Capítulo XIII

ZAHÁŇ, VERANO

AQUEL verano, como auguró Holbein, era distinto. Los cambios se confirmaron cuando ella hizo saber que no iríamos a Karlsbad; me dijo, en privado, que no estaba tan estoica como para vérselas con las torturas que tan sádicamente administraban las weisse frauen. Pensé, también, que le abatiría disfrutarlas en soledad, pues ni Pauline, cuya salud mostraba evidentes goteras, ni Jeannette, que no pensaba sufrir más a cuenta de sus kilos, le ayudarían a sobrellevar el mal trago. A lo que no renunció fue a Ratiborschitz, ni a Zaháň. Dejamos Viena ya entrado agosto, casi dos meses después de lo usual. Fuimos primero a Ratiborschitz, sin pasar por Praga, lo que también era una sorpresa, pues a ella le gustaba detenerse unos días en el Waldstein para visitar a sus amigos, empezando por la condesa Wallenstein-Wartemberg; el que no quisiera saber nada del mundo exterior se complementaba con que tampoco quería que le leyera. Salvo la correspondencia, y los titulares del Wiener Zeitung, era como si hubiera perdido el interés por cualquier cosa que ocurriera, en Viena o en donde fuese.

—Se siente vieja y se siente sola.

Yo no replicaba, pues seguía sin discutir que Hannchen la conocía más a fondo que yo, aunque no dejaba de preguntarme la razón de que aquello fuera verdad, si lo era. Después de todo, los que la rodeábamos éramos los de siempre, cuando menos desde 1834. No entendía qué habría podido cambiar.

—Pues cambia que los años pasan y ya no es posible camuflar las arrugas, ni el cuerpo responde donde antes reaccionaba que daba gloria, y las piernas se hinchan, y todo se cae, y casi no se ve, y se oye fatal y, simplificando, que cada día se tienen menos ganas de nada. Todo eso se llama vejez, y aunque Mina jamás pensó que algún día sería vieja, pues resulta que también le ha llegado. Como a todas, salvo si nos morimos jóvenes. La diferencia es que las demás lo llevamos mejor, quizá porque durante toda la vida lo hemos llevado bastante peor.

Yo intentaba juzgar la situación con fría objetividad, pese a no ser fácil de movilizar si se trata de personas a las que ves a todas horas y a las que has llegado a querer mucho, porque ni las diferencias son perceptibles de un día para otro ni tu afectividad te permite ser tan ecuánime como deberías, pero aun así aceptaba que la duquesa, en poco más de un año, había envejecido más de lo que podría tenerse por normal, sobre todo considerando la vida regalada que llevaba; quizá demasiado regalada, porque, como decía Holbein, se movía poco. Había dejado de cabalgar, apenas caminaba y, de un modo que Hannchen ya no conseguía disimularle, había ganado media docena de kilos, que para su estatura eran muchos. Otro síntoma era que, también poco a poco, desplazaba sus horarios para conmigo. Seguía leyéndole la prensa cuando estaba en su bañera, pero ya no la veía salirse; no lo hacía mientras aún quedaran titulares por leer, y cuando se acababan me decía que fuese por el correo y la esperase donde fuera, en su salón privado, en la biblioteca o donde dijese cada vez.

—Es que no quiere que la veas como es ahora. Será coqueta mientras respire, salvo conmigo, pero es que conmigo no se guarda ningún secreto del cuerpo. Del alma, en cambio...

No era fácil determinar cuando, al dejar una frase sin acabar, Hannchen verificaba si yo tenía interés en que siguiera o si sólo era que no sabía más. El problema consistía en que me costaba excesivo esfuerzo que siguiese hablando, porque mi cabeza cada día estaba más lejos del Palm, de Ratiborschitz y de Zaháň. No de mi señora, pero sí de los demás; me avergonzaba decírmelo, pero no eran mi futuro, y en consecuencia no sólo me daban igual, sino que me impacientaban.

