquear. No obstante, hice acopio de entereza y, en un intento por no desfallecer, llené mis pulmones de aire y crucé la acera para dirigirme hacia donde él se encontraba. Caminé hasta allí con paso firme. Y una vez estuvimos los dos cara a cara, el uno frente al otro, él me miró fijamente, y su rostro perdió aquel aire serio y solemne con el que me había estado observando hasta entonces. Y me sonrió. Quería verme.
Quería despedirse.
Se marchaba a vivir a otra ciudad, no me dijo cuál. Aquél era, sin duda, el adiós definitivo en nuestras vidas.
- Laura, nunca olvidaré todo lo que has hecho por mí – me dijo, en un más que correcto castellano, en el que su marcado acento extranjero de antes resultaba prácticamente imperceptible -. Nunca jamás mientras viva. Allá donde yo vaya, te llevaré en mi corazón – me confesó, y lo hizo sin apartar la vista de mis ojos. Casi sin pestañear.
Y entonces, sin previo aviso, me abrazó enérgicamente. Me envolvió completamente con sus fuertes brazos, como si quisiera que ambos nos fundiéramos allí mismo en un solo ser. Permaneció así durante unos instantes en los que pude respirar su aroma, tan familiar, y me sentí transportada a otro momento, a otro lugar…. A otro destino y a otra vida, que quizá pudiera haber sido la nuestra, la que los dos hubiésemos compartido si fuéramos dos seres distintos, en un mundo distinto… Quién sabe…
“Sueño contigo, eso me mantiene fuerte.
Lo sé, lo sé.
Parece como si yo te perteneciera.
Lo sé, lo sé…”
Pero la vida que vivimos, es solamente una.
Y tocaba que las nuestras se separaran allí, en ese preciso instante.
Después de aquella despedida, el sentimiento que experimenté con mayor intensidad fue el de la ausencia, el vacío total. Me daba vértigo pensar que todo aquello que había sucedido y que tan profundamente había calado en mí, en realidad, tan solo había transcurrido en un breve espacio de tiempo, apenas unos meses, un encuentro fugaz que se había apagado como la llama de una vela, casi sin sentir. Se consumió en silencio, rápidamente, con la misma celeridad con la que en su día llegó a prender.
Matthew se había marchado y no había dejado rastro alguno de su paso por mi vida. Y yo me atormentaba con pensamientos épicos acerca de la vida y del paso del tiempo, imaginando que, si en un futuro muy lejano, alguien buscara vestigios de los moradores que habitaron este lugar, jamás hallarían sus huellas, sus restos entrelazados, mezclados con los míos. Ni tan siquiera conservo una fotografía suya que me recuerde aquello que una vez fue, lo que una vez fuimos. Es como si nunca hubiera existido. Tan solo guardo su imagen grabada muy dentro de mí, en esa parte del corazón donde se preservan los sueños de aquéllos a los que una vez quisimos, y de los que una vez soñamos que podrían llegar a ser.
Que podrían haber sido.
He tardado mucho en asumir que todo ha terminado. He tenido que hacer un gran esfuerzo para superarlo. Paradójicamente, el que más me ha ayudado a aceptarlo y a seguir adelante con mi vida, ha sido Asier, que a lo largo de estos últimos meses ha conseguido finalmente hacerme un hueco en su ajetreada vida, y ha decidido pasar más tiempo conmigo. Parece ser que sus compromisos profesionales le están dando un respiro y eso propicia que, finalmente, haya encontrado el modo de ayudarme con mis infructuosos intentos por dominar algún enrevesado programa informático de los que tenía en mente, sin que aparentemente le esté disgustando hacerlo, o causando perjuicio alguno. Y aunque parezca mentira, poco a poco me he ido refugiando en esta nueva vertiente de estudio, y en las ganas que tengo de formarme y de aprender cosas nuevas. Y de ese modo, sin apenas darme cuenta, he ido llenando ese agujero vital que tanto me lastraba, y que amenazaba con arrastrarme a un precipicio lleno de profunda tristeza y autocompasión.
Empiezo a ver la luz al final del túnel. Y me siento muy afortunada por ello.
Tengo mucho que aprender, y también, un montón de ilusión por hacerlo. El hecho de estar preparándome profesionalmente, con la esperanza de que algún día se vislumbre en mi horizonte algo que se asemeje a un futuro laboral prometedor, está resultando ser la tabla de salvamento a la que me aferro cada vez con más fuerza. Y además está mi familia, que me apoya y me reconforta, y que cada día me hace sentir más necesaria y merecedora de su cariño. Ya no pienso que estarían mejor sin mí, en absoluto. He logrado apartar de mi mente ese terrible pensamiento que conseguía anularme por completo y, por si fuera poco, resulta que lo he hecho de un plumazo. Y es que ya no pesa, todo lo contrario, lo que antes era una horrible carga que arrastraba penosamente sobre mis espaldas, se ha convertido ahora en algo liviano y totalmente intrascendente. Tanto es así, que he decidido arrojarlo al fondo de ese océano de tristeza que me ha tenido atrapada durante demasiado tiempo entre sus tinieblas, y que a punto ha estado de lograr que yo misma me abandonara definitivamente a su merced, hundiéndome en sus pestilentes entrañas por siempre jamás.
