Capítulo XI

CARRESSE, INVIERNO DE 1838-1839

HABÍAMOS llegado a Viena con octubre avanzado y la duquesa resfriada, tanto que no quería ni pensar en volver a Francia para pasar el invierno. Estaba no sólo cansada, sino deseosa de una vida sosegada, de ir de tiendas en la encantadora Viena de otoño, de salir con sus hermanas y no perderse una ópera o una comedia de las muchas estrenadas al empezar la temporada —tenía palco propio en el Burgtheater, en el Josefstadt y en el An der Wien—, de verse con sus incontables amigos y, sobre todo, de administrar su salon, que se mostraba rebosante. Mi papel no había cambiado con respecto a un año antes, salvo en un matiz: ya no era Mademoiselle Absolonová, sino la Freifrau von Gösseln, lo que parecía encajar mejor en la etiqueta vienesa; que una duquesa se dejara ver en compañía de una baronesa debía de ser más adecuado que hacerse acompañar de una simple lectrice. Salvo en eso todo estaba igual: seguía leyéndole los periódicos mientras Hannchen la bañaba, seguía ocupándome de su correo, seguía buscándole libros —los asuntos sesudos cada día le interesaban menos; le bastaba con los titulares y también con las esquelas; éstas ya eran un rito cotidiano; lo comenzaba diciendo del modo más aséptico: «dime quién ha dejado de fumar»— y seguía leyendo para ella en cualquier momento que le apeteciera, con la excepción de las noches, donde con alguna solemnidad me hizo saber que ya no me llamaría, pese a que nuestro pequeño apartamento seguía conectado a la cabecera de su cama por el viejo tubo acústico. La vida de la duquesa, y la nuestra con ella, seguía siendo apacible, agradable y estable, aunque a finales de octubre tuvimos novedades: una carta del Prinz Wilhelm para Ludwig.

—¿De qué se trata?

Me lo preguntaba ya en la cama, con su camomila bien a mano y listas, las dos, para empezar el tercero de los tres volúmenes de Deerbrook, una novela publicada en Londres pocos meses antes; su autora, Harriet Martineau, era una notoria feminista nada conocida fuera de Inglaterra. Si Deerbrook había llegado a nuestras manos fue porque Wellington la recomendó de un modo tan entusiasta como involuntario, al definirla como abominable, reservando para su autora la elogiosa calificación marimacho insufrible, con lo cual mi señora no vaciló en ordenarme marchar a WH Smith, la encantadora librería de Little Grosvenor St., para que comprara todo lo que hubiera de la tal Miss Martineau, convencida de que si para Wellington era una peste por fuerza debía de ser una escritora de mérito. Le reforzó en su juicio un comentario publicado en el Morning Chronicle, firmado por un tal Charles Dickens, donde se recomendaba leer lo menos posible de una mujer capaz de afirmar, sin mostrar ningún temor a Dios ni a que un rayo divino la fulminase, que «the intellect of women is confined by an unjustifiable restriction of education; as women have none of the objects in life for which an enlarged education is considered requisite, the education is not given; the choice is to either be ill-educated, passive, and subservient, or well-educated, vigorous, and free only upon sufferance».5

—Una vez al año se reúnen los jefes de los estados mayores de Baden, Württemberg, Bayern, Sachsen y Preußen; la próxima reunión es en München, en el Nymphenburg. El Prinz Wilhelm piensa sumarse, aunque quien llevará la voz cantante será el generalstabschef, Von Krauseneck. Al prinz le gustaría que Gösseln —yo ponía un exquisito cuidado en no llamarle Ludwig cuando hablaba con mi señora; por lo menos, mientras ella no dejara de tratarle de Gösseln— le visitase allí, para pedirle detalles sobre lo que hablaron en Berlín y sobre la carta que le escribió también allí, en Berlín. No lo dice con claridad, pero suena como si Krauseneck también tuviera interés en oírle.

—Tiene buena pinta, sí. Dile que se abrigue, porque Nymphenburg es una heladera. El tacaño del rey Ludwig sólo enciende las estufas cuando cuelgan carámbanos de las arañas.

Era su manera de otorgar su bendición y conceder su permiso para que Ludwig se ausentara dos semanas; un punto retorcida, sí, pero yo ya conocía casi todas sus claves expresivas. Todas, lo que se podría decir todas, aún no.

* * *

Si el tiempo al principio de noviembre hubiera sido el usual, quizá 1838 habría sido el primero desde 1814 que habría visto a la duquesa pasar la Navidad en Viena, pero las colosales nevadas que cayeron con escasos días de intervalo le convencieron de que no era el mejor año para cambiar de costumbres. Así, nos encerramos en su salón con las cartas enviadas y recibidas referentes al asunto, y con un manoseado mapa de Francia, edición 1815, de la editorial Capitaine. Tras revisar las enviadas y las recibidas, que no eran muchas menos —no contestar una carta de la duquesa de Sagan significaba no volver a saber de ella—, y tras reflexionar inclinada sobre las distintas láminas sirviéndose de sus quevedos, puso su dedo primero en un punto, luego en otro y por fin en un tercero.

—¿Desde aquí te apañas sola?

—Por supuesto, señora, pero no me ha dicho las fechas.

Se lo pensó, aunque poco. Había quedado con sus hermanas en su palco del Josefstadt, donde reponían la hilarante Bauer als Millionär —a la gente le gustaba más que cuando la estrenaron en el Leopoldstädter diez años antes, quizá porque no hacía ni dos que su autor, un genial Ferdinand Raimund que había sido de los fijos en el salon de mi señora, se volase la sesera, unos decían que por penas de amor y otros que por haberle mordido un perro rabioso, y no querer saber en qué consistía esa fastidiosa forma de morirse—, y el tiempo apremiaba.

—Las que veas más lógicas. Sólo deberás tener en cuenta que aquí no quiero estar más de cuatro semanas —por el primer punto—, aquí bastará con dos, por en medio estudia si hay algo que merezca la pena visitar, y aquí, por fin, dependerá de qué tal sea la condesa; si se parece a la que conocí en París, tres semanas; si no, dos días. Traza también las rutas, que supongo que tu marido ya te habrá enseñado cómo se hace —asentí, un punto desconcertada; no terminaba de acostumbrarme a que se refiriese así al que siempre había sido Gösseln—; preocúpate también de lo que suele hacer él, para que tengamos tiempo ganado de aquí a que vuelva, como sus ulanos y todo eso. Ah, por cierto: seremos menos pero también seremos más. Menos, porque sólo nos llevaremos a Zsofia —la cocinera húngara; oronda, guapetona y dominaba su oficio; vivía liada con uno de los cocheros, lo que mantenían en el mayor de los secretos pese a que lo sabía todo el mundo— y a Hedwig —una segunda doncella que se llevaba bien con Hannchen; ella y Zsofia eran fijas en la corte ambulante desde hacía unos años—, y a Holbein, claro. Los músicos se quedarán aquí, que no pienso dar ninguna fiesta. No este año. En cuanto a más, Pauline será de la partida y puede que Jeannette también. Ellas, sus primeras doncellas y supongo que nadie más. ¿Lo tienes todo? —asentí, por no decir que me cuadré—. Así me gusta. Mañana me cuentas cómo vas y me pasas a la firma lo que tenga que firmar. Venga, muévete.

Suspirando, ni siquiera me pregunté cuándo volvería Ludwig. Aquel cáliz, enterito, era para mí.

* * *

Acabábamos de salir del reino de Sardegna —más exactamente, del principado de Piamonti—, tras cruzarlo sin detenernos ni en Torino, donde residía su inestable monarca Carlo Alberto di Savoia il Magnanimo y con quien mi señora prefería tener el menor trato posible —según Hannchen, a causa de un viejo encontronazo en los tiempos del Congreso de Viena, donde Carlo Alberto, tras haberse despojado de la chaqueta napoleónica, demostró que los diecisiete años no son una buena edad para deslumbrar al mundo con la propia sabiduría, sobre todo si ésta es la de un tenientillo de húsares al servicio de l'Empereur—, ni en Niza, pese a ser una ciudad que se iba poniendo de moda en el circuito de las grandes fortunas, sobre todo las británicas.

Mi señora jamás habría cometido la descortesía de atravesar un reino sin saludar al monarca, pero su carta de contestación a la nuestra —yo la escribí—, explicando pomposamente que por esas fechas estaría visitando sus posesiones en Cerdeña, nos ahorró un montón de molestias, en mi caso por no tener idea de cómo planear una estancia en Torino y en el de la duquesa porque la sola vista del patán le descomponía. Su existencia como rey partía de que su primo Carlo Felice, un firme aliado de Austria, murió sin descendencia y él era su pariente varón más cercano, además del miembro de mayor rango de la casa de Savoia. Ésa era la razón, explicaba mi señora, de que Sardegna y Piamonte padecieran aquella peste de rey liberal, la cual, a ella no le cabía duda, terminaría por desencadenar una revolución que, acabara como acabase, significaría el fin de la presencia del Österreich en la península italiana, pero ésa sería otra historia y ella no estaba esa mañana para especulaciones sociopolíticas. Lo que deseaba era llegar cuanto antes a Saint Paul de Vence, pues a pesar de que había sido un buen viaje, sin incidentes, cada día que pasaba soportaba peor las largas jornadas en carroza, por confortable que fuese.

En Saint Paul nos esperaba su alcalde, un agradable Monsieur Gazagnaire a quien Ludwig y yo conocimos la mañana siguiente a mi doloroso debut en lo mejor de ser mujer —ella no siempre acertaba en sus predicciones—. La casa que habíamos apalabrado por carta no era la que nos cobijó tan escocido día, sino una bastante mayor propiedad de los duques de Fitz-James y que habían puesto a la venta una vez liquidaron sus propiedades en Clermont-Ferrand. Yo preferí ser honesta con el gentil alcalde, precisándole que la duquesa sólo pretendía hospedarse un mes, pero a él le pareció bien, quizá por pensar que la casa era tan maravillosa, y su precio tan estupendo, que nadie que residiese allí más de quince días resistiría la tentación de comprarla. «Pues bueno», fue todo lo que dijo ella cuando le puse al día y tras añadir que la propiedad tenía su propio servicio, de modo que la encontraríamos habitable, y no como padecimos Ludwig y yo las dos que nos envió a inspeccionar.

La casa, en realidad, era un château. No estaba en el mismo pueblo, sino en el Chemin des Sallettes, a unos cientos de metros de las murallas —Saint Paul fue durante siglos una fortaleza militar, de las perfeccionadas por un tal Vauban—, las que se habían restaurado tres años antes. Había espacio para todos, empezando por tres suntuosos dormitorios para la duquesa, la princesa y la otra duquesa, uno bastante grande para Hannchen, Aurora y Andrea, otro no pequeño para el Doktor Holbein y uno que no estaba mal —con su propio aseo— para Ludwig y para mí. El resto del servicio se las compondría sin más ayuda que la de un mayordomo muy anciano, los guardeses y un par de fregonas. Era una casa muy agradable situada en un paraje bellísimo, tanto que la duquesa se sintió instantáneamente bien nada más asomarse a la ventana de su dormitorio. Igual el pícaro Gazagnaire tenía razón y así era como acabaría vendiendo la casa Fitz-James, murmuraba Ludwig, y yo no le contradecía, porque hacía tiempo que no veía una duquesa tan feliz. Allí respiraba de maravilla, lo cual era tranquilizador, pues en los últimos tiempos sufría más sofocos de los usuales, los que según Hannchen nos atacan a todas cuando nos llevamos el disgusto de que deja de bajar lo que tanto nos irrita cuando baja. Si con aquella luz, aquel calor y aquel aroma le volvía el buen color, la buena salud y el buen humor, yo estaría encantada de pasar allí todos los inviernos, por mucho que las noticias de Nymphenburg, las que trajo Ludwig, daban por probable que a lo largo de 1839 el generalstabschef ordenaría, por recomendación del Prinz Wilhelm, la creación de un eisenbahnbundesamt —autoridad ferroviaria federal— que coordinaría los proyectos de construcción y equipamiento de líneas ferroviarias a lo largo y a lo ancho de la Deutscher Bund, así como los principios operativos que se deberían establecer para, cuando fuera el caso, ponerlas a la disposición del KPA y, por extensión, de los ejércitos de la federación. El que tal organización se confiase a un Oberstleutnant repescado no era cosa que al príncipe le preocupara; si alguien pusiera pegas, dejó caer al despedirse, ya le pondría él en primer tiempo de saludo. Eran unas noticias maravillosas y así estaba Ludwig de ilusionado, aunque de común acuerdo decidimos guardarlas para nosotros hasta que se hicieran realidad. Por bien que pueda sonar la melodía, mientras no se lee la letra —la de la carta de reincorporación— lo prudente suele ser no decir nada. A nadie.

La vida en Saint Paul era plácida. Las hermanas se levantaban tarde, al menos en comparación con los demás, que lo hacíamos con el sol. Tras sus respectivas y explicablemente arduas tareas de arreglo y atavío, y tras desayunar sin excesiva moderación, sobre todo la Duchessa d'Acerenza, que cada día estaba más gorda, solían salir a dar una vuelta por el pueblo, a fin de maravillarse —no demasiado; ya tenían mucho mundo visto—, con sus rincones; así, poco a poco, descubrieron la colegiata del XIV, que pese a ser una mahonesa cortada de diversos estilos —románico, gótico, barroco y neoclásico—, tenía su encanto, la capilla de los Pénitents Blancs, que no era mucho más fea, como tampoco lo eran las otras seis o siete iglesias que infectaban el devotísimo poblachón, la plaza de la Grande Fontaine, que más o menos era el ombligo del lugar, así como la feúcha torre de Machicoulis y unas cuantas casonas que sin llegar al nivel de hôtel particulier demostraban que Saint Paul evolucionaba desde su vieja esencia de bastión militar a la de refugio veraniego de familias burguesas. En esos paseos, siempre bajo sus sombrillas incluso si no hacía sol, las acompañaban Ludwig y alguno de sus ulanos. Yo también, aunque sólo cuando podía, ya que padecía una obligación prioritaria, la de acompañar a la cocinera y a la segunda doncella en la compra diaria, y no sólo porque su francés no les daba para regatear con los tenderos, sino porque una más de las funciones que la duquesa me había traspasado era la intendencia doméstica. Explicado de otro modo, antes viajaba con Lauengram, el cual llevaba una importante cantidad de dinero para encarar los pagos que no pudieran derivarse a las cuentas de la señora en los bancos con los que trabajaba —tenía cuando menos una en cada país que recorría—, empezando por las directas e inmediatas de la compra de alimentos, para nosotros y para las bestias. Cuando la señora comprobó que también podía echarme aquello a la espalda no se lo pensó, de modo que Lauengram se ahorraba unos viajes que no le ilusionaban y yo cada día tenía más obligaciones, lo cual me aterraba, pues ella, de hábitos rígidos, encontraría fastidioso quedarse de la noche a la mañana sin la que cada día se ocupaba más y más de que todo a su alrededor funcionara como una suerte de alfombra mágica sin que tuviera ella que poner nada de su parte, salvo el dinero, e incluso de eso el que se cuidaba era Lauengram, que con una sonrisa muy sardónica me dejó preocupadísima en Viena tras tenderme una bolsa rebosante de billetes y monedas. A veces me admiraba pensar que de humilde lectrice de diecisiete recién cumplidos me había convertido en factótum faltándome bastante para los veintidós; me hacía sentir un punto de orgullo, el de ver reconocidas mi competencia y mi seriedad, y también una creciente seguridad cuando pensaba en lo que aquellas experiencias aportarían a la baronesa Von Gösseln, esposa del importantísimo direktor del KPA Eisenbahnbundesamt —dadas las once consonantes del cargo, a la fuerza tendría que ser importante—, aunque también cierta congoja: la de no saber si al dejar a la señora cometería una deslealtad. Muchas emociones yuxtapuestas, aunque diurnas, porque cuando Ludwig y yo nos quedábamos en la intimidad de nuestro dormitorio, a la luz de una vela, y sin apenas palabras me lo quitaba todo, como si fuera una muñeca, se me borraban todas.

No todo eran paseos, porque no siempre hacía buen tiempo y porque por la noche Saint-Paul se moría. Llegaba el momento de lo que más gustaba en el caserón Fitz-James: las partidas de whist. Al principio jugaban con Holbein —es un juego de cuatro—, pero se aburría tanto que lo hacía deliberadamente mal, tanto que terminaron por despedirle; se preguntaron si probar fortuna con Ludwig, pero él las desengañó explicando que aquel juego era demasiado complejo para él, y que como buen soldado prusiano jamás había pasado de jugar al homme. Tras eso, y con escepticismo, me llamaron; era cierto que no tenía la menor idea de cómo era el juego, aunque también lo fue que a la media hora lo dominaba tan bien como ellas —comparado con el ajedrez no podía ser más tonto—. Era inevitable que al tiempo se cotorreara —yo no, por estar pendiente de lo que hacían con sus cartas, pero aun así no me perdía una—, de modo que así supe unas cuantas cosas más de la vida y los milagros de mi señora, que con sus hermanas y conmigo, jugando a las cartas, relajadas y tranquilas, con un gran fuego en la chimenea y una copa de buen armagnac frente a cada una —yo no—, dejaba volar su memoria sin ningún freno, sin ningún pudor y sin ninguna restricción social. No podía estar más en familia.

—A veces echo de menos a Schulemburg. De todos tus maridos era el que mejor lo hacía.

—Te refieres a las cartas, supongo.

Mi duquesa se había quedado mirando a la otra duquesa con un gesto de párpados caídos a media pupila y boca fruncida en no se sabía bien si era una sonrisa o era otra cosa.

—Por supuesto, querida. Tus maridos uno y tres nunca me dijeron nada. Troubetzkoy, en cambio, pues sí. Me habría gustado saber de un modo experimental por qué te lo sacudiste.

