17.
CAROLINA
Sábado, 7 de junio de 2014.
Hoy toca cena de amigas.
No es lo que más me apetece, dadas mis circunstancias, pero todas las demás han confirmado que acudirán, y con lo poco que nos vemos ahora, no se puede faltar. Se apunta hasta Silvia, que vive en París, y ha venido a pasar unos cuantos días nada más. De modo que yo también he dicho que sí, porque por nada del mundo quiero parecer sospechosa.
¡Oh, ya estoy otra vez con lo mismo! ¡Ni que fuera una espía del Mossad [7]! Tengo que tranquilizarme. Nadie desconfía de mí.
Nadie sabe que estoy con él.
Cenaremos y beberemos vino, mientras nos reímos un rato juntas. Volveré a casa tranquilamente, y mañana me dolerá la cabeza. Y eso será todo. Más o menos, lo mismo de siempre.
Me tomo mi tiempo para arreglarme. ¿Es posible que se me esté yendo la mano con el colorete? ¡Qué va, yo siempre me maquillo así! Lo que de verdad resultaría extraño, sería que en esta ocasión me arreglara menos que de costumbre.
Normalidad.
Ésa ha de ser la pauta. Normalidad. Me lo repito veinte veces para tratar de calmarme.
Hemos reservado mesa en el mismo restaurante de la última vez. Ha cambiado de gerencia, y la gente habla muy bien de él. Es amplio y acogedor, con un diseño muy moderno. La carta también es de vanguardia, de ésas que se denominan “cocina de autor”, cosa que a buen seguro nos va a encantar a todas. Aunque, seamos francas: lo que de verdad nos gusta a nosotras es hablar, así que es muy probable que, al margen de lo que comamos, nos quedemos allí sentadas charlando sin parar hasta que nos cierren el establecimiento.
Por primera vez en mi vida, me presento diez minutos antes. No es lo que pretendía, ni mucho menos. Me habría gustado tardar un poco más en llegar. Pero éste es el problema que tenemos las personas impuntuales, que somos incapaces de controlar la hora exacta de llegada, y por algún lado nos tenemos que desviar, irremediablemente. Y yo me he pasado de temprano. Y eso me irrita. Por nada del mundo quiero que mi comportamiento se salga de lo habitual.
Como hace calor, han instalado una barra que da servicio directo a la calle. Me pido una copa de vino tinto, y las espero fuera.
Enseguida aparece Amaia, y me da dos besos.
- ¿Qué vino estás tomando? – pregunta -. ¡Pídeme otro para mí!
Poco después, es Silvia la que hace su aparición - Oh là là, mon amie! –. Y luego llegan Laura, Maite, Ainhoa, Lucía, Andrea... – ¡Ya os vale, tardonas! – Y pasamos a la mesa.
La comida promete, y además, cumple. Pedimos todos los platos para compartir, y están realmente exquisitos. Pero hablamos más que comemos, se veía venir. Hasta Laura está comiendo menos, con lo que a ella le gusta. Siempre es la que se termina todo lo que sobra, no suele dejar ni rastro. Pero hoy no. Me he dado cuenta de que ha adelgazado mucho. Está realmente guapa. Parece que va encontrando su estilo propio, ya era hora. Le ha costado lo suyo, desde que se lo voy diciendo: “¡Si quisieras, podrías estar fantástica!” - Nunca me ha creído. La miro con cariño, me alegro mucho por ella. Hasta se ha cortado el pelo. Y lleva unas gafas de pasta preciosas, que le dan un aire muy intelectual. – “¡Pero qué cambiada estás!” – Se lo decimos todas. A ninguna de nosotras se nos ha escapado este detalle.
La velada no está resultando ser tan animada como yo esperaba. Después de intercambiar las primeras impresiones, pasamos a tratar la cuestión que ocupa el segundo puesto en el ranking de los asuntos que más me aburren en este mundo, tan solo superada por la siempre cargante conversación acerca de los hijos de otras: el trabajo. Entre periodistas, emprendedoras y ejecutivas, todas son profesionales de éxito, y como tales, tienen muchas cosas de las que hablar. Yo también procuro participar y aportar mi granito de arena, pues no en vano, desde que Asier me contrató, estoy muy contenta con mi trabajo y tengo muchas anécdotas profesionales que compartir con ellas. Puedo explicarles lo bien que nos fue en Madrid, y el contrato tan importante que conseguimos cerrar con unos clientes muy exclusivos. Pero lo cierto es que no quiero alimentar este tema, porque hablar de cuestiones tan serias en una cena de amigas me parece de lo más amuermante. Si por mí fuera, todo sería mucho más trivial: intercambiaríamos cotilleos intrascendentes y charlaríamos de cosas que nos hicieran reír a todas, a poder ser. Además, no cabe duda de que, por mucho que yo me esfuerce por parecer muy profesional, en este grupo no doy la talla: mi puesto de trabajo es de menor responsabilidad que el del resto de mis amigas, y en consecuencia, les oigo departir en unos términos que me son absolutamente ajenos.
