Capítulo IV
ITALIA, INVIERNO DE 1836-1837
DEJAMOS VIENA con las primeras nieves de diciembre. La duquesa detestaba por igual el frío y la Navidad, de modo que Hannchen ni se acordaba de la última que pasaron en Viena. Cuando se ponía en marcha la caravana de invierno —celebrada expresión de la Duchessa d'Acerenza, que nos acompañaba— era siempre hacia el sur, buscando el sol. En esta ocasión era más liviana de lo usual. Viajábamos sin quinteto —«para qué ir con músicos adonde se inventó la música», oí a la duquesa gruñir al desolado kapellmeister— y en consecuencia con una carroza menos, y además Wratislaw y Lauengram volverían a Viena desde Florencia, donde se quedarían Jeannette y Aurora, su doncella. Fue la primera escala de varios días y no sólo porque la duquesa tenía buenos amigos allí, sino por su propósito de liquidar sus propiedades en Toscana —una casa en Florencia, otra en Siena y una villa cerca de Lucca—, pues deseaba replegarse sobre Austria y Prusia. Influía lo suyo el clima de inseguridad que se vivía en las posesiones italianas del Österreich. Los agoreros venteaban revolución, aunque no una sincronizada con las generales europeas, las de cada quince o veinte años que acostumbraban nacer en Francia. Las que según mi señora se avecinaban en la península italiana brotarían allí mismo, del deseo común de liberarse del dogal austríaco y del aún peor pontificio, para tras eso crear un estado unificado, lo que hasta cierto punto ya era, pues a los que vivían allí les unía no sólo una lengua relativamente común, sino la Iglesia católica, cuya presencia se hacía sentir en todo, y decía mi señora que más para mal que para bien, así como una pobreza, una corrupción y un desorden generalizados. De hecho, ella comentaba que si la situación no se normalizaba sería improbable que volviese por Italia, pese a lo mucho que adoraba su clima, su música, su comida y su cultura de alegría y despreocupación. El dinero siempre busca la seguridad, y si algún propósito en su cabeza predominaba sobre los demás era mantener a salvo el suyo.
Yo sentía curiosidad por Florencia, de una parte por los apasionados comentarios de Hannchen, que la tenía idealizada desde las primeras semanas de vivir allí con la duquesa, y de otra por esta misma, que me había dado a leer una curiosa carta del que fue gran amigo suyo, el fallecido Johan Wolfgang von Goethe. A ese hombre, prodigio de sensibilidad literaria y artística, Florencia le impresionó de tal modo cuando la visitó en el verano de 1816, por invitación de mi señora —se hospedó en su casa—, que se bloqueó. Su mente germánica debía de ser incapaz de procesar no sólo la conmovedora belleza de la ciudad, sino el conjunto que componía con sus gentes y su ambiente, de modo que canceló sus planes de pasar allí unos días y siguió hacia Roma, tras escribirle una carta, que luego publicó junto con otras bajo el título Viajes Italianos, en la que decía de Florencia que «rápidamente recorrí la población y visité la catedral y el baptisterio; aquí se abre un mundo enteramente nuevo, desconocido para mí, en el que no deseo detenerme; solamente lo hice en el jardín Bobili, que es delicioso pero del que salí tan deprisa como entré». La duquesa, que recordaba su tristeza de cuando la leyó en agosto de 1816 —deseaba que Goethe se incorporarse a su corte ambulante, y es que la presencia de un intelectual acreditado ilumina y enriquece las veladas itinerantes—, pensaba que a ese Goethe, al que tanto asustó esa belleza que le desbordaba, le faltaban días para cumplir sesenta y seis, y a esa edad, por cultivado que sea uno, las sorpresas se procesan mal; a Goethe le quedaban dieciséis años de vida, pero ella tenía el pálpito de que ya no sería la brillantísima del genio abierto a todo, sino la crepuscular de todo ser inteligente al que se le muere la imaginación, lo que viene a ser, aunque no se dé cuenta, como si se muriese del todo. El mundo, en su experiencia, estaba lleno de muertos en vida, de individuos a quienes les había expirado la curiosidad, con lo cual, y aunque no se apercibieran, porque respiraban, comían y bebían —y las acciones opuestas, añadía yo de pensamiento— igual que los vivos, estaban, cuando menos a los efectos de tratar con ellos, tan muertos como l'autrichienne.
* * *
En Florencia no estuvimos muchos días, pero los disfruté a conciencia. Fue porque mi señora estaba ocupada vendiendo casas y subastando mobiliario, de modo que salvo la hora y pico de asearla, y luego la de leerle su correspondencia, el resto del tiempo lo tenía para mí. Lo saboreaba paseando por ahí en completa soledad. En ocasiones lo hacía con Hannchen, pero solía estar tan ocupada con la ropa de la duquesa que la mayor parte del tiempo me dejaba sola; bueno, del todo no, porque Von Gösseln nos adjudicó un par de ulanos que nos seguían a todas partes, o me seguían, que les daba igual si caminaba o no con Hannchen. Él no necesitó decirme que no quería nada conmigo porque la duquesa le monopolizaba; sospecho que de no haber sido así habría declinado el placer de acompañarme. Aún debía sentirse ofendido por mi mala contestación de Viena. En cuanto a mí, apenas resentía que no me hiciera caso. «Ya se le pasará», me decía las pocas veces que pensaba en él, que nunca pasaban de veinte o treinta cada día.
Que yo era una insensata lo demostraba mi afición a caminar sola con mi paraguas, aunque con un ulano a cada lado y no siempre cuatro pasos más atrás. Quizá fuera una precaución exagerada, pues en ningún momento me pareció vivir una situación de peligro, aunque también podría ser que nadie se me acercaba lo bastante para llegar a preocuparme, pues incluso los mendigos, y en las plazas principales, como la de la catedral y la de la Señoría, los hay a cientos, al reparar en mis ulanos, dos mocetones altísimos armados con tremendos garrotes, se apartaban del modo más juicioso. No era una precaución exagerada, según escuché del mismísimo gran duque de Toscana, hijo de un buen amigo de la duquesa ya fallecido y que sabía homenajear a la dama menos pobre del Österreich, del que la Toscana no formaba parte de un modo formal, aunque sí en la práctica, pues la presencia de los austríacos era tan constante como notoria. Lo explicaba en una recepción en honor de la duquesa en la cual ella me presentó como Mademoiselle Absolonová, sin más detalles. No fue una juerga —el caballero más joven, además de un Von Gösseln que seguía sin regalarme una mirada, era el propio Gran Duque—, pero tampoco resultó aburrida; gracias a ella supe que desde la retirada de los franceses en 1814 los toscanos habían disfrutado un par de revoluciones —una en 1820 y la otra en 1831—, que cualquier día tendrían otra, que al Gran Duque le preocupaba una sociedad secreta llamada La Giovine Italia, y que aún no conseguía explicarse la miopía del Kanzler Metternich, el cual había permitido a la cabeza pensante de la tal sociedad, un indeseable llamado Giuseppe Mazzini al que nada desearía más que colgarlo de un árbol, marchar a un exilio dorado en Londres bajo promesa solemne de ser bueno y no planear más sublevaciones. Para él era una medida desastrosa, ya que desautorizaba su política de buenas maneras y limitada presión policial, tanto que toleraba una cierta libertad de prensa y de asociación a cambio de que se mantuvieran el orden, la disciplina y el sometimiento a su régimen de absolutismo atemperado, a su juicio el más conveniente para un país como la Toscana, tierra de paso para todas las invasiones en los dos sentidos de marcha, lo cual había dado lugar a un par de pésimas consecuencias. La primera era una pobre conciencia de pueblo, ya que la presencia constante de invasores que cada quince o veinte años cambiaban de bandera, combinada con la explicable ligereza de criterio de la toscana media, convencida de que un fin, el de alimentar y proteger a los suyos, justificaba el socorrido medio de acostarse con el invasor —al explicar esto, lo que hacía con innegable gracia, conseguía que a mi señora se le saltasen las lágrimas de risa— y daba lugar a un sorprendente número de jóvenes altos, rubios y de ojos azules, cuando el toscano medio era uniformemente bajito y renegrido, lo que daba lugar al segundo efecto, el de que nadie se sintiera parte de nada, o al menos de nada que tuviera que ver con el poder establecido desde muchos siglos antes. A eso se debía que les atrajera tanto el evangelio que predicaba el funesto Mazzini, el de una república sin curas y sin duques —nueva salva de carcajadas— donde todos fueran iguales, hubiera trabajo y pan para todos, y la pobreza, la incultura y las cadenas que desde los tiempos de Giulio Cesare oprimían a los toscanos fueran desterradas para siempre.
—Pues tal como lo pinta Su Alteza no parece que ambicionen nada perverso, ni malévolo en sí mismo.
—Desde luego que no, mi querida duquesa, pero dejando aparte que un Gran Duque no haría ninguna falta en un sistema como ése, lo único que de verdad conseguirían sería cambiar de tiranos. Sustituirían los de toda la vida, que al haber robado todo lo que teníamos que robar hemos llegado a ser bastante frugales, por unos nuevos sin mierda en las tripas —no había duda de que Leopold II sabía llamar a las cosas por su nombre— cuya primera medida sería robar desde cero, protegidos por un aura de «al fin llegó la honestidad» tan falsa como ellos mismos —mi señora decía que sí con la cabeza, filosófica—; no se han dado cuenta porque les falta cultura histórica, la de que todas las revoluciones culminan en lo mismo, en cambiar los viejos ladrones por unos nuevos que roban mucho más y con mayor descaro, una vez constatan que pueden actuar con suficiente impunidad. En todo caso, y muy de vez en cuando, se agarra uno que no haya compartido sus ganancias con quienes debería compartirlas y se le crucifica de un modo ejemplar, para que la masa, que a fin de cuentas es siempre imbécil de solemnidad, piense que se le gobierna con honestidad, cuando sólo es que los ladrones ahora visten de otra forma y se manifiestan de un modo por lo general más chabacano y chapucero.
—Pero Su Alteza no ve un peligro inminente, ¿no es así?
El Gran Duque, melancólico, se lo quedó pensando.
—Pues mientras Vds., los austríacos, mantengan en nuestros estados una fuerza disuasoria suficiente, no, pero llegará un día en que conservarla les costará tal cantidad de dinero que les llevará cerca de la ruina, y eso si no se les organiza un conflicto en otra parte de su imperio que les lleve a reducirla o incluso a retirarla. Ese día, mi querida duquesa —se había vuelto a mi señora, que le sonreía con dulzura—, espero que me haga un sitio en su casa, porque no tendré dónde meterme. Si no me han liquidado antes, claro está.
—Espero no vivir para verlo, mi querido Leopold.
El Gran Duque no contestó. Pese al excelente humor que presidía la mesa, se notaba que la tristeza se lo llevaba.
* * *
La víspera de nuestra marcha la duquesa se levantó de buen humor. Lo que le había llevado a Florencia, o Firenze como decían los indígenas, estaba rematado, escriturado, registrado y, lo más importante, cobrado, lo cual dio lugar, entre otras cosas, a que Lauengram y Wratislaw regresaran a Viena. Le sobraba esa última jornada en Florencia, pero compadecida de Hannchen, que se veía desbordada para preparar y guardar su tremendo equipaje, prefirió dejarla trabajar y matar el tiempo llevándome a recorrer un edificio embrujado: la Galleria degli Uffizi, según ella uno de los principales museos de la vieja Europa, quizás el más antiguo y a su juicio el más valioso, salvo el Louvre. Nos acompañaban Von Gösseln y sus ulanos, aquél haciendo esfuerzos inverosímiles para no mirarme.
—La casa es vieja de casi tres siglos. Aún era el XVI cuando la familia Medici comenzó a dedicar algunas de sus estancias a exponer la enorme cantidad de obras de arte que poseían y que no querían mantener desperdigadas en sus incontables casas, villas y palacios, y es que aquí, en la Toscana, la inseguridad ciudadana la trajeron los etruscos. Pensaban que agruparlas en un edificio tan vigilado y protegido como éste —señalaba un enorme caserón gris en cuyo portalón se agolpaba una cierta muchedumbre, por las trazas indignada porque, sin previo aviso, aquella mañana la Gallería no abriría sus puertas; pretendían conocer la razón de las bocas de los porteros que les impedían el paso, los cuales la ignoraban; sólo sabían, y no pensaban comentarlo por si les linchaban, que de orden del Gran Duque sólo podrían franquear el paso a la duquesa de Sagan y a su séquito, y que mientras no concluyera su visita la Galleria permanecería cerrada— las pondría más a salvo de los desvalijadores, y así fue, al menos en cuanto a las más importantes. Dos siglos después, la última Medici, la hija del gran duque Cosimo III y por matrimonio Kurfürstin Pfalf, consciente de que moriría sin descendencia y que con ella lo haría la casa Medici, quiso dejar un gran legado a la ciudad. Sin contar joyas y palacios le donó la inmensa colección de obras de arte que los Medici acumularon durante los tres siglos en que fueron la primera familia de la Toscana. La Galleria se abrió al público tres años después, tras aceptar las recalcitrantes autoridades que sería juicioso cumplir la voluntad de la Kurfürstin, no fuera que se alzara de su tumba y los corriese a escobazos —me hizo reír, como tantas otras veces, sin que a ella se le moviera un músculo del rostro—. Ahora, prepárate para disfrutar.
Nada me habría gustado más que mi señora tuviera razón y yo estuviese a punto de gozar como una santa Teresa de la Levitación, pero era consciente de que mi pésima educación me impedía conmoverme ante la belleza pictórica. Sólo valoraba, lo que demuestra la profunda limitación de mi sensibilidad, el parecido que la imagen pintada tuviera con la real, lo que implicaba que salvo los retratos todo me dejaba indiferente, y por si fuera poco los tales retratos me atraían en un único plano, el funcional, el de saber qué tal pinta tenía un determinado desconocido; de ningún modo en el artístico, para mí del todo incomprensible, pues era incapaz de captar esas claves y matices de los que con tan gran fervor hablaba mi cultivadísima señora, como la luz, la composición, la atmósfera, el colorido y el resto de las tonterías; mucho me temo que moriré siendo así de tosca, incapaz de percibir otra belleza que las de la exactitud, la objetividad y el respeto absoluto a la realidad.
Llevábamos un buen rato extasiándonos —ella; yo, no— ante las obras de unos cuantos indeseables que de vivos atendieron por Giotto, Cimabue, Berlinghieri, Casentino, Masaccio, Lippi, della Francesca, Ghirlandaio y varios otros más, todos ellos empeñados en poner rostros inverosímiles a unos santos o a unos dioses que, de haber existido, llevarían mil años en sus tumbas; sólo uno que carecía de nombre mundano, Fra Angelico, me interesó un poquito, aunque por razones prosaicas, porque sus amarillos brillantísimos habían sido pintados con polvo de oro, y siendo fraile, me decía yo con virginal ingenuidad, de oro no debía ir sobrado, salvo que viviera en un monasterio riquísimo, aunque mi curiosidad no era tan grande como para preguntar. Tampoco era una ocasión apropiada, porque nos acabábamos de detener en una sala de tamaño contenido en la que sólo había dos cuadros, no excesivamente grandes aunque sí más que la media. El nos iba por mi señora y por mí, ya que Von Gösseln se había quedado con sus huestes, no sé si por rehuirme, o porque las obras maestras le aburrían tanto como a mí o, más probablemente, por ambas cosas.
—¿Qué les verías en común a estas dos maravillas?
De no conocerla me habría limitado a responder que las dos son de Botticelli, pero eso lo sabría cualquiera que leyera los rótulos de los marcos; ella, cuando hacía ese tipo de preguntas, esperaba una respuesta razonada y trabajada, con independencia de que se diera o no en el clavo. Valoraba el esfuerzo, no que se acertara o no, y ante la pereza, la vagancia o el desinterés acostumbraba ponerse como un tigre de Bengala.
—Igual digo una tontería, pero pienso que la modelo principal debió de ser la misma, o al menos se parecían mucho.
Me tranquilicé al ver que asentía. Mi señora tenía la pésima costumbre de, con cualquier pretexto, examinarme. No siempre aprobaba, pero aquella vez, al menos, di en el blanco.
—Buen ojo, Libusche —si decidía darme una recompensa, como a su caballo cuando le ofrecía un terrón de azúcar, me llamaba por el diminutivo alemán de mi nombre ultracheco—; es la misma, sí. Se llamaba Simonetta Vespucci, de soltera Cattanea; murió joven, a los veintitrés. Vivió en Florencia, casada con un tipo de gran familia, un tal Marco Vespucci. Ya de recién casada, con apenas dieciséis, era famosa por sus rasgos bellísimos, tanto que los pintores protegidos de los Medici, los protomecenas de su tiempo, hacían cola para pintarla. Que recuerde ahora mismo, y además de Botticelli, la pintaron Piero de Cosimo, Michelangelo Buonarotti y Domenico Ghirlandaio.
—¿Y a su marido le parecía bien que posase así? —lo decía según señalaba con el dedo la beldad que nacía in puribus de una concha gigante bajo el nombre Nascita di Venere; por una vez, la curiosidad me había mordido demasiado fuerte.
—No seas ingenua. Las damas de la nobleza, en el quattrocento, de ningún modo posarían enseñando más que la cara y las manos. El cuerpo sería de una mercenaria. Los pintores, además, necesitaban asegurar a sus clientes que sus esposas estaban a salvo durante las horas de posar, y no valía que lo hicieran en compañía de sus dueñas, pues las de confianza de verdad son siempre cómplices de sus señoras. De ahí que los pintores aparentaran una dulzura de modales que les hacía parecer sospechosos de sodomitacci, cosa muy mal vista, pero la Inquisición, si se trataba de artistas protegidos por las grandes familias, y la Medici era la más grande de las florentinas, solía mirar hacia otro lado. Ninguno se casaba, pero eso formaba parte del atrezzo, pues de muchos se sabe que tuvieron familias por fuera de los sacramentos. Un buen ejemplo de lo mucho que fingían es esta Nascita di Venere; Botticelli, al pintarlo, se volvió loco perdido por la modelo, pero sin hacerse ilusiones, porque bien sabía cuál era su lugar y cuál el de su amor. En esa época la vida de un pintor valía las pocas monedas que cobraría por degollarlo un sicario del montón, y él amaba, sobre todo, a su pellejo. La pintó alguna vez más, no muchas porque murió joven, ya te lo dije antes. La versión oficial dice que de tisis, aunque igual fue de cuernos, los que puso a su marido con Giuliano, el hermano ardoroso del gran duque Lorenzo de Medici, del cual se dice que comía de todo. Fuese de lo que fuera, Boticelli no dejó de pintarla una y otra vez hasta la hora de su propia muerte, muchos años después. Éste —señalaba La Primavera—, que con el otro son sus obras más geniales, lo pintó diez o doce años después de que muriera Simonetta, y como bien has visto los rasgos de Flora son idénticos a los de Venus. Los llevaba en la memoria. Quizá se debió a eso que cuando vio llegar su propia muerte, unos treinta y cinco años después de que la otra dijese «ahí os quedáis», dispuso que le sepultasen a los pies de su Simonetta, en la iglesia de Ognissanti, una de franciscanos bastante fea y que si quieres te llevo a verla, pero ya te digo que no vale la pena. Yo las vi, las tumbas, hace unos años, y salvo los nombres no tienen nada de particular.