—Me quería llevar a Rusia y hacer de mí su samovar.

—Sí, es lo que dijiste a todo el mundo, pero nunca lo acabé de creer. Sonaba demasiado lógico para lo que acostumbrabas por entonces, además de que cuando te casaste bien sabías lo que opinaba el pobre diablo del matrimonio y del futuro.

—Debía de soñar con que te domaría.

Eso lo apuntaba la princesa Pauline; a diferencia de mi señora, cuyo aspecto había mejorado perceptiblemente después de quince días en Saint Paul, ella seguía mostrando un tono de piel tirando a ceniciento que no le sentaba ni medio bien, al punto que, sin serlo, parecía la más vieja de las tres.

—Eso lo soñaban todos. He tenido mala suerte con los hombres, porque sólo me han salido moros.

—Pues dentro de lo que cabe, no son tan malos.

—Son insoportables, Pauline. No hay nada tan aburrido como los celos, ni tan cargante. Troubetzkoy, el que tanto te gustaba —por la otra duquesa—, no podía soportar que bailara con otro, ni siquiera en los saraos de las embajadas. Y eso que no era moro. Era ruso, aunque la verdad es que aún son peores.

—¿Y el Zar? ¿También era un moro?

De primeras me costó identificar al tal Zar. No podía ser el de por entonces, Nikolai I Pavlovich, porque no se movía de Rusia, según mi señora porque igual no le dejaban volver. Debía de ser el anterior, ese Alexander del que una vez, en Ratiborschitz, me dio unos cuantos detalles. No conseguía recordar en aquel momento si fueron amantes o no —si algo no escaseaba en la biografía de mi duquesa eran los amantes—, aunque me parecía entender que pronto lo tendría claro.

—No, eso no. Era una de sus escasas virtudes: le daba igual quién se acostaba con sus mujeres, incluyendo a la legítima, la zarina Elisabeth. Nunca supe achacar a qué se debía tan elogiable actitud, y es que cuando él y yo tuvimos nuestra historia lo mío con Metternich estaba recién liquidado, pero él pensaba que no, que arrugando mis sábanas le ponía un cuerno al canciller, de modo que así estaba, encantado de la vida.

—¿Y qué tal era, en eso?

La duquesa fingía estudiar sus cartas, distraída, pero a mí no me la daba, y sospecho que a sus hermanas tampoco.

—Vulgar. Con la imaginación de un mosquito, las prisas de un cosaco y las energías de un sesentón, quizá por andar mal de reservas, porque según Altenstieg no había semana en la que no totalizara siete u ocho encuentros. Altenstieg le marcaba de cerca, y él lo sabía. Le hacía gracia que lo hiciera, porque al momento iba con el cuento a Metternich, y como casi todas a las que se tiraba eran las que antes se había tirado el otro, suponía que nuestro buen canciller se descompondría, como así era, por cierto. Ahora, lo que le llevó cerca del paroxismo fue lo mío con Alexander, eso tengo que admitirlo.

En ese punto atrapé un par de miradas relampagueantes, una de Pauline a Jeannette y la siguiente de las dos a mi señora, que las encajó con indiferencia.

—Libusche sabe ya de todo esto, que se lo he debido contar mil veces, así que a estos efectos ya es como de la familia. La verdad, y ahora que lo pienso, es que a veces me repito, como el pobre Talleyrand. Será cosa de los años.

Las Von Biron más jóvenes me miraron un momento; entendí que con simpatía, porque sonreían. Después volvieron a sus cartas, aunque como en el caso de la duquesa sólo era teatro. Jugaban lo bastante bien como para no necesitar concentrarse. Les resultaba más interesante, y más divertido, escuchar las batallas amorosas de la implacable Zaháňská.

—Tú rompiste con Metternich allá como por octubre, ¿no? Octubre de 1814, quiero decir —la princesa lo hacía mirándome, como si pensara que yo no me centraba; un error, porque sí que lo había hecho; si de algo hablaba mi señora con más frecuencia de lo usual, era de sus años de mayor gloria y esplendor: 1813, 1814 y 1815—, cuando llegó Alexander a Viena.

—No lo recuerdas bien. Llegó a finales de septiembre, antes de que Franz, el Kaiser, diera por inaugurado el congreso. Lo hizo al frente de un cortejo espectacular, cruzando la ciudad a lomos de un caballo blanco y escoltado por un millón de cosacos. ¿No lo recordáis? —las Von Biron menearon sus cabezas, denegando—. Pues os perdisteis el despliegue más ostentoso que se haya visto en Viena. Quería demostrar que venía en la mejor de las formas. Deseoso no ya de arrasar, sino de correrse la mayor de las juergas. A las dos noches apareció en mi salon; me contó que su embajador, Razumovsky, le había dicho que allí se concentraba la crème-de-la-crème, y que a eso venía, para que yo se la presentase, pero a mí es difícil engañarme: sus ojillos Romanov me decían qué perseguía, y como yo también andaba persiguiendo algo, a la semana llegamos a un acuerdo.

—¿Y qué perseguías? ¿Dar celos a Metternich, para que se decidiera de una vez a plantar a Laure y casarse contigo?

Me sorprendió que Pauline preguntase tan a las claras, si bien tardé poco en advertir que cuando las prinzessinen Von Kurland se trataban en familia, como hacían desde que mi señora dejara establecido que se me podía considerar parte de la misma, eran tan directas y descarnadas como las hermanas Absolon cuando despellejábamos a nuestros maridos, nuestros hermanos, nuestras cuñadas y nuestros primos.

—No, qué va. Por entonces yo ya no pensaba en eso; hubo un tiempo de nuestra historia, en París y quizás incluso en Londres, en que pese a lo desastre que podía ser en la cama le daba vueltas a la idea, porque me ilusionaba ser la kanzlerin, pero en los días de comenzar el congreso ya lo había descartado; él quería institucionalizarnos al estilo de Louis XV y la marquesa de Pompadour, mientras que yo sólo soñaba con salirme de aquello. Alexander fue de ayuda, porque contribuyó a convencer no sólo a Metternich, sino a toda Viena, de que mi asunto con el kanzler era kaputt, aunque si me lo llevé a la cama no fue por eso. Fue por Vava. Mi niña finlandesa —sus hermanas asintieron, conscientes de que hablar de Gustava era oscurecer el buen humor; no había nada en el mundo que pudiera entristecer más a mi señora que recordar a su hija de treinta y siete años, a la que sólo había visto en el momento de malparirla—. El lazo más fuerte de los que me ataban a Metternich era ése, Vava. Se lo había contado en la Navidad de 1813. Si algo he maldecido toda mi vida, vosotras lo sabéis —las otras asintieron de nuevo— es no haber tenido la entereza de quedármela. El malnacido de Armfeldt, y mamá, me liaron para darla en adopción a unos primos Armfeldt que criaban a un recién nacido Armfeldt. No sólo se la entregué, sino que constituí para ella un fondo colosal, para que jamás le faltara de nada. Bien, pues en esos mismos días de 1813 supe que Armfeldt estaba en las últimas. Era el administrador del fondo, así que ordené a Wratislaw, no el de ahora sino el padre, que se hiciera cargo del dinero. Imaginad mi espanto cuando me dice que Armfeldt se había gastado hasta el último céntimo y que las posibilidades de ir contra él eran nulas, porque se moría en la más absoluta miseria. Entonces se me ocurrió que podría convencer a la niña de que regresara conmigo, a través de los padres. Un gran dinero para ellos y la vida de una heredera riquísima para ella, pero no tuve respuesta. De ahí que recurriese a Metternich. Reaccionó como el mejor de los amigos: en cuanto Wratislaw le hiciera llegar la documentación hablaría con el Zar, pues Vava era súbdita suya desde 1812. Cada vez que le sacaba el asunto me daba muy buenas palabras, pero siempre las mismas, de modo que al ver al Zar en mi casa ni lo dudé. Alexander, debo decirlo, no me prometió nada; sólo que se haría explicar la situación y las posibilidades de un acuerdo amistoso; por lo inamistoso no habría ninguna, salvo si yo aceptase ver mi nombre por los suelos, ya que sin duda los primos Armfeldt harían público el asunto. Fue leal, porque me lo dijo cuando los hombres rara vez conservan la serenidad necesaria para mentir a sangre fría: justo después. Antes, sí. Antes mienten todos. Ya sabéis, «todo te lo prometen hasta que te la meten» —nos reímos, las tres; mi señora, cuando quería, era deliciosamente cómica—. En ese bendito instante, cuando aún no se han colocado la cabeza sobre los hombros, raro es el que miente bien. Alexander, además, estaba encantado de la vida. Soñaba conmigo desde la primera cena en Ratiborschitz, y lo último que imaginaba, porque Razumovsky le había dicho que seguía colgada de Metternich, era que alucinaba con él desde nada más verle descabalgar de su brioso corcel frente al portalón de mi castillo. La babosa de Altenstieg tardó minutos en hacer saber a su amo que Alexander no dejó el Palm hasta muy entrado el día, y no tras pasar la noche con Andrómeda, pues a la sazón fornicaba con Pumpernickel en la embajada británica. Saberlo Metternich y volverse loco fue lo mismo, aunque no sin entender que si se dejaba llevar por su obsesión Franz le despediría, y tras eso Laure le pondría en la calle, de modo que su mejor opción sería tirar de sangre fría y dejarlo correr. Lo hizo por carta. Muy solemne, de hombre nobilísimo injustamente maltratado por una coqueta perversa. No le contesté porque sabía con qué facilidad cambiaba de talante, y además no era la primera vez que me hacía llegar un mensaje de celos horribles. A la semana, sin embargo, comenzaron a llegarme más cartas, todas con la misma pregunta, que por qué no contestaba. Tanto me hartó que acabé por hacerlo, también por carta, y así fue como acabamos; la debió de filtrar porque llegó a ser de dominio público, lo que no me gustó nada. De ahí que durante años me gustara tanto putearle. Aún me gusta, por cierto —una sonrisa malévola, de inmediato respondida con tres de parecido corte—; sobre todo, al ajedrez.

Un guiño, para mí. No supe reaccionar, salvo del modo que a mi señora le gustaba más: poniéndome como un tomate.

—Y cuando empezaste con Wellington, ¿no se te mosquearon? Alexander y Metternich, quiero decir.

—Alexander no llegó a enterarse, Jeannette. Es que lo mío con Wellington sólo duró seis semanas. Llegó a Viena entrado febrero y se largó a finales de marzo, y entremedias se organizó el merder de Bonaparte. No creo que Alexander estuviera para muchas mundanidades, aparte de que sus espías no valían para nada, pues eran los de Razumovsky y ya los había sobornado Altenstieg. El que sí lo supo fue Metternich, pues si bien Wellington era muy discreto los hombres de Altenstieg alguna vez me vieron entrar en la legación británica, pero no por la puerta principal, la de Minoritenplatz, sino por una muy disimulada, en la Schauffergaße. Con eso y algún sirviente que tuviese a sueldo, por mucho que todos fueran ingleses, pues ya lo tenéis. Ahora, nunca me dijo nada. Ya lo habría debido interiorizar, o metabolizar, o como carajo se diga.

—¿No te volvió a fastidiar con sus celos, nunca más?

La duquesa se lo pensaba mientras estudiaba sus cartas.

—Sólo una vez. En París, el verano siguiente. Sabía que había terminado con Pumpernickel, que lo de Reuß no avanzaba, que a Lamb le había plantado en Viena y que lo de Wellington no revivía, de modo que igual pensó que aquél era su momento, pero alguien le fue con el cuento de lo mío con Miniussir y se volvió loco una vez más. Que cómo se me ocurría liarme con un crío doce años más joven, que si me había vuelto loca dejándome ver a caballo con él por los Champs Élysées, y además a horcajadas, que si quería tirar mi nombre a las cloacas, que ya estaba en boca de todo el mundo y no sé cuántas estupideces más. Ya veis, tan bobo como siempre. Parece mentira que un tipo tan inteligente se dejara llevar así por los celos.

—¿Y qué le dijiste?

Lo preguntaba Pauline, pero habríamos podido ser las tres a la vez. De hecho, no jugábamos. Aquello era más interesante.

—Algo que me había enseñado Miniussir. En su más brutal español. Nunca llegué a saber qué significa, pero intuyo que debe de ser atroz. Él tampoco lo entendió, aunque supongo que alguien se lo traduciría después, porque no insistió más.

—¿Y?

Gestos de atención muy profunda.

—Que se fuese a tomar por culo y dejara de tocarme los cojones.

Según hablaba se santiguaba, risueña.

—Suena fatal, sí —Pauline y yo asentíamos, convencidas.

—Pues ni os harías idea de cómo resulta dicho por un español de más de seis pies, con un vozarrón tremendo y una cara de mala leche que daba espanto verla, y es que así maldecía —un suspiro de ternura— mi pequeño Nicolás.

Nos quedamos en silencio, soñadoras. Ella decía que todas hemos tenido, en algún momento de nuestras vidas, un hombre que nos ha hecho sentirnos distintas. Especiales. El suyo, estaba claro, fue Miniussir. Lo fue o aún lo era, que no hacía ni ocho meses desde que se despidieran en París, y a Hannchen y a mí nos constaba que tras una noche de poco dormir. Al revivir aquella inspección de sábanas manchadas y camisón rasgado, caí en la cuenta de que a partir de ahí fue cuando empecé a ver que se hacía mayor. Era como si hubiese pactado con el diablo mantenerse joven, o no demasiado vieja, mientras Miniussir y ella no se dijesen adiós una última vez. Tras eso, me dio un escalofrío decírmelo, era como si todo le diera ya lo mismo y sólo le quedase una cosa por hacer: morirse.

* * *

El Château de Biron era el segundo lugar del Le Capitaine donde mi señora puso el dedo tras decidir dónde pasaríamos el invierno de 1838 a 1839. Se hallaba en lo más profundo del Périgord, a setecientos kilómetros de Saint-Paul de Vence según había estimado Ludwig, pero el camino hasta llegar allí estaba repleto de lugares interesantes. En casi todos me las compuse para conseguir alojamiento por un par de noches, y en los que no tuve suerte serían los ulanos, despachados en avanzadilla, quienes los consiguieran. Sería un viaje largo, de diez días; lo haríamos sin prisa, descansados —las duquesas tenían buen aspecto; la princesa, un poco menos, aunque también había mejorado; los demás estábamos que daba gloria vernos—; así, el 25 de enero de 1839 dejamos St. Paul con alguna pena —todos fuimos felices, allí—, si bien no tanta como la del alcalde Gazagnaire, que se quedaba sin el más prometedor de los posibles compradores del château Fitz-James, y aparejamos rumbo a Cannes, donde pasaríamos una noche con Lord Brougham —un punto apretados—, para seguir hacia Brignoles, Aix-en-Provence, Arles, Montpellier, Millau, Rodez, Sarlat —allí pararíamos dos días— y, por fin, al Château de Biron, el cual daba nombre a un pueblecito que antes de la revolución del 89 se llamaba Notre-Dame-de-Biron, ahí pasó a ser Mont-Rouge, tras la Restauración se le rebautizó Biron y estaba en trance, según explicaba su dueño —Armand de Gontaut, tercer marqués de Biron y pariente cercano de Charles-Antoine, octavo y último duque de Gontaut; el título ducal se extinguió cuando la louisette rebanó el pescuezo de su hijo Armand-Louis, seis meses antes de hacer lo mismo con su nuera Amélie de Bouffiers y sin que hubieran tenido descendencia—, de llamarse Vergt-de-Biron. Como decía mi señora, la comarca entera reventaba de Birones.

El viaje se desarrollaba con un prusiano sentido de la precisión —las etapas estaban bien evaluadas; por algo las había trazado un oficial de Estado Mayor del ejército que mejor invadía Francia—, de modo que hasta llegar al Dordogne no nos habíamos retrasado sobre lo planeado, pero allí nos alcanzó una tormenta. Los caminos no estaban señalizados, al punto que Ludwig cabalgaba con la brújula en la mano, pero lo de aquel mediodía que parecía medianoche superaba la más elemental prudencia, de modo que nos detuvimos en un pueblo encaramado a unos veinte metros sobre la ribera de un Dordogne que amenazaba desbordarse, y nos dispusimos —Ludwig y yo; él con la palabra y yo con los napoleones— a buscar cobijo. No tardamos en saber que se llamaba Carennac y que poseía un monasterio desocupado, no muy grande y donde tras soltar una propina el guardés nos indicó que podríamos montar la tienda para esa noche. Aún no lo habíamos dejado para dar la novedad a nuestras ateridas prinzessinen cuando apareció un segundo tipo, de mejor aspecto. Era el mayordomo de una casa con pinta de palacio pequeño y cuya señora, compadecida de nuestras pasajeras —las veía desde su ventana—, nos hacía hueco por esa noche, con lo cual resolvimos que las princesas Von Kurland, sus doncellas y yo aceptaríamos su hospitalidad, mientras el resto de la fuerza se las apañaría en el monasterio. El tal palacio, visto desde un ángulo más favorable, tenía buen aspecto, nada susceptible de que lo se llevara por delante un Dordogne salido de madre. Se llamaba Château des Doyens y su propietario era un columnista parisino tan conocido que a mi señora le sonaba su nombre, Charles Dunoyer. A la preñada châtelaine, de la que no llegamos a saber cuál era su relación con el tal Dunoyer, mi duquesa le resultaba familiar —quién no habría oído hablar de la mujer que aglutinó a la Sexta Coalición para librar a Francia del tirano, explicaba—, de modo que la recibió, y a su séquito con ella, con los brazos abiertos y un gran fuego en la chimenea, gracias a lo cual ella y mi señora se convirtieron ipso facto en las mejores amigas del mundo.