—¿Te has fijado en que ahora Holbein trabaja sólo para ella? La consulta de la Karntnerstraße, la cerró. La visita cada día, y aunque no sueltan prenda está claro que algo pasa.

Eso sí que me alarmó. Sobre todo, por lo que pudiera impactar en mi futuro. Decir adiós con gran dolor a una duquesa que se hacía mayor era una cosa. Desertar del lado de una enferma era otra, y por mucho que mis criterios en materia de lealtades eran muy elásticos, no sabía si sería capaz de irme si estuviera verdaderamente mal.

—Que yo sepa, sólo tiene un poquito de gota. No te lo ha dicho por lo mismo de siempre, por su coquetería, pero desde hace tiempo se le hincha el dedo gordo del pie derecho, y a veces le duele de un modo insoportable. Holbein le prepara unas tisanas a base de azafrán silvestre que se hace traer de Trieste, aunque se las administra no ya con cuidado, sino con usura, porque a pequeñas dosis alivian, pero a grandes matan.

En Ratiborschitz sólo estuvimos una semana. No pude comprender por qué, pues en verano era el lugar donde más le gustaba estar del mundo entero. Quizá fuera porque, al no cabalgar ya —no sabía de nada que lo impidiera; simplemente, no quería—, el principal atractivo del predio se había desvanecido. Además hizo mal tiempo, lo que tampoco ayudaba. De ahí que no me sorprendiera que una tarde, sin preámbulo alguno, anunciase que a la mañana siguiente quería salir para Zaháň por el camino más corto, el que pasaba por Schmiedeberg y el Hirschberger Tal, en vez de dar el acostumbrado rodeo por Breslau. Sólo eran ciento setenta y cinco kilómetros, aunque a través de los Sudeten, de modo que lo haríamos en dos jornadas, deteniéndonos un par de noches en Erdmansdorff, el precioso schloss de Mysłakowice que Friedrich-Wilhelm III von Preußen había comprado en una verdadera fortuna —un disimulado a «burro muerto, la cebada al rabo», como decía la simpatiquísima Pilar d'Echauz— a los hijos del Graf Gneisenau, a fin de convertirlo en la residencia veraniega de la corona —el Hirschberger Tal o valle de Hirschberger, en polaco valle de Jelenia Góra, pasaba desde hacía cien años por ser la Suiza prusiana—; el rey en persona sería nuestro anfitrión, aunque de un modo informal, pues allí se libraba de todas las rigideces del rígido protocolo de su rígida corte, quizá gracias a, o seguramente por culpa de, su segunda, morganática, encantadora y pechugona esposa, la Gräfin Augusta von Harrach.

Fueron dos días agradables, sobre todo para Ludwig; el rey sabía por el Prinz Wilhelm que sería su hombre para los diabólicos ferrocarriles —a él tampoco le gustaban mucho—, por lo cual le dio una enhorabuena tan cordial que acabó de despejar las dudas que nos quedaban de que su nombramiento iba en serio, pese a cocerse más despacio de lo que nuestros nervios habrían preferido. Por lo demás, la duquesa lo pasó muy bien paseando y charlando con Seiner Majestät y su Gräfin; Ludwig no lo tuvo peor recorriendo la casa que fuera de su héroe particular, el gran August von Gneisenau: Friedrich-Wilhelm había tenido el supremo buen gusto de conservar tal cual el estudio y la biblioteca del hombre que le ganó tres guerras, pese a que fuera Blücher quien soportara el agobiante peso de la gloria. En general, la preciosa residencia estaba igual que cuando la Gräfin Karoline, née Köttwitz, falleció un año después que su marido, lo que dio lugar a que sus seis hijos y el esposo de la séptima —Agnes, muerta diez años antes, a los veintidós; de los intereses de su hijo, August, se ocupaba su viudo, el coronel Wilhelm von Scharnhorst, o eso me contaba Ludwig, muy al corriente de la vida de aquella familia— prefiriesen aceptar la oferta del rey, convertir Erdmansdorff en dinero y ahorrarse las tiranteces inherentes a toda herencia complicada de administrar. A eso se debía la emoción que advertía en sus palabras según pasábamos de un cuadro a otro, de un libro a otro, de un sable a otro y hasta de un catalejo a otro. Era como si de aquellos objetos se desprendiese un aura, o un lo que carajo fuese, que Ludwig entripaba como el regalo más valioso que le pudiese hacer la historia.