Y yo aquí, pensando tan solo en mí… Cuando caigo en la cuenta de que Laura no dice nada, y entonces, me hago cargo de cómo se debe de sentir ella.
Pobre Laura…
No participa en absoluto en la conversación, tan solo está ahí sentada, algo ausente. No sé siquiera si las demás se han percatado de ello. Están tan concentradas en quitarse la palabra las unas a las otras, que no advierten que la suerte no es la misma para todas. Ya no recuerdo cuánto tiempo hace que ella perdió su empleo, pero no se lo quiero preguntar para no hacerle daño. Tampoco creo que vender pisos fuera su auténtica vocación, digo yo, pero por lo menos, aquello era un trabajo, y una actividad cotidiana que la mantenía ocupada durante toda la jornada. Sé que lo ha pasado muy mal desde que la echaron. Y por contra, gracias a ella y a su intercesión a mi favor, ahora tengo yo el mío. Asier me ha contado que Laura insistió hasta la saciedad para que me diera una oportunidad. Le convenció de que yo era una relaciones públicas maravillosa, et voilà!, allí sigo, un año después.
Es una pena que dejara la pintura. Ella valía para eso, valía mucho. Creo que Asier ha intentado que vuelva a pintar otra vez, pero, por el momento, no parece que lo haya logrado. A mí me hizo un retrato a carboncillo hace algunos años, lo tengo colgado en mi salón. Es magnífico. Y no lo digo porque sea mi amiga. Si lo he puesto en un lugar privilegiado de mi casa, no ha sido por cumplir. Está ahí porque es digno de admiración: el trazo, el gesto, la viveza que transmiten los ojos… Me encanta, me entusiasma, le estoy tan agradecida por todo…
Pobre Laura… De verdad que lo siento… Lo siento muchísimo. Ella no se merece nada de lo que le está pasando… Nada…
Y mientras me encuentro inmersa en mis pensamientos, detecto que el tema “trabajo” está tocando a su fin. Pues menos mal.
Pero el siguiente es mil veces peor que el anterior, y me pilla completamente desprevenida.
- ¿Alguna de vosotras conoce ya el nuevo hotel que acaban de abrir en Armentia? – pregunta Amaia –. Es estupendo. Ayer estuve comiendo con mi madre. Me ha encantado el sitio.
Unas dicen que lo han visto… otras que no…
Y yo me callo…
- A mi madre la invitaron a la fiesta de inauguración – prosigue ella -. Dice que fue preciosa. Acudió hasta el alcalde –. Y de repente y sin previo aviso, me mira a mí, sonriendo con una expresión de lo más maliciosa –. Por cierto, Carol, bonita, también me dijo que te vio tomar el ascensor, en compañía de un apuesto acompañante…
Recuerdo aquel día. El edificio me pareció tan bonito… Me llamó la atención cuando pasamos por delante con el coche. Celebraban su fiesta de inauguración en la terraza, pero las habitaciones ya estaban disponibles. Nos ofrecieron estrenar la suite nupcial, y la idea me sedujo al instante. Sería divertido hacerlo a media tarde, sin tener siquiera que salir de Vitoria-Gasteiz.
Pero había tanta gente…
¡Maldita sea! ¡Qué descuido tan imperdonable, olvidarnos de que vivimos en una ciudad pequeña!
En este momento, todas se giran y me miran fijamente. Un montón de pares de ojos abiertos, expectantes. La media sonrisa dibujada en los rostros. Están esperando a que hable.
Me toca explicarme.
Y me quiero morir.