La cena fue de lo más improvisada, pues la intendencia de la castellana era la justa para un caserón donde sólo vivían ella, dos niños pequeños, un mayordomo y dos sirvientas. Carecía de víveres suficientes, pero nosotros viajábamos con las contingencias cubiertas, y si bien nada era del día llevábamos a bordo tal cantidad de fiambres, conservas y embutidos que, combinados con lo único que la châtelaine pudo aportar —un caldero de sopa con tropezones—, dio para una cena muy animada, donde nuestra excelente anfitriona, que llevaba una vida bastante aburrida, se lo pasó en grande, al punto de soplarse un par de copas de un vinillo de Bergerac del que mi señora me dijo en un aparte viera de adquirir unas cuantas botellas, porque le supo riquísimo. Tras eso la deliciosa Françoise de Salignac se fue a dormir dejándonos al calor de la chimenea, ya que ni la duquesa ni sus hermanas querían irse tan pronto a la cama. Tenían ganas de cotorrear al tiempo de darse un latigazo —les encantaba el armagnac—, y hablar de aquel pueblecito tan hospitalario como seductor era un buen principio.

Había dejado de llover. De no empeorar el tiempo la noche siguiente dormiríamos en Sarlat, y tres después en el Château de Biron. Un château de nombre tan sugerente que no me resistí a preguntar a mi duquesa —ya me temía no ser inmune al armagnac— si tenía que ver con su apellido familiar.

—Pues no lo sabemos. A eso venimos, a saberlo. Puede que mucho, puede que nada. Yo me inclino por lo segundo, aunque cualquiera sabe, porque cuando se trata de ancestros todo es posible. La heráldica y la diplomática, pese a lo que dicen los reyes de armas, que son sus muy sesudos estudiosos, están lejos de ser una ciencia, y mucho menos una exacta.

Mi duquesa no parecía interesada en dar más detalles, pero la otra duquesa tenía ganas de hablar.

—El marqués de Gontaut, ¿llegó a decirte algo más?

—No. Lo que os dije hace meses, solamente: que tenemos a nuestra disposición su château, que nos quedemos el tiempo que nos apetezca, que tendremos libre acceso a sus archivos y que sólo nos pide que si descubrimos algo de interés se lo contemos. Por lo demás, que no puede moverse de París, por la gota, pero que a su hijo Henri le gustaría visitarnos en Viena, en junio; a esto le contesté que sería un honor para nosotras y el resto de las bobadas que se dicen en estos casos, de modo que ya sabéis: en junio le tendremos en el Palm. Anda por los treinta, de modo que aún no habrá heredado la gota. Por lo demás, crucemos los dedos para que no sea más idiota que su padre.

—Le sorprendería tu carta.

—Quizá, pero no lo dijo. Sólo que sí, que sabía de nuestro padre y que nos llamamos Von Biron, pero no pasó de pensar que sería una curiosidad, una simple coincidencia de apellidos medievales o algo por el estilo. De ningún modo le dije que sospechamos de nuestro real origen, no sea que al final resulte que todo fue un fraude y nos empiecen a criticar. Bastante lo hacen ya, de modo que mejor no dar más motivos.

Ahí, sin poderlo evitar, se me subieron las cejas. A mi ausente marido le habría pasado lo mismo, pero la única que se le veía estaba bien adiestrada, porque si se alzaba se le caería el monóculo y eso, a él, le descomponía. Cuando no lo llevaba puesto era un hombre guapo, de facciones agradables e incluso bondadosas, que sonreía con facilidad y con un gesto muy bonito. Lo malo era que solamente lo sabía yo. Una de las razones por las que usar monóculo es algo tan extendido en el cuerpo de oficiales del KPA es que hace necesaria una fuerte contracción de no sé cuáles músculos faciales, con el resultado de que se adquiere una expresión terrible, cosa muy necesaria para todo militar prusiano que se precie. De ahí que lo usen hasta los que ven perfectamente; se trata de dar miedo, y no les importa el sufrimiento de llevar puesta la tontería esa.

Las hermanas se me quedaron mirando, sin decir nada. Pensé que preferían quedarse solas, pero cuando ya estaba por levantarme mi señora me indicó que siguiera sentada.

—Mejor será que se lo contemos, porque después de todo será ella la que se recorra los cientos de documentos que dice tener el marqués, y si no sabe para qué lo hace, ni lo que tiene que buscar, no lo hará bien. ¿Estáis de acuerdo?

Las dos asintieron. Era evidente que aquello que dijo ella de que ya era como de la familia se lo habían tomado en serio. Mi señora, mientras, se pensaba las palabras. Era una cosa que hacía cuando lo que fuese a contar era largo y complejo; intentaba, lo primero, poner en orden sus ideas, y lo segundo que al explicarlas le saliera un hilo continuo, lógico y bien estructurado, de forma que no debiera repetirlo, lo cual le impacientaba muchísimo. En general, mi señora era pesimista en relación a las entendederas de la gente, aunque a veces sospechaba, sin decirlo, que no siempre se la dejaba de comprender por mera estulticia, pues en ocasiones sucedía que no había forma de seguirla. Jamás lo habría reconocido, pero conmigo, y con algunos otros en cuya cabeza confiaba, como Wratislaw, y Ludwig, ponía un cierto esfuerzo en hablar claro y con orden.

—Nosotras, las tres, aunque formalmente las cuatro, somos hijas de Peter von Biron, nacido en Mitau o en Jelgavã, dependiendo de que lo digas en alemán o en letón, el 15 de febrero de 1724, y muerto en Gellenau o en Jeleniów, según prefieras el alemán o el polaco, el 13 de enero de 1800. No nació hijo de los duques de Kurland und Semgallen, pero heredó el título en 1772 y lo conservó durante los veintiocho años que aún viviría, pese a que el ducado propiamente dicho pasó a formar parte de Rusia en 1795. Hasta este punto nuestra historia no puede ser más ortodoxa, ni más conocida. De la que ya se sabe menos es la de su padre, nuestro abuelo Ernst-Johann von Biron.

Un trago de Château Laballe, para suavizar el gaznate.

—El abuelo Ernst-Johann nació en noviembre de 1690, en Kalnciems, un pueblo de Semgallen, cerca de Mitau. Allí sus padres, que ni de lejos eran duques de Kurland und Semgallen, tenían una finca que les había cedido años antes el Herzog Jakob III von Kettler, el cual vivió entre 1610 y 1682, y fue duque de Kurland desde 1642. Ernst-Johann era el mayor de tres hermanos y cinco hermanas, y sus padres no debían de estar mal de dinero porque le inscribieron en la universidad de Königsberg, en Ostpreußen. Eligieron ésa y no una rusa porque presumían de ancestros prusianos, pero los rectores de la tal universidad le sacaron a patadas a los veintipocos, por conducta disipada; visto lo cual se fue a Rusia, para ver si ahí se labraba un porvenir. Probó fortuna en la corte de Charlotte von Braunschweig-Lüneburg, una chica de veinte años que hacía tres se había casado con el Zarevich Alexei, destinado a ser, algún día, el Zar de todas las Rusias. Como no le hacía maldito caso, y ella, por si fuera poco, no hablaba una palabra de ruso, se montó una corte de alemanes en la que nuestro Ernst-Johann intentó sentar plaza, pero sin suerte, porque se le veía el plumero de arribista. Volvió a Mitau, donde su hermana Friederike se había convertido en la querida secundaria del gobernador Pyotr Bestuzhev, el cual se ocupaba del ducado por cuenta de la duquesa Anna Ioannovna, y aquí debo advertirte que si bien el ducado tenía duquesa lo que no tenía era duque, pues el último reconocido, Friedrich-Wilhelm von Kettler, un chico muy guapo que se había casado con la tal Anna para dejarla viuda en 1711, cuando él sólo tenía diecinueve y ella dieciocho, murió sin descendencia. El ducado debía pasar al hermano del difunto, Ferdinand von Kettler, el cual tenía razones para suponer que si se dejaba ver en Mitau viviría un par de horas, de modo que se quedó en Dantzig, donde vivía bastante bien. La duquesa, que como buena sobrina de Pyotr Velikiy no estaba para tonterías, nombró gobernador al tal Bestuzhev, el cual no sólo se acostaba con la inconsolable viuda en calidad de amante oficial, sino que administraba el ducado con mano de hierro, aunque con los allegados de nuestra tía-abuela, que fue la primera de las grandes golfas de nuestro linaje —las tres brujas sonreían con mezcla de ternura y maldad—, era más amable.

Otro alto, que aproveché para echar un par de troncos a la todavía crepitante chimenea y para rellenar las copas.

—En aquel ambiente, que no era de los más edificantes, Ernst-Johann no tardó en ver la luz. Gracias a Friederike formaba parte de una corte donde la duquesa Anna Ioannovna no se divertía demasiado. En 1720 andaba por los veintisiete y se había puesto como una osa, sospecho que porque Bestuzhev, de cincuenta y cuatro, no le hacía el caso que debería, monopolizado por las tareas de gobierno y, supongo, por la encantadora Friederike. Ernst-Johann, lo dicen los cuadros, era un tipo imponente: alto, fuerte, guapo, joven, sano, inteligente y sin escrúpulos. Su aproximación a la duquesa fue cautelosa, pero eficaz, porque aprovechando uno de los viajes de Bestuzhev a Sankt Petersburg se hizo con el lado de la cama de la duquesa que apenas ocupaba el otro, con resultados sensacionales, empezando porque a su regreso Bestuzhev se vio sin cargo, sin amante y en desgracia; no tuvo más opción que salir por pies, no fuera que se los cortaran también. Así, Ernst-Johann se hizo no sólo un hombre sino también un nombre. La duquesa, que tenía opciones al trono de Rusia, decidió estabilizarle a su lado, empezando por buscarle una esposa de su agrado, la que sería nuestra muy adorable abuela Benigna Gottliebe von Trotta, para casarlos en 1723. Nuestro padre nos contaba que no era una belleza, pues tenía la cara y el tipo de un caballo, además de una piel picadita de viruelas y un carácter espantoso, aunque idiota no lo era en absoluto. Si la duquesa la eligió para esposa de su valido-amante fue para que no le hiciera competencia, y desde luego que no se la hizo, porque bien sabía de cuál teta manaba la leche que mamaban los dos, Ernst-Johann y ella.

Era de reconocer que nos tenía en el bote. Sus hermanas conocían la historia, pero yo encontraba dudoso que la supieran contar así, combinando la gracia y el humor con el orden y la precisión, y con una riqueza en los detalles que me había llevado a olvidar el armagnac, porque no quería perdérmelos.

—El 16 de enero de 1730 la duquesa Anna y su amante-valido se preparaban para viajar a Sankt Petersburg desde Mitau para estar presentes en la boda del zar Pyotr II, sobrino de la duquesa, con la princesa Ekaterina Dolgorukova. El Zar había cumplido catorce pocos meses antes, de modo que no era un ejemplo de madurez, aunque sí de precocidad, pues ya lo había probado casi todo: las mujeres, los hombres, el vino, el vodka, el opio y, en general, cualquier cosa que contribuyese a que no estorbara demasiado, justo lo que pretendía la familia Dolgorukov para mantener indefinidamente su status de predominio en la corte y en el gobierno de Rusia. Con ese motivo le habían buscado una novia de dieciocho años no sólo espectacular, sino muy consciente de su papel al servicio de la familia, para lo cual se mostraba dispuesta, sin restricciones, a lo que fuera. Todo iba saliendo a la plena satisfacción de los Dolgorukov, pero dos días antes de la ceremonia el Zar enfermó de viruela. No parecía un ataque muy grave, pero ya llevaba un mes con la salud averiada, gracias a los excesos que cometía. El 18 de enero, víspera de la boda, comenzó a delirar, al punto de pedir su caballo para visitar a su hermana Natalie, muerta muchos años antes. Los Dolgorukov, viendo que se les derrumbaba el tinglado, trataron de conseguir que Pyotr consumara el matrimonio antes de celebrarlo, sin que la novia protestara y pese al riesgo de contagiarse la viruela. Tras aceptar la esforzada Ekaterina que Su Majestad no estaba en condiciones de consumar nada, y es de reconocer que puso verdadero empeño, trató de conseguir, al menos, que la declarase su heredera, pero los médicos, alentados por los opuestos a los Dolgorukov, se negaron a que alguien pusiera una pluma en la mano de un pobre niño que sólo era capaz de sollozar y delirar, alternativamente. Dejó de sufrir al amanecer. A las pocas horas se reunió el Vierkhovnyi taynyi soviet, o Consejo Supremo, bajo la presidencia de uno que no podía ni ver a los Dolgorukov, el príncipe Dmitry Galitzine. En pocos minutos consiguió que se designase Zarina de Todas las Rusias a la duquesa de Kurland, siempre y cuando aceptase unas condiciones específicas que limitaban considerablemente su capacidad de actuar como una monarca investida de poder absoluto, al estilo de su tío Pyotr I Velikiy o Peter I der Große, si lo preferís en alemán. Enviaron una comisión a Mitau para que le trasladara el ofrecimiento; ella, por su parte, había interrumpido el viaje al llegarle noticias de que su buena estrella estaba en mejor forma que nunca, pues ni de lejos contaba con que su sobrino fuese a dejar de fumar tan jovencito. No tardó ni cinco minutos en decir que sí, que de acuerdo, y acto seguido la todavía por proclamar zarina Anna Ioannovna estampó su firma donde indicaban los comisionados. Tras eso se presentó en Sankt Petersburg para ser coronada, lo que sucedió el 28 de abril de 1730. Su primera medida, tres o cuatro días después, fue declarar nulo y sin efectos el documento que le habían hecho firmar en Mitau el 20 de enero. La segunda fue apresar a los miembros del Vierkhovnyi taynyi soviet, salvo a los que, prudentes, se habían largado a tiempo, conscientes de cómo las gastaba el inolvidable Pyotr I Velikiy, del que la recién coronada Zarina era un vivo retrato. Así comenzó un reinado autocrático donde quien de verdad mandaba era el astuto Ernst-Johann; al mes de la coronación fue nombrado Chambelán de la corte y Reichsgraf del Imperio, a lo que añadiría una brumosa exposición de su derecho a incorporar las armas de su lejana familia francesa, los Gontaut-Biron, a sus propios blasones, lo cual es, a fin de cuentas, lo que nos ha traído aquí, pero ya llegaremos a eso. Durante los diez años que la Zarina viviría, el buen Ernst-Johann se comportó no ya como un valido, sino como un dictador. Rapiñó riquezas sin cuento, neutralizó a las familias más peligrosas para sus intereses, los Dolgorukov y los Galitzine, crucificó al pueblo a impuestos, estableció una policía secreta temida en cada ciudad, en cada calle y en cada casa, deportó a Siberia unos cuarenta mil rusos que no le miraban bien e hizo ejecutar a los mil que pretendían ir más lejos. En su haber cabe decir que sentó las bases de una eficaz administración, donde nadie se libraba de pagar pero donde los servicios, cuando menos, funcionaban. Los rusos, que son muy dados a reírse del poder, sobre todo si es una dictadura, llamaron a la suya Bironovshchina, y es comprensible que al acabar estuvieran de nuestro abuelo hasta sus mismísimas partes.

Nuevo trago de armagnac. La duquesa resistía bien el vino y los licores, aunque si las sílabas comenzaban a estirársele más valía sugerirle con delicadeza que se fuese a la cama, porque podía ponerse francamente desagradable. Gracias a Dios, le seguían brotando a un ritmo y una cadencia irreprochables.

—En 1737 se veía tan fuerte que no dudó en aprovechar una estupenda oportunidad: Ferdinand von Kettler, el último de los Kettler y el único que podría disputar el derecho de la Zarina a ser duquesa de Kurland und Semgallen, dejó de respirar en la lejana Königsberg. Nada podía obstaculizar un ucase de la Zarina designándole Herzog von Kurland und Semgallen, y eso fue lo que sucedió. No le resultó fácil ni tampoco inmediato, pues el ducado estaba sometido al trono de Polonia, y el rey de Prusia opinaba que también tenía derechos, pero tras una eficaz combinación de amenazas, presencias militares y sobornos a gran escala, todo el mundo estuvo de acuerdo en investirle duque de Kurland und Semgallen, en 1739, en Varsovia y por el rey de Polonia en persona. Con eso alcanzaba la cima de su gloria, pero se cernían nubarrones, porque la Zarina, sin la que no era nada, se moría. Siempre había estado gorda, pero en los últimos años ya no se murmuraba sobre su peso, sino sobre su tonelaje. Su corazón no podía con aquella masa, y poco a poco sus otros órganos empezaron a fallar. Cuando se hizo claro que le quedaban semanas, el desconsolado Ernst-Johann preparó una jugada que con un poquito de suerte podría funcionar: hacer que Anna, en su lecho de muerte, designase como heredero a su sobrino-nieto Ivan, con el nombre de Ivan VI, y como a la sazón era un bebé le nombrase regente adjunto, por delegación de su madre y regente formal, la princesa Anna Leopoldovna, de padre alemán, casada con un alemán y que no hablaba nada de ruso. Lo hizo el 5 de octubre de 1740, para fallecer el 28 dejando a todos encantados, porque le habían bastado diez años para ser la zarina más detestada de todos los tiempos, aunque preocupados por la evidencia de que no se libraban del Von Biron. Esto sucedió tres semanas después, el 19 de noviembre, cuando el Feldmarschall Burkhard von Münnich, un mercenario que había hecho carrera en los ejércitos de Oldenburg, Francia, Hesse y Sachsen, para sentar plaza en Rusia con el rango de teniente general a unos juveniles treinta y nueve años, le sacó de la cama pistola en mano, le cargó de grilletes y le hizo encerrar. Meses después fue juzgado y condenado a un destierro de por vida en Pelym, Siberia, donde no estuvo mucho tiempo, ya que al año la nueva Zarina, una Elizabeth Petrovna cien por cien rusa que se acababa de cargar a la desdichada Anna Leopoldovna y al todavía más desgraciado de su hijo, le permitió residir en Yaroslavl, cerca de Moscú. Allí vivió veintidós años, allí vio crecer a su familia y allí pensaba que moriría cuando en 1762, en uno de esos vaivenes políticos tan propios de los rusos, el zar Pyotr III, un notorio proalemán, le llamó a su corte. Un año después, su viuda Ekaterina II, una princesa prusiana que jamás dejó de serlo, le devolvió su ducado, aunque con instrucciones precisas de traspasárselo a su hijo Peter, y desde ahí ya conocéis la historia. La posterior. La que ahora interesa no es ésa, sino la de antes, la de los ancestros de nuestro abuelo Ernst-Johann.