El Wallenstein no era el lugar del mundo donde a la duquesa más le gustaba estar, y Zaháň seguía siendo el mismo poblachón de toda la vida, pero el hecho era que tras sentar sus reales —los sentó Hannchen por ella; estaba demasiado perezosa para nada que no fuese darse aire con el abanico pintado por Goya que le regaló Pilar d'Echauz— lo que más le distraía era recorrer el inmenso edificio deteniéndose si no en todos los rincones sí en la mayoría, lo que incluía no sólo las plantas nobles, sino las catacumbas, donde tuvo la sangre fría —las ratas eran de a kilo— de mostrarme un pasadizo que ya no era secreto, uno que descubrió Hannchen a los dos o tres días de ponerse a su servicio en calidad de primera doncella y que permitía escapar hasta la casa de los guardeses sin pasar por la vigiladísima puerta principal, esquivando así a los celosos custodios que les impuso el desconfiado duque Peter, buen conocedor de las golfas que había engendrado; por ahí, me contó con alguna tristeza, una noche del verano de 1799 se fugaron la enamoradísima Jeannette y el desdichado profesor de música, si no con su complicidad, sí, al menos, con su mirar para otro lado. A mí me sorprendía ese inexplicable ataque de nostalgia, quizá porque no quería explicármelo a mí misma: la duquesa se despedía de su pasado, y lo que más me inquietaba, lo que me hacía sentir peor, era que lo hacía conmigo a su lado.

Tras unos días de no hacer mucho más que recorrer el palacio llegó una visita inesperada: Wratislaw. Ella y él cenaron a solas, se encerraron todo el día siguiente, volvieron a cenar en privado y luego él marchó al amanecer, camino de Berlín, donde por cierto estaba Ludwig, al cual le llegó una carta del Prinz Wilhelm a los pocos días de llegar a Zaháň; había sabido por su padre que durante quince días estaría a dos de viaje de su Hauptquartier y le quería ver. Ambas novedades me dejaron bastante alterada, pues ni sabía qué hacer con la duquesa, que cada día era menos y menos la de siempre, ni conmigo misma, y no ya por echar de menos a mi marido, sino por padecer la penosa certidumbre de que varias cosas importantes sucedían a la vez sin que yo comprendiera ninguna.

Lo que tenía que ver con Ludwig lo supe a su regreso: se había reunido varias veces con el Prinz Wilhelm, la primera y la última ellos dos a solas —ésta fue una cena en Charlottenburg a la que se incorporó la Prinzessin Augusta— y las demás con un buen lote de altos mandos. Sintetizando lo que más interesaba, se traía bajo el brazo su acta de reingreso, en la cual se fijaba el 1 de enero de 1840 como fecha de reincorporación al servicio activo. Se le daba el mando de la todavía no creada Eisenbahnbundesamt, aunque ya se contaba con la oportuna dotación presupuestaria y con dependencias en el Kriegsministerium, así como personal suficiente: un Hauptmann, un leutnant y una discreta fuerza de suboficiales. Se le sugería, por último, que aprovechara el tiempo hasta esa fecha para resolver los compromisos privados que pudiera tener, así como buscar alojamiento; en esto, me dijo con satisfacción, tenía el compromiso de la Prinzesin Augusta de lanzarnos un cable, ya que tenía muy buena información de lo que se ofrecía en Berlín.