“¿Y a mí esta señora, de qué me conoce?” – me pregunto para mis adentros, apresuradamente –. “¡Si no la he visto ni dos veces en mi vida!” - una de ellas, creo recordar, en la boda de su hija. Ahora caigo, sí. En aquella ocasión, Amaia nos la presentó a las chicas. De eso hace un montón de años. ¡Y sin embargo, hay que ver qué memoria tiene la señora! ¡Qué rabia! Si yo ni me acuerdo de su cara… Pero, al parecer, y para mi desgracia, ella sí recuerda la mía -. “¿Estábamos todos en aquella boda?”- dudo, en acelerado diálogo conmigo misma –. “¡Piensa, piensa!…”
Amaia se casó en Madrid, porque la familia de su marido es de allí. Y aunque lo habitual es que el enlace se lleve a cabo en la ciudad natal de la novia, él es hijo único, y a sus padres les hacía muchísima ilusión que se celebrara en la capital. Recuerdo que, en aquella ocasión, no todos los amigos pudimos asistir: la fecha cayó en pleno verano, y muchos estaban de vacaciones.
“¿Acaso estuvieron ellos?” – me interrogo, alarmada -. “¡No sé, no me acuerdo!” - Intento repasar mentalmente la secuencia de la boda, trato de recordar los vestidos que llevaban mis amigas… Pero son tantas las ceremonias que ahora mismo danzan dentro de mi cabeza, que confundo unas con otras, y no logro acordarme -. “¿Y si resulta que sí asistieron? ¿Cabría la posibilidad de que, esta señora, además de acordarse de mí, se acordara también de ÉL? – me pregunto, con verdadera angustia -. ¡Ay Dios!, ¡entonces, estoy perdida!” – Y como me encuentro a un paso de caer presa del pánico, trato de esgrimir un argumento que me aleje del desastre -. “¡Tranquilízate!” – me ordeno a mí misma -. “¡Y razona de una vez! Amaia ha usado la palabra “acompañante” para referirse a él, eso significa que su madre no le ha dado más detalles, ¿verdad? Por tanto, esta buena señora no lo conoce. O al menos, no lo recuerda. De otro modo, Amaia sabría exactamente de quién se trata, y no estaría para bromas, ni me sacaría el tema delante de todas.”- Me aferro a esta teoría como a un clavo ardiendo.
Y al tiempo que yo hago mis cábalas, mis amigas siguen esperando ansiosas a que inicie un relato sustancioso con su dosis exacta de morbo, así que les ofreceré uno. Al fin y al cabo, tengo muchos en la recámara. Mi fama me precede, y no es la primera vez que me escuchan contar una historia de sexo sin compromiso. Y como ya de por sí me suele gustar adornar mis narraciones, tampoco será la primera vez que me invente la mitad de las cosas que les digo.
Pues bien, vamos allá.
- Vaaaaleeeee, me habéis pillado… – reconozco falsamente, y sonrío con picardía -. Está bien, os lo voy a contar: ¿os acordáis de aquel chico del que os hablé el verano pasado?
- ¿De cuál? – contestan, al unísono -. ¿Del rubio? - dice Ainhoa -, ¿del moreno? – dice Maite -. ¿Del australiano?, ¿del brasileño? – Y se echan todas a reír. Me están tomando el pelo, dando a entender que mi lista de amantes es tan extensa, que les resulta imposible recordarlos a todos.
Esto va bien. Están mordiendo el anzuelo.
- Desde luego, qué malas sois… - y finjo que me enfado un poco, mientras esbozo una sonrisa maliciosa –. Si no son tantos, qué exageradas… - Llega el momento de ir al grano -. Bueno, a lo que iba: me estoy refiriendo a Egoitz, ese chico de Algorta que conocí el verano pasado en la playa.
- ¡Ah síííí! – exclama Ainhoa, con entusiasmo -. ¡Ya me acuerdo! ¡El surfero de los abdominales perfectos!
- ¡Efectivamente!, ¡premio para la señorita! – le aplaudo yo, riendo. Para mi sorpresa, noto que me estoy empezando a divertir con mi propia mentira. Definitivamente, debo de ser un monstruo por cuyas venas corre una horchata bien fría.
- ¡Y qué pasó!, ¡qué pasó! - reclama Lucía, muerta de curiosidad.
- Pues pasó… Justo lo que tenía que pasar… – Y entorno los ojos con aire seductor -. ¡Que se quedó con ganas de más!