Se detuvo unos instantes, pensaba yo que a recargar la siguiente ronda de datos. La duquesa, cuando se lanzaba por el camino discursivo, no dejaba las cosas a medias.

—De los documentos que se trajo nuestro padre de Jelgavã y de Rundãle, sus palacios letones, no se deduce desde cuándo nos llamamos Biron, pues los más antiguos muestran apellidos distintos. El más próximo es Biren, aunque también aparecen Büren, Bühren, Bührien y otros más. Algunos quizá sean errores de transcripción, pero Bühren es una forma que se repite la suficiente cantidad de veces como para inspirar que los tatarabuelos —ahora se fijaba en sus hermanas— se llamaban así. El documento más preciso es el apunte registral de la finca, pese a que ya estaba muy deteriorado, por la humedad, cuando Wratislaw dio con él. De lo que leyó, dijo, se deducía que fue inscrita en 1678 como propia de un tal Pe-ilegible Bühren, y nada más. Eso y sólo eso fue todo el rastro que dejó.

Se detuvo para servirse un vaso de agua. Le debía de preocupar que aquel prodigioso Château Laballe se hiciera con ella.

—Del tatarabuelo Bühren, así pues y si de veras se llamó así, se sabe que recibió la finca del duque Jakob III, pero no a cuento de qué ni en concepto de qué. También se sabe que fue su caballerizo. No me cuesta imaginar una relación directa entre un duque y su caballerizo, pues por grande que sea la distancia social lo cierto es que se habla con ellos, y es posible llegar a desarrollar alguna confianza personal. La del tatarabuelo Bühren con el duque Jakob tuvo que ser considerable, pero no está en nuestras manos saber en qué consistió, ni es lo que interesa. Lo que pretendemos es determinar si este tatarabuelo Bühren que recibe una finca entre 1673 y 1678 tras ser caballerizo del duque Jakob III durante varios años, y hacen falta muchísimos para que un duque te regale una finca —todos asentimos—, tenía sangre Biron, o Gontaut-Biron, empezando por que procediera del château de los Gontaut-Biron, del que se habría largado antes de 1673 por alguna razón a determinar. Si así fuera, quizás estaríamos en condiciones de pensar que sí, que hay sangre Gontaut-Biron correteándonos por las venas.

—¿Y si no?

La que preguntaba era Jeannette; por el tono y la inflexión me pareció que ya estaba un punto colocada.

—Si no, que Luise tenía razón y somos una pandilla de advenedizos. Con mucho dinero, que nadie nos lo ha discutido nunca, pero no equiparables a la gran nobleza prusiana.

—¿Y eso te preocupa, Mina?

—En absoluto, Pauline. No es más que curiosidad.

Se levantó con alguna pesadez. La sobremesa quedaba liquidada. En cuestión de minutos las primeras doncellas auxiliarían a sus señoras y la lectrice debería entretener a su duquesa mientras le llegaba un sueño que, gracias al armagnac, no tardaría demasiado. Quisiera Dios que no tanto como para darme con un Ludwig dormido cuando le fuese a visitar a su celda del monasterio. Le tenía verdaderas ganas, esa noche.

* * *

Nos habíamos acostumbrado tanto a que château significara cualquier cosa, incluso alguna humilde casucha en medio de un viñedo, que la vista del de Biron nos hizo recordar su verdadero significado: castillo. No sólo era imponente, sino que combinaba torreones, murallas, almenas y puentes levadizos que cruzaban un foso donde quizás hubiera cocodrilos. Si no tanto, el riesgo de una buena infección si te caías en sus aguas no te lo quitaba nadie, porque de tan sucias como estaban parecían sólidas. Lo atravesamos en las carrozas y siguiendo a un ceremonioso adalid que nos había venido a buscar nada más divisarnos por el camino de Sarlat, de donde veníamos tras haber pasado un par de días estupendos y llenar un baúl con una exquisitez que a las tres hermanas les encantaba, por mucho que fuera consecuencia de una tremenda crueldad: el foie gras d'oie; según entendí, es el hígado de una oca a la que durante meses se le hace comer enormes cantidades de grano, introduciéndoselo en el estómago por medio de un embudo; el pobre animal engorda tanto que termina por reventar, si no lo decapitan antes; es el momento de abrirlo en canal y hacerse con el hígado, que por culpa de la salvajada se ha vuelto enorme. Los venden conservados en frascas de cristal a los grandes restaurantes de París, aunque siempre hay suficientes para los visitantes de Sarlat, un pueblecito medieval que además es una encrucijada de caminos y una celebrada plaza de mercado. Allí mis princesas se lo pasaron en grande, mirándolo todo, regateándolo todo y comprando de todo, empezando por frascas y frascas de aquel portentoso foie gras d'oie que a mí no me gustaba, pues lo encontraba pesadísimo; debía de ser porque mis tripas de campesina no sabían apreciar las delicatessen.

El château, en realidad, era un conjunto de construcciones levantadas a lo largo de seis siglos, explicaba el ceremonioso adalid mientras las mostraba según caminábamos hacia nuestras habitaciones. Habíamos entrado por una torre del siglo XIII que no era lo más antiguo del conjunto. De allí pasamos a lo que llamaba el buen hombre capilla colegial, añadiendo que, a su entender, era la pieza más hermosa del château. Tenía dos pisos, y el de abajo no era exclusivo de la casa, sino que hacía de iglesia parroquial, pues el pueblo se arracimaba en su derredor. La pieza buena, según él, era la superior, la de los marqueses; la empezaron cuando primaba el románico y la terminaron cuando mandaba el gótico, aunque supieron mezclarlos con armonía, o eso decía él, porque a mí sólo me parecían pedruscos colocados a la buena de Dios, con lo cual una vez más se demostraba mi carencia de sensibilidad artística y los muy negativos efectos de mi pésima educación. Más allá de la capilla señorial perdí la cuenta de lo que nos explicaba el pobre diablo; bastante hacía con mantener a raya mi vejiga, por las trazas muy cerca de reventar, en lo que las de mis princesas la imitarían, porque todas ellas mostraban un gesto de concentración, si no de contracción, que las mujeres nos identificamos de un vistazo, las unas a las otras. De ahí nuestros suspiros cuando al fin nos dejó solas en la casa principal. Sus habitaciones eran confortables, tanto que disponían no sólo de agua corriente, sino de un doble circuito por donde brotaban, indistintamente, caliente y fría; el milagro de lo primero, sin embargo, no era estable, pues dependía de un hogar situado a saber dónde que aseguraba un caudal suficiente para el señor del castillo y en todo caso su chatêlaine, aunque para tres princesas y su séquito no llegaba ni de lejos. Eso, en cualquier caso, no nos importaba, porque habíamos encontrado unos aseos muy a la última donde ni siquiera era necesario acuclillarse para regresar a un estado de inmensa felicidad terrenal.

Mi búsqueda del Biron perdido comenzó a la mañana siguiente. Mi señora no me había metido prisas; dado su programa de actividades, que comprendía recorrerse un Périgord rebosante de maravillas, los primeros síntomas de hastío no le alcanzarían antes de diez días, de modo que podía contar con eso para culminar una tarea en la que no me ayudaría nadie, pues el antipático bibliotecario-secretario sólo tenía órdenes de facilitar el acceso a los archivos, nada más. Por mi parte sentía una cierta emoción. La duquesa me distinguía semana tras semana con misiones cada vez más complejas y difíciles, aunque hasta llegar a esa ninguna fue de tipo intelectual, de chapotear durante días en un pantano de legajos altamente deleznables y que debía manejar con el mayor de los cuidados, por el riesgo de que se deshicieran entre mis manazas. La delicadeza instintiva en el trato con objetos de naturaleza crítica no era el mejor de mis dones, al punto que Hartenstein, temeroso conocedor de lo que podían hacer mis dedazos, pese a lo finos que a mí me parecían —y a Ludwig también, y aquí debo explicar que para nada le parecían rudos, en particular a la hora de vestirle, acción que ya la primera noche, con asombro y sorpresa, delegó en mi devotísima persona— me tenía prohibido acercarme a las muy valiosas colecciones de porcelana que infectaban el Palm. A eso se debía no sólo el ignorar por dónde comenzar, sino que me asaltaran sudores fríos al deshacer el primero de los lazos que sujetaban los vetustos pergaminos.

Tres días después había levantado un panorama bastante claro de la genealogía Gontaut-Biron de mediados del XVI a finales del XVII, lo que comprendía los ducados de Armand I de Gontaut, portador del título entre 1557 y 1592, de Charles de Gontaut —1592 a 1602—, de Jean II de Gontaut —1602 a 1636—, de Henri-Charles de Gontaut, que lo llevó sólo en 1636 —el pobre murió muy jovencito—, y François de Gontaut, que lo lució de 1636 a 1700. Todos ellos fueron marqueses de Biron además de duques de Gontaut, y salvo insignificantes excepciones fueron bastante prolíficos, tanto en la vía legal como en las otras, las cuales, cosa curiosa —igual no, pero es que yo no tenía la menor idea de cómo funcionaban los registros de sangre de la nobleza francesa—, estaban tan minuciosamente documentadas como las legítimas, las santificadas por Dios y por la Iglesia.

Dediqué un día más a plasmar la historia en un papel, y a referenciar en otro los legajos y los apuntes de los que partían mis conclusiones. Sólo quedaba explicarlas con el debido detalle, lo que ofrecí hacer tras la cena del siguiente, según veíamos caer una tremenda tromba de agua, con profusión de rayos y de truenos, agrupadas alrededor de un fuego de chimenea que resultaba de agradecer. El Château de Biron, definitivamente, no era el mejor lugar del mundo cuando hacía tanto frío como ese tempestuoso 28 de febrero de 1839.

—De 1602 a 1636 hubo un duque de Gontaut-Biron llamado Jean. Su primer hijo, Henri-Charles, nació en 1620. Heredó el ducado a los dieciséis años. Murió poco después, al caerse de un caballo. El ducado pasó a su hermano François, nacido en 1629. La madre de los dos, la duquesa Charlotte, lo administró hasta que François se hizo mayor. Ésta es la historia más conocida. Menos conocido es que Henri-Charles dejó un hijo póstumo; una tal Anna Behrens, alsaciana y fregona del château, tuvo un devaneo con su señor, con el resultado de un varón nacido al poco de fallecer el padre y que fue inscrito en el registro del château con el nombre de Pierre Behrens. Hasta 1654 no vuelve a decirse nada del tal Behrens. En ese año el duque François, de veinticinco, envía tres yeguas y un semental a un comprador lejano al que había ya vendido unos cuantos animales, el duque de Mecklenburg-Güstrow; los confió a Behrens y a otro caballerizo llamado Jean Le Trouvé. Desde ahí sólo se sabe que Le Trouvé regresó a tiempo de celebrar la Navidad; preguntado por su compañero, dijo que se quedó en Güstrow, encargado por el duque Gustav-Adolph de llevar el semental a un tercer comprador, en Mitau —ahí sobrevino un alzar de cejas general—. Según todo esto es verosímil que Pierre Behrens llegase a Mitau en 1654, que se quedase como caballerizo en las cuadras del duque Jakob Kettler III y que, bajo un nombre letonizado, quizá Peter Bühren, se le inscribiera como propietario de una finca en Kalnciems, cedida por su amo en 1678. No sería una cosa extraordinaria, pues según una biografía del duque Jakob que había en la biblioteca, su ducado se extendió durante cuarenta años en los que guerreó con suecos y holandeses, fundó una colonia en Tobago y otra en Gambia, y hasta quiso colonizar Australia. En ella se dice que fue generoso con quienes le sirvieron bien, sobre todo en los hechos de armas, entre los que repartió no sólo dinero sino también propiedades —otro nuevo alzar de cejas—; no es aventurado pensar que Peter Bühren, puesto a sus órdenes a los veintiún años, se comportara con tal distinción que, como algunos otros, recibiera en recompensa un terreno el año en que cumplió cuarenta y dos, una buena edad para fundar una familia cuyo nieto mayor, Ernst-Johann, nacería en 1690. Todo esto es una especulación, ya lo sé, pero no se contradice ni con las fechas ni con los lugares. Lamento no poder aportar más, pero es que, ya les dije, no encontré nada que lo ampliase.

Había soltado mi discurso en pie frente a las princesas. Me retorcía las manos, nerviosa. No tenía idea de si con eso las dejaría o no contentas, aunque por fortuna no me hicieron esperar. Lo supe al verlas sonreír y aplaudir, todo a la vez.

—Buen trabajo, Libusche. Tenía razón la Brévilliers cuando me dijo que de todas sus pupilas eras la más lista.

No supe responder. Sólo sonreír como una tonta.

—Pues igual sólo fue que François se sacudió al Pierre endosándoselo al Jakob 3 —la princesa Pauline—; lo mismo le mosqueaba que rondara por el château, por ser evidencia incómoda.

—Quizá se le pareciera. Eran primos, ¿no? —la pregunta era retórica, y de ahí que nadie contestase a la duquesa Johanna—. Le resultaría fastidioso tenerle cerca, y a sus posibles herederos aún más, porque a fin de cuentas era hijo del primogénito, y a la hora de ventilar herencias todo puede complicarse.

—Hasta podría suceder que Henri-Charles no se cayera solo del caballo —mi señora; tenía el don de ser la peor pensada.

—Mujer, que sólo tenía siete años —Johanna, en cambio, era la más optimista, pese a no tener excesivas razones para serlo—. Demasiado joven para ser un buen Caín, ¿no te parece?

—No, claro, pero igual Henri-Charles no era tan popular como habría preferido la duquesa Charlotte —de nuevo mi señora, fiel al «piensa mal y acertarás»—, y quizás hubiese alguna otra historia turbia por ahí, que ya sabéis cómo son los duques —se reían, las tres; en el cinismo y en la nariz era donde más se notaba lo mucho que tenían en común—; en la gran aristocracia todo es posible, como bien sabemos todas.

—Y eso si no fue François quien adelantara el dinero a Jakob para que regalase la finca de Kalncielms al fastidioso primo putativo, a fin de que jamás volviese por aquí —la princesa Pauline señalaba el techo con el dedo, reflexivamente.

—De ser así fue un buen detalle, por su parte. Lo digo porque, a mediados del XVII, lo normal era liquidar esos asuntos a golpe de noche oscura y puñal anónimo, ¿verdad?

A la duquesa Jeannette le gustaban mucho los melodramas; yo lo encontraba lógico, pues al fin y al cabo era la única de las cuatro hermanas Von Biron a la que le habían decapitado el primer y gran amor de su vida mientras ella paría tan ricamente, ya que según mi señora lo suyo no pasó de un par de apretones y «voilà, esta cosa es Fritz, alteza». Tras su breve defensa del duque François guardó silencio, acompañada de las otras brujas, que hacían lo mismo. Quizás especularan sobre las vidas y los milagros de sus recién descubiertos ancestros, aunque de ser así yo apostaría que del modo más descarnado, como sería lo exigible a su nobilísima cuna.

—Lo que de verdad parece mentira, si lo pensáis, es que al final todo haya sido una maladie de neuf mois a la inversa.

—No tan a la inversa; siempre acaba siendo pagar a un tercero para que se quede con un hijo al que no quieres ni ver.

—Lo mismo que hiciste tú, Pauline, coño con la virtuosa ésta —el tono de la duquesa Johanna revelaba una cierta irritación; era, de las tres, la más vivaz a la hora de cabrearse, un tipo de ocasión donde su talante guardaba un notable parecido al de una serpiente de cascabel a la que alguien pisara el cascabel.

—Oye, bonita, que a Mina yo no le pagué nada, ¿eh?

—Ni yo a Piattoli para que se quedara con Fritz, ¿sabes?

Mi señora, viendo cómo evolucionaba la sobremesa, prefirió establecer la paz; lo supuse porque conocía su cara de no gustarle los carices que tomaban las cosas cuando se avecinaban tormentas familiares, y tras cerca de tres meses de viaje aquélla no sería la primera vez en que se ventease una cierta tensión fraternal. En general, y para mi sorpresa, cuando las princesas decidían pelearse no se diferenciaban demasiado de la gente común. Los exquisitos modales y las refinadas palabras eran para su vida en sociedad, porque a la hora de soltarse las verdades eran tres verduleras más.

—No pagaste nada porque lo hizo mamá por ti, pero dejemos eso porque lo que cuenta es que tan malas madres no hemos sido, y que nadie puede decir que a nuestros hijos del pecado no les quisimos ni ver, para empezar porque vosotras veis a los vuestros cada vez que os da la gana y sin que nadie pueda reprocharos nada. De todos modos, eso no tiene que ver con el asunto del que hablábamos. Lo que importa, lo que interesa, es decidir si hacemos o no público lo que nos ha contado Libuše, porque podría tener trascendencia.

Ahí me lo quedé pensando. ¿Para qué iban a querer remover aquella mierda tan viejísima? ¿Qué ganarían con ello?

—Mina, no pretenderás que lo decidamos ahora, ¿verdad?

Mi duquesa tardó en contestar, y no porque le diera vueltas. Para mí era claro que sólo pretendía enfriar el ambiente.

—Pues no. Mejor si en vez de hacerlo ahora sacamos la botella, cuatro copas y la baraja. Es pronto para irnos a la cama.