—Me dijo también, para que te lo pensaras, que le gustaría contar con la Freifrau von Gösseln, aunque más como una secretaria personal que como una simple dama de compañía, que de ésas tiene muchas. Lo que le contó de ti la duquesa fue tan estupendo, añadió, que nada le gustaría más que hicieras para ella lo que aún haces para la Jefa —en nuestra más recóndita intimidad, la llamábamos así.

Me lo quedé pensando. Aquello habría debido alegrarme, pero me acongojaba todavía más.

—Hay que decírselo. Sabe que acabas de llegar, y si tardamos más de lo razonable, digamos media hora, se cabreará.

—¿Y por qué media hora es lo razonable?

No le contesté. Preferí desabrocharme la blusa sin dejar de mirarle como supongo miramos las mujeres a los hombres —o a otras mujeres— cuando no hace falta decir nada.

* * *

—Si he comprendido bien, Gösseln, el 1 de enero me habré librado de Vd. para siempre, ¿no es así?

—Para siempre, no, señora. De sobra sabe que toda la vida podrá contar conmigo. Bueno, con nosotros.

—Ya. Entiendo también que debe marchar antes, para buscar casa y todo eso, ¿verdad? —asentimos, los dos, aunque la pregunta era para Ludwig—. ¿Cuándo lo hará?

—Habíamos pensado que mediados de noviembre sería la mejor fecha. En los dos meses que faltan hasta entonces me daría tiempo a explicar su trabajo al que vaya a reemplazarme.

—Me temo que no voy a encontrar otro prusiano como Vd.. En fin —un suspiro, y me pareció que no coreográfico—, cuando le contraté ya sabía que un día u otro me dejaría por el KPA. De hecho, ha tardado más de lo que pensaba. ¿Tiene alguna idea de quién podría ocupar su puesto?

—Uno de los ulanos. Lleva con nosotros desde 1834. Treinta años, viudo porque la mujer se le murió al parir, una hija que se la cuida una hermana y sin problemas para pasarse la vida en el camino. Sirvió con honor en el Noveno de Húsares Wespreußen, es prusiano de Lübeck y, aunque no recibió una educación exquisita, se le puede llevar a cualquier parte. No digo que sea el mejor para el puesto, que sin duda encontrará Vd. algún oficial austríaco más distinguido, pero que lo combine todo, empezando por estar siempre disponible, quizá no haya tantos.

—¿Cómo se llama?

—Scholten. Cabo Ernst Scholten.

—Pues hecho. Le pone Vd. en antecedentes, le cuenta lo que deba saber y cuando lleguemos a Viena le dice a Lauengram que le prepare un contrato; ah, y que le dé su viejo cuarto de soltero. Le dice también, al tal Scholten, que no se preocupe por el viaje de invierno. Este año no saldremos de Viena. No es que viajar ya no me guste, pero del Donau volví exhausta y mis hermanas aún más. Otra cosa: de ningún modo voy a consentir que alguien que ha estado siete años en mi casa llegue a Berlín como un tenientillo; quiero que le vean como un barón prusiano que vuelve al servicio activo después de haber hecho una gran carrera en Viena, y para eso lo primero es que se baje de un buen carruaje, como puede ser el de los músicos, los cuales, por cierto, se van a quedar sin trabajo, al menos cuando esté de viaje, porque no voy a volver a llevármelos a ninguna parte. Su carroza no sólo es grande, sino que casi es nueva, porque sólo tiene seis años. Hace Vd. que la reparen si algo no está bien, le pinta Vd. sus armas en las puertas, elige cuatro caballos que no sean de los peores ni tampoco de los mejores y ya está, con eso llegará Vd. a Berlín como todo un freiherr. Eso es todo. Enhorabuena, Oberstleutnant von Gösseln, y ahora déjeme con la Freifrau von Gösseln, que tenemos que hablar.

Ludwig, sin llegar a cuadrarse, fue como si lo hiciera.

—Se lo agradezco de corazón, señora. Se lo repito: siempre me tendrá Vd. a sus órdenes.