Entre Asier y yo, cada día surgen nuevos espacios de encuentro, en los que ambos nos vamos sintiendo más cómodos y desenvueltos. Y lo mejor de todo es que este acercamiento se ha producido de una manera espontánea y natural, sin que ninguno de los dos hayamos tenido que realizar el menor esfuerzo. A veces, me siento como si fuéramos dos trenes que un día escogieron caminos divergentes y que, de repente, y sin saber muy bien por qué, volvieran a discurrir por vías paralelas, optando a partir de entonces por acompañarse mutuamente durante el resto del trayecto.
Con el tiempo, he llegado a la última fase de mis sentimientos. El último nivel. El más arriesgado de cuantos haya experimentado con anterioridad, el que alberga mayores peligros y peores consecuencias para todos.
Finalmente, me he visto invadida por la culpa y los remordimientos.
Hace tiempo que Asier se comporta de un modo absolutamente encantador conmigo, mostrándose muy atento y excepcionalmente solícito. Y yo no puedo evitar sentir que no he estado a la altura de las circunstancias. En absoluto. Tal vez, ése haya sido el problema desde el principio, que nunca me he esforzado lo suficiente, que siempre he escogido el peor camino, el más sombrío, el que no lleva a ninguna parte, el que tan dolorosamente me ha alejado de mis seres queridos…
Se acabó. No puedo más. Estoy cansada de gritar por dentro y de que los gritos retumben en mi cabeza sin que consigan encontrar una salida que les permita escapar. Y esos lamentos quedos que profiero con absoluta angustia me devanan los sesos, me martirizan, me desesperan. Es un secreto demasiado grande como para ocultarlo toda la vida. Demasiado pesado como para llevarlo a cuestas, siempre conmigo.
No tengo el valor necesario para enfrentarme a Asier y confesarle lo poco que lo merezco, y lo horriblemente mal que me he portado con él. Ahora que las cosas empiezan a irnos tan bien, me flaquean las fuerzas y no concibo que pueda plantar cara a la verdad, y confesar de una vez por todas aquello que me ahoga por dentro y que, si lo dejo crecer, terminará por arrebatarme la vida, hasta el último suspiro. Nuestra relación acaba de salir del área de cuidados intensivos, y en este momento se encuentra hilvanada con frágiles hebras, sencillas de romper, por lo que un exceso de realidad podría acabar de destrozarla por completo. Para siempre. Y yo que creía que lo nuestro estaba a punto de expirar, hace ya tiempo… que lo que estaba presenciando, no eran más que los estertores de una muerte sobradamente anunciada… Y sin embargo, y contra todo pronóstico, aquí está nuestro amor, renaciendo cual Ave Fénix de unas cenizas que yo di por extinguidas, por error.
No, ahora es imposible, no puedo confesar. De algún modo, he de ingeniármelas para paliar mi desesperación, y así ganar tiempo en esta batalla a contracorriente, que enfrenta a mi propio corazón con la parte más fría de mi cerebro. Si tan solo fuera capaz de seguir guardando mi secreto un poco más… Si lograra acallar los gritos de mi cabeza… Tengo que hablar con alguien, lo necesito con desesperada urgencia, antes de que esta maldita ansiedad que me invade hasta la médula consiga acabar conmigo, de una vez por todas.
Angustiada, revivo los momentos más difíciles a los que me he tenido que enfrentar en toda mi vida, y a mi mente acuden los rostros de los que los compartieron conmigo, de aquéllos que, con su presencia, hicieron más llevadera mi carga. Porque de sobra sé que ésta llegó a ser, en ocasiones, horriblemente pesada, e insoportablemente dolorosa.
Regreso de nuevo al día en el que murió Ana.
Con el silencio de las primeras horas del alba, oigo mis pisadas sobre la nieve recién caída. Entre jadeos sordos, escucho mi respiración entrecortada por el esfuerzo. El relieve desaparece, sepultado bajo el manto blanco que todo lo cubre, y las espesas nubes de aire saturado se condensan, aferrándose desesperadamente a la tierra con manos invisibles.
Veo los árboles que flanquean la senda. Sus hojas son de un rojo deslumbrante, tan intenso que ciegan la vista sobre el fondo níveo.
Veo a Carolina a lo lejos, muy lejos, de pie, oteando el horizonte. Es casi una sombra que aparece y luego se va, desdibujándose entre la densa niebla. Ella también me ha visto a mí, y viene corriendo a mi encuentro. Y sin mediar palabra, una vez me alcanza, me cubre con su cuerpo y me aprieta fuertemente contra su pecho, ofreciéndome el abrazo más firme y cálido que me hayan dado jamás.
Mis ojos se llenan de lágrimas con solo recordarlo. Mi gran amiga. Ella, que me sujetó una y mil veces para que yo no cayera, que fue el salvavidas al que me aferré con fuerza para que lo poco que quedaba en pie de mi mundo no se destruyera. Y quién mejor que ella para salvarme ahora de nuevo, esta vez de mí misma, y de los demonios que yo sola he arrastrado a mi vera.
Procurando disimular la emoción que se filtra a través de mi voz, busco su número de teléfono en mi móvil, y procedo a marcar.
La línea da un tono. Después, dos.
Una voz femenina responde al otro lado:
- ¿Sí?
- Hola Carol, soy yo, Laura - le digo, escuetamente -. Me gustaría verte mañana por la mañana. Quiero que hablemos. Te espero a eso de las once. En el café Dublín, como siempre. No tardes.