Todas asentimos, aunque de buena gana yo me habría ido a la mía. Escuchar a las tres grullas me apetecía bastante menos que abalanzarme sobre Ludwig, quitárselo todo y ponerle a punto en una forma que tiempo atrás me describió mi señora y que según la escuchaba me daba mucho asco, pero que ahora soñaba con ella. Quizá, porque los archivos y la biblioteca del Château de Biron guardaban más cosas que viejos papelotes. Los duques de Gontaut y los marqueses de Biron sin duda sabían inspirarse a la hora de pasar a mayores, aunque con menos espectacularidad que los príncipes de la Iglesia, era de reconocer. Un pequeño librito ilustrado, de autor anónimo, texto en inglés y título que no decía nada, The fine art of fellatio, me había llevado la imaginación muchísimo más lejos que los polvorientos legajos de los duques de Gontaut-Biron.

* * *

El lugar donde mi señora puso el dedo por tercera vez quedaba como a doscientos cincuenta kilómetros de Biron, según Ludwig estimó tras consultar su Capitaine. De camino haríamos dos noches, en Aiguillon y Mont-de-Marsan. En la primera nos quedaríamos en la vieja mansión de los duques d'Aiguillon, un título diluido en el de Richelieu. Su poseedor, Armand de La Chapelle de Saint-Jean de Jumilhac, sexto duque de Richelieu, vivía en París y se había limitado a ordenar se nos dieran facilidades para pasar allí una o dos noches; era la clase de cortesía que mi señora más agradecía, la del aristócrata que le brindaba su hospitalidad sin vengarse haciéndole padecer su amabilidad. En cuanto a Mont-de-Marsan, la duquesa recordaba una excelente posada de carretera; les escribimos y nos contestaron, indicándonos que según avanzaban las horas se llenaba y se llenaba, de modo que sería mejor les confirmáramos las fechas; lo hicimos enviando un ulano para que aguardase allí un par de días con las reservas no ya confirmadas, sino pagadas. Tras eso llegaríamos a nuestro destino, un pueblecito perdido en el Béarn llamado Carresse, a mediodía del viernes 8 de marzo de 1839, bajo los auspicios de una incipiente primavera que se delataba en los almendros, pues tanto en Aquitania como en el Périgord florecían por doquier. Los observábamos desde la carroza ducal, donde marchábamos las princesas y yo con todo bien cerrado, pues la luminosidad del día engañaba. Pese a lo idílico del paisaje, apenas afeado por mi marido y sus ulanos, los cuales cabalgaban a nuestro alrededor con sus Paterson cargados y listos para tirar —la inseguridad de los caminos del País Vasco, tanto el francés como el español, era proverbial—, estábamos más concentradas en lo que mi duquesa explicaba de la condesa d'Echauz y del Vado, en cuyo château nos alojaríamos un tiempo indeterminado, de dos días si resultaba ser una pobre imbécil, virtud que según mi señora no era inusual en las condesas, o hasta dos semanas si seguía siendo la dama fascinante que conoció en París veinte años antes. El paso del tiempo le habría debido de afectar, era inevitable, pero a ella también, y si lo hizo en la misma proporción seguiría siendo una persona de lo más agradable, la ideal anfitriona para recorrer con ella y con su hija, una marquesa de Montehermoso que también estaría en el château, los divinos parajes del Béarn en primavera.

—¿No son francesas?

—A efectos culturales viene a ser como si lo fueran, porque no sólo la madre vive ahí, en Carresse, desde 1814, sino que jamás ha vuelto a España, y en cuanto a la hija creo que pasa casi todo su tiempo con su madre, aunque no por eso dejan de ser muy españolas. Álava me dijo que su servicio principal es español, que en su casa sólo se habla español salvo si hay visitas no españolas, y que la etiqueta y los horarios son por completo españoles. Me sorprendió un poquito, porque la mujer que conocí en París no podía ser más francesa, ni más sofisticada en el sentido parisino de la palabra. Lo que sí tengo claro es que sus títulos son la mar de antiguos, los de la madre y el de la hija, y que las dos se han negado a llevar los apellidos o los títulos de sus maridos, según Álava porque son muy pocos los vascos, los nacidos en la comarca de donde proceden las dos y él también, que pueden lucirlos más antiguos o más ilustres.

—Conocemos a muy pocas españolas, ¿verdad?

—Dejando aparte a las embajadoras, y que recuerde ahora mismo, salvo Loreto de Álava y Paulina García-Sitjes, ninguna. Bueno, sí: la condesa de Perelada, Joana de Rocabertí-Boixadors, pero a ésa sólo la vi una vez y ni me acuerdo de su cara. Ah, y Thérèse Tallien, que lo fue los primeros catorce años de su vida, pero como ya está muerta, no cuenta. ¿Vosotras?

Por sus hermanas; las dos denegaron con la cabeza.

—¿Y a qué se debe que la madre no vaya nunca por España? ¿Conflictos familiares, o algo así?

—Conflictos penales, más bien. Si vuelve por allí lo menos malo que le puede pasar es que la metan en la cárcel, aunque lo normal sería que la fusilaran —mi duquesa se recreaba en los tres pares de ojos abiertos como platos—. Es que tuvo un lío de muchos años, estando casada.

—¿Y por eso te fusilan, en España?

—Por eso a palo seco, igual ya no, pero es que lo tuvo con el hermano tonto de Bonaparte, un tal Joseph que les impuso como rey de 1808 a 1813. Eso, allí, tiene muy mal pase, y eso que lo dejaron hace veinticinco años, nada menos.

—¿Cómo será eso de liarse con un rey? Ninguna lo hemos hecho todavía, ¿verdad?

La que preguntaba era Jeannette, la más ingenua.

—¿Cómo que no? Lo de Mina con el Zar, ¿no cuenta?

Mi señora se tomó su tiempo antes de hablar.

—Dejando aparte que un Zar es un emperador, no un rey vulgar, del montón, lo mío no fue un verdadero lío. No pasó de... —movía las manos, como si buscase la palabra más adecuada— historia. Eso, tuvimos una historia. De un mes, o poco más. Entre Metternich y Wellington, sin contar alguna recaída con Windisch-Grätz..., y no sé si algún episodio con Lamb, pero de una sola siesta, o de dos todo lo más. Bueno, quizá tres, o incluso cuatro; a media docena, desde luego, no llegaron.

Llevaba la cuenta con los dedos, indiferente al hecho de que cualquier obispo la excomulgaría no sólo de oírle, sino por la displicente forma en que desgranaba sus víctimas. Sus hermanas la escuchaban con interés; ninguna de las dos daría el tipo de dama que se ha muerto de asco durante toda su vida, pero el clamoroso y prolongadísimo éxito de la Von Biron mayor era para ellas una eterna fuente de inspiración.

—¿Qué número hacía el tal Joseph entre todos los Bonapartes? Había muchos, ¿no? Como seis o siete, ¿o eran más?

—Veamos, Pauline: Joseph, Napoléone, Louis, Lucien, Jêrome... —de nuevo llevaba la cuenta con los dedos, enguantados en un terciopelo finísimo—, pues me salen cinco. Espero no haber olvidado ninguno. El Joseph de la Echauz es el mayor. Un año más viejo que Napoléone, de modo que si aún vive andará por los sesenta y nueve. No creo que todavía siga en el Más Acá, porque los Bonaparte no estaban muy bien terminados, que digamos. Padecían muchas goteras. Tengo entendido que tres o cuatro, con Napoléon a la cabeza, la palmaron de lo mismo: cáncer de estómago, como el padre de todos ellos y a edades muy tempranas, que Boney dejó de fumar a los cincuenta y uno. Lo poco que recuerdo de los amores de Pilar, que así se llama la Echauz, es que se metió en la cama de Joseph a finales de 1808, con veinticuatro añitos, y le plantó cuando Wellington le puso en la calle, o en Francia si lo preferís, ella sólo cinco años más vieja y él de cuarenta y cinco cumplidos.

—Estaba casada por entonces, ¿no?

—Pues claro, Jeannette. De no ser así el escándalo habría sido un damned pocket scandal, como diría el cursi de Wellington. A la pobre Pilar la casaron con dieciséis, el año 1800, con un infeliz que no sabía dónde se metía, un tal Ortuño de Aguirre, marqués de Montehermoso. Era el mejor partido de Vitoria, la cuna de nuestro buen amigo Álava —inconscientemente, asentí; guardaba un grato recuerdo del general, quizá por haber sido el primero que me trató como a una princesa cuando aún no había dejado de ser una campesina—, y su título quizá fuera el más rancio y más viejo. Ella tampoco era una pobre de pedir, y sus dos títulos también eran antiquísimos, de modo que la boda no pudo ser más ortodoxa. Lo malo para él fue no saber que su virginal esposa llevaba un incendio ahí abajo —nos reímos, las tres—; cuando lo descubrió sólo pudo constatar que su manguera no daba para calmarlo, y no porque le sacara diecisiete años, que a la fecha de la boda sólo tenía treinta y tres, sino porque además era un sieso, un pelmazo y, en resumen, un pobre diablo. María del Pilar de Acedo y Sarriá, su nombre completo, se aburría inmensamente; sólo le distraían los asuntos políticos, que no eran pocos porque Vitoria era una plaza muy animada en cuanto a eso, y se animó del todo cuando los franceses les invadieron por las buenas, en 1807, para consolidarse por las malas un año después. Napoléon se las compuso para que los Bourbons españoles le traspasaran el trono, él se lo pasó a Joseph y tras eso éste marchó a Madrid, que está de Vitoria como Viena de Praga, a tomar posesión de su reino y a salir pitando a los dos días, porque andaban cerca de lincharle. No paró hasta Vitoria, donde la gente ilustrada y liberal apostaba por él. Se acomodó en el palacio del tal Ortuño, donde descubrió a doña Pilar, marquesa de Montehermoso, y ahí dejó de preocuparle lo que sucediera en España, empezando por una guerra espantosa que costaba cientos de franceses por semana. Sólo tenía ojos para la marquesa, si bien puso cuidado en que los cuernos del marqués fueran llevaderos. Empezó por pagarle trescientos mil francos por su palacio, un dineral tan desmesurado que sus consejeros se lo advirtieron, «Majestad, la chabola ésta no los vale ni con la marquesa dentro», pero necesitaba mantener al cabrón no sólo apaciguado, sino cerca, para que su esposa lo estuviera también. Ya veis, la misma historia de Louis XV, el marqués de Pompadour y su señora la marquesa, y es que todo en esta vida se repite de un modo inexorable.

—¿Y siguieron en Vitoria todo el tiempo?

—No, sólo unos meses. Mientras, había venido Napoléon con su Grande Armée a tutta orchesta, y tras echar a los ingleses al mar y hacer picadillo a los ejércitos españoles volvió a sentar en el trono a Joseph, y tras eso salió corriendo, porque los austríacos le acabábamos de organizar otra guerra —ese día mi señora iba de austríaca, cosa no usual, pues desde mi boda, donde se pasó todo el tiempo con la Prinzessin Augusta, prefería ir de prusiana—, la que acabaría con Yeyette repudiada y él con la golfa de Maria-Ludovika. Joseph no estaba cómodo en Madrid, porque temía un atentado; el centro de la ciudad, el que rodeaba el palacio heredado de los Borbones, era una maraña de callejuelas angostas donde sería un juego de niños coserle a tiros o ponerle una bomba, de modo que comenzó a derribar casas y casas, con la excusa de construir plazas y avenidas al estilo de París y así dar a los indígenas un Madrid de aspecto imperial. Dejó el trabajo a medias, y por eso Madrid es un espanto, pero eso es lo de menos. Lo que cuenta es que se trajo con él al marqués y a la marquesa, él de Gran Chambelán y ella de querida descarada, tan a las claras que hasta le llevaba del brazo, al rey José, que así le llamaban los afrancesados, a esa monstruosidad de las corridas de toros, pensando que a él, que las detestaba, le vendrían bien para ganarse al populacho, a base de regalar toros, conceder orejas y burradas así. A ella, por cierto, le gustaban mucho; es lo que más echa de menos de su España, o eso es lo que cuenta en sus cartas; de vez en cuando se descuelga un par de días en Nimes, que allí torean a la española pero sin cargarse al bicho, de modo que más que corridas son mariconadas, palabra cuyo significado desconozco pero que intuyo no elogioso. Volviendo a Pilar, según avanzaba la guerra y según llegaban noticias de los desastres de Napoléon, aceptaba que no había elegido el buen caballo. Una mujer cualquiera, una como todas, se habría desesperado, pero ella era muy práctica. Poco a poco liquidó sus posesiones y se llevó el dinero al otro lado de los Pirineos, de forma que cuando llegara el día de largarse tuviese su fortuna más que a salvo. De paso, y como era natural, aprovechó los últimos meses de vida queridal para sacar hasta el hígado a su amante y rey.

Las tres reíamos, divertidas. Aquella manera pelín verduleresca de contar la historia era bastante más amena que la normal, la usual, la que se podía leer en cualquier libro.

—Hará un cuarto de siglo, en estas mismas fechas, Pilar, que se había quedado viuda no recuerdo cuándo, su hija y su servicio de confianza, dejaron Madrid y no pararon hasta St. Jean-de-Luz; ahí tenía una casa no muy grande, aunque suficiente para esperar allí a que le terminaran de acondicionar un château que había comprado en octubre de 1812, el de Carresse. Supo ahí que Joseph se había puesto en marcha desde Madrid para ganar Francia cuanto antes, pues Wellington le pisaba los talones. Se lo pensó, para decidir que convendría mostrar un poquito de afecto y devoción al que podría serle de utilidad mientras Napoléon no acabara de caer, de modo que cruzó la frontera y montó la tienda en su viejo palacio de Montehermoso, en el centro de Vitoria, y allí esperó al otro, que llegó un 19 de junio, cansado, deprimido y deseoso de acabar para siempre con la maldita España. Necesitaba consuelo y caricias, y Pilar le atiborró de lo uno y de lo otro a lo largo del día 20, sin saber que Wellington se desplegaba para tomar la ciudad. Al día siguiente, al sonar los primeros cañonazos, ni se lo pensó: mandó enganchar los caballos y escapó a todo andar por el camino de Pamplona, pues Wellington había cortado el natural, el de San Sebastián. Hizo bien, porque Joseph a punto estuvo de no contarlo; en su patética fuga, que no inició hasta saber que Álava entraba en Vitoria con ochocientos alemanes, se dejó hasta el orinal, uno de plata maciza que no sé cuál regimiento escocés conserva como su trofeo más glorioso, ya veis qué cosas. Ahí, ni que decir tiene, acabó el idilio de Joseph y Pilar. Él, muy caído en desgracia, se fugó a los Estados Unidos, mientras ella, tras asumir que jamás podría volver a España, se mudó al château donde nos aguarda, montó una segunda casa en París cuando la Restauración se consolidó, le presentaron un oficial guapísimo, de los que se habían quedado sin trabajo por bonapartismo confeso, se casó con él y desde ahí vive tan feliz y tan en paz como sólo puede serlo una condesa millonada, liberal y Grande de España por si algo le faltaba. Espero que no haya cambiado demasiado, pues al menos por carta parece que no lo ha hecho, y que os caiga tan bien como a mí.

Justo a tiempo, pues Ludwig indicaba, desde su caballo, que llegábamos a Carresse, un pueblín dominado por un caserón que sólo podía ser el château de Pilar de Acedo y Sarriá, condesa d'Echauz y del Vado, Grande de España por partida doble —en 1784 por decisión de Carlos III de Borbón y en 1809 por real cédula de José I Bonaparte—, y que según la describía mi señora debía de ser su alma gemela. Cuando menos, todo indicaba que, como ella, desde que se hizo dueña de su vida no había pasado un solo día sin hacer lo que le diera la gana.

* * *

Amalia Aguirre-Zuazo, marquesa de Montehermoso, tenía treinta y ocho años bien llevados. Se había casado en 1817 con un general español, el conde de Ezpeleta, del que Álava, según mi señora, no hablaba maravillas. Habían tenido un hijo muy poco después, un chico bajito y en absoluto bellísimo, de talante antipático aunque con el debido disimulo no me dejaba de mirar el culo, si bien sólo cuando pensaba que nadie le observaba. Padecía muchísimos nombres, como todos los nobles, aunque su abuela y su madre le llamaban Ortuño, el de su abuelo materno; andaba por los veinte y su aspecto general era de aburrirse a morir, igual que su madre. Apenas molestaba porque casi no salía de su cuarto; quizá por eso presentaba un aspecto macilento, de darle poco el aire, que a nadie parecía preocupar, empezando por su madre, la cual no daba, para nada, el tipo de vivir pendiente de su hijo. En realidad, si alguno daba era el de una hija que daría su vida entera por vivir la de su madre, que no sólo se había reído todo lo que una mujer se puede reír en esta vida, sino que a todas luces pensaba seguir haciéndolo mientras el Diablo no la llamase, y digo el Diablo porque con lo pendón que había sido no sería el Espíritu Santo el que se la llevara de la mano al Paraíso.

Si aquella mañana coincidíamos en la soleada terraza del château, la marquesa de Montehermoso y la baronesa Von Gösseln —yo habría preferido decir Amalia y Libuše, pero el servicio de aquella casa no podía ser más reverencioso; mi señora nos explicó que así era la etiqueta española, de modo que no nos preocupáramos porque ni al mayordomo ni a las doncellas se les cayeran los tratamientos de sus bocas—, era por no habernos apuntado al paseo hasta Baionne que se organizaron la condesa y las princesas, con la escolta de Gösseln y sus ulanos; la de Montehermoso no lo hizo por estar en esos días —y quién no, mira tú ésta, me había dicho para mí sin dejar que mi cara me delatara la impaciencia—, y yo no por lo mismo, pues harían falta ochenta reglas para que me perdiera una excursión a un lugar interesante, sino porque la planificación del regreso a Viena exigía un esfuerzo considerable de consultar mapas, calcular distancias, elegir lugares, seleccionar contactos previamente dejados caer por mi señora —y alguno por la princesa Hohenzollern-Hechingen, cuyo nombre tenía peso en Baden y en Württemberg— y escribir cantidad de cartas, casi todas en francés aunque algunas en alemán, firmarlas todas —las excepciones ya eran rarísimas— y llevarlas al correo antes de mediodía, para que pudieran salir hacia Burdeos esa misma tarde.