Aparenté que me lo quedaba pensando. Quedar en silencio, con ella, es una medida prudente y a menudo la mejor, aunque no siempre. A veces conviene tomar algún riesgo a fin de no quedar como una simple idiota.
—Es una historia muy bonita. Muy romántica.
Mi señora se encogió de hombros. Lo que opinaba del romanticismo coincidía con lo que pudiera pensar un cocodrilo.
—¿Te has fijado en la cantidad de desnudos que llevamos vistos? —asentí, perpleja; no pensaba que fuese a salir por ahí—. Hasta el Renacimiento estaban tan prohibidos que más de un pintor fue quemado vivo por pasarse de la raya, pero a mediados del quattrocento comenzaron a proliferar. Para los pintores era un tema irresistible, por lo que tenía de tabú y porque se tiraban a las modelos —me reí sin poderlo evitar; cuando le daba por hablar como los palafreneros resultaba irresistible—, y además les ganaban un dinero, pues los hacían porque se los encargaban, y no creas que solamente los nobles, sino los obispos y los cardenales, que solían ser los que acumulaban más vicios, y más inconfesables. No pienses que contemplar en la soledad de sus habitaciones estas obras prohibidas les calmaba un deseo que por su voto de castidad no podían satisfacer, ni siquiera que gracias a ellos se les hiciera más fácil recurrir al consuelo del padre Onán —no dije nada, porque no entendía nada—, sino porque a los ya mayores les ayudaban a izar el velamen, tú ya me comprendes —pues no, pero seguí sin decir nada—; ocurría, eso sí, que cuando esos rijosillos príncipes celestiales dejaban el Valle de Lágrimas para disfrutar la eterna dicha del Paraíso, sus albaceas preferían no esconder en sus ataúdes sus cuadros secretos, sino venderlos a terceros que los sabrían valorar, sacándose de paso un dinerillo discreto, porque no era saludable hacer saber que procedían del legado del Cardenal Tal o del Obispo Cual. Los grandes señores, como los Medici, los compraban encantados, pues el concepto que tenían del arte partía de un principio plausible, que la maestría y la belleza limpian todo lo que puede haber de vicio, torpeza y pecado; por eso permitían que los disfrutara todo el mundo, como tú y yo hacemos ahora con este Nascita di Venere. No en todas las culturas ocurre lo mismo, por desgracia. El caso más asombroso es el de los españoles. Ellos y los polacos son los más píos de la vieja Europa, pero también son los que más dinero gastan en esta clase de arte. Su rey Felipe IV, en particular, llegó a juntar una colección de ciento y pico escenas mitológicas muy subidas de tono; solían ser de pintores desconocidos a los que no importaba ser explícitos pese al riesgo de que la Inquisición les incinerara. El buen rey se hizo construir una sala especial, a la que denominaba de los sueños de sobremesa, donde sus piadosos sirvientes decían que descabezaba una siestecita cuando acababa de comer, sin más detalles. Con el tiempo, casi todos esos desnudos acabaron en las colecciones del reino, siendo las principales la de la Real Academia de San Fernando y la del Palacio Real. Boney —no me había explicado por qué solía referirse así a Napoléon— comenzó a saquearlas al poco de invadir España, y luego terminaron la faena su hermano José, sus mariscales y sus generales. En 1815, en aquel delicioso verano de París tras Waterloo —se le había puesto un bonito gesto soñador, aunque apenas duró—, el general Álava y su aide-de-camp Miniussir rescataron del Louvre cerca de cuatrocientas obras, pero el resto, hasta más de dos mil, se perdieron. Están repartidas por ahí, en multitud de colecciones particulares; la mejor es la de Wellington, aunque la consiguió no sólo por haber saqueado a los saqueadores, sino porque después se la regaló el difunto rey Fernando. Fíjate cómo de asno fue aquel hombre que, tras haber juntado casi todas las colecciones reales en un museo que llamó del Prado y que algún día iré a ver, en vez de permitir que todo el mundo disfrutase los maravillosos desnudos recuperados del expolio francés, mandó agruparlos en una sala que los responsables del museo llaman Reservada, donde sólo pueden pasar los que tienen un salvoconducto de la Casa Real. Es asombroso, de verdad te lo digo, que habiendo sido el degenerado mayor de los monarcas europeos fuese a la vez el más meapilas —renuncié a preguntar qué significaba eso; el vocabulario de mi señora, y aún no sabía por qué, a menudo se mostraba muy contaminado—. El sexo y los españoles, diría yo, no se llevan bien. Álava dice que buena parte de la culpa la tiene la Iglesia, pero Miniussir sostiene otra teoría, la de que las castas superiores tienden a fornicar con los órganos de pensar y a razonar con los de reproducirse. No es muy espiritual, que digamos, pero es que mi buen Miniussir tiene muy poquito de romántico —se había quedado en una especie de trance, con una sonrisa bailoteándole por la cara como de gataza que se acabara de zampar la cotorrita del abuelo, pero se la borró en el acto; mi señora era demasiado reservada para exhibir sus ternuras más allá de unos segundos—; hablando de romanticismo, ¿qué carajo te pasa con Gösseln? Me gustaría saberlo, porque te rehúye como un perro al que hubieras pegado una patada en el hocico. Tiene una carita tan de pena, y la disimula tan mal, que hay que ser tonta de capirote para no darse cuenta de que lo está pasando fatal, el pobre diablo.
Una vez más, como un tomate. Ya era raro, porque apenas había nada que me pudiera poner así, pero la duquesa bien sabía qué teclas debía pulsar para que mi cara me traicionase.
—Es por algo que le dije, me temo.
Me miraba fijamente, con gesto inquisitivo, de modo que capitulé y se lo conté.
—¿De verdad te dijo eso? —asentí mirando al suelo, retrospectivamente avergonzada—. Pues hiciste bien. A los hombres hay que marcarles el territorio, porque si no lo haces te anulan, y tras eso empiezan a ponerte cuernos, o a jugarse tus castillos —me miraba con una expresión inusual, de advertir algo que yo aún no conseguía formularme—; ahora estás dándole vueltas a si a mí me habrá pasado alguna vez pero no te atreves a preguntármelo, ¿verdad? —asentí una vez más, con los ojos aún más bajos—; pues sí, me ha pasado, y no sólo con mis tres maridos, sino con unos cuantos indeseables más. En general, a la que te cogen confianza empiezan a decirte qué debes y qué no debes hacer, porque siempre temen que les dejes en mal lugar ante otros de su misma especie y que les puedan criticar el padecer una pareja desvergonzada, desobediente o respondona. Su error es creer que por el hecho de ser hombres las mujeres que se acuestan con ellos les deben sometimiento. De ahí lo que se irritan cuando les dices cosas como la que dijiste a nuestro major. Tienes buen estilo, Libusche. No te servirá para pescar marido, pero al menos dormirás bien por las noches. En cuanto a Gösseln, lo tienes en el bote. No creo que sepas valorar cómo te mira cuando se asegura de que no le ves, pero yo, que le veo hacerlo, sé qué significa. Si te gusta, y no veo por qué no tendría que gustarte, porque no está mal del todo, no te des prisa. Déjale madurar. No a él, sino a lo que pueda sentir por ti. Ah, y no te olvides de hacerle sufrir. Un poquito, no exageres, pero lo suficiente para que tenga claro que, si algún día le das el sí, será para que tengáis una relación de iguales, no de amo y esclava, lo cual, por desgracia, es lo que acostumbran todos estos prusianos de mierda. Si lo haces bien, sin bajar la guardia, quizá consigas un marido de provecho.
—Yo no quiero un marido, señora. No cambiaría ningún hombre por seguir trabajando para usted.
No contestó, aunque me regaló una sonrisa escéptica. Era evidente que no se lo creía, pero, por lo que fuera, prefería no desengañarme. No, al menos, en ese momento.
* * *
El día, que amaneció luminoso, se había cubierto. Soplaba un ventarrón que incrementaba la sensación de frío, el usual en la Toscana cuando comienza el invierno. Dentro de la carroza no se notaba, pues era de buena calidad y sin rendijas, pero ahora teníamos por delante una caminata, ya que los senderos del Cimitero degli Inglesi, el que rodea el Piazzale Donatello, son tan estrechos que han de recorrerse andando. El camino desde la Piazza della Signoria lo habíamos hecho ella y yo en el interior, Gösseln junto al cochero y los ulanos en la trasera, con sus armas listas para disparar. La desconfianza de Gösseln no se debía sólo a Florencia, sino a que los alrededores de la Porta di Pinti tenían muy mala fama; de paso, decía mi malévola señora con su peor intención, se ahorra la tortura de contemplarte.
Caminábamos la duquesa y yo, solas aunque con Gösseln a prudente distancia. Sin duda temía que tras los túmulos funerarios se agazaparan maleantes deseosos de asaltarnos, violarnos y destriparnos. Lo creía porque, a diferencia de cuando caminaba tras nosotras por las calles de Florencia, lo hacía con su tremendo pistolón en una mano. Lo cierto era que aquel cementerio elegantísimo estimulaba el tomar precauciones, porque no recordaba uno solo tan vacío. Tan deshabitado.
—Si se llama degli Inglesi es por algo, Libuše. Aquí sólo verás tumbas de gente que no era de aquí. No sólo ingleses. Hay austríacos, y franceses, y rusos, y también americanos. Militares, ni uno. Ningún soldado muerto en ninguna de las muchas guerras celebradas por aquí. Sólo verás sepulcros de gente que vino a pasar una temporada en paz y tranquilidad, pero que, a su pesar, se quedó para siempre. Como Clara. Mi hija Clara.
Un misterio menos. Al fin sabía qué nos traía por allí.
—Hasta 1827, los que morían sin ser católicos y sin ser de aquí eran llevados a un cementerio de Livorno, el Antico Cimitero degli Inglesi. Clara murió en el verano de 1818. Ya estábamos para regresar a Viena, porque hacía un calor insoportable que a su vez se juntaba con todos los mosquitos del mundo, cuando enfermó. De la noche a la mañana, sin nada que lo presagiase. Le subió una fiebre altísima contra la que nada se pudo hacer. Fiebre cuartana, le dicen por aquí. Busqué un médico, el mejor de Florencia, pero no pudo hacer nada. O no supo hacer nada. Desde ahí no voy a ninguna parte sin el mío. Ahora es Holbein, aunque antes tuve otros. Fue una tragedia, pero luego vino la farsa. La de que no podíamos enterrarla en Florencia. Hice intervenir incluso al ministro inglés, Lord Burghersh, que tenía mano con todos estos idiotas —señalaba en derredor, indiscriminadamente—, pero tampoco hubo nada que hacer. Los no católicos debían ser enterrados en Livorno, y allá la llevamos, en la más espantosa comitiva que te puedas imaginar. El ataúd era de pésima calidad, como todo lo de aquí. Se filtraban los olores, al punto que, pese a lo mucho que todos queríamos a la pobre Clara, evitábamos acercarnos a su caja.
Nos detuvimos. Una lápida sencilla, nada siniestra, cuando menos en contraste con sus vecinas; el arte funerario de la Toscana, por lo que veía, era de lo más tétrico. La tumba de Klára Bresslerová, 1801-1818 —no ponía más, si bien aquel nombre, tan checo, incrementaba el misterio—, era la de una niña que habría merecido una vida, si no mejor, sí algo más larga.
Me llamó la atención lo limpia y cuidada que se la veía. Incluso con flores, un punto secas aunque sin duda recientes.
—Lauengram paga para que alguien la mantenga decorosa. Viene, quien sea, cada dos semanas. Por eso está como está. De ningún modo aceptaré que presente la pinta de las demás.
Era verdad. Sin apenas excepción, y por muy lujosas que fueran al empezar su eternidad particular, casi todas las tumbas cercanas mostraban un penoso estado de abandono.
—Es lo normal cuando te mueres lejos de los tuyos y te dan tierra donde no hay nadie que te recuerde. La que venga por aquí a cuidar de mi Clara no lo hace por cariño, sino por la paga. Cuando yo me haya ido esta tumba se volverá igual que las demás, pero eso ya no me importará. Se debe a esto, Libusche, que los cementerios sean tan tristes. No es porque ahí estén los que alguna vez quisimos. Es porque, al cabo de un tiempo, nadie se acuerda de que una vez existieron.
Se quedó en silencio. No creo que rezara, porque si bien no hablaba de sus creencias ni de sus devociones yo sospechaba que no tenía ninguna. Intuía que recordaba, o evocaba. Lo que fuera que hiciese requería intimidad, y por eso, sin hacer ruido, me alejé unos pasos hasta ponerme al rebufo del altísimo túmulo de un suizo que se llamó Jean Pierre Vieusseux y que fue de los primeros en regresar de Livorno a Florencia, tan pronto como en 1827, por cuenta de la Chiesa Evangelica Riformata di Firenze. Una mala idea, porque a pocos pasos me observaba Gösseln, al que le bastó verme llegar para cambiar apresuradamente de orientación, de un modo tan poco natural que casi me dio risa. Era evidente que la duquesa, que ya se acercaba, le había calado a la perfección.
—El Gran Duque, a demanda de los relatives de los enterrados en Livorno, hizo construir aquí, en 1826, un cementerio ecuménico donde cupieran los luteranos, los anglicanos, los ortodoxos e incluso los ateos, por pocos que sean los que confiesan serlo; ahora que lo pienso, no conozco a nadie verdaderamente inteligente que no lo sea, pero ésa es otra historia. Las exhumaciones y los traslados a Florencia comenzaron un año después. Yo no llevé a Clara en persona, porque la normativa implicaba reconocer el cadáver, y por ahí no quería pasar. Lo hizo Miniussir en mi nombre, que como tiene todos los muertos del mundo y además habla un italiano de nativo pensé que se apañaría bien con todos éstos —de nuevo señalaba en derredor; yo no sabía nada del tal Miniussir, salvo que no me sonaba ni del Palm ni de la corte ambulante; sospechaba, eso sí, que tarde o temprano lo sabría todo, porque la duquesa, poco a poco, me contaba su vida entera; yo seguía sin ver el propósito, aunque quizá fuera lo que decía Hannchen, que no había ninguno salvo el de aflorar sus recuerdos para que algún día fueran de otros, le daba igual quiénes—. Siempre que vuelvo a Florencia vengo a decirle cosas. Cada día menos, porque ya son veinte años desde que murió y me cuesta evocarla. Hoy, aquí, hace un momento, no conseguía recrear su rostro. Sólo su voz, la del final, la que delirando hablaba de su caballo, que había perdido una herradura y estaba cojo. Al poco, al expirar, pensé que a mí también se me había caído una. Todavía hoy, mucho me lo temo, no me han clavado la que la reemplace. O quizá sí.
Se me había colgado del brazo, para sostenerse, sin mirarme y por supuesto sin sonreírme. Sólo volvió a callarse.
Tras nosotras, a diez pasos, Von Gösseln vigilaba. No pude contenerme: giré la cabeza, sonreí y le guiñé un ojo; fue delicioso ver que se ponía como una puesta de sol, caminando entre tumbas altísimas y bajo un cielo gris plomizo que amenazaba desplomarse sobre nuestras cabezas.
* * *
El camino a Roma no era largo en sí mismo, pero la duquesa quería pasar un día en Siena, para decir adiós a su casa de la Piazza del Campo, donde había recalado pocas veces en su vida; quienes sí lo hacían, y con frecuencia, eran sus muchos amigos; entre su círculo era tradición que cuando llegaban los festejos patronales —los indígenas no se conformaban con uno al año—, presididos por las carreras del Palio di Provenzano y el Palio dell'Assunta, la casa se llenase para desesperación de un viejo mayordomo que, junto al mobiliario y la mayoría de las obras de arte, acababa de ser adquirido por la comtessa Zuccheroni, la cual, en un detalle de señorío, no puso pegas a que la duquesa durmiese allí en su camino a Roma, se despidiera del que había sido su leal servicio durante quince años y recogiera una tabla de Pinturicchio que no le quiso comprar, opinaba la duquesa que porque los Pinturicchio's se le salían por las orejas, como la nueva rica que a fin de cuentas era.
El palazzo de la duquesa estaba situado casi en el centro del arco de casas que limitaba el lado bajo de la plaza. Desde sus balcones había presenciado varias veces las extravagantes carreras del Palio; en una incluso le pidieron que entregase al barrio vencedor, la Contrada de la Tartuca, la corona con que se adornaba el pescuezo del animal cuando llegaba scosso, sin ningún idiota puesto encima, cosa más frecuente de lo que pensaban los ignorantes; me lo hacía saber asomadas a la balconada de su dormitorio, explicándome que los jinetes montaban a pelo, controlando a la montura sólo con manos, rodillas y riendas, con lo cual era más probable acabar por los suelos, a menudo descalabrados, que a lomos de la bestia, la cual tampoco lo tenía fácil, porque de promedio se sacrificaban una o dos al término de cada Palio, con las patas o el cuello rotos, y era que al derrapar por el pavimento enarenado era lógico que acabaran estrellándose contra los muros de alguna casa.
El día fue bonito, porque a la duquesa, por una vez libre de compromisos sociales, le apetecía pasear por la ciudad evocando momentos agradables, como los de sus primeros meses con Schulemburg —a todas horas tenía ganas, explicaba—, y algunos años después con el misterioso Miniussir, del que seguía sin decir nada. Nos maravillaron la suntuosa catedral —a mí no tanto—, y en su interior la biblioteca de los Piccolomini, los antecesores de los que decoraron su sombría fortaleza de Náchod y construyeron su precioso Ratiborschitz, pero lo que más disfruté fue la cabalgada —ella tenía ganas de montar— hasta la casa de santa Catarina da Siena, de cuya vida en sacrificio y santidad yo tenía una vaga idea gracias a las erráticas catequesis del sacerdote ajedrecista. La duquesa poseía información de su vida y sus milagros, aunque no por ser devota suya; más bien, escuchaba yo de su boca displicente, la consideraba una pobre loca que renunció a la dulzura de la vida para estirar la pata sin haber saboreado ninguna petite mort, cuando menos carnal; sobre las místicas ella se declaraba incompetente, salvo si tenían que ver con el cirio pascual y el pasadizo intransitado del pecado original. Yo disimulaba mi perplejidad como podía, porque no entendía una palabra, si bien sospechaba que aquello que contaba con gesto irónico se relacionaba con lo que Madame llamaba conceptos sicalípticos, de los cuales nunca nos dijo nada explícito, salvo, en todo caso, que las señoritas bien educadas jamás debían hablar de ciertas cosas.