Tras eso desapareció, perdiéndose una mirada de ojos entornados y un pelín burlona.

—Más o menos eso es lo que me dicen todos cuando me abandonan. En fin —un suspiro, pero ése sí era coreográfico—, a lo nuestro: ¿cuándo pensabas decírmelo?

Me lo quedé pensando, aunque no por improvisar, sino para recordar unas palabras que tenía muy ensayadas.

—Cuando viera el papel de la reincorporación. Por mucha ilusión que las buenas palabras le hiciesen a Ludwig, mientras las cosas no están escritas y firmadas sólo son pájaros y flores.

Asintió, con cierta solemnidad. Bien sabía yo que su filosofía era esa misma.

—Entiendo que te irás con él, ¿verdad?

La duquesa era dueña total y absoluta de sus tonos, aunque me pareció detectar un rastro de inquietud, y de pena.

—No, señora. No me iré mientras Vd. no encuentre otra lectrice, y no mientras yo no consiga que aprenda todo lo que deba saber. A mi marido le quiero con toda mi alma, pero a Vd. también. No la dejaré sola mientras no me diga que lo haga.

—Como mentira no está mal. Te ha salido muy sentida, pero no te engañes, Libusche. No a ti misma, que a mí no lo haces. La naturaleza es como es, y cuando te haces a dormir abrazada se lleva muy mal hacerlo sola. Sé que no encontraré otra como tú, porque lectrices que me ganen al ajedrez no creo que haya muchas, pero te agradeceré que me ayudes a buscar una. Y que luego la desasnes, claro. Eso, lo que más.

Nos sonreímos la una a la otra, yo de corazón. Ella, no sé.

—Empecemos por la casa. ¿Tenemos alguien que valga?

—Creo que no, señora. Que yo haya podido ver, a las segundas doncellas leer no es lo que más les gusta. En cuanto a las terceras, es probable que ni siquiera sepan. Hartenstein no se lo exige, porque para su trabajo no hace falta.

—Eso mismo me temía yo. ¿Por qué no hablas con la Brévilliers? Igual tiene alguna otra checa loca.

—Había pensado escribirle, para que lo fuera mirando. Y hablar con ella cuando volvamos a Viena.

Asintió, aunque con cierta displicencia.

—Cuando vayas a verla, ve de Freifrau von Gösseln. En general, que todos con los que hables, para esto y para cualquier otra cosa, vean en ti no una contratada, como le dijiste a la tortillera de Amalia, sino una amiga mía que me hace la mejor de las compañías mientras su marido encuentra casa en Berlín.

Me costó un gran esfuerzo no ponerme como un tomate.

—¿Tortillera, señora?

—No es más que una sospecha, pero los criados chismorrean en todas partes y luego Hannchen me lo cuenta todo. Eso aparte, sé interpretar miradas, porque más de una vez me han mirado así, no vayas a pensar que sólo se me dieron bien los hombres. Aunque disimula estupendamente, como toda una Grande de España, que para eso lo es, la calé al momento. Espero que no te metiera mano, aunque si fue así tampoco tiene importancia. Todas las experiencias enriquecen, Libusche.

Me pareció evidente que sabía más de lo que decía. Recordaba mi debut, y si bien nadie nos interrumpió, el caso fue que no salimos de su cuarto en toda la tarde, ni siquiera mientras su primera doncella llenaba la bañera. Como siempre, la duquesa me demostraba que, se tratase de lo que se tratara, ella siempre apuntaba perro y medio por delante.

—¿A Vd. también le ha pasado? Que una mujer se le insinúe, quiero decir.