—¿Por dónde vais a ir?

Sorpresa: me tuteaba. Llevábamos allí una semana, de modo que ya era hora, y eso sin contar con que su madre lo hacía con todo el mundo, salvo Holbein y Ludwig, desde nada más abrazarse con la más admirada de sus amigas, la sin par duquesa de Sagan; era menos distante que su hija, o menos gilipollas, como según mi señora su añorado Miniussir no habría dudado en sentenciar; un adjetivo que no me quiso traducir, sospecho que por ignorar su correcto significado, aunque interpretando cómo resonaba sospecho que no era un piropo.

—En carruaje, por Mont-de-Marsan, Bergerac, Perigueux, Clermont-Ferrand, Vichy, Chalon, Besançon, Belfort, Mulhouse, Freiburg, Donaueschingen y Ulm; desde ahí, en barco, por Ingolstadt, Regensburg, Passau, Linz, Krems y Viena —no lo desgrané de memoria; tenía la lista frente a mí, con anotaciones a los lados en un estilo que aún no sabía lo alumbró un tal Clausewitz—. Si mis cálculos son correctos —eran los de Ludwig, pero ¿a quién no le gusta marcar distancias intelectuales alguna que otra vez?—, unos 1.350 kilómetros sobre ruedas y 650 bajando por el Donau. Bueno, el Danube —la marquesa compuso una expresión de sincera perplejidad—; es navegable, ¿no lo sabías? —denegó con la cabeza, diría yo que admirada—. Un par de ingleses, un tal Joseph Pritchard y otro tal John Andrews, crearon hace tiempo una compañía de navegación fluvial, la Donau Dampfschiffahrts Gesellschaft; el río es navegable de toda la vida, pero a vela o a sirga; estos dos pensaron que los barcos de vapor y quilla plana irían bien ahí, cosa que no es nueva porque los americanos los usan en el Missisipi nada menos que desde 1811, y con más audacia que dinero se pusieron a la faena. Comenzaron en 1830 con un barquito que llamaron Franz I, navegando entre Viena y Budapest; era pequeño y apenas llevaba tres docenas de pasajeros, pero viendo lo bien que marchaban las cosas se asociaron con unos tipos de Württemberg, se hicieron con más barcos de nombres un tanto golfos, como Argo, Pannonia, Zrinyi, Ferdinand, Nador y Arpad, ampliaron las rutas y hasta iniciaron un segundo negocio, distinto. El primero, el original, era zarpar temprano, navegar todo el día, llegar a destino y adiós muy buenas, todos a la calle; daban de comer, aunque sólo en frío. La gracia del viaje no era otra que ver unos paisajes asombrosos, pues el valle del Donau es una maravilla, o eso me han contado, porque yo aún no lo he visto. El segundo servicio se basaba en un barco que llamaron Maria Anna, más grande y ya con camarotes, y cocinas; al estilo americano, para entendernos. La idea era navegar durante las horas de luz, fondear en una ciudad importante y quedarse allí un par de noches. El pasajero podría dormir a bordo si quería, igual que cenar. Si prefería bajar a tierra, era cosa suya. Pasadas las dos noches, de nuevo a bordo y hasta la siguiente ciudad. Inauguraron hace dos años la ruta Regensburg-Viena-Budapest, pero la van expandir a Ulm por el Oeste y a Belgrado por el Este. Han construido un nuevo barco, más grande; un hotel de lujo, aunque a flote; lo estrenaremos nosotros dentro de un mes. Tienen peticiones y reservas para lustros, pero a la duquesa le dieron trato preferencial —a cambio de no regatearles un céntimo; de la gestión, por cierto, me ocupé yo, con mi mejor caligrafía gótica, que me sale muy bien—, de modo que cuando lleguemos a Ulm subiremos a bordo y navegaremos hasta Viena, tocando en todos esos sitios que te he dicho; las carrozas, mientras, seguirán por carretera, para esperarnos en el muelle del Prater dos semanas después.

La marquesa me miraba, su barbilla lánguidamente apoyada en una mano, con una expresión difícil de valorar. Quizá, la de verse con algo de naturaleza desconocida.

—¿Quién te ha enseñado a organizar así los viajes?

Compuse un gesto de no tener idea, y además era verdad, porque nadie lo había hecho. Parte lo aprendí observando a la duquesa, parte a Lauengram y a mi marido, y parte la concebí yo misma, pero no por genialidad, sino por sentido común.

—No es difícil. Sólo es ponerse. Además, es mi trabajo. No soy una dama de compañía que además es amiga de la casa. Soy la secretaria de la duquesa, y antes era su lectrice. No he sido baronesa toda mi vida, ni mucho menos. Con independencia de lo mucho que la quiero, soy una vulgar asalariada.

Su gesto se volvió aún más admirativo. En su mundo debía de ser inusual que la gente se bajara voluntariamente de sus pedestales, quienes se hubieran procurado uno.

—¿Cuántos años tienes? ¿Veintiuno? Pues no te harías idea de la envidia que me das, Libuše. Como mujer y como madre.

—No es para tanto. Mi trabajo no tiene nada de difícil.

—Para ti no lo tendrá, pero yo sería incapaz de redactar como te he visto hacer a ti, en francés y en alemán, con toda la seguridad del mundo, sin hacer borradores, sin echar borrones y sin pensarte las palabras. A mí una carta de «hola, qué tal estáis», me cuesta dos horas y no por ser idiota, que igual lo soy, sino porque jamás tuve que ganarme la vida. Todo me ha salido gratis desde que nací, pero ahora, cuando lo pienso, me doy cuenta de que no, de que me salió carísimo. El precio ha sido no saber hacer nada, salvo ponerme mona, decir tonterías con gesto amable y procurar no bostezar cuando estoy en sociedad, sobre todo si en la tal sociedad está mi marido. Si trabajara, o si supiese hacerlo, sería otra cosa, pero a mis años ya no tiene arreglo. Ni leer, me gusta. Nada me saca del hastío. Es un mal muy extendido, no creas que sólo me ocurre a mí, pero mis conocidas, que no me atrevo a llamarlas amigas, lo llevan mejor, no sé si por ser más tontas o, en realidad, muchísimo más listas. Si tuviera las oportunidades que tuvo mi madre haría lo que hizo ella, buscarme un amigo, igual que hace mi marido, que ya le tengo perdida la cuenta de sus innumerables amigas, pero en Vitoria nadie se atreve a darle un tiento a la marquesa de Montehermoso, por el qué dirán y porque la puta ciudad es tan pequeña que todos sabemos de qué color es la mierda que cagamos cada uno —me quedé ojoplática; de ningún modo la suponía tan barriobajera—, y aquí, en Carresse, ya me dirás tú en quién me puedo fijar, si es un asco de pueblo donde, nosotros aparte, deben ser veinte los que saben leer y escribir. Sólo me animo cuando a mi madre le da la neura y pasa unas semanas en París, aunque no siempre me puede llevar, porque al cabrón de mi marido no le parece mal que me pudra en Carresse, pero lo de París no le gusta nada, no sea que le devuelva uno de los infinitos cuernos que me pone.

Le caían unos lagrimones de asustar, y susto era lo que yo sentía, pero no compasión, porque no podía sentirla por una idiota que no sabía sacar provecho a sus privilegios. Lo que me preocupaba era no quedar bien, y eso que tenía experiencia en situaciones similares; no era infrecuente que otras mujeres me abrieran sus almas, según Hannchen porque las débiles adoran confesarse con las fuertes, en la esperanza de que algo se les pegue, pero que lo hiciera una marquesa de Montehermoso y Grande de España era una novedad, y me incomodaba el no estar segura de saber estar a la altura de la situación; más que nada, porque si de alguien no te puedes luego fiar es de la que tienes por encima en el plano social y que se deja llevar por una crisis anímica, porque luego, cuando se recupera, no te perdona el haberla visto en los cueros de su alma.

—Lo mismo pasa en todas partes. La duquesa, la mía, dice que de no ser por su salon se moriría de asco. Está muy bien dotada para la política y la diplomacia, pero en Viena una mujer no puede ni soñar en eso, salvo si administra un salon, para lo cual no basta con ser tan inteligente como ella; es preciso tener tanto dinero como ella, y como en Viena no hay ninguna que le haga sombra sigue consiguiendo, treinta y tantos años después de haberlo abierto, que nunca quepa un alma y que allí se haga política de la de verdad, la que no sería posible ni en un parlamento democrático, pues en esos sitios lo primero que se amputa es el sentido del humor, y la consecuencia es que los políticos acaban tratándose de hijos de puta y mandándose a la mierda los unos a los otros. Allí, además, las mujeres no podemos entrar, con la consecuencia de que los diputados y los senadores acaban por aburrirse lo que no está escrito. En el salon de la duquesa todo el mundo dice lo que le da la gana sin que nadie se moleste, porque cuando algunos se acaloran ella los apacigua con una sonrisa, y es que todos sin excepción le reconocen una formidable autoridad, la de su sabiduría, su experiencia y su talento. Así, ella se divierte y el Österreich avanza, con lo que todos salimos ganando.

Era como si el sol despejara los nubarrones de su alma: sonreía como si estuviese hablándole de un mundo mágico, de cuento de hadas, del que hasta entonces no supiera nada.

—¿Cómo funciona ese salon? ¿Es como los de París? Una vez fui con mi madre a uno muy famoso, el de una tal Madame Récamier, pero fue poco después de casarme y apenas lo recuerdo, salvo que no me pareció nada de particular.

Durante un buen rato le describí, a conciencia, una velada como la de cualquier jueves en la primera planta del Palm.

—Tiene que ser fascinante.

Lo decía con expresión soñadora. «Igual ésta se monta uno en Vitoria», me dije sin saber cuan diminuta es esa ciudad.

—Podrías abrir uno tuyo. Sólo necesitas que, una vez a la semana, vaya por allí un autor del tipo que sea, poeta, periodista, novelista, ensayista o dramaturgo, y durante unos minutos suelte unas cuantas tonterías. Tras eso todos le olvidan, le dan al champagne y el resto depende de la gracia con que les hagas participar. Apenas te conozco, Amalia, pero estoy convencida de que lo harías maravillosamente bien.

Maravilla por maravilla, me maravillaba de lo maravillosamente hipócrita que me había vuelto, aunque volví a la realidad cuando le vi componer un gesto de lo más escéptico.

—Lo podría intentar, porque contactos los tengo todos, pero los vitorianos dignos de visitar un salon como el que describes son poquísimos, y aunque son gente civilizada, y bien educada, y nada pobre, las heridas de primeros de siglo están lejos de cerrarse. Como en toda España. La guerra civil está casi extinguida, pero falta el casi. Aún muere gente, y mientras ocurra eso un salón literario es inviable. Los liberales y los absolutistas pueden convivir en el salon de tu duquesa porque ya lo hacen en las instituciones, lo mismo en Austria que en Francia, Inglaterra o Prusia, pero en España falta muchísimo para que los cristinos y los carlistas acepten hacer lo mismo, y en Vitoria ya no te digo nada. Mi padre fue durante años, del 96 al 99, Diputado General de Álava, la primera autoridad de la provincia, pero no por eso conseguiría yo que los que aún vivan de los que vinieron tras él conversaran con sencillez y normalidad, sin darse gritos ni retarse a duelo, en el salon que montara en mi casa. Ya me gustaría, ya... —suspiraba, como hacen todos los que se rinden sin luchar—, pero es imposible, Libuše —lo decía según se levantaba, con lentitud un tanto ceremoniosa—; te dejo, que aún te quedará mucho por hacer. Muchas gracias por escucharme; tengo tan pocos que se dejen aburrir...

Se había inclinado para besarme, a lo que respondí ofreciéndole la mejilla, como hacen las señoras bien educadas, para encontrarme con un besazo en los morros tras sujetarme la cara con las dos manos que me dejó de lo más estupefacta. Me la quedé mirando, incrédula, para sólo ver una sonrisa de tristeza y de soledad. Igual, además de todas las penas que me había contado, tenía una más de la que prefería no hablar.

La desazón me duró un minuto, el de recordar que había desembarcado del Ludwig nada más tocar en Ingolstadt. ¿Y qué carajo podríamos ver en Ingolstadt?, me decía escarbando en mis papeles al tiempo de sepultar en los cuévanos de mi memoria la primera experiencia sáfica de mi vida.

Pero no besaba mal, la marquesa. Desde luego que no.

* * *

De Carresse a Saint-Jean-Pied-de-Port hay sesenta kilómetros; no son demasiados pero la ruta es de montaña, de modo que no es una excursión que se pueda realizar en un día. Es un lugar con historias propias y ajenas, pues ahí acaba el lado francés de lo que Wellington llamaba St. James Way, mi señora Chemin de Saint Jacques y la condesa Camino de Santiago. Ésta lo conocía bien, al punto que raro era el año en que no pasaba un par de días en su gran château, en realidad una ciudadela rediseñada por Vauban a primeros del XVIII y cuyo adalid no sabía negar su hospitalidad a una dama tan generosa con los peregrinos sin dinero, pues con los otros el pueblo se las apañaba sin problemas. El château, que la condesa insistía en llamar de Mendiguren —y al propio lugar Donibani Garazi, ella sabría por qué—, había sido más tiempo español que francés, por la infinidad de idas y venidas de las respectivas banderas hasta donde la historia se remontaba. El puerto que se iniciaba nada más dejar el pueblo en dirección a España era Roncesvalles, ése donde Roland demostró que todo lo que puede salir mal acaba saliendo fatal, así que tras oír todo eso las princesas de Courlande, con la mayor a la cabeza, encontrarían imperdonable dejar el país vasco-francés —lo haríamos tres días después— sin darse una vuelta por el mítico desfiladero y dormir una noche tras las murallas de Mendiguren. A eso se debió que salieran muy temprano en dos carrozas, la condesa, las tres princesas, el futuro marqués de Montehermoso, Holbein y Ludwig, más los ulanos de costumbre, para regresar a la tarde siguiente. No quise ir, pues tenía montañas de correspondencia —era verdad, si bien exageraba un poquito—, como tampoco quiso ir mi más reciente amiga, que tan lánguida como siempre adujo estar un punto acatarrada, de modo que, sin decirnos nada pero habiéndonos mirado —yo de un modo huidizo; ella, con descaro—, nos quedamos en la casa, dentro, pues hacía más frío que cuando empezamos a tutearnos, pero sin mucha ropa encima, pues la chimenea tiraba que daba gloria.

Nunca he sido buena para engañarme a mí misma, de modo que no podría decir que me hallaba en la higuera y que no tenía la menor idea de lo que podría pasar a la hora de la siesta. De hecho, me costaba permanecer concentrada en mi tarea, porque mis tripas, implacables, me recordaban el estar en vísperas de algo nuevo, algo de lo que ni siquiera mi señora me había contado gran cosa, pues el amor entre mujeres nunca le hizo ilusión, pese a estar mucho más extendido, afirmaba, de lo que se pensaba en sociedad. Lo que yo sentía, o eso me decía para tranquilizarme, sólo podía ser curiosidad, y la curiosidad es natural y lo natural jamás puede ser malo, añadía para darme ánimos. Sentada en la gran mesa del comedor, de vez en cuando me llegaba una mirada de regular intensidad; sólo eso, porque la marquesa, concentrada en una labor de punto con pinta de ser un churro, se había situado al otro extremo, del modo más ortodoxo. No nos hablábamos, y era preferible, porque salvo si fuera de lo que andábamos pensando sólo nos saldrían tonterías. Así fue pasando la mañana, conmigo sacudiéndome las cartas atrasadas y procesando las respuestas a las recién llegadas; a las dos en punto —lo atestiguaba un siniestro reloj de pared— me sobresalté al oír al mayordomo anunciar que la comida estaba lista —yo no terminaba de adaptarme a los extraños horarios españoles— y preguntar si la señora marquesa y la señora baronesa la tomarían allí o en el comedor de diario. La marquesa, que a todas luces dominaba la situación, dejó caer, con indiferencia, que pasaríamos al otro y que decantara un Château Margaux de buen año, lo que me hizo suponer que pensaba emborracharme, cosa que no me pareció mal. A mi manera, yo también calculaba que con un buen vino todo sería más sencillo.

A lo largo de la mañana no sólo escribía y escribía. De vez en cuando aparentaba reflexionar, aunque sólo especulaba sobre cómo sería el amor entre una marquesa y una baronesa. Nunca me había repugnado contemplar un bonito cuerpo de mujer, empezando por el de la duquesa, que hasta no hacía mucho todavía lo era. Tampoco me parecía que unas caricias de ojos cerrados y en penumbra fueran a ser demasiado diferentes de las ortodoxas, ni creía que al sentirlas me fueran a entrar náuseas. Mi duda principal se cernía sobre qué sucedería en el momento de pasar a mayores, porque con una mujer, o en mi gran inocencia eso creía yo, no habría mayores. Aun así, presentía que algo más ocurriría para que fueran tantas las mujeres —mi señora dejó caer una vez que tres de cada veinte— que se habrían derretido al leer algo que pillé según escarbaba en la biblioteca Gontaut-Biron, un poemario que originalmente compuso una tal Safo de Mitilene y que por sí mismo no decía nada, o nada que a mí me llegara, pero entre sus páginas había una docena de litografías muy explícitas, comentadas por una mano perversa que de un modo inequívoco hacía saber que cuando la poetisa invocaba el auxilio de Afrodita no era para conquistar a un bello doncel, precisamente.