—Te preguntarás por qué no gustándome ni pizca nos hemos llegado aquí, donde hay tan poco que ver.
Se confundía, porque no me preguntaba nada. En todo caso, si alguna vez tendría el valor de pedir a la duquesa que me hablara, en términos claros, de aquello que a veces iluminaba las sobremesas con un destello de picardía que hacía reír a todo el mundo, y a mí también aunque por mimesis o, más en claro, porque al hacer lo mismo que los demás confiaba en no quedar como una idiota. Por otra parte, sí era cierto que allí había poco que ver; apenas una casucha por no decir una choza, donde un cartelón aseguraba que ahí pasó santa Catarina la mayoría de sus días en este valle de lágrimas. Gran verdad era lo último, apostillaba la duquesa, tan partidaria del estoicismo diogénico —lo explicó noches antes en la cena del gran duque Leopold, haciéndonos llorar de risa— como de que le sacaran todas las muelas prefería no decir por dónde.
—Es que mi madre, que cuando me parió era creyente, y lo apunto porque luego espabiló, le había rezado lo indecible para que le diera un buen parto; recuerda que tenía dieciocho y no podía estar más aterrada. Ésa fue la razón de que mi primer nombre sea Katharina o Kateřina; también sucedió que mi madrina fue la tremenda Katharina die Große, y mi padre quería mantenerla tan apaciguada como fuera posible. Wilhelmine es mi tercer nombre, pues por delante llevo un Friederike, pero el duque, harto de bobadas, decretó que se me llamara Wilhelmine, avisando que al que no lo hiciera lo tiraba por la ventana, y ya ves: así, hasta hoy. Entre tú y yo, habría preferido que me llamaran Kateřina; me gusta cómo suena, pero desde pequeña tuve claro que no merecía la pena pelear por esa tontería.
Me miraba, relajada y tranquila. Era como más me gustaba verla; se lo demostré sonriéndole con sencillo afecto, sin que se dignase hacer lo propio. Era muy suya, la duquesa.
—Aunque yo no crea en santos, lo cierto es que mi madre siempre parió de maravilla, sin más dolor que un apretón y ya está, fíjese, alteza, qué cachorro tan hermoso. Nunca le dio las gracias en persona, pues jamás vino por aquí, por la Toscana. Si lo hago yo es por pagar una deuda de la familia.
Se quedó callada, fiel a su estilo, para descabalgar y adentrarse, sola, en lo que además de chamizo tenía pinta de santuario. Lo mismo a la vuelta empezaba otra vez, como si fuera una cotorra, o no se la oía en dos días, y siempre sin dar la menor pista del porqué. Mi señora, en suma, era para conocerla.
* * *
El palazzo de la Piazza del Campo era de piedra, y muy frío. Esto lo agravaba el llevar cerrado mucho tiempo, y si bien el día fue soleado lo cierto era que todos los cuartos estaban helados. El único donde no se formaban carámbanos era el comedor, gracias a una chimenea desfalleciente cuyo tiro necesitaba las atenciones de un deshollinador; ésa era la razón de que, contra los usos regulares, hubiéramos cenado todos juntos: ella, Holbein, Gösseln, Hannchen y yo; el ambiente no era mucho más cálido que la temperatura exterior, pues ni la duquesa tenía costumbre de tratar con tantos sirvientes a la vez ni nosotros nos mostrábamos expansivos cuando ella estaba cerca, dado que quien más y quien menos conocía lo impredecible de su carácter y lo fácilmente que cambiaba de talante. La conversación llevaba camino de languidecer hasta el límite del silencio, de modo que la duquesa, evidentemente aburrida, terminaría por irse a la cama —no a dormir, sino a leer, o a que yo le leyese hasta que se quedara dormida—, cuando sin previo aviso pareció que se le iluminaba un fanal sobre la cabeza; era la expresión de haber recordado algo que le interesaba.
—Gösseln —ella no respetaba el Von a nadie—, ¿qué pasó con esas pistolas carísimas que me hizo Vd. comprar?
—Nada fuera de lo previsto, madame. Las recibí a tiempo, las probé antes de salir y funcionan de acuerdo a lo esperado.
—¿Qué clase de pistolas son? ¿Poseen algún don especial?
Era raro que Holbein preguntase nada, y no sólo por ser de natural reservado, sino porque del entorno de la duquesa sólo le interesaba la duquesa. Los demás, en absoluto.
—Mejor será que se piense la respuesta, Gösseln. El Doktor Holbein remendó sus primeras heridas de bala tan lejos en el tiempo como en Wagram. Si no recuerdo mal aún puede ser movilizado en calidad de oficial médico del Kaiserliche-Königliche Armee, con el grado de oberstleutnant. ¿Es así?
Holbein asintió, indiferente. Para mí todo eso era chino, aunque luego supe que Wagram fue una batalla perdida por Austria en 1809 y que el ejército austríaco se llamaba efectivamente así, KKA. Lo de oberstleutnant, en cambio, lo sabía desde la mañana de Karlsbad en que dispuse de asno monocular.
—El don especial es que permite realizar cinco disparos sin recargar. No porque posea cinco cañones, que sólo tiene uno, sino porque cuenta con cinco recámaras dispuestas en un tambor rotatorio. De ahí viene su nombre inglés, revolver.
—¿Es un arma británica?
—No, americana. De New Jersey, una de las colonias más antiguas. Allí un tal Samuel Colt fabrica unas armas excelentes. Las que la duquesa tuvo la bondad de comprarme proceden de una fábrica situada en un lugar llamado Paterson. De ahí viene, supongo, que su nombre legal sea Colt Paterson.
—¿Sería tan amable de mostrarnos una, Gösseln?
Los oficiales del KPA saben reconocer una orden por amable que sea el tono en que se formule, de modo que Von Gösseln se levantó poco menos que de un salto y salió del comedor a muy buena velocidad. Regresó con una funda larga y negra, de cuero, colgada de un arnés. Nos explicó que su función era facilitar llevarla bajo el brazo; tras eso extrajo el arma para depositarla frente a la duquesa. Yo no sería capaz de afirmar que fuera bonita, pero su frío color gris acero mate, apenas atemperado por la madera de lo que debía de ser la empuñadura, ejercía sobre mí un cierto magnetismo. Era, en verdad, un arma muy rara. Yo no había visto muchas pistolas en mi vida, pero alguna sí. Aquella no tenía gran cosa que ver con los negruzcos armatostes de la guardia del Hofburg.
—Está descargada. La pueden estudiar con toda tranquilidad, porque así sólo vale para cascar nueces.
—¿Cómo funciona?
El que preguntaba era Holbein, intuía yo que a fin de airear su recién recuperada identidad militar. Gösseln no necesitaba más para explicarlo en su estilo, sin alardes declamatorios. Fue gracias a esa sencillez que incluso yo comprendiera el funcionamiento del armatoste. Lo primero era desplazar hasta un primer «click» un cuernecillo que asomaba por atrás y que Gösseln llamaba percutor, para tras eso empujar el tambor desde su lado izquierdo. Se sacaba y se ponía encima de la mesa, quedando a la vista las bocas de cinco huecos cilíndricos que se llamaban recámaras. En cada una se vertía una pequeña cantidad de pólvora sobre la que se colocaba una bola de plomo, de 9,15 milímetros de diámetro; tras eso y sobre las cinco, taponándolas, se aplicaba una grasa espesa cuyo propósito era doble: impedir que alguna bala se saliera y que, al hacer fuego, éste se comunicase a las otras recámaras, lo que sería desastroso. Ahí Gösseln giró el tambor para dejarlo al revés sobre la mesa, señalando cinco minúsculos orificios en las traseras de las recámaras. En cada uno de ellos había que situar una cápsula diminuta llamada fulminante, cuya virtud era provocar un chispazo cuando era golpeada por el percutor, lo que a su vez hacía explotar la pólvora situada en la recámara. Como esto sucedería con la tal recámara enfilada con el cañón, que a su vez era no sólo larguísimo —nueve pulgadas, especificaba Gösseln— sino rayado, para que la bola saliese girando sobre sí misma, un tirador experto podría liquidar a un dragón o a un coracero a veinticinco metros de distancia. Desde ahí, tras montar el tambor —sin pólvora y sin balas; las explicaciones las había dado en vacío— y bajar el percutor hasta un segundo «click», con lo que aquel giraba setenta y dos grados al tiempo de asomar por los bajos del engendro una pieza llamada disparador, llegaba el momento cumbre: tirar con el dedo índice del tal disparador; eso desbloqueaba el percutor, el cual impactaba en el fulminante y provocaba el disparo. Desde ahí se lanzó a explicarnos la funcionalidad operativa, pues el invento infernal era un arma de caballería. Según él, un ulano prusiano entraba en combate armado con una lanza, una carabina, dos pistolas y una cimitarra. Si se veía cargando contra una masa de dragones o coraceros, sus enemigos naturales, en pocos segundos habría disparado sus tres armas, para encarar unos jinetes más corpulentos que montaban caballos más grandes y empleaban sables más largos, lo que solía equivaler a suicidarse. Sin embargo, un ulano que portara dos Colt Paterson cargados y listos para tirar, y que además llevara en sus bolsillos media docena de tambores igualmente cargados, podría empezar a disparar a treinta metros de distancia, de modo que tras haber consumido su reserva de munición, cuarenta disparos capaces cada uno de cargarse no a un coracero enemigo, sino a su caballo, no tendría problemas para rematar el trabajo con su lanza o su cimitarra, pues los otros, y aun si hubieran logrado ponerse de pie —las monturas, al desplomarse, solían atrapar a los jinetes—, no estarían en condiciones de defenderse, de modo que masacrarlos sería un juego de niños. A todo eso se debía, concluía Gösseln, que Mr. Colt hubiera registrado su patente, tanto en Francia como en Inglaterra, el 25 de febrero de 1836. Le constaba que el KPA ya contaba con una pieza, para estudiarla. El US Army no sólo había comprado varias docenas, sino que ya los usaba contra los indios seminolas en la península de Florida, donde se los cargaban como si fueran conejos gracias a la prodigiosa funcionalidad del maravilloso Colt Paterson. Sólo le quedaba decir, añadió, que su preocupación por la seguridad de la duquesa, y la de todos nosotros —ahí se volvió un instante hacia mí, supongo que no por accidente—, le hacía ir por la vida con dos ejemplares cargados y ocho tambores igualmente cargados, de modo que si alguien intentara ponernos la mano encima le convendría venir en cantidad superior a diez, porque a esos primeros diez los haría pedazos en un momento. Lo último lo dijo en el tono de un oficial prusiano que ordenase «keine gefangenen!» —¡sin prisioneros!—, pero ahí se quedó con las ganas de seguir horrorizándonos describiendo lo bien que se mataba con la cosa esa, porque la duquesa, tras estirar su delicada mano, se había hecho con el majestuoso Colt Paterson del 36.
—Una explicación muy convincente, Gösseln —lo decía examinando el arma muy de cerca; la inscripción que leía en el cañón, «Patent Arms M'g. Co. Paterson N.J. — Colt's Pt», parecía fascinarle—; mañana, en el camino de Roma, me gustaría parar en algún lugar adecuado y que nos demostrara Vd. lo que acaba de contarnos. Incluso pegaré algún tiro, si me garantiza que no me caeré de culo —la única que sonrió fui yo; los demás no sabían procesar el humor un punto barriobajero que de vez en cuando exhibía la duquesa—. Me pregunto si alguien de nuestro anquilosado KKA conocerá la existencia de la cosa esta —Gösseln puso cara de pensar que no—. Bien, pues eso lo podremos remediar; en Venecia nos encontraremos con el Fürst zu Windisch-Grätz, que desde su ascenso a feldmarschall hace de virrey, o algo así, en el Veneto y en Iliria. Si aún se acuerda de cómo es un arma de fuego le gustará ser puesto al día. Cuento con Vd. para eso, Gösseln. Y ahora, señoras y caballeros, a la cama.
* * *
El Palazzo Venezia era un edificio inmenso. Por cortesía del Kanzler Metternich sería nuestra residencia durante las cuatro semanas que la duquesa pensaba pasar en Roma; no quería estar más tiempo, para no perderse la gala inaugural del carnaval de Venecia, que aquel año sería presidida por la duquesa de Parma, una vieja conocida suya, hija del Kaiser Franz y que fue durante un tiempo emperatriz de los franceses, al cambiarla Metternich tras el desastre de Wagram por un pacto de familia con Bonaparte que asegurase la paz a un Österreich arruinado; su vida, pese a eso, no tardó en volver a ser gestionada por Metternich, ya que tras tener un hijo con Napoleón —no vivió mucho; no le dejaron— la obligó a volver a Viena muy desconsolada, pero se curó en dos días, los que necesitó un antiguo amante de la duquesa, el Graf Neipperg, para que se volviera loca de amor, o loca de los bajos, que según mi señora era una ninfómana desenfrenada; con él tuvo cuatro hijos y fue la mar de dichosa, porque al poco de arrejuntarse, que no casarse —Bonaparte aún vivía—, su padre, a petición de Metternich, le dio el ducado de Parma, un feudo riquísimo que le permitiría vivir de maravilla el resto de su vida; Neipperg murió poco después, de tanto usar el matrimonio —sostenía Hannchen de un modo críptico—, y Maria Ludovika, que así se llamaba para los austríacos, volvió a quedarse desolada, cosa que Metternich remedió una vez más, poniéndole de administrador un antiguo emigrée, diplomático de confianza y repostero de fortuna —ella le conoció gracias a su segunda especialidad—, el Graf Charles-René de Bombelles, con el que se casó hacía ya dos años y con el que parecía encantada. Nunca fue muy lista, explicaba la duquesa, pero al menos era generosa, bondadosa y divertida. Que presidiera el carnaval de 1837 sería bueno para la ciudad, porque no serían pocos los que vinieran a saludarla tan rebosantes de curiosidad morbosa como dispuestos a dejarse un dinero que a los hospederos y a los comerciantes les vendría de maravilla, y era que Venecia, con tantas revoluciones y tanto desorden, llevaba decenios en la ruina, pues los ingleses y los franceses habían dejado de venir, y la ciudad, decía mi señora, desde que se prohibió la piratería en el Mediterráneo vivía, fundamentalmente, de los visitantes adinerados.
En el Palazzo Venezia residía la embajada del Österreich en la Santa Sede; pese a ser enorme no disponía de mucho espacio, cuando menos de categoría, pero eso lo resolvió el embajador, incapaz de oponerse a un ucase del kanzler, así que desde la primera noche mi señora contó con una pieza tan grande como distinguida; casi a su lado había dos habitaciones que compartían un aseo, las cuales serían para Hannchen y para mí. Las tres se asomaban a la bulliciosa Piazza Venezia, de modo que contaríamos con entretenimiento asegurado hasta muy entrada la noche —si además de sacerdotes algo abunda en Roma, comentaba ella con fría displicencia, son las putas, y aunque no había un solo barrio sin su propio caladero el de Piazza Venezia era el más acreditado—. La duquesa quería sentar sus reales en gran estilo, pues sus amigos y conocidos en Roma eran numerosos, sobre todo en el universo de las bellas artes, de modo que a los tres días de instalarnos dio una recepción en el propio Palazzo Venezia, disponiendo de sus salones y de su personal como si fueran suyos. Ahí se demostraba la colosal influencia que seguía ejerciendo la Vévodkyně Zaháňská.
Uno de mis peores defectos es que cuando me presentan a una multitud de la que hasta entonces no sabía nada, o apenas nada, sólo me quedo con el nombre y el rostro de aquellos en los que tuviera un previo interés. Uno de los pocos a los que les pasaba eso era Filippo Agricola, el artista que pintó en 1829 el último retrato de mi señora —tras ése no volvió a posar para nadie—. No quedó satisfecha por varias razones, siendo la principal que, como casi todos los que alguna vez la pintaron, el pobre hombre, aterrado, no fue capaz de llevarle la contraria. Ni acertó con la postura, ni con el encuadre, ni con la expresión ni con el vestido, de lo cual, mi señora lo aceptaba, no cabía imputarle responsabilidades, porque las cuatro desgracias fueron consecuencia de la obstinación ducal, pero sí fue culpable de rejuvenecerla en exceso, pues la dama del cuadro, que pendía semiolvidado en una de las paredes de Ratiborschitz, representaba una edad indefinida pero juvenil, de menos de treinta, cuando ella era consciente de haber posado con su papada, sus patas de gallo, su caballete y sus cuarenta y ocho bien cumplidos. Pese a mi curiosidad no sabía más del Signore Agricola; de ahí que me sorprendiera verme ante un caballero no muy viejo y de mirada inquietante, como si anduviese a la búsqueda de una modelo para un desnudo, porque lo que hacía era eso precisamente, mirarme de arriba a abajo al tiempo de quitarme, por fortuna sólo con los ojos, hasta la última prenda.
—Agricola, ésta es la Signorina Libuše Absolonová. Quiero que le haga un buen retrato, porque me gustaría tener un recuerdo suyo cuando se case y me abandone.
No entendí nada, porque no sé una palabra de italiano. Eso y lo que siguió, acordar cuándo y dónde debía posar, me lo explicó ella un buen rato después, al concluir el besamanos y disponer ya de un minuto para compartirlo conmigo.
—¿Y qué tendré que hacer?
—Nada. Quedarte quieta, no caerte redonda y pensar en las musarañas. Sobre qué te pondrás y cómo te peinarás, ya lo hablaré con Hannchen. Te será fácil entenderte con él, porque chapurrea un pasable francés. Ah, y no te asustes si te propone posar desnuda. He visto cómo te miraba y estoy segura de que lo hará. También me lo propuso a mí, aunque por cortesía, porque a los cuarenta y ocho yo ya no estaba para ir de Afrodita. Se lo agradecí, porque fue toda una galantería, pero luego me contaron que se lo propone a todas.
Está muy cotizado como retratista, un tanto rafaelesco para los críticos pedantes, aunque muy al gusto de los academicistas y de la buena sociedad de Roma. Se murmura también que surte a un segundo mercado, de obispos y cardenales, donde se aprecia muchísimo su arte para el desnudo, tanto de diosas como de dioses, aunque, como puedes imaginar, los suyos sean unos cuadros del tipo que no se cuelga en las sacristías, creo que ya te lo expliqué.