Estallan las risas y las exclamaciones de júbilo. Noto que me estoy metiendo al público en el bolsillo.
A partir de este momento, les cuento una tórrida historia que arranca al borde del mar en la bonita playa vizcaína de Ereaga, con dos amantes tumbados junto a la orilla y rebozados de fina arena que entrelazan sus piernas y se besan apasionadamente, ajenos a las olas que rompen contra sus ardientes cuerpos. En realidad, me estoy recreando en la famosa escena interpretada por Burt Lancaster y Deborah Kerr en “De aquí a la eternidad”, pero no creo que ninguna de mis amigas sea lo suficientemente aficionada al cine clásico como para percatarse de ello. No, al menos, que yo sepa.
En el siguiente capítulo, la chica - como viene siendo habitual en casi todas mis aventuras -, después de pasar un fabuloso verano dando rienda suelta a la pasión más desenfrenada, planta al chico y se vuelve a su casa a vivir su vida de mujer emancipada e independiente. Pero él no consigue olvidarla, y lucha desesperadamente por conservar encendida la llama de su amor, incapaz de resignarse a que ella lo aboque al más cruel y despiadado de los olvidos. Se pasa el invierno llamándola, hasta que, en los albores del siguiente verano y con los primeros rayos del sol, a ella se le derrite su corazoncito de hielo y acaba sucumbiendo a sus ruegos, invitándolo a visitarla en Vitoria-Gasteiz. Nada más reencontrarse, sus henchidos pechos comienzan a palpitar desbocadamente ante la emoción que sienten al verse, y al recordar aquel ardiente amor estival del que gozaron un año atrás, sus ávidos labios empiezan a temblar sin control, sus pupilas se dilatan, y de sus ojos fluyen henchidas mariposillas de un intenso rojo carmín que surcan el cielo hasta alcanzar las nubes de algodón, mientras que sus ansiosas manos buscan la caricia en el cuerpo del ser amado…
- Y una hora después, los dos están en la habitación de un hotel, copulando como animales. Fin de la historia – remato yo con obscena intencionalidad, buscando provocar a mi audiencia y obtener a cambio una buena dosis de carcajadas.
Y de hecho, lo consigo. Todas fingen haberse escandalizado con el brusco desenlace de mi relato, pero es evidente que les ha encantado. Se han reído un montón a costa de mis peripecias amorosas y, en consecuencia, oigo comentarios de todo tipo: que hay que ver, cómo me paso; que pobre chico, que parece que no tengo sentimientos, que lo he usado como a un trapo; que qué bien vivo, que cómo se nota que estoy libre como un pajarillo y puedo hacer lo que me dé la gana…
Finalizamos la velada en el Cuatro Azules, un bar de moda que solíamos frecuentar, en aquellos tiempos en los que las cenas de chicas no se limitaban a un par de encuentros por año. Nos hemos venido arriba, y algunas parecen haber olvidado que tienen familia, porque después de la última copa, reclaman otra copa más.
- ¡Vamos a tomar “la espuela”! – anuncia Maite, en referencia a la ronda de despedida. Siempre me hace mucha gracia cuando se lo escucho decir, porque es la única persona que conozco que utiliza esta expresión.
Laura se ha marchado nada más terminar la cena. Creo que hoy ha salido un poco por compromiso, como lo he hecho yo. La diferencia está en que a ella se le notaba muchísimo, y a mí no. Yo he aguantado hasta el final, como lo habría hecho en cualquier otra ocasión. Junto con Andrea Lucía y Ainhoa, he sido de las últimas en abandonar el barco, muchas horas después.
En cuanto llego a mi casa, cierro la puerta de un portazo y me quedo allí, con la espalda apoyada contra la pared de la entrada, inmóvil en medio de la penumbra. Estoy exhausta, no me siento con fuerzas ni para sujetar el bolso, que se resbala por mi brazo inerte sin encontrar la menor resistencia. Y detrás de él va mi cuerpo entero. Me deslizo lentamente sobre la superficie de la pared, hasta que acabo sentada en el suelo, con las piernas dobladas contra mi pecho.
Esa vieja chismosa… Por su culpa, hoy me he llevado un susto tremendo… Por qué no se meterá en sus cosas…
Suspiro profundamente. Al fin consigo sentirme a salvo, por primera vez en toda esta aciaga noche. Y en este preciso instante, rompo a llorar como si fuera una niña desconsolada.