Nos habíamos sentado una del lado de la otra, en una esquina de la mesa. Seguíamos sin hablar de otra cosa que banalidades, como la bondad del vino estimulador de indecencias o lo en verdad sabroso de las alcachofas navarras, pero yo intuía que por ahí no íbamos a ninguna parte; mejor dicho, a una que me conviniera. Tenía presente uno de los más acerados puntos de vista de mi señora, partidaria convencida de ir de frente y sin dejar asomar el propio miedo en las situaciones de tensión, ésas donde la seguridad en las propias palabras o los propios actos no está bien consolidada, y en un súbito ataque de inspiración, aunque sospecho que incitado por el demoníaco Château Margaux, abrí mi boca y hablé, aunque con la desasosegante sensación de oír a otra y no a mí misma.

—Amalia.

—¿Sí?

—¿Cómo es el amor entre mujeres?

Se lo quedó pensando, supongo que desconcertada. Por entonces yo ya no la tenía por tan tonta como hasta día y pico antes; vaga, lo debía de ser un rato, y cobarde también, pero estúpida no lo era de ninguna de las maneras. Debía de suponer que arrastrarme a la perdición sería una labor sinuosa, lenta, sutil, de pocas palabras y muchas insinuaciones, pero verse frente a la practicidad de las campesinas checas, y una vez superado el desconcierto, no debió de parecerle mal. Sería una nueva forma de iniciar una conquista, y quizá más prometedora de lo usual, o de lo que fuera usual para ella.

—¿En el plano espiritual, o en el físico?

—En el físico. Lo espiritual me tiene sin cuidado.

La miraba en la misma forma que durante casi toda la mañana me había mirado ella. La de «si nos vamos a ir a la cama, quiero saber qué me voy a encontrar».

—Haces bien. El espíritu sólo es el parapeto de los anhelos, el espectro tras el que nos escondemos para no llamar a las cosas por su nombre. ¿Desde cuándo no te interesa?

—Desde siempre. Las que nacemos campesinas no tenemos espíritu, ni alma, ni sensibilidad poética, ni ninguna otra tontería por el estilo. Para tener de todo eso es preciso nacer donde hay mucho dinero, y ése ni de lejos fue mi caso.

—¿No estarás exagerando, Libuše?

—Amalia, la primera vez que vi un toro follándose una vaca tendría cuatro años, y cuando pregunté a mi madre qué hacían me dijo que una ternera, o un choto, según lo que semanas después saliera de la vaca. Tras eso, y con ánimo didáctico, me contó cómo hacemos los cuadrúpedos para que haya más cuadrúpedos, y cuando le pregunté si dolía contestó que, al comenzar, en absoluto, y que por eso éramos tantos. El parto era otro asunto, pero eso ya me lo contaría en su momento, e hizo bien, porque a los años que yo tenía no se procesan bien las novedades. Lo único que me quedó claro es que si había toro, y había vaca, después habría ternero. Lo que pienso ahora, contigo, es que con sólo vaca y vaca no habrá ternero, de modo que algo más tendrá que haber, a cambio, porque si no el asunto perdería toda su gracia, ¿no te parece?

Se reía. Era lo bueno del estilo de la duquesa, que no del mío. Prefería imitar el suyo, que además de claro, y preciso, ideal para que si dijese algo se comprendiera con facilidad, iba de maravilla para estimular las carcajadas.

—Dices bien. Si sólo hay vaca y vaca, o mujer y mujer, después no habrá maladie de neuf mois. Para muchas eso es suficiente, aunque no lo es para las que de verdad saben amarse, a otras o a sí mismas, lo que no significa desertar de los hombres. No hay ninguna incompatibilidad entre las dos clases de amor, te lo digo para que no te preocupes por tu futuro con el guapísimo capitán Von Gösseln, o lo que sea. Tan es así, que no tiene nada de infrecuente que dos damas que se amen extiendan su amor al hombre de alguna de las dos, en eso que los cursis llaman ménage-à-trois y para los golfos es un trío a secas, y cuando digo que lo extienden no me refiero al plano sentimental, sino a la cama. Es un asunto, por cierto, que a ellos les encanta, pero hay que tener cuidado si se desea compartir los dos amantes a la vez, pues el riesgo de que luego, más tarde, salte todo por los aires, no es pequeño.

—¿Tú lo has hecho alguna vez?

—¿Con mi marido, el Ezpeleta? Ni soñarlo. Es de comunión diaria, el pedazo de idiota. No te digo más que jamás me ha visto desnuda. Siempre con mi camisón y él con su pijama, y a oscuras, por si fuera poco. Por ahí lo hará de otra forma, no me cabe duda, pero en lo que a mí respecta me quiere bien puesta en su altar particular, según le ordena su confesor y según es propio de su elevadísima clase social. Vosotros sois protestantes, ¿verdad? —asentí—. Pues si algún día se te muere Gösseln, o te divorcias, no se te ocurra casarte con un aristócrata español, y menos si además es conde y Grande de España.

Nos sonreímos la una a la otra, cómplices.

—Por mucho que nos pueda querer un hombre, lo suyo rara vez es la paciencia, ni tampoco la curiosidad. Lo normal es que vayan a lo que van, como dice una encantadora jota navarra que describe a las mil maravillas cómo son. Verás...

Despatárrate, Jerónima-aaa,

Qu'esta noche te la clavo-ooo,

Pues dende que te vi-iii,

Me salen chispas del nabo-ooo

No la entendía, pese a que su expresión, sus gestos y su entonación extremadamente gutural no podían ser más cómicos, pero nada más traducirme la estrofa comencé a llorar de risa, como ella, que hacía lo mismo.

—Sus prisas, su nula sensibilidad y su peor imaginación, y a fin de cuentas su egoísmo, no sé si son la causa o la consecuencia de su falta de interés en que disfrutemos. Un par de suspiros contenidos es todo lo que por nuestra parte les parece disculpable, aunque sin pasar de ahí. Si el Ezpeleta, por ejemplo, me viera correrme como una demente, por completo fuera de mí, se moriría del susto, y no porque no sepa lo que pasa, pues lo debe de tener más que visto en otras camas, sino porque no es decente. Si supiera que soy capaz de disfrutar como cualquiera de las putas que se tira, lo primero que se preguntaría es dónde aprendí o quién me lo enseñó, y lo segundo si no estaré viéndome con alguien, a sus espaldas, para que me dé lo que jamás me ha dado él. Ahí se quedaría más tranquilo, porque Vitoria es tan diminuta que todo se acaba sabiendo más pronto que tarde; lo que no imaginaría es que así es cuando se trata de cuernos tradicionales, pero lo que hacemos las mujeres unas con otras es algo de lo que nadie habla, empezando por nosotras mismas. No por ser una indecencia y un pecado gordísimo, sino para no ponernos en peligro, y no sólo el social, sino el de que se nos acabe la distracción.

Apuró su copa de un trago, en lo que la imité, para después llenarlas de nuevo, percibiendo al mismo tiempo, aunque de un modo brumoso, que me desinhibía por momentos.

—Hay hombres que no son así, como el tal Casanova, pero que combinen un gran tú-ya-me-comprendes —señalaba con las manos la dimensión de un Colt Paterson, a ojo— con un profundo conocimiento del cuerpo de la mujer, de dónde hay que tocar, y con qué, y con cuál intensidad y durante cuánto tiempo, son poquísimos. Por eso el amor entre mujeres, en el plano carnal, es algo que todas deberíamos conocer, porque sólo así es posible que dominemos nuestros cuerpos, siempre y cuando nuestra compañera sea experta y sepa enseñarnos —me miraba con seriedad didáctica, aunque ahí los ojos le mutaron a pecadores—; después y actuando con cuidado, para que nunca se mosqueen, podremos hacer saber a nuestros hombres qué cosas son las que nos gustan y conseguir que nos las hagan, para que así se sorprendan de que para ellos también es gratificante. Ya ves, Libuše: la naturaleza es tan sabia que nos aconseja experimentar entre nosotras, y con nosotras mismas, lo que luego deberemos enseñar a nuestras parejas por el bien de la especie y para que nos reproduzcamos mejor, según ordenan los mandamientos y la Santa Madre Iglesia.

Sonreía de un modo tan burlón como arrebatador, de modo que capitulé. Llegaba el momento de pasar a mayores, y para mi profunda sorpresa me asaltaba la impaciencia. Sabía detectarla: era la misma sensación de humedad que un lejano día de Roma descubrí en el taller de un pintor que me quería ver desnuda. Estaba claro, me decía según nos levantábamos, que antes de cinco minutos lo estaría otra vez.

* * *

A las duquesas y a la princesa les había gustado Saint-Jean-Pied-de-Port, y a Holbein parecía que también. En cuanto a Ludwig seguía sin saberlo, porque nada más llegar le secuestré, le quité lo imprescindible, le vestí, me subí sobre su barriga, le cobijé con la mayor facilidad porque no podía ir más empapada y en muy pocos minutos me tranquilicé lo suficiente para decirme que, pese a no arrepentirme de nada, no echaría de menos la sabiduría de una marquesa de Montehermoso que quizá siguiera sorprendida de la gran rapidez con que aprendía la última y en verdad entusiasta, y seguramente más desinhibida, de sus secretas catecúmenas.

Nos habíamos sentado a la mesa del comedor, sin ceremonia pese a la rígida etiqueta de las grandes casas españolas. Así, la condesa y mi duquesa, frente a frente, departían del modo más relajado, encantadas con ellas mismas y compartiendo la convicción de ser almas gemelas. Los demás nos repartíamos a sus derechas y a sus izquierdas, sin ningún orden preestablecido. Yo me había situado en un extremo, con el futuro marqués de Montehermoso frente a mí; en general y salvo si la duquesa ordenase otra cosa, me ponía donde mi presencia pasase inadvertida sin por ello perderme nada, y esa noche, la penúltima que pasaríamos allí, no quería dejar palabra sin escuchar. Me sentía radiante, feliz como nunca, sensación que amplificaba mi adorado Ludwig, que tan soso como siempre sólo me miraba cuando le parecía que con eso no contravenía la ordenanza de la mesa, y también mi amiga-para-toda-la-vida Amalia de Montehermoso, que gracias a mí se había quedado a gusto y en paz para una temporada y que, a su modo, lo agradecía. Para empezar, si algún día nos apetecía darnos una vuelta por el País Vasco, el francés y el español, que Ludwig y yo supiéramos dónde tendríamos una casa, y yo un baño donde chapotear con ella, pero eso me lo dijo con cariño, a título de anticipo nostálgico, no porque se sintiera con derecho a establecer que algún día repetiríamos. Lo cierto era que tampoco me importaría; como bien me dijo, gracias a ella descubrí unas cuantas cosas, las más presentidas o intuidas, aunque otras fueron una interesante novedad. Por ejemplo, el que no todas sabemos igual; ella, para mi sorpresa, era bastante más salada que yo. Fue una tarde inolvidable, lo propio de toda primera vez, y diría yo que deliciosa; si no tanto, al menos fue agradable, por muchas razones, aunque algo en particular, sobresaliendo varios codos de lo demás, era seguro: ni mi hechizado bouton-de-rose ni yo la olvidaríamos mientras viviéramos.

—¿Cómo cuánta gente habla euskera, condesa?

Se lo quedó pensando; era una mujer muy reflexiva, de las que rara vez responden con lo primero que les viene a la boca.

—Hablar, lo que se dice hablar, en el sentido de que sea forma usual de comunicarse con los demás, no creo que pasen de unos pocos miles, la mayoría en Gipuzkoa; eso no significa que no hablen otra cosa, pues casi todos se sirven indistintamente del francés o el español. Los que sólo hablan en vascuence son poquísimos, además de nada interesantes. Por mucho que a su compatriota Alexander von Humboldt —por el impasible Ludwig— le apasione nuestro idioma, y por mucho que a mí me guste cómo suena, lo cierto es que no pasa de ser una lengua redundante, de muy poquita utilidad práctica.

—No entiendo eso.

—Se lo explico, doktor: las lenguas redundantes son las que se usan además de las extendidas, de forma que quienes las hablan también lo hacen en las otras, a fin de no tener problemas a la hora de comprar y vender a los que no hablan la suya. Ésa es la razón de que sólo unos pocos aldeanos desgraciados no sepan salirse del euskera, lo que carece de importancia porque a efectos sociales, y por supuesto económicos, no aportan gran cosa. El vasco-francés, y el vasco-español, son individuos que trabajan, estudian, aprenden, venden, compran y hasta maldicen en las lenguas que les dominan, por mucho que se hayan empeñado en dominar una que, a fin de cuentas, no sirve para nada. De ahí lo de redundantes. El euskera podría desaparecer sin que la sociedad funcionara peor, dejando atrás unos nombres de personas, de pueblos, de ríos y de montañas que suenan bien, que son tan bonitos como eufónicos, pero nada más. Si lo piensa, es lo mismo que pasó con el etrusco y acabará por pasar con el latín. Por mucha poesía que intentemos poner en nuestras vidas, al final lo que cuenta es la practicidad, y lo práctico es hablar la lengua de nuestros clientes.

—Si es así, querida Pilar, lo que no entiendo es que lo hables tan bien como lo hablas, y no digas que no es así porque te he visto regatear con las verduleras del mercadillo de Saint-Jean. Así sólo se habla una lengua cuando se la domina.

Mi señora, tan juguetona como siempre.

—Es verdad que la domino, pero en mi caso es por una utilidad especial, distinta, de la que no se habla pero que a fin de cuentas es la más poderosa de todas.

—¿Y cuál es?

—La de cabrear. El euskera, si lo pensáis, o lo piensan —por Holbein y Ludwig, a los que no tuteaba; no era por clasismo, sino porque no lo hacía con ninguno a quien no lo hiciera mi duquesa—, las más de las veces lo hablamos para fastidiar a los franceses o a los españoles, porque cuando conseguimos que se larguen nos volvemos a nuestro español o a nuestro francés, que son muchísimo más ricos y permiten entenderse con más facilidad. El euskera, querida —por Johanna—, no es para hablar con los demás; es para hablar contra los demás. De ahí vino que al cumplir dieciséis, cuando ya veía irremediable que me casaran con Ortuño, lo aprendiera de mis doncellas. Era una venganza, la de ver que nada le podía enfurecer más que lo hablara con ellas y con cualquiera que supiera, casi todos sirvientes, aunque había unos cuantos en la nobleza liberal, como tu amigo Miguel de Álava —por mi señora, que asentía—, que lo hablaban con asiduidad y tan bien como el español; Ortuño, como era Grande de España, lo despreciaba del modo más categórico y vehemente; hasta sostenía que se debería encarcelar a todo el que lo hablase por la calle, no les digo más.

—¿Dónde se ponen más pesados los defensores del euskera? ¿En el País Vasco francés, o en el español?

—Por el estilo, Pauline. Quizás en Gipuzkoa un poco más, por culpa de los ingleses. A los de allí les fastidió que pegasen fuego a Donosti sin que las divisiones españolas movieran un dedo. Desde ahí se les nota enojados, renegando de todo lo que suene a español. Al menos es lo que me cuentan, porque la última vez que anduve por allí fue antes de que la saquearan. Son muy bestias, los ingleses. Casi más que los franceses —Es lo mismo que dice Wellington. Se refiere a sus hombres como the scum; algo así como... el abschaum, la escoria de la humanidad. Por otra parte, añade, que sean como son es lo más lógico del mundo. No son tropas de reemplazo, impulsadas por un noble ideal patriótico y todas esas majaderías. Son mercenarios profesionales que se alistan por la paga, la ginebra y el botín, cuando pueden arramplar con uno. Bueno, qué te voy a contar sobre botines que tú no sepas.

La condesa compuso un gesto de displicencia filosófica.

—Cierto, así es. Jamás ejército alguno trincó uno como el del bobo de José aquel día de Vitoria. Mil quinientos carros cargados con todo lo que su gente y él habían afanado en cinco años de ocupación. Así estaba el pobre de abatido, cuando vino a verme días después en Saint-Jean-de-Luz. El cabrito de Wellington se quedó hasta con su orinal, no sé si lo sabéis.

Reía, pensaba yo que con deportividad. Los demás no tardamos en hacer lo mismo.

—Condesa, ¿cómo se reparten las simpatías entre isabelinos y carlistas? ¿Influye lo que se opine del euskera?

No era la primera vez que Holbein mostraba una rara curiosidad sociológica, por la ciencia que un tal Auguste Compte había puesto de moda no hacía mucho y que hacía furor en el salon de mi señora. Creo que todos, incluyendo a mi marido, con el que había compartido incontables horas de carruaje, desconocíamos sus intereses, o al menos las cosas que le preocupaban dentro de la indiferencia que mostraba por casi todo.

—En sí mismo pienso que no; la gente más proclive a usarlo es la menos instruida, y por extensión la menos adinerada, y ésos, en general, lo que desean es que la guerra se acabe. Lo que sí es cierto es que Zumalacárregui, el que tiene la responsabilidad militar en el mundo del Pretendiente, donde recluta con más facilidad es en Nafarroa, en Gipuzkoa y en Bizkaia, pero no creo que sea por causas ideológicas, sino económicas y, en todo caso, de fanatismo religioso. La sociedad, en las tres provincias, padece una tremenda influencia de la Iglesia, y los curas de por allí deben de ser los más extremistas del país, los más reacios a entender que Mr. Watt, entre otros pecados menores, se cargó a Dios cuando inventó su condenada máquina.

—A pesar de lo que dices de tu convoy, creo que Wellington te caería muy bien. Sus opiniones sobre lo que marcha con vapor se parecen mucho a lo que dices.

Las arpías se sonreían la una a la otra, encantadas de lo bien que se comprendían. Yo, al tiempo, apuntaba con disimulo la necesidad de preguntar quién carajo era ese tal Mr. Watt.