Me guiñó un ojo, lo que acabó de confundirme porque seguía sin entender nada. No me preocupó demasiado, porque mi experiencia con ella decía que más tarde o más temprano terminaba comprendiéndolo todo. Incluso habría podido ser en ese instante, pero ella, quizá sin ganas, se acababa de desentender de mi humilde persona para saludar alegremente a su amigo el arzobispo de Imola, el cual me miraba con fijeza desde hacía un rato, lo cual achacaba yo, en mi suprema ingenuidad, a que me recordaría de una lejana soiré vienesa. Estaba claro que de los hombres, y más si vestían sotana negra con banda fucsia, me quedaba por aprender prácticamente todo.
* * *
El estudio de Agricola estaba en la Via delle Murate, cerca de la Fontana de Trevi y como a un cuarto de hora de Piazza Venezia, marchando, eso sí, a un paso de campesina checa excesivo para Hannchen, la cual había sido comisionada por la duquesa para ser esa mañana mi dueña coyuntural. Hannchen llevaba en un cesto el vestido de posar, elegantísimo, aunque muy poco apropiado para caminar por el barrizal en que se transformaba Roma cuando caían dos gotas. El día, pese al chaparrón de la madrugada, era luminoso y no hacía frío, de modo que marchábamos tan contentas, cogiditas del brazo y olvidadas de los dos colosales ulanos que nos seguían a pocos pasos con sus tremendos garrotes empuñados a dos manos. Nuestra seguridad seguía siendo la obsesión de Gösseln, al cual no le gustaba nada, ni a sus huestes tampoco, que los romanos nos llamaran i tedeschi, un término que les sonaba fatal.
El estudio estaba en el último piso de una casa cuya escalera, empinadísima, desprendía un aroma indescriptible; lo más aproximado sería que varias docenas de leprosos, tras ingerir cientos y cientos de los más podridos espárragos que se pudieran encontrar en el insalubre mercado de Piazza Navona, y después de trasegar pintas y pintas de la peor cerveza napolitana, tan oscura que parecía bilis de apestado, se hubieran meado en las paredes. Sobreviví, que a fin de cuentas me había criado en un establo y la orina y el estiércol de las bestias no desprendía un aroma preferible, pero Hannchen llevaba demasiado tiempo en la estela de la duquesa, tanto que algunas de sus manías ya eran suyas, y una era su desagrado ante cualquier perfume agresivo. De ahí que llegáramos al estudio de Agricola ella maldiciendo y yo resoplando. Sin embargo, nada más entrar todo cambió. La casa parecía ser un conjunto de habitaciones luminosas y bien ventiladas, pues el sol las inundaba desde unos ventanales y unos tragaluces que, por la pinta, se abrían y limpiaban con frecuencia. Los buenos pintores necesitan mucha luz, me lo había explicado ella, y mucho espacio, añadía yo, pues era difícil encontrar un hueco despejado en las paredes. Se alineaban contra ellas multitud de lienzos en distintos grados de terminación, con toda clase de motivos, y no era el retrato lo que más abundaba, cuando menos en el cuarto que un jovenzuelo, de rasgos que no costaba identificar en varias de las telas, nos señaló para que me cambiara y esperase unos minutos, los que necesitaría il professore para terminar de arreglarse, porque se acababa de levantar.
No me preocupaba que alguien pudiera vernos mientras me cambiaba. En la casa parecía no haber nadie salvo el jovencito amanerado, y en todo caso el espíritu de un Signore Agricola que igual nos espiaba desde algún agujero en la pared. Quizá por eso decidí, en un impulso, regalarle un anticipo sobre su paga, pues si bien cambiarme de vestido no requería quitarme la ropa interior, el escote del que había elegido la duquesa requería menor protección de la que otorgaba la camisa que llevaba debajo del jubón, y allá que se fue, dejándome al aire los que hacía ya tiempo dejaron de ser limoncillos primorosos para volverse pomelos apetitosos.
—Se te han puesto unas tetas tremendas. No me asombra que tengas a Gösseln como lo tienes.
Me limité a sonreír mientras me metía en el vestido con deliberada lentitud y alguna contorsión; si alguien me observaba, pues mejor para él. En cuanto a la prenda, era una muy vaporosa de cuando la duquesa era una virgen inmaculada de apenas diecinueve añitos, la misma con la que posó para Grassi, por culpa de lo cual apenas podía yo respirar.
—Me temo que se me van a salir.
—Si no te agachas, no, pero muévete con cuidado, no sea que al buen Agricola le des una gran alegría.
—Igual es de los que no se alegran.
—Ella dice que sí se alegraría. No sé por qué, pero lo dice.
—¿Estabas con ella cuando la pintó? ¿Fue aquí, por cierto?
—Sí, aquí. Vine con ella dos o tres veces, pero luego me dijo que ya no hacía falta que le acompañase, aunque con la mirada un poco turbia, no sé si me comprendes.
No dije nada. Mejor dejar aquellas confidencias para cuando tuviéramos más tiempo, porque unas pisadas algo más recias que las del jovenzuelo sospechoso resonaban a lo lejos.
* * *
Agricola me había sentado en una silla sin respaldo, tras pedir que me mantuviera seria. No me costaba trabajo, pues allí no había nada que pudiese alegrarme. Agricola, por lo demás, no era de los pintores que charlan con sus modelos. Tampoco parecía que le gustase hablar. Lo suyo era un código de gruñidos, aunque no resultaba difícil aprenderlo, tanto que la hora de mantenernos en lo nuestro, él pintando y yo en una suprema inmovilidad, me había bastado para dominarlo. En cuanto a Hannchen, que recordaba sus manías —la principal, que las dueñas se quitaran de su vista; sus inquietantes movimientos, motivados por no saber quedarse quietas, y su charloteo pertinaz e insulso, le hacían perder concentración, lo cual le causaba enojos formidables y deseos incontenibles de arrojarlas por las ventanas—, se había quedado en el cuarto de cambiarme, sentada en un sofá no muy limpio —nada está limpio, en Roma— y leyendo un ajado Les Deux Manières d'Aimer que le había dejado mi tía. Mi dueña coyuntural leía despacio y con dificultad, y en francés aún más, lo que quizás explicara que se quedase frita no mucho después de la cuarta página. —Professore.
—¿Grrjjj?
—Me hago pis.
Surgió de tras el lienzo, para mirarme con reprobación.
—Ahí —señalaba lejos, en forma imprecisa— tiene un orinal. Si no le da vergüenza sírvase Vd. misma. Si no, aguántese.
Me pareció inútil protestar por lo humillante de asumir ante sus ojos una postura tan bochornosa, en el caso de que la juzgara del suficiente interés para no regresar al otro lado del lienzo. Eso aparte, había unos cuantos desnudos en el estudio, algunos colgados de las paredes, aunque los más apoyados en ellas. Era evidente que la presencia en la estancia de un orinal tenía poco de accidental, como también lo era que il professore parecía estar muy hecho a ver señoritas meando. Como toda mujer adulta, yo sabía maniobrar de forma que para cualquier observador fuera imposible saber lo que hacía, salvo por la mera deducción de mi aspecto acuclillado y, en todo caso, por el delator sonidillo hidráulico, pero dados los antecedentes del antipático artista no tuve reparo en subirme la falda y bajarme lo que se baja una en estos casos, ante la hechizada mirada de un pintor ojoplático —me causó cierta sorpresa, porque no podía ser el primer matorral que contemplaba; quizá, eso sí, fuera de los más frondosos; debo aquí explicar que como buena checa, y además rubia, no sólo no me depilo sino que soy bastante hirsuta, y de ahí algo más que de ningún otro sitio—, cuando menos a juzgar por los inverosímilmente lampiños que aparecían en sus cuadros, los cuales, y a falta de mejor entretenimiento, llevaba una hora estudiando.
—Tiene Vd. un vello púbico extraordinario, signorina.
—Muchas gracias, professore.
—¿Se siente mejor ahora?
—Tolerablemente.
—¿Para mucho rato?
Asumí un gesto de duda. El diálogo era tan delirante que sólo a fuerza de naturalidad conseguía no descomponerme.
—Quizás otra hora.
—Pues en ese caso vuélvase a la silla —tono de mascullar entre dientes—, que abbiamo ancora molto lavoro da fare.
—¿Podríamos descansar unos minutos? Es que la derrière se me ha dormido.
Se limitó a gruñir, aunque de un modo amistoso. La verdad era que yo había resistido sesenta minutos como una esfinge profesional, y supongo que su alma tiránica lo reconocía.
Mi descanso consistió en dar una vuelta por sus cuadros apilados, dedicando más atención a los desnudos que a los retratos y los bodegones —il professore pintaba de todo sin hacer ascos a nada—; según había previsto, al poco le tuve a mi lado.
—¿Le gusta?
Señalaba una mujer vestida con una flauta, mirando a infinito y luciendo una silueta de las llamadas rotundas.
—Mucho. ¿Quién es?
—Euterpe. Una musa. Le gustaba la música, creo.
—La modelo, quería decir.
—Letizia Ottaviani, una puttana del Trastevere. Posa bien, no se mueve, cobra poco y es puntual. No se puede pedir más. El problema es que se ha quedado muy fondona tras el último de sus partos; entre lo gorda que se ha puesto y sus ubres de amamantar sólo sirve de modelo a la rubenesque, y eso no cotiza demasiado en estos días, porque si algo ha pasado de moda es la carne fofa y los jamones de naranja napolitana. Por si fuera poco, ya la he sacado de Terpsícore, de Medea y hasta de Madame Putifar. Está muy vista para las cosas que hago, tanto que veo difícil volver a contar con ella, siquiera mientras no regrese al arqueo de aquí —señalaba de nuevo a la musa de la música, con displicencia teñida de tristeza.
—¿Cuáles son esas cosas? ¿Y quién la tiene tan vista?
Se me quedó mirando de un modo especulativo.
—Como puede imaginar, varias de las telas que ve aquí —señalaba sus paredes, sin predilección por ninguna— responden a encargos discretos. Digamos que alguien de acreditado buen gusto mantiene una cámara tan secreta que sólo la visita él, y de vez en cuando le gusta enriquecerla. Piensa en alguna escena mitológica y me la explica, esperando de mí que dé con la modelo y la composición adecuadas, y desde ahí, pues ya sabe: la signorina se desnuda, la pinto, la pago y a otra cosa. Luego entrego el cuadro a su excelencia, o a su eminencia, o su lo que sea, y ya está, tengo para comer unos pocos meses más.
Le sonreí, comprensiva, y él me correspondió.
—Hace unos días, en la recepción donde tuve la suerte de conocerla, una de las tales eminencias se fijó en Vd.. Cuando le conté que su estimadísima señora me había encargado su retrato, me rogó que averiguara si le gustaría posar dos veces.
—Ya veo. ¿Alguna otra escena mitológica?
—Andrómaca observando por la ventana la marcha del bello Ettore a discutir con Achille. Lo hace con gesto preocupado y en escorzo, de modo que su derrière no quede oscurecido por sus ojos. Al tiempo, su cuñada la seca, pues se acaba de bañar. Ésta, Cassandra, tampoco está muy vestida.
Su ángulo es distinto, de modo que su vellocino es quien domina la escena.
—No me cuesta esfuerzo imaginarlo. Y dígame, professore: ¿cuál de los dos papeles me propone Vd.?
—Los dos. Ignoro cómo es lo que no he visto, pero si se corresponde con lo que sí he visto Su Eminencia entrará en un éxtasis tan supremo que cuando menos nos caerán sendas indulgencias plenarias. Ya ve, nuestra mutua salvación eterna depende de que a Vd. le apetezca venir por aquí unos cuantos días más de los inicialmente previstos.
Me lo quedé mirando, sin poder camuflar una sonrisa que me brotaba del modo más incontenible.
—Mañana le diré algo. ¿Seguimos, ahora?
* * *
—Repíteme lo del sinvergüenza del cattedratico.
La duquesa lo decía recostada en sus almohadas, en camisón y relativamente cerca de que se la llevara el sueño. Mi presencia se debía, como casi todas las noches desde que llegamos al palazzo, a que se le acumulaban las cartas y quería reflexionarse las respuestas, aunque no pensaba contestar antes de tres o cuatro días, como era su costumbre salvo en el caso de alguna excepción inexcusable. Dado que yo no quería contestar al cattedratico —la duquesa me había hecho saber que desde tres o cuatro años antes lo era de la mítica Accademia di San Luca, lo que le daba fama y prestigio aunque ni una lira; ésas se las tenía que buscar tan esforzadamente como siempre— sin primero saber qué pensaba ella, y sin darle la menor pista de lo mucho que me picaba la curiosidad, le informé de la conversación aprovechando un mínimo venir a cuento, lo cual sólo al final le despertó el interés y la concentración. De ahí que me ordenase repetir el relato volviendo al punto de partida, lo que hice sin olvidar una coma. Quizá se me da tan bien el ajedrez por la descomunal memoria con que me bendijo la Santísima Trinidad, o los Reyes Magos, o quien carajo fuese.
—Ya lo imaginaba, pero no esperaba que lo explicase de un modo tan descarnado. El arzobispo le ha tenido que ofrecer un Potosí para que se arriesgue tanto, aunque también es verdad que conmigo, bien lo sabe, no corre ningún peligro.
No quise preguntar la razón de que por mi persona se sintiera igualmente a salvo, pues era obvia: yo sólo existía en función de ser la protégée de la duquesa; por mí misma, y por mucha pena que me diera reconocerlo, no valía un pfening.
—Te apetece hacerlo, ¿verdad? Posar desnuda, digo.
—Pues sí, pero ¿cómo es que lo sabe?
—Pues porque a mí, una vez, me propusieron lo mismo. Tenía tus mismos años, me sentía tan segura de mí misma, y sobre todo de mi cuerpo, como jamás lo había estado antes, y encima no paraba de preguntarme «¿y por qué no?».
Nos quedamos calladas, yo esperando y ella supongo que recordando. Le traicionaba una peculiar sonrisa nostálgica.
—París, 1802. Napoléon se ocultaba tras la careta de cónsul republicano, la paz de Amiens se acababa de firmar y los ilusos pensaban que duraría para siempre. París era una fiesta, y la primera consecuencia era que rebosaba visitantes. Por primera vez desde hacía trece años los ingleses llegaban en oleadas, repletos de libras esterlinas y de ganas de gastarlas. Los prusianos, los rusos y los austríacos, algo menos pero también. Los más ansiosos, que solíamos ser los que no podíamos comparar aquel París con el del ancien régime, examinábamos cada cosa como los paletos que a fin de cuentas éramos, desfallecidos de admiración. Los museos, los monumentos y las ropas de las mujeres nos subyugaban más que ninguna otra cosa, porque señalaban que aquel París era la vanguardia de la civilización. Los interesantes años de la Convención, el Terror, el Directorio y el Consulado habían impulsado las bellas artes a cotas impensables trece años antes. Los retratistas franceses, que habían creado una escuela fascinante, atraían como la miel a las moscas a las aristócratas ansiosas de pagarles sus carísimos servicios. Yo era una de tantas, aunque no iba con la manada. No quería que me pintara el primero que me camelase, así que me dediqué a conocerles. A estudiarles. Me asesoré, también. Talleyrand me dio unas cuantas buenas pistas, y la insufrible de la Staël-Holstein también, pero nada puede superar la valoración directa, y así, poquito a poquito, resolví que quien más me gustaba era un tal Anne-Louis Girodet-Trioson.
—¿Anne-Louis? ¿No es un nombre de mujer?
—Eso pensaba yo, pero Fouché me aseguró que hacía pipí de pie. Talleyrand, que de pintura sabe más que nadie, lo definía como una interesantísima combinación de neoclásico y romántico, además de muy desafiante. Lo último partía de que no sólo pintaba desnudos, sino que los hacía completos, con sus pajaritos y sus matorrales. Sus colegas no se atrevían a tanto por si volvía el Terror, y es que los jacobinos más extremos eran de una pasmosa mojigatería en materia de mostrar carne, o por si Napoléon terminaba de hacer salir la bestia provinciana que llevaba dentro, de modo que los pintores atrevidos acabaran en la cárcel, si no en la louisette. Él, no. Su virilidad personal sería dudosa, pero la pictórica era indiscutible. Por si alguien lo dudaba, en los últimos días del Directorio, cuando era evidente que aquel desorden y aquella corrupción generalizada, de todo el mundo poniendo el cazo, no podía durar mucho, llegó a un acuerdo con una de las más notorias y desvergonzadas merveilleuses, la reputada gran dama de la escena Mademoiselle Anne-Françoise Lange; a la sazón andaba recuperándose de un parto, el cual, por cierto, le había dejado un cuerpo perfecto, de verdadera diosa. Le hizo un retrato, apenas cabeza y hombros, que nada más verlo en el viejo teatro de la Comédie Française me hizo decirme que no necesitaba buscar más, así que fui a ver al pintor y le ofrecí un dineral para que me hiciese algo similar. Nos arreglamos en un momento, aunque sólo podría empezar semanas después, porque tenía compromisos pendientes y los debía terminar. Lo discutíamos en su estudio, a solas, y así fue como me asomé a su obra non sancta, los desnudos que había hecho con la Lange, uno en el papel de Danae y el otro en el de Venus. Me fascinaron, y no sólo porque hasta entonces no había visto un cuerpo de mujer tan prodigiosamente bien reproducido, sino por pensar que yo no lo tenía peor. Él, que se dio cuenta, y es que los sodomitas poseen una especial sensibilidad para saber qué pensamos y qué sentimos las mujeres, me propuso pintarme. Desnuda. Sin pronunciarme sobre si querría o no, respondí que dudaba tener un cuerpo tan ideal como ése. Su respuesta me dejó helada: «pues quítese la ropa y lo comprobamos ahora mismo».
Volvió a quedarse como en trance, pero al cabo de un minuto la más terrible curiosidad se había cebado en mí.
—¿Y lo hizo?