—Más de una vez y más de una mujer. A un par de ellas las conoces, del Palm o de otros sitios, así que prefiero no darte nombres; no porque seas indiscreta, que de sobra sé que no lo eres, sino para que no se te pongan del revés tus cuadros de valores, los que tengas de mis amigas y mis conocidas. Te bastará con saber un par de cosas, Libusche: una, que son tantas que nos tienen rodeadas; otra, que vas a vivir en una ciudad donde las fabrican en masa, de modo que a partir de ya mismo ándate con ojo, porque son muy rencorosas, además de hipersensibles, y si les haces un desaire, aunque sea sin querer, te ganarás una enemiga mortal para el resto de tu vida. La de Berlín, sin carta de marear, es una corte peligrosísima para una baronesa de veintidós años monísima, inexperta y de aspecto irresistiblemente cándido, jamás dejes de tenerlo en cuenta. Tendrás que aprender a decir «no, gracias», del modo más cauteloso posible, y es que si hay alguien implacable, y despiadado, es un marimacho despechado. Los pobres diablos de los hombres, angelitos míos, en comparación son almas benditas.

Me lo quedé pensando. No podía evitar el preguntarme quiénes de las damas que conocía serían felices poniendo casa en la Lesbos Inseln.

—Estás preguntándote de quién hablo, ¿verdad?

Sonreía, juguetona. Eso me alegró, aunque sin dejar de inquietarme por lo prodigiosamente bien que me leía el pensamiento. Era una sensación tan agradable como alarmante.

—¿Cómo lo puede saber?

Compuso una expresión simpática pero indefinible, de «Libusche, hija, que llevo casi medio siglo acostándome con gente».

—No quiero hablar de mujeres vivas. Son asuntos muy delicados. A las muertas, en cambio, todo les da igual.

Me quedé a la espera, interesada pero diciéndome que si estaban muertas el asunto perdía la mayor parte de su gracia.

—Alguna vez te hablé de la reina Luise, de la manía que me tenía y de la tremenda guarrada que me hizo, ¿lo recuerdas?

Asentí, sorprendida. Sobre todo porque, si la memoria no me fallaba, fue una reina de diez hijos.

—Nunca te conté todas las razones por las que no me podía ni ver, pero dejemos eso. La omelette es un plato indigesto, Libusche. No cuando se come, sino cuando se describe. Mejor volvamos a lo nuestro. No te puedo pedir que te quedes indefinidamente, pero me gustaría contar contigo al menos tres meses desde que demos con una capaz de hacerlo no demasiado mal, o no mucho peor que tú cuando llegaste oliendo a repollo —me sonrojé retrospectivamente—; no creo que la Brévilliers tenga nada para ofrecer, porque lo suyo es instruir primeras doncellas, lo que sin excepciones como Hannchen no son otra cosa que muñecos sin alma, y para leer bien hay que tener alma, pero sí es posible que des con alguna en los colegios privados, los preferidos de la buena sociedad que no se puede pagar un internado suizo. Allí sí es posible que haya señoritas bien educadas y moderadamente cultas que cumplan un par de condiciones, a saber: una, que no cuenten con una buena dote, y otra que sean feas de solemnidad, de modo que los suyos tengan claro que jamás las casarán. Son un tipo de fräulein indeseable para sus familias, porque salvo milagros las tendrán que padecer durante toda su vida. Ahí es donde deberás echar las redes. De hecho, si aquella mañana en el Palm no te hubieras comportado como lo hiciste habrías terminado de segunda doncella en a saber dónde, quizá incluso en el Palm, porque habría lanzado a Wratislaw a mirar en esos colegios.

Me dio un escalofrío igualmente retrospectivo advertir que mi destino dependió, durante un minuto, de contestar con sencillez y sentido común aquella primera mañana en el Palm.

—Por lo demás, te digo lo que a Gösseln: saldrás de mi casa no como una lectrice que ha estado cinco años a mi servicio, sino como bastante más. Al igual que Mary, Emilie y Luise, también tendrás tu dote, Libusche.

Se me quedó mirando de un modo que yo no era capaz de definir, ni tampoco describir. Sólo fui capaz de pensar que, por muchos años que pudiese vivir, esas palabras nunca se me borrarían de la memoria.