—De todos modos, y volviendo al euskera, es asombroso que la gente siga tratando de diferenciarse de sus vecinos parapetándose tras sus idiomas. Me cansa todo eso que dicen, que forma parte de su esencia, de su identidad y de las otras tonterías. Es como si los más influyentes pensaran que manteniendo a la gente bien hundida en la idiotez la podrán conservar engañada y sometida por tiempo indefinido, abusando a sangre fría de su estulticia y negándoles la oportunidad de desarrollarse, de hacerse mejores, más fuertes y más ricos.

—No entiendo eso, Mina querida.

—Quizá sea un poquito complejo de poner en palabras. Mira... nosotras tres —señalaba con el dedo a sus hermanas, las cuales componían la expresión del que asiste a la sexta o a la séptima lectura pública de un mismo y aburrido libro— crecimos en una familia que no sabía muy bien si era rusa, polaca, letona, prusiana o austríaca; teníamos de todo un poco, así como la convicción de que cualquier día dejaríamos de ser lo que fuéramos entonces para volvernos una cosa distinta. Ésa fue la razón de que nuestro padre decretase que se nos educara en múltiples idiomas y en múltiples costumbres, para que no sintiéramos apego especial por ninguno y por ninguna. Se debe a eso que hablemos, entre las tres, ruso, alemán, francés, inglés, letón, polaco, checo, eslovaco, húngaro e italiano, así como sus variantes principales, el lombardo, el veneciano y el triestino. Nuestro padre insistía en que las lenguas, los idiomas, sólo son herramientas de las que nos servimos los humanos para compartir nuestras ideas con los demás; de lo mejor o peor que las dominemos dependerá el éxito social que alcancemos, pero eso no debe hacernos perder de vista que lo que cuentan son las ideas, no los fonemas en que las envolvemos.

La condesa y la marquesa componían sendos y convincentes gestos de admiración; ellas, lo habían comentado alguna vez, sólo hablaban español y francés, ambos a la perfección, pero salvo eso y un euskera muy básico, nada de nada.

—Una sociedad regida por personas honestas, no por hombres honestos, no dedicaría recursos a preservar lenguas redundantes, en primer lugar, y lenguas no universales, en segundo lugar —la condesa variaba el gesto; el de aquel momento era de profunda incomprensión—; verás: si comparas un texto en español con uno en francés, uno que diga lo mismo en los dos casos y que además lo diga bien, con acuerdo a los mejores principios expresivos de los dos idiomas, encontrarás que el francés tiende a ser algo más lacónico que el español, no más de un diez por ciento pero sí en cuantía perceptible. A eso se debe que se aprenda con un poquito más de facilidad en francés que en español, por ser una lengua ligeramente más precisa y más lacónica. Si comparas el mismo texto con su equivalente alemán te sorprenderá ver que su eficiencia, medida en términos de cantidad de sílabas fonéticas necesarias para formular la misma idea en igualdad de precisión, aumenta en otro diez por ciento, que es lo que disminuye la longitud del texto en relación al francés, pero si lo comparas con el mismo redactado en inglés sajón, bien expurgado de la suavización latina, verás que su longitud se reduce a la mitad con respecto al español y al francés, y a dos tercios con respecto al alemán. Esto significa que su eficiencia es la mayor de las cuatro lenguas, lo que facilita no sólo el aprender, sino el comprenderse. A eso se debe que, poco a poco, vaya reemplazando al francés como lingua franca, y no por lo que dicen los idiotas, por ser la lengua de los mercaderes. Lo es, desde luego, pero es que al ser más eficaz es también mejor para negociar. Si esto lo llegaran a entender los prohombres, los llamados a dirigir el gran rebaño humano por el sendero del progreso, lo impondrían en todas partes como segunda lengua universal, en el criterio de que al cabo de un par de generaciones sería el idioma global, de modo que quien lo hablara podría recorrer el mundo entero entendiéndose con todas las personas que merecieran la pena.

—¿Y cuáles son las que merecen la pena, Mina?

—Las que tienen dinero. Las que no lo tienen hablan de la categoría moral, de la cultura, la sabiduría, la bondad, la honestidad y el espíritu en general, pero es por eso, porque no tienen donde caerse muertos, porque a la que trincan una herencia de las buenas se curan en el acto.

Cuando mi señora se ponía cínica lo hacía sonriendo; así provocaba que la gente prefiriera reírse a escandalizarse.

—¿Y por qué no lo hacen? Elegir una lengua universal, quiero decir. El inglés o la que sea, pero una.

Era la primera vez que aquel patético ejemplar de joven aristócrata español, el mismo que según su madre no salía de su cuarto porque se pasaba la vida matándose a pajas, osaba participar, mostrando de paso una voz herrumbrosa, como de goznes de una puerta que no se abriera nunca.

—Porque si lo hacen, los que viven de mantener vivas las otras lenguas se quedarían sin trabajo, y eso es algo a lo que no se atreven. Lo mismo sucede, aunque a gran escala, con el latín: no sirve para nada, no lo hablan ni los curas, pero aprenderlo sigue siendo una penosa y desdichada obligación, y es que si se suprimen miles de influyentes profesores de latín se quedarían sin nada que hacer, y son un grupo de presión tan formidable que los gobiernos prefieren no buscarse líos y dejarles que sigan desperdiciando el tiempo de los jóvenes, un tiempo necesario para formar más científicos, más ingenieros, más físicos, más químicos y más gente, simplificando, capaz de sacar a sus países del penoso atraso en que se hallan.

Para mi asombro, no lo dijo mi duquesa, sino un Freiherr von Gösseln al que le relucía el monóculo. No eran ideas que me resultaran novedosas —de sobra conocía el insuperable desprecio por el latín que sienten los oficiales del KPA—, pero hasta entonces no le había visto presentarlas en sociedad.

—¿Aún estudiamos latín en Prusia, Gösseln?

La princesa Hohenzollern-Hechingen, que quizás era la más vienesa de las tres, de vez en cuando se acordaba de que también era la más prusiana, mitad por nacimiento y del todo por matrimonio, por muy separada que siguiera de su marido.

—Así es, por desgracia. No se haría idea de lo mucho que tal majadería perjudica el desarrollo industrial. Prusia necesita médicos, profesores, arquitectos, gente que aporte, que sume sus conocimientos al intelecto colectivo, no parásitos que vivan a costa de los demás con sus malditas declinaciones.

—Pero el alemán también está cargado de declinaciones, no nos negará Vd. eso, Ludwig.

—Así es, Dietrich —al fin sabía cuál era el nombre de pila del doctor Holbein; había llegado a sospechar que no tenía—, pero sólo es la consecuencia de dos mil años de latinajos. El idioma sajón que huyó a Inglaterra carecía de todo eso, y las consecuencias están a la vista. Si, como dice la duquesa —señalaba en dirección de mi señora, cuya expresión era de intriga más que de sorpresa—, hay una diferencia de casi un tercio en cuanto a la eficiencia comparada del inglés y el alemán, ya sabe Vd. de dónde sale: de las condenadas declinaciones que tanto complican su aprendizaje, que tan difícil hacen su escritura y que tanto martirizan al estudiante brillante con gran cabeza para los números y para el trabajo serio, el de verdad.

—¿Cuál es ese trabajo serio, Gösseln? ¿Construir locomotoras, por un casual?

En el tono de la duquesa d'Acerenza se percibía un leve soniquete de pitorreo, aunque Ludwig, por fortuna, era incapaz de percibir esos exquisitos matices femeninos.

—Locomotoras, vagones, vías férreas, viaductos, túneles, sistemas de señalización y normas de funcionamiento racionales y eficaces. Lo que necesita Prusia para salir de su atraso de siglos es eso, créame, y no las tonterías que se predican en las escuelas y en los templos.

El tono de Ludwig hacía ver que hablaba muy en serio, cosa que a las châtelaines de categoría no les gusta nada, porque acaba con las sonrisas, lo cual era lo menos aconsejable para una cena de sociedad donde si un ingrediente resultaba por completo necesario era un poquito de frivolidad.

—¿Qué significa exactamente Dietrich, doctor Holbein?

El aludido se quedó mirando a la condesa, inexpresivo.

—Según tengo entendido significa Dietrich, señora condesa.

—Ya, hombre, no se ponga Vd. tan serio; sólo pretendía saber si tiene alguna equivalencia, en francés o en español.

—Pues no sabría qué decirle. Hasta donde tengo entendido Dietrich es Dietrich en todos los idiomas. Tengo corresponsales rusos, suecos, ingleses, italianos, franceses y españoles, todos ellos médicos, y ninguno jamás ha escrito mi nombre de otro modo, como tampoco escribo yo los suyos de otra forma.

La condesa se lo quedó pensando. Aquello, por las trazas, le parecía interesante.

—¿Tiene muchos corresponsales españoles?

—Cinco. Todos militares y todos con gran experiencia en el tratamiento de las heridas de guerra, bien sean por efectos de armas blancas o de fuego. Los que atendemos a nuestros semejantes en el campo de batalla, señora, saltamos sistemáticamente por encima de las banderas. Nuestro trabajo es salvar de la muerte a los heridos y tratar de que no queden, después, excesivamente averiados, y no sólo para que vuelvan cuanto antes al combate, sino pensando en las vidas que aún puedan disfrutar, o padecer. Eso da lugar a que formemos una cofradía peculiar, en la que todos nos conocemos a todos y, hasta cierto punto, nos ofrecemos como amigos los unos a los otros. Si un detalle histórico puede ilustrar lo que les digo es el del doctor Larrey, el médico de Napoléon, en la noche que Vds. llaman Die Reine Klapperjagd —se había vuelto a Ludwig, que asentía—; los prusianos le capturaron, y tras arrebatarle todo lo que llevaba iban a rematarle, pues estaba herido, cuando intervino el doctor Bieske, el médico del Fürst Blücher, que sin conocerle personalmente recordaba su nombre; gracias a él no sólo pudo contarlo, sino que recuperó casi todo lo que le habían quitado, además de que Bieske le atendió con sus propias manos. Ya ven, es un buen ejemplo de la camaradería que reina entre los médicos del frente, los de la línea de fuego.

—Ya veo, pero dígame —la condesa era de las que nunca se salían de su rumbo; en cierto modo era como esas fantásticas locomotoras de vapor de las que tanto hablaba mi marido—, ¿ellos firman con su nombre o lo traducen al alemán?

—No comprendo, señora —la expresión de Holbein era de legítima perplejidad.

—Quiero decir que si, por ejemplo, uno de sus corresponsales se llama Pedro, para Vd. es Peter.

—Ya. Pues sí, uno de mis corresponsales se llama Pedro. Don Pedro José María de Todos los Santos Uriarte de Mendoza y Martínez de la Cuesta, más exactamente, y le aseguro que para mí jamás ha sido Peter, ni nada que se le parezca.

—¿Y Vd. para él es Dietrich?

—De toda la vida, y piense que nos escribimos desde 1814.

—Es curioso —mi duquesa, pensativa—; siempre que nos vemos Álava me saluda diciendo «doña Guillermina» o «doña Catalina». Yo me río, le digo «Herr Michael von Álava» y desde ahí ya nos llamamos por nuestros nombres de verdad. Para mí no es más que una broma, pero ¿es posible que la costumbre de Vds. sea ésa precisamente, cambiar el nombre a los demás?

—Así es. En el trato de palabra, no, pero al expresarlo con efectos a terceros todo cambia. Si se hablara de ti en un periódico español, querida Mina, te llamarían excelentísima señora Catalina-Guillermina, duquesa de Sagan.

—Pues carajo con la prensa española.

La condesa denegó suavemente con la cabeza.

—Sería una expresión incorrecta; no por la palabrota, sino porque la correcta es coño con la prensa española; es que cada instancia tiene su taco, pues tenemos tantos que ninguno es universal. Todos están más o menos especializados.

Nos reímos todos, con ganas, incluso el hierático Holbein.

—Me da espanto eso que dices. Miniussir, el aide-de-camp de Álava, una vez me dijo que, para los madrileños, una catalina es una mierda de perro, de las que se pisan en la calle.

—En Vitoria no es así, pero será otra cosa, y probablemente peor. Los madrileños suelen ser menos rígidos que nosotros.

La princesa Pauline reflexionaba, de nuevo muy seria.

—Pues me parece una costumbre peligrosa, qué quieren que les diga. Debe de ser ideal para provocar confusiones y malentendidos, y en ocasiones, imagino, más de uno se sentirá ofendido. No alcanzo a ver qué puede ganar España con eso.

La condesa se encogió de hombros antes de proseguir.

—A mi entender sólo es una más de las penosas herencias de la España Imperial, la de cuando el sol no se ponía en nuestros dominios y todo eso. En aquellos tiempos nuestros diplomáticos eran unos seres tremendamente altaneros, lo que influyó no poco en lo mal que acabaron por irnos las cosas. No eran capaces de comprender, por ejemplo, que si Catalina de Aragón llegó a Inglaterra como tal, Henry VIII y sus súbditos la siguieran llamando Catalina de Aragón, sin más cambios que librarle del acento escrito, como tampoco fueron capaces de comprender que a la nada popular Mary Tudor, la hija de Catalina, la llamaran así en lugar de María, como sí lo hacía su valentísimo esposo Felipe II, y si digo valentísimo es porque había que serlo para irse a la cama con ese horror. A él, por cierto, le llamaban por su verdadero nombre de familia, Felipe II de Habsburg-Lothringen; para los europeos la dinastía española se llamaba en esa forma, igual que la de Vds., la austríaca. En fin, ejemplos hay a miles de los conflictos innecesarios, por francamente idiotas, que se organizan a causa de la manía española de cambiar su nombre a las personas, a las naciones, a las ciudades y a los pueblos. A eso debe que los diplomáticos españoles, por su cuenta, lleven años siguiendo la costumbre universal, la de no cambiar el nombre a nada; eso les hace impopulares en nuestro propio país, pero prefieren vivir con eso a no poder hacer su trabajo cuando toque firmar un tratado.

Mi duquesa tenía cara de haber recordado algo.

—Álava me contó que uno de los peores problemas que tuvo cuando era embajador en París, en 1815, fue que el representante oficial en la negociación del Tratado de Paz, el marqués de Labrador, se empeñaba en cambiar el nombre a todo el mundo, con lo que sólo conseguía que sus escritos los tirasen a la papelera. Luego él tenía que ir tras las bambalinas a resolver los entuertos que provocaba el otro, lo que hacía sin la menor gana, pero lo consideraba una obligación patriótica, de modo que, a regañadientes, el que verdaderamente negoció el tratado por España fue él. Al otro ni le recibían.

—Aquí también conocemos a Labrador. Su fama le precede, tanto que nadie duda que Wellington acertó al crucificarle, pero es de los más leales al Pretendiente, de modo que, sin ganas, cuando se deja caer por aquí no me queda otra que recibirle. Viene a pedir dinero, no por cortesía. Siempre le digo lo mismo: que no me hable de nada mientras no me traiga una certificación real con mi perdón, de forma que cuando Carlos V se haga con el trono, lo que dudo jamás ocurra, yo pueda volver a España y recuperar el escaso patrimonio que conservo allí. Él, que lo sabe imposible, me responde con muy buenas palabras pero con ningún compromiso, a lo que le digo que si no hay certificación no hay contribución, con lo cual se larga uniformemente disgustado. Es un cretino, pero no el peor. El más malo, por lo menos en estos días, es el hombre de confianza, Rafael Maroto. Ve traidores hasta en la sopa, lo que hace quince días le llevó a fusilar a tres de los mejores generales de su bando, con lo que ha cundido tal desmoralización que no veo a don Carlos capaz de resistirse mucho más tiempo a lo inevitable —mi duquesa se encogió de hombros, pienso que sin darse cuenta; por todo lo que llevábamos hablado, yo tenía la certeza de que la sangrienta guerra civil española le traía sin cuidado—. ¿Hasta qué punto Álava y tú sois buenos amigos?

La pregunta, creo, pilló a mi señora un punto descolocada.

—Mucho, aunque no nos vemos con frecuencia. La última vez fue hace diez meses, en la coronación de Victoria. Coincidimos diez días con él y con Loreto. Les conoces, ¿verdad?

—De toda la vida. Es de convicciones muy liberales, y la familia de su mujer, los Esquivel, también. En eso coincidían con los Aguirre, la familia de Ortuño. Los míos jamás han tenido nada de liberales, pero dominan la filosofía de ponerse al sol que más calienta. Entre 1806 y 1808, o entre Trafalgar y Bonaparte, le teníamos en Montehermoso, en el palacio, cada lunes y cada martes. Se había jubilado de la Marina Real para empezar en política. Por entonces era Diputado del Común y para Ortuño estaba claro que al ser un héroe militar, un tipo no ya ilustrado sino cultísimo y con un don de gentes asombroso, era cuestión de poco tiempo que llegase a Diputado General, y desde ahí a lo que quisiera, pero entonces llegaron los franceses. Al principio estaba de su parte, porque venían en paz y a causa de un tratado entre Talleyrand y Godoy, pero a resultas de la encerrona de Baionne hizo testamento, dejó a la novia plantada y se pasó al enemigo. Desde ahí, para mi gran pena, jamás nos volvimos a ver, aunque anduvimos cerca el 21 de junio de 1813, cuando yo escapaba por la carretera de Pamplona y él invadía Vitoria con sus mercenarios alemanes. Sé que hoy es otra vez embajador en Inglaterra y que le va muy bien, cosechando un éxito diplomático tras otro, aunque me han dicho que de salud está fatal. Aunque hayamos formado en bandos opuestos siempre le deseé lo mejor. Cuando le veas, o cuando le escribas, haz el favor de decírselo.

La duquesa sonrió, asintiendo. Tras eso elevó su copa —de nuevo el peligrosísimo Château Margaux que desde la tarde antes siempre asociaría con mi recién descubierto bouton-de-rose—, en lo que la imitamos todos, y expresó un sencillo, y sentido:

—Por don Miguel de Álava.