—Pues claro. Además..., qué quieres que te diga, yo sabía de Girodet-Trioson que tenía fama de genio y de raro, pero aún no me habían llegado las informaciones complementarias. Sólo veía un artista bastante guapo, de ojos fascinantes, que con toda sencillez me pedía que me desnudase, para que los dos determináramos si me podía comparar con Mademoille Lange. Para que lo determinara él, porque yo ya pensaba en otras cosas —me guiñó un ojo y le devolví la más cómplice de mis sonrisas—. Dos o tres minutos después nos mirábamos. No sé cómo serían mis ojos del momento, pero alguna vez se los puse así a otros hombres y ninguno se resistió más de diez segundos. Él, sin embargo, me observaba como si fuera una cosa, con total desapasionamiento. Tras dar tres o cuatro vueltas en mi derredor me soltó, en tono impersonal, que sería un desnudo fantástico, que debería estudiar la composición, aunque si de algo estaba seguro era de que yo sería la mejor Eris imaginable, y que ya podía vestirme, porque de un momento a otro llegaría Hortense de Beuharnais a posar para un retrato de los convencionales, de los que se hacía todo el mundo. Aquello me ofendió tan profundamente, y acepto que fue una niñería, que me fui sin decir una palabra, jurándome que jamás volvería por allí. A eso se debió que hasta primeros de 1803 no me animé a posar otra vez y no para un hombre, sino para la Kauffmann, aprovechando que pasaba por París camino de Roma. Le salió un pasticcio, toda yo llena de perlas, pero ésa fue otra historia.
Nos mirábamos. Por mi parte, con la más profunda simpatía. Por la suya, no estoy segura de que me viese. A mí. No me asombraría que se contemplase a sí misma, desnuda como un pez, en el estudio de un artista insensible a sus encantos.
—Permanecer desnuda frente a los ojos de un pintor, sobre todo si no es un inútil de sodomitazzo, es una experiencia que ninguna mujer debería morirse sin haberla disfrutado. No te la pierdas, Libusche. Ahora, tampoco se la regales. En esta vida, y a los artistas, gratis ni agua. Piénsate tu precio.
* * *
Mi señora tenía razón. Permanecer desnuda en un estudio soleado y caldeado, apoyada en el marco de una ventana velada por un visillo para que los vecinos del otro lado de la Via delle Murate no se distrajeran de sus obligaciones, era una de las experiencias más inusitadas de mi aún corta vida. Y de las más estimulantes; lo malo era no estar segura de qué cosa estimulaba; debía de ser algo muy raro, porque aquel sentir como que me hacía pis aunque sin hacérmelo, pese a que sin duda me lo hacía, pues otra explicación no había para esa inquietante humedad, entraba en el campo de lo incomprensible.
Nos habíamos puesto de acuerdo en menos de un minuto. Yo posaría y no le cobraría. No en dinero. Mi precio sería un segundo cuadro, de idéntica composición. El primero, para Su Eminencia, con mis facciones lo suficientemente alteradas para que no se me pudiera reconocer; no, al menos, a ciencia cierta. El segundo, tan fidedigno como le fuera posible, sería mi paga. Se lo quedó pensando, pues no había previsto un precio tan elevado, pero sobre la marcha decidió que bastaría con pintar los dos al mismo tiempo. Una pincelada para el uno, una pincelada para el otro, y así hasta terminarlos. Sería lo mismo que hizo Goya con las Majas de Godoy, o eso le contó años antes a su benefactora del momento, la duquesa de Sagan, cuando la intentaba convencer de que posara para él como su colega Cayetana de Alba para el genio español. Desde ahí todo fue sencillo: acabar el retrato encargado por la duquesa, trazar un bosquejo de los dos cuadros y citarnos para el día siguiente, una cita donde acudí sola, tras convencer a Hannchen de que Agricola era inofensivo y podía muy bien marchar sin escolta. Sin escolta mujeril, pues Gösseln era otro asunto. Sus órdenes, decía, era que ni Hannchen ni yo camináramos indefensas por la peligrosísima Roma, de modo que uno de los ulanos —el otro quedó en prevengan para Hannchen—, a partir de aquel día, tendría por delante incontables horas de plantón.
La mayoría de los pintores, decía mi señora, no muestra el fruto de su trabajo hasta que ya lo ha terminado, pero Agricola era distinto. No me mostró los avances en el retrato que pintó para la duquesa —quedó bien, por cierto—, pero sí con los gemelos; no sólo por satisfacer mi natural impaciencia, sino porque se había dado cuenta de que yo razonaba, que tenía un cierto sentido no sólo estético, sino de inocencia procaz, y alguna de mis sugerencias, sobre todo las que hacía refiriéndome a mi cuerpo como si fuera un objeto sin relación conmigo, le había hecho no ya reflexionar, sino rectificar. La consecuencia, me dijo mi señora cuando semana y pico después le mostré mi ejemplar, fue un cuadro de primera categoría, tan obsceno como exquisito, tanto por el indiferente abandono de Andrómaca, tan pensativa que no se daba cuenta de que la genuflexa Cassandra más que secarla le metía mano, como por el gesto perverso de la segunda, que concentrada en el voluptuoso trasero de su cuñada parecía estar más por comérselo que por secarlo. Su Eminencia, estaba seguro, quedaría tan satisfecho como podía quedar un virtual príncipe de la Iglesia, y encima, papable. Mi señora, desde ahí ya no me quedaba duda, era una observadora genial, de las almas y de los cuerpos, de los hombres y de las mujeres. Tanto que a su lado, si estaba de buenas, era imposible sujetar las carcajadas.
* * *
El calendario del viaje se había organizado a partir de un compromiso de la duquesa: el Papa la recibiría el lunes 23 de enero, a las once de la mañana. Según el embajador lo haría sin prisas, pues para Su Santidad, explicaba su monseñor-secretario, era del mayor interés dedicar el total de su atención a la más afamada conversa desde la caída de Bonaparte, la misma que había dado pruebas de generosidad por demás encomiables, al punto de ser la mayor contribuyente personal a la reconstrucción de la basílica de San Pablo Extramuros, destruida en un incendio catorce años antes, y en cuyas inmensas propiedades no sólo el catolicismo era la opción religiosa preferida de sus vasallos, sino que por disposición de la duquesa, de la que SS estaba bien al corriente, se protegía y se preservaba la única fe verdadera, con acuerdo a los mandamientos de la Santa Madre Iglesia y del Vicario de Nuestro Señor, el papa Gregorio XVI, para el mundo Mauro Capellari, nacido en Belluno, en el Tirol Italiano y, en consecuencia, el más austríaco de los innumerables papas italianos que había padecido la Iglesia de Roma.
—De mi vida no quiere saber nada. Que me haya divorciado tres veces, que haya dado todos los escándalos imaginables y que viva con acuerdo a una sola norma, la de hacer en todo momento lo que me dé la gana, para él son pecadillos menores, siempre y cuando siga financiando las obras de la puta basílica, en qué hora se me ocurriría meterme ahí. Esta pantomima sólo es para que no lo deje, no le plante las obras como están haciendo todos los patronos desde la revolución del 30.
La duquesa meneó la cabeza con sincero desánimo, lo que hizo añicos el peinado que intentaba construirle la paciente Hannchen, ejemplo vivo de abnegación. Eran las nueve, la carroza estaba lista para zarpar no más tarde de las diez, con la consabida escolta de ulanos a caballo reforzada con carabineros de los Estados Pontificios, y la duquesa seguía sin vestir y sin peinar, y además hecha una hidra, por si algo faltaba. Como susurraba Hannchen de vez en cuando, si no fuese porque aquello ya no le bajaba se diría que andaba cerca de hacerlo.
La noche antes, para mi sorpresa, ella me reclamó para todo el día siguiente. Dijo estar preocupada por el sinfín de documentos que le darían a leer y sospechaba que a firmar, de modo que para defenderse contaba con mis ojitos; no para que fueran los suyos —con los quevedos se apañaba divinamente—, sino para ganar un tiempo de retardo entre lo que leía ella y lo que le leyera yo; le vendría de perlas para pensar a toda velocidad y armar una línea defensiva cuando la necesitase. «De los curas no hay que fiarse ni cuando te dicen buenos días —pontificaba—, pues si lo hacen es que diluvia, y mañana nos vamos a ver con el jefe de todos ellos y con sus secuaces más peligrosos, así que no me queda otra: no firmaré nada y tú me tienes que ayudar. Te preguntarás, si tan preocupada estoy, por qué no he traído a Wratislaw —me lo preguntaba, cierto—; es sencillo: con él delante no me sirve hacerme la tonta, pues de mí, una despreciable mujer, todo Papa que se precie sin duda espera que lo sea, pero un abogado tan prestigioso como él no se puede guarecer tras una fingida estupidez. De todos modos no te preocupes demasiado, Libusche. No sólo porque lo harás bien, que ya lo has hecho bien otras veces, sino porque si me aprietan siempre me quedará la solución de ponerme como una bruja, y sin duda no querrán ver lo bien que se me da.»
* * *
Quizá sea verdad que Dios existe, pues llegamos a destino a la hora en punto. En la carroza viajábamos mi señora, el embajador y yo. Gösseln quedó descartado en el último instante, al verificar la duquesa que, como buen prusiano, Martin Luther le caía más simpático que todos los papas juntos; además, lo recordaba entonces, la más reciente tontería de aquel Gregorio XVI tan alejado de la realidad había sido romper las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y el König Friedrich-Wilhelm III, por la decisión del gobierno prusiano de suprimir los obstáculos legales a los matrimonios entre luteranos y católicas —y viceversa—, una medida cuyo plausible propósito era facilitar la integración de las comunidades polacas con las checas y las prusianas, cosa de mayor interés para Prusia que tener contento a un Papa incapaz de comprender que la Iglesia ya no era señora de vida y muerte para casi nadie, que la religión ya sólo era un recurso del Estado para mantener apaciguados a los vasallen y que las guerras ya no comenzaban porque los príncipes opinaran que su Cristo era preferible al Cristo del vecino.
—Parece mentira, pero este burro aún no se ha enterado de que las guerras de hoy ya no tienen un propósito moral.
—¿Cuál sería su propósito entonces, Alteza?
El tono me había sonado un poquito a condescendiente; mucho me temo que a mi señora también.
—Pues hacerse cada vez más grandes y más fuertes, embajador. Me asombra que Su Excelencia me lo pregunte.
El embajador recogió velas. Si algo le faltaba para entender que a su huésped se la llevaban los demonios, cuando menos esa mañana, era no sólo el amargo concepto, sino la sequedad con que lo formuló, y encima en alemán. Por mucho que mi señora prefiriera el francés para casi todo, a la hora de cabrearse, sostenía, no hay nada como el hablar de Ostpreußen.
—Es lamentable que sus cardenales, sus arzobispos y su clero en general no le hagan saber de un modo claro, para que lo entienda, que la tierra se le abre bajo los pies, aunque igual no es culpa suya. Quizá la causa principal de que se vea tan desasistido de consejo sea que llegó al papado de rebote y sin esperarlo, pues si bien era cardenal seguía sin ser obispo cuando sus colegas le señalaron a título de mal menor.
El embajador levantó una ceja, gesto muy apropiado porque a nada compromete. Yo pensaba, por mi cuenta, que siendo embajador en Roma eso que contaba la duquesa ya lo tendría que saber; lo que quizá no esperaba era que mi señora lo supiera también y, aún peor, que pese a ser una pobrecita mujer se permitiera formular juicios y sacar conclusiones.
—¿No conoce Vd. esa historia, embajador?
—Algo había oído, aunque sin muchos detalles. Le agradecería de corazón que me pusiese al día.
La duquesa tardó unos segundos en responder, lo que significaba que aceptaba el reto y ordenaba sus ideas.
—A su antecesor, Pío VIII, que sólo duró dos años, le dio tiempo a coincidir con les trois journées glorieuses, una revolución en toda regla que nació como francesa pero se volvió continental, y con un marcado tinte anticlerical por si algo le faltaba. No sé si ya estaba muy mayor, o muy enfermo, pero el caso fue que se puso a son de mar, empezando por reconocer sin protestar a la monarquía liberal de Louis Philippe d'Orléans. Fue un error estratégico que le reprocharon amargamente, porque dio lugar a la revolución específicamente italiana de 1831. Ésa le alcanzó en la tumba; la tendría que gestionar su sucesor, que todos pensaban sería el cardenal Giustiniani; se confiaba en su experiencia y buena mano para lidiar con movimientos liberales, pero cuando se reunió el cónclave, que se auguraba brevísimo, tomó la palabra un cardenal español, un tal Marco y Catalán, para indicar al estupefacto colegio cardenalicio que Giustiniani no podría ser, porque su rey Fernando VII, el más ultracatólico de los monarcas en activo, le vetaba de plano, a causa de las simpatías que, siendo nuncio en Madrid, mostró a los liberales durante lo que allí llamaron trienio constitucional. En general, el veto de un país que tras haber perdido la mayor parte de su imperio ya no pintaba nada, o muy poquito, sería para no hacer caso, pero sucedía que las mayores aportaciones económicas a las arcas pontificias venían precisamente de ahí, cosa sorprendente si se considera que los españoles poco menos que se morían de hambre. A eso se debió que aquel cónclave dejara de ser de un día para volverse de cincuenta, porque no había forma de conciliar posturas. Si los cardenales eligieron finalmente a Cappellari fue a título de mal menor, y es que le consideraban tan bobo que no sería un peligro para ninguna de las facciones cardenalicias.
Yo me preguntaba, e intuyo que también el embajador, qué razón tendría la duquesa para ir a ver al Papa si le tenía en esa opinión, y más aún tras haber liquidado sus posesiones en la Toscana, con lo cual, en buena lógica, lo que ocurriese al sur del Tirol debería darle igual. Fatalista, me dije que no tardaría en saberlo, y si no fuese así tampoco me importaría.
—Nuestro buen Cappellari, una vez transformado en Gregorio XVI, no tardó en arrancarse la máscara de cordero tontarrón para dejar salir la bestia que llevaba dentro. Lo demostró en su modo de hacer frente a los disturbios de 1831; en vez de predicar la caridad, la templanza, el amaos los unos a los otros y el poner la otra mejilla, recurrió al ultracatólico Kaiser Franz, el cual, con la muerte tan a la vista como ya la tenía, se comportaba como un Dios Todopoderoso sin límites ni restricciones, siendo Metternich su profeta —el embajador asintió, creo que sin ganas—, de modo que tomó los Estados Pontificios con su infantería y encaró las revueltas al estilo Bonaparte, a cañonazos de metralla. Es cierto que a las pocas semanas reinaba la paz, pero era una de cientos de muertos, tirando por lo bajo. La clase de paz que tarda más o tarda menos, pero acaba por revolverse contra quienes la impusieron. Gregorio no percibe que nosotros, los austríacos —gesto de aprobación por parte del embajador; le agradaba que aquella mañana la duquesa se tuviera por austríaca; yo, que la conocía bien, sabía que sus patriotismos eran como sus petites culottes: cada día dos o tres distintos—, no es que no vayamos a estar aquí toda la vida, es que acabarán por echarnos, y el día en que las masas nos devuelvan a nuestro lado del Brennerpass se acabarán los Estados Pontificios, y quizás el Papa de Roma también.
El embajador asintió una vez más, con sombría gravedad.
—Desde ahí el Santo Padre se ha cubierto más de mierda que de gloria. En el 34, al año de la muerte de su principal valedor, Fernando VII de España, rompió relaciones diplomáticas con su viuda y regente, la reina María Cristina; fue porque su jefe de gobierno, un tal Martínez de la Rosa, liquidó la Inquisición en complicidad con los liberales, aunque no ya los españoles, sino los de todo el continente. Al Papa le debían de parecer pocos los treinta y tantos mil desgraciados que la Inquisición había quemado vivos desde su constitución en los tiempos de la escalofriante Isabel de Castilla, el último nada menos que en 1826, y el medio millón de torturados por ser sospechosos de cometer herejía, que a eso se debe, dicen algunos, lo despoblado que hoy está el desdichado país. A eso y a las periódicas expulsiones, unas veces de judíos, otras de musulmanes, otras de ilustrados, otras de afrancesados y la última, por ahora, de liberales. Son millones los españoles echados de su país por no someterse a la estupidez y la brutalidad de sus gobernantes, empezando por los más nefastos de todos: los religiosos. Así les van las cosas, y así les van a ir.
Las apasionadas palabras de la duquesa me hacían pensar que alguna buena fuente debía de tener. Repasé mentalmente los rostros de los amigos españoles que le había conocido, y salvo el embajador Álava no me acordaba de ninguno. Bueno, sí: el ignoto y enigmático Miniussir. Sería cosa de preguntar a Hannchen. Si fue un amigo íntimo quizá supiese algo.
—Me suenan esas cifras, pero las encuentro un tanto exageradas, Alteza. ¿Sus fuentes son buenas?
—Sí. Las publicó hace doce años, en París, un sacerdote afrancesado, de los emigrados a la fuerza. Se llamaba Juan Antonio Llorente y fue secretario general de la Inquisición, de 1789 a 1801. Es una obra que causa espanto al que se atreve a leerla, el de apreciar las tremendas bestialidades, las infames torturas que durante más de tres siglos se han perpetrado en nombre de Dios Nuestro Señor, de su hijo Jesucristo, de la Santa Madre Iglesia, de los Sagrados Evangelios y, por encima de todo, del «amaos los unos a los otros». Se llama Histoire critique de l'Inquisition Espagnole y no es fácil de conseguir, porque la Iglesia bien se preocupó de destruir todos los ejemplares que pudo localizar, pero yo tengo dos, uno en Viena y otro en Zaháň. Si le asalta la curiosidad, cuando pase por Viena venga por mi casa, donde siempre será bien recibido, y allí podrá estudiarlo.
El embajador se limitó a sonreír amablemente, cosa que, igual que levantar las cejas, no compromete a nada. Por otra parte, no quedaba tiempo para comprometerse a nada, porque nuestra carroza ya doblaba las últimas esquinas del Rione di Borgo, lo que llaman la spina, para entrar en la grandiosa Piazza San Pietro, la que diseñara y edificara un tal Bernini con el fin de que bajo su imponente columnata, sostenía mi otra vez desapasionada señora, se guarecieran todos los ladrones, todos los mendigos y todas las putas de la Ciudad Eterna.
* * *
Su Santidad tenía setenta y dos años bien llevados. Vestía de un blanco inmaculado que contrastaba con el negro de mi señora, y también con el mío. Era raro que las dos vistiéramos de un modo parecido, aunque conocía la razón: salvo las reinas de España, que tienen derecho a visitar al Papa vestidas de blanco, el resto de las pecadoras hemos de ir como si fuéramos viudas inconsolables. También el embajador vestía de negro, aunque no de un modo tan siniestro como nosotras. Las notas de color las ponían el secretario de SS y el arzobispo de Imola, que aunque también iban de negro lo compensaban con la banda fucsia de los monseñores y de los arzobispos, o de a saber qué, porque si bien el embajador nos había explicado aquellos delicados matices cromáticos yo prefería fijarme, mientras lo contaba, en los guapísimos guerreros en azul y amarillo que armados con cascos y alabardas nos vigilaban con estólidas expresiones inexpresivas.
—Sus uniformes los diseñó Michelangelo, mademoiselle.
Di las gracias al embajador por su amable información, recordando al tiempo la descripción del prodigioso artista —«un escultor mariquita; no pintaba mal del todo»— que me había dado la feroz Hannchen. Es posible que tras eso se hubiera extendido sobre alguna maravilla de las muchas que nos rodeaban —a mí me interesaban los adorables traseros de los impasibles centinelas, como supongo sucedería con el artista que los vistió de aquel modo tan provocativo—, pero ahí fue cuando apareció el secretario pontificio para remolcarnos a la recargadísima estancia donde SS nos recibiría en audiencia. Rectifico: recibiría a la duquesa; yo era un simple accesorio, del todo prescindible si hubiese algo más de luz, la cual no vendría mal en el lóbrego lugar; si una conclusión iba yo sacando de los salones pontificios era que sólo un vampiro los encontraría confortables.
El protocolo, nos explicó el embajador, establecía la obligación de arrodillarse ante SS, besarle su anillo y sentarse una vez lo hiciera él. Mi señora no dijo nada, y yo me quedé pensando que verla genuflexa sería un espectáculo de los que se fijan en la memoria, porque no era capaz de imaginar a la Vévodkyně Zaháňská de rodillas ni ante Dios que se le apareciese. Para mi alegría más íntima me quedé con las ganas, porque mi señora se limitó a una breve inclinación de cabeza —la misma que meses antes dedicó al Kaiser Ferdinand, el día que reinauguró su salon littéraire—, que yo imité, y tras eso se quedó a la espera de que SS tomase asiento, lo que sucedió acto seguido, sin el menor gesto de sorpresa o disgusto. Estaba claro que las rigideces protocolarias no se aplicaban con las que tenían tantos millones como la duquesa de Sagan.
No soy capaz de afirmar que fue una reunión larga, ni lo contrario, porque allí, entre las ahumadas paredes que había pintado un tal Raffaello, y sin un punto de referencia —por las ventanas, cubiertas de pesados cortinajes, apenas se filtraba luz—, se perdía la noción del tiempo. Recuerdo que SS hablaba y hablaba, primero en latín pero al primer y un punto seco «no capito niente, Santità» se pasó al italiano para no tardar en saltar al alemán, supongo que porque había llegado el momento de hablar de dinero. Mi señora escuchaba impertérrita, y yo con dificultad, en buena parte porque mientras no llegamos al alemán no entendía nada, con la consecuencia fatal de costarme muchísimo no dar cabezadas, y en otra porque me parecía evidente que Su Eminencia el arzobispo tampoco permanecía tan pendiente de las palabras de SS como habría debido. A mi entender encontraba más entretenido comparar mi aspecto del momento con el que días antes le habría traspasado il cattedratico. Nuestras miradas se cruzaban de vez en cuando, y aunque su expresión era tan inexpresiva como las de los centinelas, no dejaba yo de captar un brillo porcino, sucio, en unos ojos que quizá no supieran mirar a las mujeres, aunque sí sabían desnudarlas. Era de deseo, pero no del tipo inocente y virtuoso que alguna vez había visto en el ojo de Gösseln —las pocas veces que no se acordaba de ignorarme—, sino en el inequívoco de alguno de los palafreneros, o de los más osados de los pajes que pululaban por el Palm, o incluso del irreprochable Hartenstein, al que alguna mirada en dirección a mi escote le había interceptado. La del arzobispo era la turbia, cochina, del macho que desea trajinarse a una hembra tan consciente de ser deseada como de no estar en peligro, y lo peor de todo, lo más inquietante y pecaminoso, era que no me disgustaba. Sólo me preocupaba, porque no tenía una idea clara de si tener alma de puta sería conveniente para la sofisticada mademoiselle en que la duquesa, poco a poco, me iba convirtiendo.
* * *
Todo acaba en esta vida; las audiencias papales, también. Ella parecía contenta, porque no había tenido que negarse a nada ni comprometerse a nada. SS y sus acólitos se conformaron con su vaga promesa de seguir ayudando a reconstruir San Pablo, y tras eso y unas últimas cortesías, la duquesa, el embajador y mi humilde persona quedaron en las amables manos del arzobispo de Imola, cuya relación con mi señora era lo bastante amistosa como para brindarse a escoltarnos hasta el rincón de la Piazza San Pietro donde aguardaban Gösseln, sus ulanos y la carroza. Era natural que lo hiciera, pues su cargo arzobispal le llevaba de vez en cuando a Viena, y allí no encontraría lugar mejor para hospedarse que la casa de la duquesa, incluyendo el no pequeño palacio de la nunciatura. De paso, intuyo que reflexionaba Su Eminencia, quizá pudiera tantear sus oportunidades con la modelo de sus últimas y más poderosas ensoñaciones, las cuales, para su disgusto, ya sabía que no se le plantearían en Roma, tras ser informado por la duquesa de que a la mañana siguiente saldríamos para Ferrara.
Yo estaba enteramente perdida, por ser distinto el camino de marchar al de llegar. Tenía, eso sí, la sospecha de seguir en el mismo edificio, más que nada por la sensación de apenas habernos movido en horizontal; casi todo había sido bajar escaleras poco empinadas, de peldaños diseñados a la medida de papas torpes o ancianos. Me daba igual lo que fuera, debo aclararlo. Allí, en el Palacio Vaticano, si algo sentía era lo que todavía no sabía se llama claustrofobia, una especie de pánico que te asalta cuando te ves atrapada en espacios oscuros y hostiles. Uno de esos espacios era el que Su Eminencia pretendía mostrarnos, creo que a demanda de mi señora, pues mejor explicación no se me ocurrió al verla quedarse quieta como una farola en medio de una sala grande, bastante mal iluminada, polvorienta por no decir sucia, pero con los techos y las paredes enteramente decorados.
—Los apartamentos Borgia, o lo que aún queda de ellos.
Mi señora estaba emocionada; lo noté por su forma de asentir a las indolentes palabras de Su Eminencia. Resignada, les seguí, a ella y al arzobispo, a través de aposentos en mal estado, con las paredes y los techos ennegrecidos por el humo de siglos y siglos de velas y antorchas, y con paredes desconchadas por una inclemente humedad. Estaban que daba pena, con aspecto de abandonados, pero a ella parecía darle igual, concentrada en unos techos donde no era fácil distinguir unas figuras de otras, y en unos frescos que habían conocido siglos mejores. Iba de unos a otros, hasta detenerse frente a uno bastante grande, señalando con el dedo una figura de mujer.
—¿La Disputa di Santa Caterina?
—Cierto. Se conserva bien, cuando menos en comparación con el resto —señalaba en círculo—. Como habrá notado, estos apartamenti se reparten sobre dos edificios contiguos; éste, cuyo suelo es más bajo, forma parte del Palazzo de Nicolás V, que al estar mejor construido que la Torre Borgia, de donde venimos, le afecta menos la humedad. ¿Conocía ya esta obra?
—Sólo de referencias. ¿Es verdad que algunos de los modelos eran miembros de la familia Borgia?
Su Eminencia, tras asentir, se lanzó a una explicación que al principio me pareció desmesurada. Era porque se me habían hinchado los tobillos a causa de la incomodísima silla en que me tocó sentarme durante la interminable audiencia, y también por un cierto mal humor de origen explicable, pues era el de siempre que la naturaleza consideraba oportuno recordarme que seguía siendo una mujer. Aun así, a los pocos minutos comencé a concentrarme, como suele suceder cuando alguien relata cosas que conoce bien, a fondo, y lo hace con orden y maestría, poniendo interés en ser comprendido.
—El papa Alejandro VI tenía elegidas estas salas para residir desde cuando aún era cardenal Rodrigo Borgia. La costumbre de trasladar el alojamiento papal del Palazzo del Quirinale al Castel SantAngelo cuando llegaba el verano, y viceversa, no le gustaba mucho, por lo fastidioso del doble trasiego anual. Él, además, era un hombre familiar y le gustaba verse rodeado de los suyos. Por eso, en cuanto pudo, sentó aquí sus reales, llevándose a sus hijos Juan, César, Lucrecia y Joffre, así como a su compañera, la bellísima Julia Farnese. Pese a lo que cuenta la oscura leyenda de la familia, eran un grupo bien avenido, tanto que siguieron aquí, todos juntos, incluso tras comenzar el gran Bernardino di Betto, il Pinturicchio, los trabajos de decoración. Le llevaron tres años, a él y a sus ayudantes. Su presencia era incómoda, tanto por la falta de intimidad como por el andamiaje necesario para pintar los techos, y no digo nada del aroma de las pinturas y los disolventes, pero la familia lo pasaba por alto a cambio de maravillarse ante la creciente belleza del conjunto. Pinturicchio necesitaba modelos para su trabajo, y en ocasiones eran los propios Borgia quienes posaban. Esta Disputa di Santa Caterina —de nuevo señalaba el fresco— es donde se ha identificado un mayor número. La protagonista, santa Caterina —una joven rubia de pelo muy largo y en actitud piadosa—, es la hija del Papa, Lucrecia, la misma que se casó tres veces y murió de parto siendo duchessa d'Este. Aquí está el Papa —un tipo gordo y de aspecto repulsivo, en actitud orante—, su hijo César es el de ahí —un joven más alto que quienes le rodeaban y de aire resuelto—, el de atrás es Juan, el primer duque de Gandía e hijo mayor del Papa —no pude distinguirle—, y esta última, la que sólo muestra la cara, es Julia Farnese.
—Parece muy joven para ser la madre de todos ellos, ¿no?
—Es que no lo era. La madre se llamaba Vanozza di Catanei, era la esposa de un alto dignatario vaticano que no habría llegado a una posición tan elevada de no haber sido por los ímprobos esfuerzos de su esposa —sonreía tenuemente, con un cinismo cien por cien arzobispal—; se había separado del Papa varios años antes y ya no vivía en el Vaticano, sino en un palazzo romano que le había puesto Su Santidad. Como Su Alteza verá, el papa Alejandro era todo un caballero español.
Ella no se inmutó. Seguía concentrada en santa Caterina.
—Se te parece mucho, Libusche. Tiene tu mismo aire, tan devoto como virginal. Un grandísimo genio, il Pinturicchio.
Se volvió hacia mí, para después girar los ojos a Su Eminencia, dando así lugar a que nos mirásemos éste y yo. La intención de mi señora no sólo era turbia, sino tan evidente que no tuve inconveniente alguno en ruborizarme como una puesta de sol, cosa que pareció complacerles, a los dos. La maldad, definitivamente, no puede ser más vivificante.
* * *
La duquesa quería despedirse con una cena en el mejor restaurante de Roma —Valadier—; de ahí que citase allí al embajador, a su secretario, a su agregado militar y a Holbein, al que apenas había yo visto en el mes que llevábamos en Roma. Unos irían solos y otros con alguien, que la duquesa no quiso entrar en detalles. Su séquito sería el de siempre, Gösseln y yo —Hannchen no disfrutaba en esas cenas; era consciente de no poseer un mundo suficiente, y en aquella ocasión, además, tenía un considerable trabajo, el de siempre que partíamos de algún lugar—, pero a diferencia de lo usual la carroza no nos dejaría en el Valadier. Se había quedado una tarde agradable, de temperatura primaveral, y a ella le apetecía dar un paseo cogida de mi brazo, Gösseln dos pasos más atrás y a continuación los ulanos con garrote. No sería muy largo, porque las dos cosas que deseaba visitar se hallaban muy cerca la una de la otra. La primera era una plaza muy animada llamada Campo dei Fiori.
—La propia plaza, y las callejuelas que la enmarcan, están llenas de tascas y tugurios la mar de inquietantes, donde se come bien, se bebe buen vino, se oye música excelente y se conoce gente interesante. Sobre todo, caballeros interesantes —me guiñó un ojo—. Aquí pasé, hace años, muchas veladas francamente divertidas, al principio con Schulemburg, mi marido tres —así solía definirlos: uno, dos y tres—, de vez en cuando con Miniussir y otras a mi aire, que si algo no escasea en Roma son jóvenes agradables deseosos de impresionar a las duquesas. Por eso, cuando venía sin pareja procuraba no ir vestida de duquesa. Una simple dama toscana o veneciana visitando la ciudad tenía más garantías de pasarlo bien.
La piazza, en verdad, estimulaba. No era bonita, ni majestuosa, pero rebosaba hombres y mujeres jóvenes, risueños, ruidosos y a todas luces desinhibidos. No era difícil comprender que allí la duquesa se hubiera sentido como pez en el agua, disuelta en el anonimato y sin que nadie le hiciera reverencias.
—No siempre ha sido tan agradable. Hasta no hace mucho era la plaza de las ejecuciones. Aquí se han ahorcado, agarrotado y quemado más individuos de los que se pueden contar; muchos eran delincuentes, aunque no sé si tantos como los que ajustició el Santo Oficio. Cientos, si no miles. Alguno era famoso, como Giordano Bruno, un filósofo, astrónomo y monje dominico de unos cincuenta. El pobre afirmaba que el Sol es una estrella y que los planetas giran a su alrededor, y también que Cristo no era Dios, porque Dios es una cosa más seria que todas esas bobadas de la Santísima Trinidad, el nacer de madre virgen y el resto de los sinsentidos que los religiosos predican de un modo machacón, como si a fuerza de repetirlo todo el mundo acabe por creer a pies juntillas esas tonterías. Mientras vivió exiliado en países protestantes no tuvo problemas, pero confió en una promesa de inmunidad y aceptó una cátedra en Venecia, y ahí aprendió que si en alguien no hay que confiar es en un Papa. Le apresaron, le tuvieron ocho años en una cárcel inmunda y, como no se ablandaba, el tal Papa, un animal llamado Clemente VIII, le declaró hereje, impenitente, pertinaz y obstinado, si la memoria no me falla. Tras eso, aquí, le cortaron la lengua para que no pudiera gritar, le desnudaron, le ataron a un poste y le quemaron vivo. Las cenizas las tiraron al Tevere, para evitar que alguien las enterrara y la tumba se convirtiera en lugar de peregrinación. Desde ahí los científicos aprendieron a tentarse la ropa, empezando por Galileo. A eso se debe que la ciencia sólo prosperara en los países luteranos, porque la idea de acabar muy hecho por tratar de comprender a la naturaleza no animaba mucho. Las mentes mejores emigraron a Inglaterra, con lo cual los ingleses comenzaron a ser los amos del mundo, mientras éstos de aquí —señalaba en derredor, con desprecio—, como los españoles, lo han perdido casi todo y están como están. Pobre Giordano Bruno, en cualquier caso. Pobres de los que poseen un gran cerebro y les toca vivir donde mandan los católicos.
—Perdone, pero..., pensando así, ¿por qué se hizo católica?
No me pude contener. De hecho, me arrepentí al momento mismo de haber hablado, pero mi señora tenía un buen día.
—Por conveniencia. Tanto Zaháň como Náchod están en comarcas muy católicas, la primera porque los prusianos siguen sin convencer a los indígenas de que con Luther pecarían mejor y la segunda porque, si bien Böhmen es protestante, la alta Schlesien, que durante mucho tiempo fue polaca, sigue siendo católica. El Österreich, además, es profundamente católico, y yo resido en Viena, no pierdas eso de vista.
Siendo católica me ahorro cantidad de problemas no sólo administrativos, sino con la Iglesia, la cual, dado mi cambio de bando, ha dejado de calentar las cabezas de mis vasallen polacos y checos. También, y no es poco, el hecho de ser católica me impide volver a casarme, pues mi marido uno lo era; para la Iglesia mis dos y tres no lo fueron, de modo que no tuve necesidad de divorciarme del tres, ni de pagarle nada, ya que según la Iglesia, insisto, nunca llegamos a casarnos; de paso, mientras viviera el uno, que ya no es el caso, no podría casarme otra vez, cosa de agradecer, porque de vez en cuando me dan ventoleras, o me daban, y en su momento pensé que sería bueno contar con un cerrojo de seguridad. Hoy no me hace falta, porque si algo ya no me puede apetecer es aguantar un marido que me quiera controlar, pero hace nueve años me sabía vulnerable. Y débil, qué quieres que te diga. En ocasiones, mi pequeña Libusche, la presión de la soledad puede ser insoportable.
La duquesa dejó de hablar, y de caminar. Nos hallábamos frente a una iglesia que, como muchas de las que había visto en Roma, tenía pinta de granero. Nada de campanarios altísimos; ni siquiera de haber sido edificada en solitario. Allí lo que dominaba era el templo tipo caja cuadrada puesta en medio de dos casas igualmente cuadradas e igual de anodinas.
—Se llama Chiesa di Santa Maria in Monserrato degli Spagnoli. Es feísima, pero merece la pena visitarla. El que la hizo construir fue Alejandro VI, el Papa de a mediodía en el Vaticano; ¿recuerdas las salas Borgia? —asentí, preocupada; ¿se me avecinaba otra disertación sobre arte religioso?—. En la época de Alejandro, por cierto, el término spagnoli apenas se usaba; no tenía predicamento histórico, pues España no comenzó a existir, como tal, hasta finales del XV, cuando las coronas de Castilla y de Aragón, tras unirse, absorbieron a las de Navarra y de Granada. El término que se usaba en Roma para referirse a los que venían de allá, de lo que aún no se habían acostumbrado a llamar España, era i catalani; sucedía que casi todos los que se habían establecido en Roma, o en el conjunto de los estados italianos, eran súbditos de la corona de Aragón, y en buena parte de sus territorios se hablaba una lengua bastante ruda, gutural, ideal para enfadarse y que se daba un aire al veneciano. Lo llamaban catalán.
I catalani eran los que lo hablaban, como Alejandro y su familia, no los que procedían específicamente de un territorio pequeñito llamado Catalunya, porque también lo hablaban los que venían de las Baleares, y de Valencia. Los Borgia no eran catalanes, sino valencianos, y en consecuencia deploraban que les llamaran catalani, aunque la verdad es que no sé mucho más. Esas sutilezas de los españoles y sus lenguas me resultan incomprensibles. Cuidado que puso Miniussir empeño en explicármelas, pero nunca conseguí entenderlas.
Habíamos pasado al interior. En Viena, lo mandado a las mujeres al entrar en las iglesias es santiguarse tras mojar los dedos en agua bendita, manteniendo la cabeza cubierta; en Roma debía de ser por el estilo, aunque a ella parecía darle igual. Fue derecha, conmigo tras sus pasos, a lo único que le interesaba, la tumba de los papas Calixto III y Alejandro VI, tío y sobrino. Lo hizo sin mirar ni a babor ni a estribor, indiferente a unas cuantas miradas de reprobación, incrementadas tras cruzar frente al altar sin arrodillarse, como era norma en Viena y era de suponer que también allí. Mi señora, si algo me faltaba para convencerme de que se hallaba por encima de todo, Dios y el Diablo incluidos, me lo acababa de regalar.
—Fue un gran tipo, Alejandro. No sé si el mejor de todos los papas, aunque sin duda el más interesante.
Hasta ese día yo no sabía una palabra de aquel Papa, y me temo que de ningún otro. Me habían bastado un par de años con la duquesa de Sagan para volverme no sé si una descreída, pero al menos sí una mademoiselle nada devota.
—Los eclesiásticos le ocultan. Que tuviera cuatro hijos reconocidos y seis o siete más probables, que fuera sospechoso de acostarse con su hija, que se pasase la vida envenenando gente y que fuera cómplice de su hijo César, un notorio asesino y no sólo de sus iguales, sino de su propio hermano, y tan malo, tan vil y tan cruel que quiso unificar los estados italianos creando un nuevo país, una Italia unida bajo la bandera vaticana capaz de sacudirse las dominaciones austríaca, francesa y española, no son acusaciones creíbles. Fue un hombre fenomenal, un auténtico príncipe del Renacimiento, y si algo demuestra la cortedad de miras de la Iglesia es que sigan sin canonizarle.
Me sentía un poquito confusa. Era raro que mi señora se pronunciase sobre nadie con tanta pasión, aunque tampoco era cosa de ponerse a pensar, pues ya emprendíamos el camino de la puerta. Si bien el Valadier estaba cerca la duquesa quería ser tan puntual como siempre, aunque no por marchar a muy buen paso se quedaba sin palabras. Lo comprobé nada más vernos otra vez en la polvorienta Via de l'Ospedale.
—En Ferrara estaremos dos días, en la casa del duque Francesco IV. Es el penúltimo de los d'Este, y al paso que lleva esto —señalaba en derredor, indicando el conjunto de la península italiana— igual se queda en último. Desciende de Alfonso d'Este, que fue duque de Ferrara en los primeros años del XVI y al que Alejandro VI forzó a casarse con su hija Lucrecia, mostrándole la zanahoria, que sería la inmensa dote de la niña más lo beneficioso de unir fuerzas con los Estados Pontificios; el garrote lo esgrimía su hijo César, que a la sazón ya no era Cardenal de Valencia y Príncipe de la Iglesia, honor que recibió a los diecisiete años en un prodigio de precocidad, porque había preferido volverse duque de Valentinois y brazo armado de Cristo en la tierra. Por entonces llevaba un tiempo asaltando ducados y condados a fin de unificar Italia por las bravas, lo que había empezado a inquietar a su archienemigo contumaz, el tenebroso Fernando de Aragón, al que llamaban el Católico a causa de una bula emitida por Alejandro a cuenta de la toma de Granada. El duque Alfonso no quería ni ver a la que sería su esposa, pues su fama era terrible: divorciada de un marido que no llegó a consumar el matrimonio y que se declaró impotente tras ser convencido a punta de daga por Miquelotto de Corella, el principal de los esbirros de César; viuda de un bastardo del rey de Nápoles, Alfonso de Aragón, cosido a puñaladas y después estrangulado por el tal Miquelotto; madre de un misterioso infans romanus, según le definió el papa Alejandro el día que lo reconoció como suyo mediante una bula pontificia, se cree que para exonerar del cargo de hermano incestuoso a su hijo César, que había hecho lo propio unas horas antes, y afamada envenenadora de todo bicho viviente, gracias a unos polvos mágicos que portaba en un anillo enorme que no se quitaba ni para bañarse, cosa que hacía en leche de burra, como Popea. Ya ves, toda una reputación. Era natural que Alfonso desconfiara, pero resultó ser una duquesa estupenda los catorce años que se mantuvo en el cargo, hasta morir tras dar a luz a su octavo hijo, sexto con Alfonso.
La enterraron en Ferrara, en el monasterio del Corpus Domine, y si vamos a parar ahí es porque quiero dejar unas rosas en su tumba. Fue una mujer extraordinaria, Libusche. Buena esposa, mejor madre, administradora magnífica y una gran diplomática. De ningún modo merece lo mal que la trata la historia. Si voy a verla es por reconocer en ella una como yo. Será el homenaje respetuoso de una duquesa escandalosa a otra duquesa escandalosa. Si lo piensas bien, lo que mejor distingue a las aristócratas excepcionales es el escándalo. Pobre de la que jamás haya dado uno, porque no sólo se morirá sin haber hecho nada interesante, sino que la historia la olvidará nada más enterrarla. Por eso Lucrecia Borgia siempre será inmortal. Como yo.
* * *
El Palazzo Grassi destacaba en el Gran Canal por su estilo neoclásico, muy distinto del usual barroco bizantino; también influía que su fachada principal era de mármol blanco, lo cual le confería un aire de zuppa inglese —un pastel de nata muy popular— que mi señora deploraba. Si lo había preferido al Palazzo Rocabertí —lo inicialmente previsto—, era porque la línea mayor de la familia Grassi acababa de finiquitar; los herederos deseaban hacer caja, pues no contaban con las rentas necesarias para mantener aquel engendro arquitectónico. Sabedores de que la riquísima duquesa de Sagan se hallaba en Roma con ánimo de marchar a Venecia para padecer su carnaval, le habían ofrecido un cala y cata, por si había suerte y picaba. Ella no se lo pensó; las humedades del Rocabertí le dejaron mal recuerdo la última vez que se hospedó allí —desde 1815 había hecho la ruta de Italia, pasando por Venecia, no menos de quince veces; era verdad que adoraba el país, como también lo era que con la juventud se le había ido el ansia de disfrute que tan a menudo le llevó más allá del Brennerpass—, de modo que la perspectiva de unas semanas en un palazzo casi nuevo le agradaba. No tenía intención de comprarlo, aunque si la desesperación de los vendedores era tan grande como decía el gobernador Windisch-Grätz, lo mismo llegaban a un acuerdo. Por sentarse y hablar jamás ha pasado nada excesivamente pernicioso.
Quizá también ocurriera, explicaba Hannchen según colgábamos la ropa ducal, que la casona Rocabertí le traía recuerdos que no quería revivir. Le venían tres a la memoria. El primero se remontaba tan lejos como a 1815, cuando ella, su hermana Dorothée —condesa de Périgord— y su amante Clam-Martinitz coincidieron allí. Ellos llevaban dos semanas en el Rocabertí cuando llegó la duquesa; ella esperaba encontrar la melosa pareja de la que se había despedido en París mes y pico antes, un tiempo quizás excesivo en la vida de dos que ya no parecían dichosos; cuando menos, el bello Karel no llevaba bien que su compañera ganara peso al compás en que perdía cintura, y que al sufrir náuseas a todas horas no sólo tenía un humor espantoso, sino que había perdido hasta la última de las ganas de fornicar. A eso se debía que su relación fuera tempestuosa, lo que se agravaba cuando valoraban el oscuro futuro que les aguardaba, ya que al ser ambos católicos su relación habría de ser natural, tan natural como el hijo que les nacería en cinco meses; su residencia debería constreñirse al aburrido Günthersdorf y sus ingresos a la renta del Kurlandschloss de Berlín —la embajada del Zar—, y a la pensión rusa que Dorothée conservaría mientras viviese pero que desaparecería con ella, porque tras su muerte no sería extensiva ni a sus hijos, ni a su marido, ni a su amante. Su porvenir era ése porque al joven Clam-Martinitz le habían llegado noticias de que los suyos no veían bien su idilio con Dorothée, al punto que no sólo debería despedirse de la cantidad que le pasaban cada mes —su salario de oberstleutnant no le daba ni para pagar a su sastre—, sino también de su mayorazgo cuando le llegara el momento de recibirlo, pues lo primero que haría su progenitor si se dejaba ver en Viena con la golfa de la Panienka Batowska sería desheredarle. La consecuencia de todo eso también era natural: un ambiente tan denso que se podía palpar, aunque nada es más cierto que incluso las más desesperadas situaciones pueden empeorar a poco que se ponga empeño, y aquella lo hizo cuando un alma buena escribió a la condesa dándole detalles minuciosos de que su amante ya tenía los ojos puestos en otra cama, la de una señorita irlandesa de bonitos dieciséis años, ojos verdes, melena roja, incontenibles apetitos y dote colosal, conocida en París y en Viena como Miss Selina Meade, hija del Earl of Clanwilliam y que, por si todo eso fuera poco, gozaba de la simpatía de los Clam-Martinitz. Con aquellos antecedentes no tuvo nada de particular que la inestable atmósfera del Rocabertí hiciera explosión según cenaban el último viernes de noviembre, cruzándose los amantes violentas andanadas de reproches muy amargos ante la impávida mirada de la duquesa, que no quiso perderse la escena, la cual concluyó con el furioso Karel abandonando el palazzo con un tremendo portazo, para no detenerse hasta la mismísima Viena, donde reanudó una vida irreprochable sin acordarse para nada de que durante diez meses había sido el primer amante de su misma edad de la que no tardaría en llamarse duquesa de Dino y ser tenida por todo el mundo como la más afamada châtelaine del continente.
Cuando Hannchen estaba inspirada me costaba no reírme por la divertida maldad con que hilaba sus relatos, la cual se incrementaba cuando aparecía la Von Biron 4, a la que no quería mucho. También sacaba provecho de los amantes de la duquesa, con los que solía ser inmisericorde; aquello, creía yo, era una regla sin excepción —tras haber hecho picadillo al zar Alexander, al Fürst Metternich, al Duke of Wellington, al Fürst Windisch-Grätz, a Sir Frederick Lamb, a Sir Charles Stewart, a Lord Byron, al Fürst Reuß zu Greiz, al General von Armfeldt y a unos cuantos más de tipo episódico, era lógico pensar que ninguno se saldría de la regla—, pero la vida siempre da sorpresas. La de aquel día surgió cuando le pregunté por el misterioso Miniussir al que la duquesa citaba de vez en cuando.
—Nicolás de Miniussir es lo segundo que no quiere recordar, aunque por otros motivos —se sentaba para saborear un té que ya estaría frío; yo también me senté, pues era una señal: Hannchen necesitaba concentrarse al ser una historia que no dominaba del todo, y necesitaba combinar de un modo convincente lo que sabía con lo que se figuraba—; es porque, aunque jamás lo confesará, fue, y pienso que lo sigue siendo, el hombre de su vida —nada más escuchar eso compuse mi mejor expresión de asombro, aunque falsa, porque a esas alturas, y de ella, no me quedaban asombros—; desde 1815 se buscan y se separan, se reúnen y se dicen adiós, aunque sin sangre, sin lágrimas, sin desesperanza y sin rencor. Los dos saben que lo suyo es imposible, aunque no por eso lo dejan. Es... como una de esas piezas de clavicémbalo que te gustan muchísimo pero que no te pasas la vida con su partitura encima del teclado; la tocas alguna vez que otra, cuando te apetece, y luego la olvidas una temporada. Lo de Mina y Miniussir es más o menos así. Ya he perdido la cuenta de las veces que les he visto juntarse y dejarse, llegar y marcharse, sin que los muchos años que llevan haciéndolo, que van para veintidós, les hayan enfriado.
Se quedaba callada. Otro síntoma de que aquello era nuevo. No la historia, sino que la contaba por primera vez.
—¿Cómo empezaron?
—En un baile. Lo daba Wellington, en el París del verano de 1815. Cientos de caballeros contra cuarenta señoras. Un calor espantoso, además. Ella, que pretendía recuperar a Wellington, se vistió de un modo tal que parecía no haberse vestido. Atraía todas las miradas, y no sólo por cómo iba, sino porque a sus treinta y cuatro años era, y con diferencia, la más hermosa, y más distinguida, de las recién llegadas a París. Y la que más dinero tenía, también —me guiñó un ojo y le devolví una gran sonrisa—. Las damas presentes, como eran tan pocas, debían multiplicarse, al punto que sudaban como pollos, pero ella casi no suda, de modo que se mantenía radiante. Bailaba y bailaba, que le apasionaba y todavía le gusta mucho, pero sin dejar de observar la oferta varonil; Wellington, que abrió el baile con ella, no volvió a mirarla, por no arriesgarse a un desaire. Así fue pasando el tiempo, hasta que se fijó en un tipo guapísimo, pero guapo de verdad. Muy joven, casi un niño, con aspecto de tímido y que no bailaba. No tardó en darse cuenta de que alguna relación debía de tener con Álava, de modo que condujo a su pareja con el fin de que al terminar la pieza que bailaban quedasen frente al general; se hizo presentar al hermoso caballero, que resultó ser el aide-de-camp del otro, y ni siquiera le dejó pedirle que le concediera el siguiente baile. Tú ya sabes cómo es: le cogió de la mano, le tomó a remolque, le condujo al centro de la pista y desde ahí dejó de cubrir turnos con los ansiosos caballeros. La velada, para ella, ya no tenía otro sentido que hacerse con el alma del chaval, y vaya si se hizo con ella.
Nos quedamos en babia cosa de un minuto. Era bonito soñar aquella escena. En ocasiones, Hannchen me hacía vivir en mi cabeza la vida de mi señora, pero no como una observadora imparcial, sino siendo yo misma la duquesa de Sagan.
—Durante dos semanas, o así, mantuvo con él un coqueteo convencional, porque de tan cauto como era no había forma de que tomara la iniciativa, y es que, no lo pierdas de vista, sólo tenía veintiún años. Mina, de sobra sabes que la paciencia no es lo suyo, forzó las cosas pidiéndole que la escoltase al château de Malmaison, donde antes vivía el Corso. A la vuelta les pilló un chaparrón; ella no se mojó, porque la tapó él con su capa, pero el pobre se puso como si le hubieran pescado en un estanque. Fue la primera vez que le vi, por cierto, y mojado y todo me pareció un tipo para volverse loca por él. Total, que Mina no le dejó marchar. Vivíamos en un hôtel particulier algo apartado, el Bourbon-Condé, con docenas de habitaciones vacías. Mina me dijo que le diese una cerca de la suya. Cenaron con las niñas, a quienes les cayó fenomenal pese a ir vestido de fortuna, y después de una sobremesa no muy larga se fueron a sus cuartos. En apariencia, claro, porque cuando a la mañana siguiente fui a bañarla no sólo no estaba, sino que la cama seguía tal y como la dejaron las doncellas la tarde anterior. Cuando me llamó tenía un no-sé-qué bailoteándole por la cara que le había visto muy pocas veces, y eso que llevaba diecisiete años con ella. Mina se ha ido a la cama con docenas de hombres, pero que se haya quedado bien, a gusto de verdad, sólo dos: Windisch-Grätz y Miniussir. Con los otros, no sé si por ser más viejos, o tener menos arte, no era lo mismo; ni siquiera con Armfeldt, el que la inauguró. Ella no habla de asuntos íntimos, aunque alguna vez dejó caer, como al desgaire, que lo de Miniussir era sobrenatural —levantaba las manos frente a ella, bien abiertas y separadas en más de dos palmos, en expresión de terrorífica inconmensurabilidad—; fuera eso, fuera otra cosa, el caso fue que durante mes y pico no perdió ninguna ocasión de traerle allí, sin molestarse apenas en guardar las formas. Él, a su vez, perdió la cabeza por ella. Loquito del todo, le volvió.
Se había vuelto a quedar en trance, soñadora.
—¿Y qué pasó después? No irás a dejarme así, ¿verdad?
—No, claro. Pasó que se asustó. Que Mina se asustó. Se había enganchado de tal forma que le aterraba quedarse sin su libertad; en menor medida quizá también le preocupara el qué dirán, porque la Mina de hace veintidós años, por mucho que lo pueda ella negar, no estaba tan segura de sí misma como la de hoy. Miniussir era un tipo guapísimo pero sin título, sin fortuna y, de postre, doce años más joven. Y católico, por si algo le faltaba. Un posible matrimonio estaba fuera de consideración, como lo estaba quedárselo en calidad de amante formal. Le partió el corazón y se lo partió ella misma, pero a mediados de septiembre huyó a Italia, y no sola, porque para olvidarle cuanto antes, ya sabes eso del clavo y lo del otro clavo, se llevó un Fürst Reuß zu Greiz que no estaba mal, pero que sólo deseaba incrementar su propia leyenda con pasar por la cama de la duquesa de Sagan, y era que, por entonces, el que no pudiese acreditar tal cosa no era nadie. Sólo estuvieron juntos diez días, en Florencia. Luego él volvió a Viena y ella siguió hasta Venecia, donde tenía previsto reunirse con Dorothée y Clam-Martinitz, lo que te acabo de contar. Yo pensaba que Miniussir sería como tantos otros entretenimientos de pocas fechas con los que Mina se distraía desde nada más librarse de Troubetzkoy, pero no. Yo ya le había olvidado cuando a finales del verano siguiente, a la vuelta de Karlsbad, me lo encuentro en el Palm. Le habían nombrado agregado militar de la embajada española, compartiendo la función con la de aide-de-camp de Álava, por lo que durante un tiempo indefinido se pasaría la vida yendo y viniendo de Bruselas a Viena. Ella no le dejó salir de su cuarto en tres o cuatro días. Canceló sus compromisos y ni siquiera reabrió su salon littéraire. Sólo cuando estuvo colmada le dejó salir a tomar el sol. Así siguieron tres años, hasta cuando empezaron a soplar en España vientos revolucionarios. Él volvió a su país; ella no quiso seguirle. Tenía treinta y ocho, él veintiséis y de ningún modo era ya un niño. Llevaba en la cabeza muchas más cosas que la duquesa de Sagan, empezando por las ganas de cabalgar las olas de una revolución, y ésa es otra, que no podía ser más liberal ni Mina más reaccionaria, pero aun así lo suyo en la cama era tremendo, pues si bien yo impedía que rondase nadie cerca de su dormitorio, a ella se le oía desde lejos. Era una mezcla de volcán y de huracán.
Me habría gustado escuchar eso, me dije para mí. Me gustaría más, añadí a continuación, saber en carne propia qué significaba lo que tan crípticamente describía Hannchen.
—Mina no estaba hecha para estar sola. Se sentía mal, además. Tenía el pálpito de haber sido abandonada, de ser ella la despedida. Y se notaba vieja, que los años no perdonan. Se fue a Löbichau, a pasar el verano con su madre. Allí, por sorpresa, Schulemburg se le declaró. Desde hacía diez años era su hombre de confianza para el asunto del dinero; jamás se había significado, prefiriendo amarla en silencio, pero ya no podía resistirlo más. A ella le conmovió pensar lo mal que lo habría debido pasar el pobrecillo, con ella brincando de cama en cama y él sufriendo como un mártir sin dejar que se le notase. Le dijo que sí tras pensárselo una noche y se casaron allí mismo, en Löbichau. Lo hizo saber a todo el mundo, por carta, cuando volvió a Viena. Miniussir le contestó, muy correcto. Le deseaba lo mejor y de paso le confirmaba que difícilmente se volverían a ver, porque le habían dado un cargo importante y durante mucho tiempo no se movería de su país. Luego supimos, por Álava, que al poco se casó, intuyo que por despecho, con una señorita guapísima y tan liberal como él, una tal Carmen de Torrijos. Tras eso desapareció de la vida de la duquesa, pensaba yo que para siempre, aunque a primeros de 1824 le llegó una carta suya. Le contaba que la revolución acabó fatal, que se había exiliado y que no tenía claro dónde quedarse. Mina, muy formal, le invitó a pasar el verano en Ratiborschitz. Se las apañó para ir sin Schulemburg, haciéndole trabajar en Viena y en Florencia. Ahí se me hizo claro que lo de aquel tercer marido no tenía futuro; también era más joven que ella, y de ningún modo feo, pero no tenía el mismo don que Miniussir, o los mismos dones, porque se me ha olvidado decirte que si algo consigue a voluntad es hacerla reír como una loca. Es un tipo divertidísimo, y muy culto. Habla casi tantos idiomas como ella; de hecho, con él aprendió no sólo veneciano, sino los dichos y las palabrotas del castellano. Él es ilírico, pero de los que se pasaron al servicio español en 1809, tras lo de Wagram.
Hacer reír a una mujer no sé si será más fácil que hacerla rugir, pero el hombre que consiga las dos cosas sin duda es para no dejarle marchar. De un modo inconsciente, me preguntaba qué tal sería el Major von Gösseln para las dos cosas.
—Desde aquel verano y hasta 1834, el año en que le autorizaron a regresar para incorporarse al ejército de la Reina Regente, y es que hay otro al servicio de un cuñado suyo con el que anda enzarzada en una guerra civil la mar de ridícula, se vieron al menos una vez cada diez o doce meses, algunas en Florencia pero las más aquí, en Venecia, donde Mina se desataba, se desinhibía por completo; no te digo más que alguna noche les vi salir al balcón principal del Rocabertí, desnudos, y hacerlo allí al estilo de los caballos y las yeguas, rugiendo como fieras salvajes, sobre todo la señora, y del todo indiferentes a las barbaridades que les gritaban los gondoleros. Ahora, rara vez estaban juntos más de dos semanas, el tiempo en que Mina se deshacía de Schulemburg con la excusa de que necesitaba estar sola para refrescarse las ideas, lo que se tragaba el otro porque no le quedaba más remedio. Bien sabía, cuando se casó con ella, cómo es Mina y cómo las gasta cuando alguien intenta ponerle coto, pero un año no pudo más y explotó.
Ésa era: la tercera cosa que la duquesa no quería recordar.
—El infeliz vino aquí sin avisar para darle una gran alegría, la de no sé cuál venta de no sé cuáles terrenos. Pensaba que merecía una recompensa, pobre diablo. La que se llevó fue pillarles en la cama. El pobre quería pegarse con el otro, que le sacaba la cabeza, y luego batirse, para terminar en que se quería morir, sollozando como una Magdalena. Miniussir se marchó, en la prudencia de comprender que aquello debía despacharlo el matrimonio. Mina no sabía qué decir, ni qué hacer. Si Schulemburg hubiera seguido por el camino dignísimo se habría mostrado en plan duquesa orgullosa, pero con el otro llorando como un niño al que se le ha muerto la madre no veía por dónde tirar. No conozco los detalles, porque se quedaron solos, pero lo suyo acabó ahí. A los pocos meses se declaró nulo el matrimonio, por haberse vuelto ella católica. Desde ahí, 1828, Mina es soltera y creo que para siempre. Ahora, no quedó tan mal con Schulemburg como con los otros. Se ven de vez en cuando, porque le puso a trabajar para Wratislaw en asuntos de tributos. Lo hace para darle a ganar un dinero, pues en su momento y a diferencia de los otros dos no le pidió un céntimo, pero ni es un caballero de fortuna ni aprovechó los nueve años de ser duque consorte para levantarse una propia. Ya ves, un hombre honrado. De los poquitos que hay.
Me lo quedé pensando mientras Hannchen, que parecía dar por terminada la triple historia, se levantaba.
¿Cómo sería que te poseyera un macho salvaje al estilo que tantas veces había visto en los campos y en las cuadras de Zaháň? ¿Y cómo sería bramar como leones? ¿Y cómo sería, sobre todo, que al hacerlo en un balcón te viera todo el mundo?
Me levanté también, buscando algo en lo que concentrarme, porque había vuelto a sentir esa inquietante humedad en lo más íntimo de cuando Agricola me pintaba.
* * *
El propósito de las semanas que la duquesa quería pasar en Venecia era el carnaval; éste siempre comenzaba con un gran festejo en una de las piazzas principales —allí las llamaban campos—; lo solía presidir alguien de importancia. Ese año 1837 lo haría la duquesa de Parma, hermana del Kaiser Ferdinand y viuda del Kaiser Napoléon I. Su presencia en la fiesta sería breve, pues había otra más interesante que se celebraba en un teatro. A ésa no acudía todo el mundo. La invitación era imprescindible, y los porteros se tomaban en serio quién pasaba y quién no. Se celebraba en un teatro a causa de la gran superficie diáfana donde los espectadores menos adinerados contemplaban en pie las funciones. Los que tenían dinero las veían desde sus propios palcos o desde aquellos donde les invitaban, cómodamente sentados. Venecia poseía dos teatros de ópera; el más antiguo era más pequeño; se llamaba San Giovanni Grisostomo y funcionaba desde hacía siglo y pico; estaba previsto remozarlo y darle otro nombre, uno que hiciera pensar en una mayor modernidad y una menor religiosidad; el elegido era un secreto bien guardado, lo que había dado lugar a un sinfín de hipótesis, a cual más disparatada. El otro, llamado La Fenice y que sólo tenía medio siglo, era más grande —tenía los mismos cinco pisos de palcos, pero de mayor capacidad—; ahí se habría debido de celebrar el baile de máscaras que abría el carnaval de las clases acomodadas, aunque allá por Navidad sufrió un incendio; a mediados de aquel 1837 estaría en condiciones de volver al servicio activo, aunque no a tiempo de impedir que la fiesta-baile volviese al San Giovanni Grisostomo; en todo caso, y para no desmerecer ante la duquesa de Parma, se aprovechó para rebautizarle antes de lo previsto, así que las invitaciones ya señalaban el nuevo nombre: Teatro Malibran.
Todo esto nos lo explicaba la duquesa mientras elegía lo que se pondría ella y lo que nos pondríamos nosotras. Ahí añadió que aquello sería un ballo in maschera, no un redoute. Yo me limité a componer mi mejor cara de no saber esperando la disertación, que no fue larga: en un ballo in maschera los asistentes visten con normalidad aunque ocultando su identidad tras una máscara veneciana; en un redoute, o baile de disfraces, como la docena larga que la duquesa disfrutó en los nueve meses que duró el Congreso de Viena, se acude disfrazado de lo que a cada cual le parezca bien, sin otra restricción que tratar, en lo posible, de no ir como Eva —Hannchen se rió de buena gana; más tarde me contó que una vez su señora se plantó en uno que daba la condesa Zichy casi como lo habría hecho la propia Eva, cosechando un inmenso éxito, tan grande que se comentó en todas las gacetillas—; a eso se debía el cuidado que puso en elegir nuestros ropajes, o en elegir el mío, porque la talla de Hannchen, verdadera matrona romana, no permitía mucha creatividad, pero en mi caso sí podía esforzarse. Terminó eligiendo un vestido que sólo se había puesto una vez, la última en que bailó con el duque de Wellington en calidad de amante y que un año antes le había regalado, en París, el más celoso de sus antecesores, el canciller Metternich. Era obra del más afamado de los modistos parisinos de la época, un tal Leroi, de modo que, aunque poca, tenía su historia. Hizo que me lo probara, para ver si cabía y para que Hannchen midiera cuánto debería estirar el bajo, y sospecho que para verificar si el cuadro de Agricola era o no fidedigno, cuando menos en materia de masas y volúmenes. No me dio pudor alguno, como es normal entre mujeres si además comprendes lo que pasa, de modo que verme ante las dos brujas sin más prendas que una breve petite culotte no me alteró lo más mínimo.
—Si Gösseln viera esto se le derretía el monóculo.
Ahí sí que me ruboricé. La duquesa me demostraba, una vez más, que hacía trampas como nadie.
* * *
Del Teatro Malibran no se podía decir que rebosara. Se había invitado a mucha gente, pero buena parte, la de mayor edad, prefería contemplar a los danzantes desde los palcos. En el del gobernador Windisch-Grätz había gran animación, ya que allí se concentraban los visitantes principales; también había venecianos, aunque no los suficientes para que la lengua dominante no fuese la tedescha. Mi duquesa se había saludado con evidente alegría con la de Parma, y sobre todo con su marido, al que conocía desde un lejano verano de 1813 en su adorado Ratiborschitz, cuando gracias a él, que demostró ser un repostero excepcional, logró satisfacer uno de los más acuciantes apetitos del difunto zar Alexander. Más alegría fue la que manifestó el príncipe Windisch-Grätz al reencontrarse con su amante de seis años y numerosas recaídas, la última de las cuales, sostenía Hannchen, tendría lugar esa misma noche. El príncipe tenía siete años menos que ella, si bien parecía lo contrario. Muy delgado y de aspecto poco saludable, me preguntaba si su rendimiento sería el prodigioso que Hannchen alababa, pero eso, en cualquier caso, no era cosa que debiera importarnos.
Habíamos llegado al Malibran, tras un agradable paseo en góndola, mi señora, Hannchen, yo y un Von Gösseln que no se relajaba, pese a que uno de los agentes de Windisch-Grätz le había garantizado plena seguridad a lo largo del Gran Canal y en el breve tramo a pie que iba del embarcadero al teatro. Era evidente que no se lo creía, ya que Venecia poseía una bien ganada fama de ser la ciudad más peligrosa de las italianas; el hecho de que allí los caballos no valieran para perseguir ni para disuadir hacía que la justicia se viera incapaz de sujetar a los criminales. La seguridad de la fiesta no dependía de la policía, sino de la infantería de Windisch-Grätz, que si bien no debía estar allí era claro que, cuando la ocasión lo merecía, bajaba de sus cuarteles y tomaba posiciones. Yo, por mi parte, no sabía qué hacer una vez terminadas las presentaciones, pero un oficial austríaco me brindó su brazo y su sonrisa justo antes de calzarse su máscara. No lo dudé. Aquel era el primer bailo in maschera de mi vida y sería de idiotas no disfrutarlo, de modo que ignorando una fría mirada de Von Gösseln, a quien no parecían gustarle los elegantes oficiales austríacos, emprendimos el camino de lo que ya era un inmenso salón de baile donde las parejas que giraban al compás de algo con pinta de mazurka no serían menos de cien. El anonimato, lo desconocido y la joy-de-vivre de mis veinte años se apoderaban de mí.
* * *
Ya sería madrugada, y sentía un cierto cansancio. Había cambiado de pareja incontables veces, y me asombraba lo mucho que se transforma la gente al saberse tras una máscara. Era como si todo valiera, cuando menos dentro de un orden, el de no abandonar la pista de baile, pues sabía que más allá de donde acaba la multitud acecha el peligro. A eso se debía que, salvando la primera y no desagradable impresión con el oficial austríaco, no me hubiese importado demasiado que mis contrapartes cerraran distancias sobre mi persona de un modo tan exagerado que rayaba en lo criticable. Mientras pudiera respirar todo estaba bien; además, yo también espachurraba. Los sentidos no sólo se me despertaban, sino que se agudizaban, al punto que las posibilidades de que alguien me viera pedir plaza en un convento ya eran infinitesimales. En esas reflexiones andaba yo, según trataba de separar un poquito a mi coyuntural y esforzada pareja, cuando tras un giro propio de vals vienés me vi frente a Von Gösseln y su monóculo.
—La duquesa desea verla, Fräulein Absolonová.
No discutí. Me desembaracé de mi decepcionado acompañante, que se abstuvo de protestar al apreciar la sombría expresión de Von Gösseln, y comencé a seguir las aguas de mi custodio, en parte aliviada —por una noche ya era experiencia suficiente— y en parte preocupada, porque cuando la duquesa me llamaba en forma intempestiva solía ser para nada bueno.
La duquesa, del brazo de su príncipe, no parecía triste.
—Libuše, me voy a quedar aquí. Ya me llevarán después. Vosotras —se había vuelto a una cercana Hannchen, cuyo aspecto indicaba un mortal aburrimiento— volved en la góndola, con Gösseln. Cuide bien de ellas, ¿eh? —Von Gösseln se cuadró, enteramente a la prusiana—. Bien, pues mañana nos vemos.
El paseo hasta el embarcadero nos despejó un tanto, a Hannchen del sueño y a mí del mareo; al tiempo, el aire fresco de la noche nos devolvía bruscamente a la temperatura del invierno. Menos mal que traía un chal, o que me lo había traído Hannchen, pues yo lo habría olvidado. Sentarnos en la góndola resultó un punto difícil, pues parecía moverse más que a la ida; pudiera ser, pensé sobre la marcha, que las tres copas de ponche que me había tomado en los descansos de la orquesta contribuyeran agradablemente a que me costara cierto esfuerzo controlar mi centro de gravedad, aunque por fortuna todo quedó en eso, de modo que al poco ya dábamos avante, impulsados por un robusto gondolero, sentadas una junto a otra y algo sorprendidas de que Von Gösseln se quedara en pie oteando los diversos horizontes, apenas iluminados por unas cuantas antorchas fantasmales, con un aspecto de halcón tuerto nada tranquilizador. Aun así preferí no hacerle caso. Me decía, como más de una vez, que sin duda exageraba, que aquellos números de pistolas carísimas y eterna desconfianza, incluso por los bebés en sus cunas, sólo eran una forma de teatro, un modo de conseguir que la duquesa le subiera el sueldo.
Me sacó de mis reflexiones el ver que de uno de los oscuros canales subsidiarios surgían dos góndolas que daban una buena velocidad, pues a cada una la impulsaban dos gondoleros frenéticos; no eran los únicos a bordo, ya que se distinguían algunas sombras en cada embarcación. Hacían por nosotros, era claro. El primer efecto fue que me despejé del todo. El segundo fue mirar a Von Gösseln, que sin variar el gesto empuñaba sus pistolas. Las distancias caían y caían, y una de las góndolas, además, nos cruzaba la estela por la popa, con intención de abordarnos por el otro lado. En ese momento Von Gösseln apuntó al gondolero de proa de la más cercana y disparó. Fue algo mágico, el estruendo colosal y el ver salir volando al otro, para caer entre gritos al canal. Tras eso se volvió a la otra banda y repitió la exhibición, con los mismos resultados. Por entonces comenzaban a llegarnos voces en rudo italiano; la más nítida, «figlio di la grandissima puttana!», expresaba la pésima opinión que tenían nuestros visitantes del feroz Von Gösseln, ahora concentrado en los segundos gondoleros, los cuales no tardaron en imitar a los primeros. Tras eso quizá cesara la persecución, pero a Von Gösseln le quedaban seis tiros, si la memoria no me fallaba, y con plausible generosidad los repartió del modo más ecuánime, la mitad para cada góndola. Lo hizo apuntando al bulto, de modo que nadie salió volando, aunque los aullidos indicaban que algún blanco sí que hizo. A nuestro gondolero, que hasta entonces no tenía prisa, contemplar lo que hacía un oficial prusiano —era de lo que iba vestido— con dos exóticos Colt Paterson del 36 pareció darle alas, porque su ritmo se duplicó. Al tiempo Von Gösseln, que le miraba fijamente, guardaba una de sus armas, extraía el tambor de la otra, lo cambiaba por uno cargado que sacaba del bolsillo, y de nuevo quedaba en condiciones de seguir matando gente, para consternación del gondolero, que ya nos hacía volar sobre las pestilentes aguas del Gran Canal. Hannchen, que no era valiente, sollozaba de pánico. Yo, no. Prefería enamorarme hasta la desesperación de nuestro gallardo salvador, a la sazón indicando al gondolero que acelerase, utilizando como instrumento de convicción el genial invento de Mr. Colt, el mismo de quien los publicitarios de sus productos afirmaban que «si bien Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, Mr. Colt ha hecho que todos sean iguales». Fue asombroso, y es que lo que suele decirse, «de donde no hay no se puede sacar», no se aplica si se trata de gondoleros sospechosos de haber vendido a su pasaje.
De lo que sucedió después conservo un recuerdo confuso, impreciso, quizá porque nada más llegar al amarradero del Grassi Hannchen se desmayó. Extraerla de la góndola fue cosa mía y del portero, porque Von Gösseln seguía oteando en todas direcciones, y con razón, porque según izábamos a la inerte primera doncella vimos llegar un par de góndolas policiales. No sabía qué hacer, pero Von Gösseln, con un gesto, me ordenó que me ocupara de Hannchen; de los guardias ya lo haría él. Nunca nos explicó qué les dijo y qué le contestaron, pero media hora después pude comprobar, aliviada, que no se lo llevaban. Mejor aún, los policías se repartían por la casa, en prevención de que los asaltantes regresaran con refuerzos. Von Gösseln seguía en su puesto, impertérrito y vigilante. Inspiraba una gran confianza, en general, porque a mí en particular me inspiraba más cosas, aunque me fue imposible hacérselo saber, ya que no nos dejaban en paz. Los policías se mostraban interesados en su artillería, llegando al punto de disparar unos cuantos tiros a las aguas del canal, lo que acabó de desvelar a la vecindad. Parecía que todo quedaría en eso cuando vimos llegar una flota. En la góndola más grande viajaban la duquesa y el Fürst Windisch-Grätz, les habían llegado noticias confusas cuando aún se despedían de los últimos invitados, de modo que venir a ver qué había pasado no les interrumpió nada de naturaleza privada. Tras hacerse referir la historia con buen lujo de detalles, y una vez oído el jefe de los policías, el Fürst, con alguna solemnidad, tendió la mano al impasible pistolero, exhalando al tiempo un comedido «bien hecho, major», al que Von Gösseln respondió cuadrándose a la prusiana. Tras eso el príncipe y la duquesa se volvieron por donde habían venido, aunque no sin que antes la última, que acababa de bajar tras comprobar que Hannchen regresaba de su ataque de nervios, me lanzase una larga mirada.
Interpretar las diferentes formas de mirar de mi señora no es una ciencia exacta, pero apostaría por que aquella significaba «yo que tú no me lo pensaba más».